Lectio Divina PRIMER LUNES DEL TIEMPO ORDINARIO B. Arrepiéntanse y crean en el Evangelio.

 El Reino de Dios está cerca, dice el Señor. Conviértanse y crean en el Evangelio.

Hebreos: 1, 1-6. Marcos: 1, 14-20

 


LECTIO

 

PRIMERA LECTURA

De la carta a los hebreos: 1, 1-6

En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros padres, por boca de los profetas. Ahora, en estos tiempos, nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por medio del cual hizo el universo.

El Hijo es el resplandor de la gloria de Dios, la imagen fiel de su ser y el sostén de todas las cosas con su palabra poderosa. Él mismo, después de efectuar la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la majestad de Dios, en las alturas, tanto más encumbrado sobre los ángeles, cuanto más excelso es el nombre que, como herencia, le corresponde.

Porque, ¿a cuál de los ángeles le dijo Dios: Tú eres mi Hijo; yo te he engendrado hoy? ¿O de qué ángel dijo Dios: Yo seré para él un padre y él será para mi un hijo? Además, en otro pasaje, cuando introduce en el mundo a su primogénito, dice: Adórenlo todos los ángeles de Dios. 

 

Palabra de Dios. 

R/. Te alabamos, Señor.

 

En esta solemne introducción el predicador ofrece, como en una visión global, la

orientación y el contenido fundamental del sermón. El tono es elevado, los términos raros y misteriosos.

Dios es el sujeto, el protagonista primero de todo. Ese Dios, que ha creado y dado forma a todo lo que existe, ha hablado en palabras humanas, ha roto las distancias, se ha acercado al hombre, se ha manifestado a él. En una primera etapa habló a los antepasados de Israel, nuestros padres en la fe, con una gran variedad y multiplicidad de palabras, por medio de muchos portavoces, los "profetas", todos aquellos personajes que nos han dejado su testimonio en todos los libros del Antiguo Testamento. Ahora, en estos tiempos nuestros, que son los últimos, nos ha hablado a nosotros en el Hijo, con una sola palabra, en una única persona, con un hablar definitivo, perfecto, pleno.

Este Hijo-Palabra de Dios se halla junto a Dios: por él Dios creó el mundo y, por lo

mismo, también a nosotros. De él venimos y suyos somos. Ha sido constituido además heredero de todas las cosas, es decir, el objeto último, aunque secreto, de las solemnes promesas hechas a los padres, especialmente la de la descendencia a Abrahán, y la del hijo -rey a David. Por consiguiente, a él estamos destinados todos, y él es a la vez nuestra personal herencia, el cumplimiento de todo lo que podemos nosotros esperar fiados en la palabra de Dios.

En la frase siguiente se afirman sus relaciones con Dios, y con el mundo y sus actuaciones salvíficas. Con Dios no tiene un simple parecido, como se decía de la sabiduría en el Antiguo Testamento (véase Sab 7,2526) sino que es el resplandor de su gloria, alguien que tiene su origen en la gloria de Dios, en aquello que a él le constituye como tal, su peso, su majestad, su solidez. Es imagen de su ser, es decir, la impronta, la huella, la reproducción exacta y viviente de su sustancia, de aquello que a Dios le constituye como Dios, lo que le da su fundamento. Se afirma, pues, de manera clara y rotunda, su procedencia de Dios y su igualdad plena con él.

Por medio de este Hijo, Dios ha realizado la creación de toda la realidad del universo y de todas las energías y poderes de la historia. Este Hijo es el que da consistencia al mundo con su palabra poderosa, una palabra que es expresión de su poder de Hijo que actúa sin especial esfuerzo, sin oposición ni resistencia, como palabra creadora.

Se resalta una triple actuación salvífica: se sentó a la derecha de Dios en las alturas, es decir, ha obtenido un puesto de honor junto a Dios y se halla asociado a su soberanía y señorío pleno sobre toda la realidad; ha realizado la purificación de los pecados, expresión que tiene connotaciones sacrificiales y sacerdotales, y que significa una acción o gesto por el que se suprime el pecado o las faltas que afectan a la conciencia del hombre y que impiden el abrazo íntimo y personal con Dios; ha heredado un título mayor que el de los ángeles.

 

EVANGELIO

Del santo Evangelio según san Marcos: 1, 14-20

Después de que arrestaron a Juan el Bautista, Jesús se fue a Galilea para predicar el Evangelio de Dios y decía: "Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios ya está cerca. Conviértanse y crean en el Evangelio".

Caminaba Jesús por la orilla del lago de Galilea, cuando vio a Simón y a su hermano, Andrés, echando las redes en el lago, pues eran pescadores. Jesús les dijo: "Síganme y haré de ustedes pescadores de hombres". Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron.

Un poco más adelante, vio a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, que estaban en una barca, remendando sus redes. Los llamó, y ellos, dejando en la barca a su padre con los trabajadores, se fueron con Jesús. 

 

Palabra del Señor. 

R/. Gloria a ti, Señor Jesús.

 

El lugar geográfico en que Jesús inaugura su presentación es Galilea, una región hasta entonces insignificante y sin relieve. Aquí hace oír su voz, apareciendo no como un profeta más, sino como aquel en quien, llegada la plenitud de los tiempos, el esperado reino de Dios comienza a ser realidad. Reino de Dios es una expresión que hunde sus raíces en el Antiguo Testamento y el judaísmo. Compendiaba todo lo que Israel esperaba de los tiempos mesiánicos. En labios de Jesús adquiere un significado concreto: soberanía universal de Dios como padre compasivo y salvador. Sobre los corazones oprimidos destella así un rayo de esperanza.

Esta realidad es ofrecimiento y don de Dios, del que nadie queda excluido. Pero, si Dios otorga, espera a su vez una respuesta de acogida por parte del hombre. La respuesta exigida se expresa en dos actitudes concretas: conversión y fe.

Convertirse significa literalmente tomar otra dirección, cambiar de rumbo, no quedarse donde se está y como se está, esforzarse por llegar a ser lo que se debe ser. En el contexto de la predicación de Jesús sobre el reino de Dios esto equivale a permitir que Dios sea Dios, a reconocer a Dios como la realidad que todo lo determina; equivale, en otros términos, a romper la cerrazón humana, a abandonar toda autosuficiencia, a vivir la existencia terrena como don recibido de Dios.

La segunda actitud, la fe, no es sino el lado positivo de la primera: la apertura y disposición a escuchar, la buena voluntad para abandonarse al poder salvador de Dios con una confianza ciega y total.

Conversión y fe tienen que realizarse en el seguimiento de Jesús. La vocación de los primeros discípulos es, por su parte, un ejemplo concreto de conversión y de fe y, por parte de Jesús, un acto revelador de lo que él quería y debía realizar.

Llamando a su seguimiento a unos pescadores, Jesús manifiesta que no se propone actuar como un simple rabino o maestro de su tiempo. Estos, en lugar de llamar a sus discípulos, eran llamados y elegidos por ellos. Además, la perspectiva de la llamada de Jesús no tiene connotación magisterial de ninguna índole. En juego está la vinculación a una persona, no a una doctrina. La iniciativa de Jesús, que llama y crea la decisión de seguirlo, hace pensar en la iniciativa y autoridad con las que el Dios de Israel llamaba a sus profetas para que llevaran a cabo una misión especial en favor del pueblo (véase 1 Re 19.19-21; 2 Re 2,12-15), misión que aquí viene explicitada en la imagen de ser pescadores de hombres, es decir, de reunir a los miembros dispersos del pueblo de Dios.

El contenido del relato no se agota aquí. Subrayando la autoridad divina de quien llama, la narración lleva el sello de la estilización catequética, y esa primera llamada, ejemplo de conversión y de fe, quiere ser a la vez modelo de toda vocación cristiana. Tres rasgos fundamentales caracterizan esta vocación: es respuesta a una llamada previa; esa llamada es categórica, de suerte que ante ella no cabe titubeo alguno; la respuesta del hombre implica desprendimiento y renuncia, pero se traduce ante todo en un "seguimiento". Discípulo, por tanto, no es alguien que abandona algo: es aquel que, respondiendo decididamente a una llamada, ha encontrado a alguien. La pérdida es compensada con creces por la ganancia.

 

MEDITATIO

 

Jesús no inaugura su ministerio en la ciudad de Jerusalén, capital y centro de los élites políticas y religiosas de Israel. Al contrario, lo comienza en un ambiente sencillo y sin aparentes consecuencias importantes. Probablemente debido a eso, el historiador antiguo Flavio Josefo, nativo de Jerusalén, hiciera una amplia alusión en sus célebres obras históricas a Juan el Bautista e ignorara la existencia de Jesús. No obstante, la Buena Nueva que Jesús promulga es algo revolucionario. Nos invita a un cambio radical y nos promete una humanidad y un cosmos totalmente renovados. Es como el milagro de la pequeña semilla que se transforma ante nuestros ojos en una espléndida espiga, sin que ni siquiera nos demos cuenta de ello. Por nuestra parte, sólo tenemos que imitar a los primeros discípulos, dejar nuestras comodidades, y seguir a Jesús a dondequiera que vaya.

Un encuentro, una invitación. Una mirada que ha penetrado hasta el alma, y, desde entonces, la mirada del corazón quisiera posarse para siempre sobre ti. ¿Quién eres, Jesús? Tú nos llamas para que te sigamos, y nosotros apenas te conocemos... Los profetas de los tiempos antiguos nos han anunciado las cosas de Dios, pero hoy es por medio de ti como nos habla el Padre. Y la Palabra poderosa, creadora, eres tú. El Dios al que nadie había visto lo revelas tú en ti mismo: eres su imagen perfecta, el resplandor de su gloria, su Hijo amado. Tú nos llamas para que te sigamos, pero nosotros nos sentimos muy inadecuados, lejanos... Con todo, por eso has venido a nosotros: para purificamos de los pecados, ofreciéndote a ti mismo, y preparar así a cada hombre -hermano tuyo- un lugar junto al Padre. Nosotros, como los primeros cristianos, advertimos tu mirada sobre nuestro presente y comprendemos: si nos dejamos seducir por la belleza de tu persona, nos sentiremos libres de cualquier otra cosa. 

«Se ha cumplido el plazo»: queremos seguirte. «Está llegando el Reino de Dios»: para que reine en nosotros únicamente tu amor, ayúdanos a abandonar todo lo que se opone a él. Hoy, detrás de ti, comienza un camino que puede llevarnos lejos, un camino que atraviesa las calles del hombre y conduce a la diestra de Dios. 

 

ORATIO

 

Te seguimos, Señor Jesús, pero para que te sigamos, llámanos, Porque sin ti nadie avanza. Que sólo Tú eres el Camino, la Verdad y la Vida. Recíbenos como un camino acogedor recibe. Aliéntanos como la verdad alienta. Vivifícanos, puesto que Tú eres la Vida. Amén

CONTEMPLATIO

Hoy, el Evangelio nos invita a la conversión. Convertirse, ¿a qué?; mejor sería decir, ¿a quién? ¡A Cristo! Así lo expresó: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí». 

Convertirse significa acoger agradecidos el don de la fe y hacerlo operativo por la caridad. Convertirse quiere decir reconocer a Cristo como único señor y rey de nuestros corazones, de los que puede disponer. Convertirse implica descubrir a Cristo en todos los acontecimientos de la historia humana, también de la nuestra personal, a sabiendas de que Él es el origen, el centro y el fin de toda la historia y que por Él todo ha sido redimido y en Él alcanza su plenitud. Convertirse supone vivir de esperanza, porque Él ha vencido el pecado, al maligno y la muerte, y la Eucaristía es la garantía. 

Convertirse comporta amar a Nuestro Señor por encima de todo aquí en la tierra, con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todas nuestras fuerzas. Convertirse presupone entregarle nuestro entendimiento y nuestra voluntad, de tal manera que nuestro comportamiento haga realidad el lema episcopal del Santo Padre, Juan Pablo II, Totus tuus, es decir, Todo tuyo, Dios mío; y todo es: tiempo, cualidades, bienes, ilusiones, proyectos, salud, familia, trabajo, descanso, todo. Convertirse requiere, entonces, amar la voluntad de Dios en Cristo por encima de todo y gozar, agradecidos, de todo lo que acontece de parte de Dios, incluso contradicciones, humillaciones, enfermedades, y descubrirlas como tesoros que nos permiten manifestar más plenamente nuestro amor a Dios: ¡si Tú lo quieres así, yo también lo quiero! 

Convertirse pide, así, como los apóstoles Simón, Andrés, Jaime y Juan, dejar «inmediatamente las redes» e irse con Él, una vez oída su voz. Convertirse es que Cristo lo sea todo en nosotros. 

ACTIO

Repite y vive hoy la palabra:

Señor, en ti está la fuente de la vida, y tu luz nos hace ver la luz”. (Sal 35,10)

PARA LECTURA ESPIRITUAL

En la raíz de nuestra vocación cristiana se encuentra el hecho de que Cristo nos dio su vida en la cruz. La vida que él nos ha dado es una vida que ha pasado a través de la muerte y la ha vencido; es la vida resucitada; es la vida eterna. Esta vida es la misma que mana de Cristo para salvarnos, del mismo modo que brota de una manera incesante para continuar creándonos. Esta vida es imparable. Inundados por ella, debemos salvarnos por medio de ella, en ella, con ella. Ahora bien, cuando el Reino de los Cielos quiere traspasar el mundo, cuando el amor de Dios quiere buscar a alguien que está perdido, cuando este alguien es una multitud, importa mucho más quién se es que lo que se es; importa mucho más cómo se hace que lo que se hace. 

Se puede ser vendedor de pescado, farmacéutico o empleado de banca; se puede ser hermanito de Foucauld o hermanita de la Asunción; se puede ser scout o miembro de la Acción Católica... A cada uno le corresponde su puesto. Sin embargo, hay un puesto que no se puede dejar de ocupar, un puesto que está destinado a cada uno de nosotros, sin excepción: amar al Señor antes que nada como a un Dios que rige el mundo; amar al Señor por encima de todo como a un Dios que ama a los hombres; amar a cada ser humano hasta el fondo; amar a todos los hombres, amarlos porque el Señor los ama y como él los ama. 

El cristiano está destinado a sufrir sabiendo por qué sufre. El sufrimiento no es injusto para él: es su fatiga. El sufrimiento de Cristo y la redención de Cristo son inseparables para el cristiano. Este sabe que la redención de Cristo no ha eliminado el pecado, y por consiguiente el mal, del mundo, sabe que la redención de Cristo no ha vuelto a los hombres inocentes, sino que los ha convertido en  perdonados en potencia. (M. Delbrél).

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