Lectio Divina Primer Jueves del tiempo Ordinario B. Se le quitó la lepra y quedó limpio.
Jesús predicaba el Evangelio del Reino y curaba a la gente de toda enfermedad.
Hebreos: 3, 7-14. Marcos: 1,40-45
LECTIO
PRIMERA LECTURA
De la carta a los hebreos: 3, 7-14
Hermanos: Oigamos lo que dice el Espíritu Santo en un salmo: Ojalá escuchen ustedes la voz del Señor, hoy. No endurezcan su corazón, como el día de la rebelión y el de la prueba en el desierto, cuando sus padres me pusieron a prueba y dudaron de mí, aunque habían visto mis obras durante cuarenta años. Por eso me indigné contra aquella generación y dije: "Es un pueblo de corazón extraviado, que no ha conocido mis caminos". Por eso juré en mi cólera que no entrarían en mi descanso.
Procuren, hermanos, que ninguno de ustedes tenga un corazón malo, que se aparte del Dios vivo por no creer en él. Más bien anímense mutuamente cada día, mientras dura este "hoy", para que ninguno de ustedes, seducido por el pecado, endurezca su corazón; pues si nos ha sido dado el participar de Cristo, es a condición de que mantengamos hasta el fin nuestra firmeza inicial.
Palabra de Dios.
R/. Te alabamos, Señor.
El texto que la primera lectura nos presenta hoy, nos hace una advertencia contra la falta de fe, además, sale a nuestro encuentro con una afirmación contundente: Cristo merece, plenamente nuestra adhesión de fe. De la exposición doctrinal (3,2-6), el autor pasa a una larga exhortación, basada en la palabra inspirada, siempre actual (3,7a), del Sal 95,7-11. Para los cristianos, la «Voz» divina, mencionada en el salmo, es la de Cristo glorificado, nombrado en el versículo precedente. Leído en griego, el salmo hace alusión a un solo episodio del éxodo, el de Nm 13-14, recordado en Dt 1,20-45 y Sal 106,24-26. Poco después de la salida de Egipto, los israelitas, llegados a la proximidad de la Tierra Prometida, son invitados por Dios a entrar en ella. Pero el informe de sus exploradores provoca una reacción de desconfianza y de retroceso. Dios se indigna ante ello y envía a su pueblo de vuelta al desierto, para que vague errante durante cuarenta años. Es necesario reavivar la fe y la esperanza.
La comunidad de oyentes está tentada por el cansancio, por un cierto desaliento. Es necesario exhortarla para reavirar la fe y la esperanza. Parece que han pasado ya los entusiasmos del amor primero, de los tiempos inmediatos a la conversión y bautismo. No viven intensamente ni la libertad que proporciona la fe ni el orgullo que produce el ser cristianos. Se muestran temerosos, avergonzados acaso, de su fe ante los que los rodean. Han perdido las motivaciones que estimulan el seguir progresando en el camino de la salvación. Se contentan con lo que poseen, sin preocuparse de avanzar, y esto entraña siempre el riesgo de retroceder.
La exhortación parte de Sal 95,7-11 donde se expone la experiencia de Israel en el
desierto, la misma que se narra en Nm 14,22-29. El comentario del salmo se estructura en tres párrafos: Heb 3,12-19; 4,1-11 y 4,12-14.
En el primero (Heb 3,12-19) se comenta el comienzo del salmo, centrado en dos afirmaciones: oír hoy su voz y no endurecer el corazón. La firme fe del comienzo debe ser mantenida hasta el final, porque la incredulidad que se mete en el corazón, y puede hacerlo en cualquier momento del camino, lleva a la perdición. Lo acontecido a Israel cuando no dio crédito a la palabra de los exploradores que anunciaban las bondades de la tierra que habían explorado (véase Nm 14,21-23) tiene una enseñanza para nosotros. Más aún, el riesgo para nosotros hoy es mucho mayor cuanto mayor es el crédito que merece Cristo, del que formamos ya parte por la fe, por nuestra adhesión inicial a él. De ahí la necesidad de estímulo mutuo y constante, de responsabilizarnos unos de otros en esta etapa de la historia de la salvación, antes de que llegue el “hoy” definitivo que traerá consigo el juicio definitivo. El
que no tiene apoyos y camina en solitario está en peligro de desfallecer, de errar el camino, de no conseguir el descanso. El desierto no se puede cruzar en solitario.
EVANGELIO
Del santo Evangelio según san Marcos: 1,40-45
En aquel tiempo, se le acercó a Jesús un leproso para suplicarle de rodillas: "Si tú quieres, puedes curarme". Jesús se compadeció de él, y extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: "¡Sí quiero: sana!". Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio.
Al despedido, Jesús le mandó con severidad: "No se lo cuentes a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo prescrito por Moisés".
Pero aquel hombre comenzó a divulgar tanto el hecho, que Jesús no podía ya entrar abiertamente en la ciudad, sino que se quedaba fuera, en lugares solitarios, a donde acudían a él de todas partes.
Palabra del Señor.
R/. Gloria a ti, Señor Jesús.
Le vemos a Jesús recorriendo toda Galilea. La oración relanza a Jesús a su misión, que ahora se extiende por toda Galilea. Las fronteras de Cafarnaún quedan suprimidas. Pero la acción de Jesús pretende abolir otra clase de fronteras: aquellas que dividen a los hombres. Esta idea parece ser la que mueve al evangelista a introducir aquí el relato de la curación de un leproso, que, sin indicación alguna de lugar ni de tiempo, se convierte en el vértice y resumen de los relatos de milagros narrados hasta ahora.
El leproso era, en efecto, el marginado y segregado por antonomasia (véase Lv 13,4546). La lepra era la mayor muralla social y, al mismo tiempo, una enfermedad que sólo
Dios podía curar (véase Nm 12,13). Ante la petición humilde del “impuro", Jesús no repara en tocar lo intocable y, en lugar de quedar contaminado, comunica su propia “pureza”.
El segregado queda reintegrado. Quien estaba abocado a la muerte recupera la vida. Es un gesto clamoroso y revelador. Aunque se pretenda silenciar, resulta imposible.
El que experimenta el poder integrador y salvador de Jesús se convierte necesariamente en profeta.
En la versión de Marcos, la curación de un leproso (1,40-45) se asemeja más a un exorcismo que en las de Mateo (8,2-4) y Lucas (5,1216). Aunque la palabra «lepra» podía denotar en la antigüedad muy variadas afecciones de la piel, aquí se refiere a una enfermedad incurable que está sujeta a las normas levíticas (Lv 13,1-14,32). Pero este leproso hace caso omiso de las barreras establecidas por el código levítico al aproximarse a Jesús y arrodillarse ante él (¿mostrando sumisión, pero a la vez cortando del paso?), confiado en que Jesús puede ayudarlo. Y, lo que es más asombroso, Jesús decide traspasar a su vez la frontera entre lo
puro y lo impuro al alargar la mano y tocar al hombre. La «limpieza» devuelve a éste a la comunidad humana, como queda de manifiesto en 1,45, de modo que la comunidad es sanada también. La certificación por el sacerdote de la purificación acontecida sirve aquí para la resocialización. Desoyendo la orden de Jesús de guardar silencio, el hombre se convierte en
misionero al poner su propia historia al servicio de «la palabra» (cf. lenguaje misionero en
Hch 8,4f; 9,20; 10,42; 2 Tim 4,2).
MEDITATIO
Ayer nuestra meditación veíamos como Jesús se acercón con especial amor, compasión y misericordia a todos los que sufrían, aquejados por diversas vicisitudes, limitaciones, enfermedades… de su vida, Jesús se acercaba a ellos también con palabras de esperanza de consuelo que decía sobre todo Movido por la compasión, situación que generaba un entrar en contacto directo con la persona. Hoy también, Jesús extendió la mano y tocó al leproso.
Efectivamente, hoy, por primera vez vemos a Jesús con un leproso que le pide la curación. Se trata de un caso inahudito, sorprendente, escandaloso, como lo serán muchos drante su ministerio. La lepra era una terrible enfermedad que tenía connotaciones negativas de carácter humano, social y religioso (Lv 13-14). Aunque en los países más desarrollados ha desaparecido prácticamente, hoy todavía existen sectores de esa dolencia, que la sociedad moderna trata de erradicar con todos los medios.
La lepra era una enfermedad, que en su tiempo se la consideraba contagiosa, y que estaba muy extendida en tiempo de Jesús y tenía una fuerte carga agravante de carácter religioso. La persona que se contagiaba de lepra era considerada como suejta de una maldición de Dios, la persona que la padecía era vista como impura. Además, el leproso contaminaba y hacía impuros a todos los que le tocaban. Eso tenía, por otra parte, una consecuencia humillante de orden social. Los leprosos eran obligados a vivir alejados de la vida en sociedad y tenían que cobijarse en los lugares más lóbregos y deprimentes. Eran los seres más marginados. Se les consideraba muertos en vida. Impuros, castigados por Dios, por lo tanto indignos de una vida digna y por lo tanto inmerecedores de la salvación.
Para nosotros hoy, tal vez eso no signifique nada, pero es necesario tener presente todo lo que acontecía en ese tiempo en torno a un leproso, para valorar el comportamiento de Jesús. Jesús de Nazaret tuvo el coraje de extender su mano y tocar al leproso, superando heroicamente las barreras de orden religioso, legal y social. Pudo más su sentimiento de bondad, de misericordia y compasión que las normas establecidas social, civil y hasta religiosamente. Curó al enfermo e hizo así posible la recuperación de su dignidad y su reintegración total a la sociedad y a la religión.
No perdamos de vista un detalle que llama la atención en el texto evngélico. Se trata del imperativo que el leproso recibe cuando Jesús le ordena que no se lo diga a nadie. Pero aquel hombre, profundamente agradecido, no tomó en consideración el mandato de Jesús: “Empezó a pregonar y divulgar la noticia con entusiasmo”. El efecto fue asombroso. Empezó a acudir a Jesús tanta gente que ya no podía entrar abiertamente en los poblados. ¿Por qué Jesús le impuso el silencio a este hombre? ¿Qué sentido tenía el así llamado “secreto mesiánico”, al que Marcos alude frecuentemente? ¿Qué profundo motivo podía tener para ello? La razón es clara. Jesús no quería que la gente le siguiese como a un simple taumaturgo. Sus curaciones no debían ser acogidas, sin más, como un acto de terapia o de beneficencia, sino como signo de su acción evangelizadora. De lo contrario, su misión podría quedar desfigurada y desvirtuada. Ese es el mensaje de fondo del episodio evangélico de hoy. Jesús cura de manera integral a la persona. Es decir, no solamente hace un milagro para sanar el cuerpo, sino que en la sanación corporal va también la sanación espiritual y por lo tanto verdadera señal de que el Reino de Dios está llegando a la humanidad ¿cómo? Por medio de las palabras y las acciones de Jesús de Nazaret. (Fray Pablo Jaramillo, OFMCap).
ORATIO
Padre de Misericordia y Dios de todo consuelo. Que has querido enviar a tu Hijo Unigénito al mundo no para condenarlo, sino para salvarlo, haz que podamos comprender nuestras parálisis no sólo corporales, sino sobre todo espirituales para permitir el paso y la estancia de Jesús en nuestra vida, y ser así, verdaderamente tocados por tu amado Hijo, para que en medio del dolor y del sufrimiento que estamos viviendo en estos momentos, podamos levantar la mirada y experimentar tu presencia salvador, sanadora, liberadora que no genera esperanza, y nos da la certeza de vivir siempre en tu presencia como hijos muy amados.
Señor Jesucristo, Camino, Verdad y Vida tú que experimentaste el dolor y el sufrimiento hasta el extremo de dar la vida como signo de amor y fidelidad a Dios, y como signo de amor y solidaridad a la humanidad entera, te damos gracias por habernos reconciliado con Dios de manera integral, no solamente sanando nuestras heridas corporales, sino dandonos vida abundante y perenne en el Reino de tu Padre, nuestro Padre, concédenos que día a día busquemos y hagamos siempre y en todo la voluntad de Dios para vivir como verdaderos hijos suyos.
Espíritu de Amor y de Consuelo fortalece nuestra debilidad para actuando siempre movidos por tus divinas inspiraciones podamos corresponder al Amor que nuestro Padre Dios nos tiene y que nos ha manifestado de manera plena y absoluta en su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, vertíendolo en nuestros corazones siendo así inhabitados por Ti Santo Espiritu de amor modela y transforma nuestro ser para que nos sintamos impulsados a amar y a servir a nuestros hermanos en todo momento. Amén. (Fray Pablo Jaramillo, OFMCap).
CONTEMPLATIO
Para que una persona experimente la sanación de Dios lo primero que debe hacer es reconocer que está enferma. Una vez que se ha dado cuenta que está enferma ha de examinar profundamente los deseos y los anhelos más profundos de su corazón, tratando de descubrir en él la rectitud de conciencia, es decir su honestidad y humildad. Así, una vez examinados los sentimientos del corazón, es necesario levantar confiada y esperanzadamente la mirada a Dios, pero es más necesario postrar humildemente el corazón, para poder decirle al Señor: Señor, si quieres puedes curarme. Pero es necesario por lo tanto, además de lo anterior saberse, descubrirse enfermo, enferma, necesitado, necesitada de la actuación de Dios en la propia vida.
Evidentemente, el Señor en su inmensa compasión y misericordia nos tenderá la mano, mano llena de amor, de misericordia, de ternura y de poder. Mano que salva, que bendice, que acaricia y sana y salva, porque el Seño, antes de extender la mano para curar a quienes acuden a Él, extendió su corazón miseriocordioso para manifestar todo el amor que tiene para ti. Exclusivamente para Ti.
Señor haznos capaces de descubrir humildemente nuestra enfermedad, no sólo la física, sino sobre todo y ante todo la espiritual, la que nos aleja de Ti y de los hermanos. Haz que permitamos nos sea extirpada la lepra del corazón para que en estos momentos difíciles de prueba, de dolor y de sufrimiento, además de compadecernos unos con otros y por todos, podamos ser responsables de la salud integral de cada uno de nuestros hermanos. Hoy señor quiero ser el grito de todos y cada uno de mis hermanos enfermos a raíz de esta terrible pandemia del COVID-19: Si quieres, puedes curarnos. Escucha la súplica de este pobre hijo tuyo que humildemente acude a Ti sabiendo que eres un Padre rico en misericordia. Amén. (Fray Pablo Jaramillo, OFMCap).
ACTIO
Repite frecuentemente y vive hoy la Palabra:
“Si quieres, puedes limpiarme de mi enfermedad” (Mc 1,40)
PARA LECTURA ESPIRITUAL
T E S T A M E N T O DE SAN FRANCISCO DE ASÍS
El Señor me dio de esta manera a mí, hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia: porque, como estaba en pecados, me parecía extremadamente amargo ver a los leprosos. Y el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia con ellos. Y al apartarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo; y después me detuve un poco, y salí del siglo. Y el Señor me dio una tal fe en las iglesias, que así sencillamente oraba y decía: Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo. Después, el Señor me dio y me da tanta fe en los sacerdotes que viven según la forma de la santa Iglesia Romana, por el orden de los mismos, que, si me persiguieran, quiero recurrir a ellos. Y si tuviera tanta sabiduría cuanta Salomón tuvo, y hallara a los pobrecillos sacerdotes de este siglo en las parroquias en que moran, no quiero predicar más allá de su voluntad. Y a éstos y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a mis señores. Y no quiero en ellos considerar pecado, porque discierno en ellos al Hijo de Dios, y son señores míos. Y lo hago por esto, porque nada veo corporalmente en este siglo del mismo altísimo Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre, que ellos reciben y ellos solos administran a los otros. Y quiero que estos santísimos misterios sean sobre todas las cosas honrados, venerados y colocados en lugares preciosos. Los santísimos nombres y sus palabras escritas, dondequiera que los encuentre en lugares indebidos, quiero recogerlos y ruego que se recojan y se coloquen en lugar honroso. Y a todos los teólogos y a los que nos administran las santísimas palabras divinas, debemos honrar y venerar como a quienes nos administran espíritu y vida.
Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me ensañaba qué debería hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio. Y yo hice que se escribiera en pocas palabras y sencillamente, y el señor Papa me lo confirmó. Y aquellos que venían a tomar esta vida, daban a los pobres todo lo que podían tener; y estaban contentos con una túnica, forrada por dentro y por fuera, el cordón y los paños menores. Y no queríamos tener más. Los clérigos decíamos el oficio como los otros clérigos; los laicos decían los Padrenuestros; y muy gustosamente permanecíamos en las iglesias. Y éramos iletrados y súbditos de todos. Y yo trabajaba con mis manos, y quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los otros hermanos trabajen en trabajo que conviene al decoro. Los que no saben, que aprendan, no por la codicia de recibir el precio del trabajo, sino por el ejemplo y para rechazar la ociosidad. Y cuando no se nos dé el precio del trabajo, recurramos a la mesa del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta. El Señor me reveló que dijésemos el saludo: El Señor te dé la paz. Guárdense los hermanos de recibir en absoluto iglesias, moradas pobrecillas y todo lo que para ellos se construya, si no fueran como conviene a la santa pobreza que hemos prometido en la Regla, hospedándose allí siempre como forasteros y peregrinos. Mando firmemente por obediencia a todos los hermanos que, dondequiera que estén, no se atrevan a pedir documento alguno en la Curia romana, ni por sí mismos ni por interpuesta persona, ni para la iglesia ni para otro lugar, ni con miras a la predicación, ni por persecución de sus cuerpos; sino que, cuando en algún lugar no sean recibidos, huyan a otra tierra para hacer penitencia con la bendición de Dios.
Y firmemente quiero obedecer al ministro general de esta fraternidad y al guardián que le plazca darme. Y del tal modo quiero estar cautivo en sus manos, que no pueda ir o hacer más allá de la obediencia y de su voluntad, porque es mi señor. Y aunque sea simple y esté enfermo, quiero, sin embargo, tener siempre un clérigo que me rece el oficio como se contiene en la Regla. Y todos los otros hermanos estén obligados a obedecer de este modo a sus guardianes y a rezar el oficio según la Regla. Y los que fuesen hallados que no rezaran el oficio según la Regla y quisieran variarlo de otro modo, o que no fuesen católicos, todos los hermanos, dondequiera que estén, por obediencia están obligados, dondequiera que hallaren a alguno de éstos, a presentarlo al custodio más cercano del lugar donde lo hallaren. Y el custodio esté firmemente obligado por obediencia a custodiarlo fuertemente día y noche como a hombre en prisión, de tal manera que no pueda ser arrebatado de sus manos, hasta que personalmente lo ponga en manos de su ministro. Y el ministro esté firmemente obligado por obediencia a enviarlo con algunos hermanos que día y noche lo custodien como a hombre en prisión, hasta que lo presenten ante el señor de Ostia, que es señor, protector y corrector de toda la fraternidad. Y no digan los hermanos: "Esta es otra Regla"; porque ésta es una recordación, amonestación, exhortación y mi testamento que yo, hermano Francisco, pequeñuelo, os hago a vosotros, mis hermanos benditos, por esto, para que guardemos más católicamente la Regla que hemos prometido al Señor.
Y el ministro general y todos los otros ministros y custodios estén obligados por obediencia a no añadir ni quitar en estas palabras. Y tengan siempre este escrito consigo junto a la Regla. Y en todos los capítulos que hacen, cuando leen la Regla, lean también estas palabras. Y a todos mis hermanos, clérigos y laicos, mando firmemente por obediencia que no introduzcan glosas en la Regla ni en estas palabras diciendo: "Así han de entenderse". Sino que así como el Señor me dio el decir y escribir sencilla y puramente la Regla y estas palabras, así sencillamente y sin glosa las entendáis y con santas obras las guardéis hasta el fin.
Y todo el que guarde estas cosas, en el cielo sea colmado de la bendición del altísimo Padre y en la tierra sea colmado de la bendición de su amado Hijo con el santísimo Espíritu Paráclito y con todas las virtudes de los cielos y con todos los santos. Y yo, hermano Francisco, pequeñuelo, vuestro siervo, os confirmo, todo cuanto puedo, por dentro y por fuera, esta santísima bendición.
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