Lectio Divina Jueves XXIII del Tiempo Ordinario A. Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso.

 

Si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. 

I Corintios: 8, 1-13    Lucas: 6, 27-38

 


LECTIO

 

PRIMERA LECTURA

De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios: 8, 1-13

 

Queridos hermanos: Ya sé que todos ustedes conocen lo que está permitido con respecto a la carne inmolada a los ídolos. Pero, ¡cuidado!, porque el puro hecho de conocer, llena de soberbia; el amor, en cambio, hace el bien. Y si alguno piensa que ese conocimiento le basta, no tiene idea de lo que es el verdadero conocimiento. Pero aquel que ama a Dios, es verdaderamente conocido por Dios. Ahora bien, con respecto a comer la carne ofrecida a los ídolos, sabemos que un ídolo no representa nada real y que no hay más que un solo Dios. Pues, aun cuando se hable de dioses del cielo y de la tierra, como si hubiera muchos dioses y muchos señores, sin embargo, para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, de quien todo procede y es nuestro destino, y un solo Señor Jesucristo, por quien existen todas las cosas y por el cual también nosotros existimos.

Mas no todos saben esto. Pues algunos, acostumbrados a la idolatría hasta hace poco, siguen comiendo la carne como si estuviera consagrada a los ídolos, y puesto que su conciencia está poco formada, pecan. No es, ciertamente, la comida lo que nos hará agradables a Dios, ni vamos a ser mejores o peores por comer o no comer. Pero tengan cuidado de que esa libertad de ustedes no sea ocasión de pecado para los que tienen la conciencia poco formada. Porque si a ti, que sabes estas cosas, te ve alguien sentado a la mesa en un templo de los ídolos, ¿no se creerá autorizado por su conciencia, que está poco formada, a comer de lo sacrificado a los ídolos? Entonces, por culpa de tu conocimiento haces que se pierda el hermano que tiene la conciencia poco formada, por quien murió Cristo. De esta manera, al pecar ustedes contra sus hermanos, haciendo daño a su conciencia poco formada, pecan contra Cristo. Por lo tanto, si un alimento le es ocasión de pecado a mi hermano, nunca comeré carne para no darle ocasión de pecado.

 

Palabra de Dios.

Te alabamos Señor

 

La situación vital que considera Pablo en este fragmento de su primera carta a los cristianos de Corinto nos permite alcanzar la centralidad del misterio pascual de Cristo a través de otro camino: el de la caridad cristiana.

Vivían en Corinto algunos cristianos que, en virtud de su seguridad, ostentada más que arraigada en su corazón, se exponían con excesiva facilidad a provocar escándalos en otros creyentes, sobre todo en los menos firmes en la fe. Hacían gala de comer carne sacrificada

a los ídolos, cosa que para los otros, si no estaba completamente prohibida, era al menos muy inconveniente.

Y de esta guisa se contraponían en aquella comunidad los fuertes y los débiles, en un combate que, en vez de suscitar emulación por la pureza de la vida cristiana, sembraba escándalo y ruina espiritual.

A todos -a los fuertes y a los débiles- les recuerda Pablo dos verdades fundamentales: los ídolos son dioses falsos y embusteros, celosos de nuestra libertad y déspotas con respecto a nosotros, mientras que «para nosotros no hay más que un Dios: el Padre de quien proceden todas las cosas y para quien nosotros existimos» (v. 6). No nos encontramos ante un monoteísmo filosófico, fruto de una investigación puramente humana, sino ante la revelación de Dios como el Padre de nuestro Señor Jesucristo, del que nos viene no sólo el mandamiento del amor, sino también la posibilidad de cumplirlo.

La segunda verdad es, una vez más, la del misterio pascual de Cristo: «Y así, porque tú te las das de sabio, puede perderse ese que tiene la conciencia poco formada, ese que es un hermano por quien Cristo murió» (v. 11).

En este caso el acontecimiento de la muerte y resurrección de Jesús aparece en pleno contraste con la actitud de quienes, en el seno de la comunidad y mediante el escándalo, provocan la muerte, aunque sólo sea espiritual, de un hermano en la fe, tal vez sin esperanza

de resurrección.

 

EVANGELIO

Del santo Evangelio según san Lucas: 6, 27-38

 

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los aborrecen, bendigan a quienes los maldicen y oren por quienes los difaman. Al que te golpee en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite el manto, déjalo llevarse también la túnica. Al que te pida, dale; y al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames.

Traten a los demás como quieran que los traten a ustedes; porque si aman sólo a los que los aman, ¿qué hacen de extraordinario? También los pecadores aman a quienes los aman. Si hacen el bien sólo a los que les hacen el bien, ¿qué tiene de extraordinario? Lo mismo hacen los pecadores. Si prestan solamente cuando esperan cobrar, ¿qué hacen de extraordinario? También los pecadores prestan a otros pecadores, con la intención de cobrárselo después.

Ustedes, en cambio, amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar recompensa. Así tendrán un gran premio y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno hasta con los malos y los ingratos. Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso.

No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. Den y se les dará: recibirán una medida buena, bien sacudida, apretada y rebosante en los pliegues de su túnica. Porque con la misma medida con que midan, serán medidos”.

 

Palabra del Señor.

Gloria a Ti, Señor Jesús.

 

Este fragmento se presenta como un eco de las bienaventuranzas evangélicas; más aún, nos ayuda a descubrir el fundamento primero y último de toda bienaventuranza cristiana.

« Amen a sus enemigos » (vv. 27.35): el discurso no podría ser más claro. De este modo se destaca Jesús, como maestro y como guía, frente a todos los demás rabinos de su tiempo: no sólo contrapone el amor al odio, sino que exige que el amor de sus discípulos se concentre precisamente en aquellos que les odian. Un ideal de vida tan exigente y tan sublime no ha sido pedido ni lo será nunca por ningún maestro. No se trata, como es obvio, de un amor abstracto, sino de un amor que se  traduce en multitud de pequeños gestos que, día tras

día, interpelan y verifican la autenticidad del mismo amor. Para Jesús, sería ridículo amar sólo a los que nos aman: no habría en ello mérito alguno y, sobre todo, nuestro amor no sería signo distintivo de nuestra exclusiva e inequívoca pertenencia a Cristo: «También los pecadores aman a quienes los aman» (v. 32).

La enseñanza de Jesús acaba con aquella famosa expresión en la que Lucas sustituye la palabra «perfección», que emplea Mateo, por la de «misericordia»: «Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso» (v. 36). En la lógica de la espiritualidad evangélica no se

da otra perfección que no sea la de un amor fraterno que revela nuestra identidad filial respecto a Dios; no hay otra meta hacia la que tender más que la de un amor que sabe perdonar porque ha experimentado el don del perdón; no existe ningún otro mandamiento para observar más que el de tender a la imitación de Dios, que es amor misericordioso, por medio de actos de bondad y de misericordia.

 

MEDITATIO

 

«Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso»: así termina el fragmento evangélico de hoy, mientras que Mateo, en el texto paralelo, escribe: «Ustedes sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto» (5,48). ¿Por qué esta diferencia? ¿Se trata acaso

de una contradicción o hemos de buscar en otra dirección? Comenzaremos por señalar que, probablemente, la de Lucas podría ser la redacción más próxima a las palabras del Jesús histórico: nos viene espontáneamente a la cabeza pensar que Mateo, como buen judío convertido, tienda a señalar a sus destinatarios una meta de perfección según las exigencias de la nueva Ley, la inaugurada por Jesús. De este modo, y según Mateo, el cristiano se sitúa en plena continuidad con la más auténtica espiritualidad veterotestamentaria. A Lucas

le gusta recordar explícitamente una enseñanza, difundida también en el Primer Testamento, que caracteriza a Dios como amor misericordioso (cf. Ex 34,6; Dt 4,31; Sal 78,38; 86,15), por el simple hecho de que esto constituye el mensaje central de todo el magisterio de Jesús

de Nazaret. Si consideramos bien las cosas, en efecto, cada palabra, cada parábola, cada gesto de Jesús, no hace otra cosa que poner de manifiesto la verdad del Dios-amor, grande y misericordioso, amor paciente e indulgente, amor preveniente e incondicionado.

Debemos señalar, por último, que, en Dios, la perfección y la misericordia se identifican, y Lucas, como buen pedagogo, quiere que la perfección del discípulo alcance la misma meta del Maestro: amar hasta la entrega de sí mismo, sin reservas ni intereses; amar hasta el extremo de las propias fuerzas, sin arrepentimientos ni revanchas; amar a todos siempre, sin exceptuar a nadie.

 

ORATIO

 

Oh Señor, el amor no fue, para ti, una discusión de salón, y mucho menos un sueño vago y abstracto; no lo consideraste una cualidad o adorno del yo de la que gloriarnos, no lo intercambiaste con el sentimentalismo romántico, no lo definiste, porque no es una realidad

estática.

Al contrario, Señor, el amor para ti es un arco iris de colores que hemos de abrazar sin barreras entre blancos y negros, judíos y gentiles, griegos y romanos, jóvenes y viejos, hombre y mujer, amigos y enemigos, buenos y malos. Es un sentimiento dinámico e indefinible porque, como la vida, es constantemente engendrador de algo nuevo, está en la base de todas tus relaciones: Pedro, la viuda, el ladrón, Zaqueo, los pequeños, la adúltera, Lázaro y tantos otros. Oh Señor, para ti vivir significa amar: éste es el don más grande que nos dejaste.

 

CONTEMPLATIO

 

Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dulce es el nombre de misericordia, hermanos muy amados; y, si el nombre es tan dulce, ¿cuánto más no lo será la cosa misma? Todos los hombres la desean, mas, por desgracia, no todos obran de manera que se hagan dignos de ella; todos desean alcanzar misericordia, pero son pocos los que quieren practicarla.

Oh hombre, ¿con qué cara te atreves a pedir, si tú te resistes a dar? Quien desee alcanzar misericordia en el cielo debe él practicarla en este mundo. Y, por esto, hermanos muy amados, ya que todos deseamos la misericordia, actuemos de manera que ella llegue a ser nuestro abogado en este mundo, para que nos libre después en el futuro. Hay en el cielo una misericordia a la que se llega a través de la misericordia terrena. Dice, en efecto, la Escritura: Señor, tu misericordia llega al cielo.

Existe, pues, una misericordia terrena y humana, otra celestial y divina. ¿Cuál es la misericordia humana? La que consiste en atender a las miserias de los pobres.

¿Cuál es la misericordia divina? Sin duda, la que consiste en el perdón de los pecados. Todo lo que da la misericordia humana en este tiempo de peregrinación se lo devuelve después la misericordia divina en la patria definitiva. Dios, en este mundo, padece frío y hambre

en la persona de todos los pobres, como dijo él mismo: Cada vez que lo hiciste con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hiciste. El mismo Dios que se digna dar en el cielo quiere recibir en la tierra (Cesáreo de Arles, Sermón 25, 1, en CCL 103, 111ss).

 

ACTIO

 

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

 

«Pecando contra los hermanos y haciendo daño a su conciencia mal formada, pecan contra Cristo» (1 Cor 8,12).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

Viendo Dios que los hombres se hacen atraer por beneficios, quiso cautivarlos para su amor

por medio de los suyos. Dijo por tanto: «Quiero atraer a los hombres para que me amen con aquellos lazos con que los hombres se hacen atraer, a saber: con los vínculos del amor». Esos fueron precisamente los dones que Dios hizo al hombre. Él, después de haberlos dotado de

alma con potencias a su imagen, de memoria, intelecto y voluntad, así como de un cuerpo provisto de sentidos, creó para él el cielo y la tierra y tantas otras cosas, todas ellas por amor al hombre; a fin de que sirvieran al hombre y éste le amara por gratitud a tantos dones.

Pero Dios no se contentó con darnos todas estas hermosas criaturas. Para hacerse con todo nuestro amor, llegó a dársenos todo él mismo. El Padre eterno llegó a darnos a su mismo y único Hijo. Al ver que todos nosotros estábamos muertos y privados de su gracia a causa del pecado, ¿qué hizo? Por su amor inmenso -más aún, como escribe el apóstol, por el excesivo

amor que nos tenía-, mandó a su Hijo amado para que satisficiera por nosotros y para devolvernos así aquella vida que el pecado nos había arrebatado. Y al darnos a su Hijo (no perdonando a su Hijo para perdonarnos a nosotros), junto con el Hijo nos dio todo bien: su gracia, su amor y el paraíso (Alfonso Ma. de Ligorio, Pratica di amare Gesù Cristo, 1, 1-5 (edición española: Práctica del amor a Jesucristo, Rialp, Madrid 1999]).

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