Beato Fray Leopoldo de Alpandeire, Capuchino.

 9 de febrero 

BEATO LEOPOLDO DE ALPANDEIRE CAPUCHINO
(1864 - 1956)


 

Nació en Alpandaire (Málaga, España) el año 1864, en el seno de una familia humilde y trabajadora. Desde muy joven trabajó en el campo, y fue profundizando en su vida de piedad y de caridad. A los 35 años tomó el hábito de los Capuchinos como hermano lego en Sevilla. En 1914 lo destinaron al convento de Granada, donde pasó el resto de su vida. Ejerció varios oficios domésticos, pero sobre todo fue limosnero; todos le sirvieron para su santificación y para desarrollar un gran apostolado "del buen ejemplo" en el pueblo, incluso en las situaciones revueltas que se vivieron en España. Murió el 9 de febrero de 1956. Fue beatificado el año 2010, y de él dijo Benedicto XVI: «La vida de este sencillo y austero Religioso Capuchino es un canto a la humildad y a la confianza en Dios y un modelo luminoso de devoción a la Santísima Virgen María. Invito a todos, siguiendo el ejemplo del nuevo Beato, a servir al Señor con sincero corazón, para que podamos experimentar el inmenso amor que Él nos tiene y que hace posible amar a todos los hombres sin excepción».

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BEATO LEOPOLDO DE ALPANDEIRE
Capuchino 1864 - 1956

Carta Circular de Fr. Mauro Jöhri,
Ministro General OFMCap (15-VIII-2010)

Con motivo de la beatificación de Fray Leopoldo de Alpandeire

En el marco de pocos meses, nuestra Orden se prepara para vivir una segunda beatificación, ¡y nuevamente en la Península Ibérica! Esta vez es fray Leopoldo de Alpandeire, un hermano cercano a nosotros en el tiempo.

Su vida no se distingue por grandes obras, sino más bien por la simplicidad y la fidelidad con las que se donaba en todo lo que hacía. De él se puede decir, antes que nada, que fue un "hombre de Dios", permeado de su Espíritu. Era un hermano limosnero y por esto estaba todo el día entre la gente. La suya no era una posición de poder, sino la de alguien que pide y que deja libre a quien tiene delante. Pedía la limosna para la vida de los hermanos, dejaba a cambio a quien le daba, la paz, los dones del Espíritu. 

El ejercicio de la limosna, tal como la hizo fr. Leopoldo, desapareció totalmente, o casi, en la Orden, pero es necesario descubrir otras formas para estar presentes entre la gente como "menores". «Sujetos a todos los hombres de este mundo», dice San Francisco en el Saludo a las virtudes(SalVir 16), para ofrecer la ocasión de tener un gesto de compartir y de ofrecerles "Su paz", la paz del Señor Jesús. ¿Cómo? Involucrándose en las obras de caridad que muchos de nuestros hermanos han comenzado, pidiéndoles a ellos que derrochen un poco de su tiempo en el realizar y recibir el bien. De la gratuidad en el donarse no puede sino nacer el agradecimiento por todo lo que uno ha recibido. 

El beato Leopoldo es parte de aquella gran procesión de frailes limosneros que han encarnado en minoridad el llamado del Buen Dios que busca al hombre porque lo ama. Hoy el humilde limosnero alcanza la gloria de los altares, y nos alegramos y al mismo tiempo le pedimos que acompañe a quien busca a Dios, que nos acompañe para que como hermanos menores capuchinos sepamos estar abiertos a la voz del Espíritu para vivir entre la gente en simplicidad y sin otra cosa que el gozo y la alegría de saberse amados por el Señor.

En el centro de la Serranía de Ronda (Málaga) se encuentra Alpandeire, pueblecito minúsculo, escondido, como un nido en el corazón de la montaña, una belleza natural. Es la tierra natal de nuestro santo limosnero capuchino, místico de la humildad y de la vida oculta, don de Dios a la humanidad que busca su destino. 

Sus padres, Diego Márquez Ayala y Jerónima Sánchez Jiménez, eran campesinos, humildes y laboriosos, y, como la mayor parte de la gente, trabajaban duro para hacer fértil aquella tierra pedregosa de la cual extraer el sostén para la familia. El 24 de junio de 1864 les nació el primer hijo que el día 29 del mismo mes, en la fuente bautismal, recibía el nombre de Francisco Tomás de San Juan Bautista, nuestro fr. Leopoldo. Diego y Jerónima se alegraron del nacimiento de otros tres hijos, Diego, Juan Miguel y María Teresa. 

En el calor del amor familiar, alimentado por la práctica de las virtudes cristianas, crecía la buena semilla cristiana de Francisco Tomás. De su padre aprendió los buenos modales, los principios cristianos y la práctica del bien. De los labios de la madre aprendió la oración. Alegre, juicioso, de buena compañía, trabajador incansable, Francisco Tomás comenzaba su jornada asistiendo a la Santa Misa y visitando el Santísimo Sacramento. Su generosidad en compartir lo poco que tenía y su bondad natural, nunca forzada, eran expresión de una profunda vida espiritual y de una fuerte experiencia de fe. Era "todo corazón" socorriendo a los pobres, nos dicen los testimonios de aquellos que lo conocieron. Se cuenta que regalaba sus herramientas de labranza a quien las necesitaba, o daba el dinero ganado en la vendimia a los pobres que encontraba en su camino hacia casa. 

Así pasó, en el trabajo del campo y en la vida familiar, sus primeros 35 años de vida "escondida". Mientras tanto, Dios lo iba modelando lentamente, esperando la ocasión para llamarlo a su servicio. Y así, en 1894, escuchando la predicación de los capuchinos con ocasión de la fiesta que se estaba preparando en Ronda para celebrar la beatificación del capuchino Diego de Cádiz, el joven Francisco Tomás decidió abrazar la vida religiosa haciéndose capuchino. «Pido ser capuchino como ellos». Atraído por «su vida retirada». 

Sólo en 1899 fue acogido entre los capuchinos en el convento de Sevilla. Un mes después pasaba al noviciado acompañado del parecer más que favorable de los miembros de la comunidad, que alababan su silencio, su laboriosidad, su oración, su bondad. De la mano de fr. Diego de Valencina, superior y maestro de novicios, el 16 de noviembre del mismo año recibió el hábito capuchino y el nombre de fr. Leopoldo de Alpandeire. 

La decisión de hacerse capuchino no requirió un cambio radical de vida, pues ya vivía una profunda e intensa vida evangélica. Fr. Leopoldo, trabajando en los campos y en la huerta del convento, transformaba su humilde trabajo en oración constante y en generoso servicio. El cambio de nombre, comentará años más tarde, lo conmovió «como una ducha de agua fría», también porque aquel nombre no era usual entonces entre los miembros de la Orden. Su entrada en el convento no fue consecuencia de la pobreza, ni refugio para un corazón herido, sino manifestación de todo lo ya vivido y sentido. El ejemplo del beato Diego de Cádiz lo había inducido a servir a Dios con todo su ser hasta la inmolación. 

Sabiéndolo campesino, en Sevilla le encargaron ayudar al hermano hortelano. En la huerta, junto a las verduras, fr. Leopoldo cultivaba también sus dones espirituales. Quien lo conoció afirma que su santa alegría era igual a su profunda interioridad, que sus ojos y su rostro no podían esconder. Cada uno de sus gestos, incluso el más cotidiano y repetido, surgía de una profunda comunión con Dios. El novicio fr. Leopoldo experimentó la alegría de haber respondido al llamado de Dios. Estaba seguro: tenía 36 años, pero la juventud del espíritu no era un hecho solamente interior, explotaba en una visible y gustosa alegría. La experiencia del noviciado puso las bases de su camino espiritual, porque su amor a Dios se iba acrecentando por el conocimiento de la tradición y de la espiritualidad capuchina. 

Terminado el noviciado emitió la primera profesión, pasando luego breves períodos en los conventos de Sevilla, Granada y Antequera. La azada lo acompañaba sin descanso como una fiel compañera mientras continuaba cultivando la huerta de los frailes. Aprendía a transformar el trabajo manual y el servicio a los hermanos en oración. Fue un «contemplativo entre el agua de las acequias de riego, las hortalizas, los frutos y las flores para el altar».

En 1903 fue destinado al convento de Granada por primera vez, y siempre con el oficio de hortelano. Fueron los últimos años vividos en absoluto retiro entre los viejos muros conventuales y la huerta. Años de profunda experiencia espiritual y de silencio. En la huerta crecía su diálogo con Dios y al mismo tiempo crecían sus virtudes. De la huerta pasaba a la capilla del Santísimo donde, por largas noches, estaba en profunda adoración. En el viejo convento de Granada, el 23 de noviembre de 1903, fr. Leopoldo emitió los votos perpetuos en las manos de fr. Francisco de Mendieta, superior de la casa. Era su consagración definitiva a Dios, por la cual había vivido y por la cual vivirá el resto de su vida. 

Después de breves estancias en Sevilla y en Antequera, el 21 de febrero de 1914 retornó a Granada para quedarse ya para siempre. La ciudad, a los pies de la Sierra Nevada, será el escenario de medio siglo de su vida. Hortelano, sacristán y limosnero, siempre unido a Dios y al mismo tiempo siempre cercano a la gente. El oficio de limosnero será el que lo definirá y lo caracterizará. Se había hecho religioso para vivir lejos del "ruido del mundo", y fue lanzado por la obediencia a combatir la batalla decisiva de su vida entre las calles de la ciudad y las voces de la gente. De ahora en adelante, y con paso ligero, las montañas, los valles, los caminos polvorientos, las calles, serán su claustro y su iglesia. Fr. Leopoldo, como otros santos capuchinos marcados por una clara inclinación a la vida contemplativa, vivió constantemente en un contacto con la gente que, en lugar de distraerlo, le ayudó a salir de sí mismo, a cargar con el peso de los otros, a comprender, a ayudar, a servir, a amar. Era, como ha dicho un ferviente devoto suyo, «distinto, pero no distante». 

Su figura fue tan popular en la ciudad, que todos lo reconocían. Sobre todo los niños, que al verlo gritaban: «Mira, por allá viene fr. Nipordo», e iban a su encuentro. Se quedaba con ellos explicándoles alguna página del catecismo y con los adultos para escuchar sus problemas y sus preocupaciones. Fr. Leopoldo había descubierto el mundo para distribuir a todos la bondad divina: recitar Tres Avemarías. Era su fórmula para entrelazar lo divino en lo humano. 

Durante medio siglo, día a día, fr. Leopoldo recorrió Granada distribuyendo la limosna del amor, dando color a los días tristes de muchos, creando unidad y armonía, llevando a todos al encuentro con Dios, dando dignidad al trabajo cotidiano. Todas sus acciones y su manera de acercarse a la gente era siempre algo nuevo. 

No todo fue fácil para él, ni sin dificultad. En efecto, fr. Leopoldo ejerció su trabajo de limosnero en una época en la cual en España soplaban vientos anticlericales y cuanto sabía a religión era mal visto, si no perseguido. Era el tiempo de las "Dos Españas", de la Segunda República en primer lugar y de la guerra civil después. Siete mil fueron los religiosos y los sacerdotes asesinados por el único motivo de ser tales. En su camino cotidiano de limosnero, fr. Leopoldo tuvo que sufrir mucho y no pocas veces fue insultado malamente: «¡Holgazán, pronto te pondremos la soga al cuello!». «¡Vagabundo -le gritaban-, trabaja en lugar de andar buscando limosna!». «¡Prepárate que iremos a cortarte el cuello!». Experimentó este clima hostil y, parafraseando el Evangelio, decía: «¡Pobrecillos, no tengo más que compasión de ellos, porque no saben lo que dicen!».

¿Había, me pregunto, algún secreto en la vida de nuestro hermano limosnero? Sí, el secreto de su vida era su oración, su unión con Dios y su trabajo. Él transformaba todo en oración y su oración era su trabajo más preciado. Su vida no fue una vida de grandes gestos o de eventos particulares, a excepción de lo que normalmente se pide a quien abraza la vida religiosa. 

La santidad de fr. Leopoldo tenía el soporte de la humanidad del viejo Francisco Tomás. Él mantuvo la identidad del campesino de Alpandeire, que ya incluía su camino de santidad.

Fr. Pascual Rywalski, que fue Ministro general de la Orden, hablando de él decía: «Es indudable que al encontrarse uno con fr. Leopoldo quedaba inmediatamente fascinado por su ser sencillo, natural, sin artificios, sincero y recto, evangélicamente pobre. Un pobre creyente y cándido, simple y discreto, que supo ponerse siempre en segundo plano, sirviendo en el anonimato y la humildad. Un hombre con un corazón de niño, noble y franco, cortés y sobrio, de campesino honesto… Un hombre extremadamente reservado y modesto respecto a todo aquello que de bueno el Señor obraba por su medio, que se turbaba ante las alabanzas de los hombres, que se regocijaba en las humillaciones y que mantenía una conciencia viva de sus límites y de sus pecados. Muchas veces repetía: «Soy un gran pecador». La verdadera chispa evangélica es fruto de la estima que tenemos de nuestros iguales y de las criaturas desde la perspectiva de Dios. Fr. Leopoldo conocía bien aquel famoso dicho de San Francisco: "porque cuanto es el hombre delante de Dios, tanto es y no más"» (Adm 19).

No era fácil verle los ojos. Fr. Leopoldo tomó como modelo a san Félix de Cantalicio en el tener los ojos vueltos hacia la tierra y el corazón hacia cielo. Tenía ojos de niño, puros y penetrantes, serenos y límpidos. Transmitía serenidad, pureza y dulzura de corazón, fruto de una paz interior que lo invadía. 

Tenía un particular ascendiente sobre todos los que encontraba, a causa de su humildad y disponibilidad. Su figura no era la de aquellos que golpean y atraen la atención. Más que «andar entre la gente, fr. Leopoldo pasaba entre la gente», más que mirar, veía en el corazón de las personas que lo buscaban. 

Viendo su vida podemos decir que se adhirió al Evangelio de Cristo sine glossa, siguiendo el ejemplo de san Francisco. Lo extraordinario se encuentra en su limpidez, claridad, silencio. En un clima de incertidumbre y de falta de referentes, la figura del siervo de Dios fr. Leopoldo se presenta como aquel que ha escuchado la voz de Dios con atención y se ha dejado transformar a imagen del Hijo Unigénito. 

Cierto día, mientras como de costumbre recogía la limosna de la caridad, tenía entonces 89 años, cayó por tierra fracturándose el fémur. Ingresado en un hospital, afortunadamente se curó sin operación quirúrgica. Dado de alta, volvió al convento a pie, ayudado tan sólo en su bastón, pero ya no pudo recorrer más las calles. Pudo así dedicarse totalmente a Dios, el gran amor de su vida. Absorto en Dios, pasó los últimos tres años de su vida, consumiéndose poco a poco "cual llama de amor". 

La pequeña llama se apagó el 9 de febrero de 1956. Tenía 92 años. El humilde limosnero de las Tres Avemarías se reunió con el Señor. La noticia de su muerte corrió por toda la ciudad de Granada conmoviéndola. Un río de gente de toda edad y condición se encaminó hacia el convento de los capuchinos. La fama de santidad que ya lo había acompañado durante la vida, creció después de su muerte. Cada día, y sobre todo el 9 de cada mes, una insólita afluencia de gente de todo el mundo visita su tumba. Muchas son las gracias que Dios concede por la intercesión de su siervo fiel. 

 

BEATO LEOPOLDO DE ALPANDEIRE
Homilía de Mons. Ángelo Amato, SDB,
en la Misa de beatificación (Granada, 12-IX-2010)



1. La beatificación de Fray Leopoldo es hoy un acontecimiento de gran alegría y de júbilo inmenso para todos, de modo especial para la ciudad de Granada y para los beneméritos Padres Capuchinos, que tantos testimonios de santidad han dado a la Iglesia y al mundo. Fray Leopoldo, que desde el cielo se alegra al vernos aquí reunidos en oración, es otra piedra preciosa que embellece, con el esplendor de su existencia religiosa, la gloriosa Orden de los Capuchinos.

Un agradecimiento especial va dirigido a nuestro Santo Padre, Benedicto XVI, que con la carta Apostólica ha concedido el título de Beato a Fray Leopoldo de Alpandeire, exaltando su vida ejemplar de oración, de humildad y de cercanía a los pobres y afligidos.

Como Moisés, también Fray Leopoldo fue durante toda su vida un hombre de oración, que suplicaba a Dios alejara los males de su pueblo y derramara sobre él sus bendiciones (Ex 32,7-14). Fray Leopoldo enseñó el camino de la justicia, según las palabras del salmista: «Enseñaré a los rebeldes tus caminos y los pecadores volverán a ti […]. Señor, ábreme los labios y mi boca proclamará tu alabanza» (Sal 51,14.17). Fray Leopoldo fue el padre bueno, que se alegra del arrepentimiento del hijo rebelde y organiza una fiesta cuando regresa a la casa paterna (Lc 15,1-32).

La liturgia eucarística de hoy subraya así la figura espiritual del Beato Leopoldo. Pero, ¿quién era en realidad Fray Leopoldo? Hemos escuchado la lectura de algunos de sus rasgos biográficos, por lo demás, bastante conocidos por todos vosotros.

Permitidme compartir con vosotros algunas impresiones mías sobre esta extraordinaria figura de Hermano Capuchino Limosnero, cuya existencia se desarrolló casi toda en esta ciudad.

2. Si Granada es conocida en todo el mundo por La Alhambra (el castillo rojo), para muchos devotos diseminados por el mundo, Granada es la ciudad de Fray Leopoldo, la ciudad afortunada que ha contemplado el espectáculo glorioso de la santidad del Beato Leopoldo. Por eso, Granada en el 2006 nombró al humilde hermaníco limosnero Hijo adoptivo de la Ciudad.

Sin embargo, cuatro siglos antes, otro gran héroe de la caridad, san Juan de Dios, había recorrido las calles de Granada, realizando milagros y construyendo grandes obras de acogida y de asistencia para los enfermos y los pobres de su tiempo. Como san Juan de Dios, también el Beato Leopoldo recorrió día tras día, durante cincuenta años, las calles de esta maravillosa ciudad, edificando al pueblo de Dios con su caridad y su bondad. Fray Leopoldo quería santificarse imitando a otros grandes santos capuchinos, laicos y limosneros como él, como el romano san Félix de Cantalicio (1515-1587), el sardo san Ignacio de Láconi (1701-1781), el genovés san Francisco de Camporroso (1804-1866). Se cuenta que en la fiesta de san Félix de Cantalicio, hermano limosnero y primer santo capuchino, Fray Leopoldo preparaba las rosquillas que se bendecían en la misa conventual y luego se regalaban a los bienhechores. Como para san Félix, analfabeto, pero lleno de sabiduría para las cosas espirituales, también para nuestro Beato su libro era Jesucristo Crucificado y las únicas letras que conocía eran seis, cinco rojas y una blanca: las cinco letras rojas eran las llagas del Crucificado, la letra blanca era la Bienaventurada Virgen María.

3. Caridad, humildad y devoción mariana son los rasgos distintivos de su santidad. Todos los testigos afirman que Fray Leopoldo tenía un corazón de oro. Desde su infancia se había mostrado generoso y caritativo. Era habitual en él compartir su merienda con otros pastorcillos más pobres. Un día distribuía a los pobres el dinero, ganado con tanta fatiga en los duros meses de la vendimia de Jerez. Al verlo, su hermano mayor lo reprochó y le quitó de un manotazo el monedero. No pudiendo ya repartir más dinero, el joven Francisco Tomás entregó sus botas al pobre siguiente con el que se encontró. 

Su vida estuvo tejida de trabajo y de oración. De capuchino, trabajó como hortelano, portero, sacristán, limosnero y, si hacía falta, como enfermero para cuidar a los enfermos y a los ancianos del convento. Pero su verdadero apostolado fue el de limosnero de su convento. Como hermano limosnero, se cargaba con las alforjas a las espaldas, como Jesús con la cruz, y así caminaba pidiendo limosna. Se hacía pobre para mantener a sus hermanos.

Recibía de la gente buena la limosna material, devolviendo a cambio la caridad de su bondad, de su serenidad, de su consejo. Siguiendo el ejemplo de san Francisco, nunca fue un ladrón de limosnas. Pedía y recibía sólo por amor de Dios. Con frecuencia recibía insultos, apedreamientos y una vez estuvo a punto de que lo lincharan. Pero los niños y la gente sencilla lo acogían jubilosos, porque hablaba de la bondad de Jesús y les señalaba el camino del cielo.

Cierto día un grupo de segadores le grito: «Vagabundo, trabaja en lugar de ir por ahí dando vueltas. Ya nos podrías echar una mano». Fray Leopoldo se acercó y se puso a trabajar con ellos, dejándolos atrás por su habilidad de campesino. Les dijo que había sido un campesino como ellos y que en el convento cuidaba de la huerta: «Hermanos, soy uno más como vosotros». Esto le permitió que lo mirasen con respeto e, incluso, pudo enseñarles un poco de catecismo.

Una vez entró en un comercio de Plaza Bib-Rambla. Aquel día el dueño había vendido poco y no sólo no le dio la limosna, sino que lo insultó gravemente. El Siervo de Dios escuchó con paciencia y se alejó. Al día siguiente regresó y le dijo: «Hermano, recemos a la Santísima Virgen tres Ave Marías». Aquel hombre, conmovido, las rezó y durante un poco de tiempo Fray Leopoldo pasaba por allí para rezar las tres Ave Marías.

Llegó el tiempo triste de la persecución religiosa (1930-1939), que quería acabar con la Iglesia. Conventos quemados, religiosos y monjas expulsados o asesinados. Sin un proceso legal fueron asesinados 13 obispos, más de cuatro mil sacerdotes y religiosos y cerca de trescientas religiosas. Según los historiadores, una hecatombe de estas magnitudes en el breve periodo de pocos meses, no se había conocido ni siquiera durante los tres siglos de las persecuciones romanas y ni en la misma revolución francesa. Los capuchinos españoles asesinados bárbaramente fueron un centenar. Fray Leopoldo sabía los riesgos que corría pidiendo limosna por las calles de Granada. Muchos se ahorró porque lo defendían los pobres, los cuales reconocían «es un pobre como nosotros». Incluso los más acerbos anticlericales admiraban su mansedumbre, exclamando: «¡Si todos fueran como él!».

Era caritativo incluso en los juicios sobre los demás, excusando y justificando a todos. Decía la verdad, pero con caridad. Un día le preguntaron si consideraba santo a un compañero, que en modo alguno era ejemplar. Fray Leopoldo respondió: «Es santo a su manera».

4. Su caridad venía acompañada de una extraordinaria humildad. Un día nuestro Beato entró en el Café Suizo y se acercó a una mesa. Recibió insultos y golpes. Cayó por tierra. Levantándose, dijo con humildad: «Me habéis golpeado y tirado al suelo; ahora, por favor, dadme la limosna por amor de Dios».

Toda Granada pedía oraciones y consuelo a Fray Leopoldo. La gente piadosa le decía con frecuencia: «Fray Leopoldo, rece por mí, porque Usted es un santo». Enseguida respondía: «Santo no, no soy un santo. Santo es el hábito que llevo».

Era enemigo de las alabanzas y rechazaba la adulación. La gente no se le acercaba solamente por su caridad, por su fama de milagrero, por sus consejos llenos de sabiduría. Lo buscaba, sobre todo, por su humildad, lo veían como un verdadero amigo de Dios y del prójimo No manchó nunca su corazón con la soberbia. No se subió nunca al pedestal de la gloria. Jamás se jactó nunca de nada. En comunidad buscaba siempre retirarse al rincón más escondido. Cuando celebró los cincuenta años de profesión, el 16 de noviembre de 1950, un periódico de Granada escribió artículos llenos de estima y de alabanza. Fray Leopoldo sufrió mucho por ello: «Qué apuro, nos hacemos religiosos para servir al Señor en el retiro y ahora nos sacan hasta en los periódicos». No le gustaba ser fotografiado. Lo consentía sólo cuando se lo ordenaba el superior.

La humildad le permitía incluso corregir al prójimo, sobre todo a los que blasfemaban. Un día un trabajador, apenas lo vio, comenzó a blasfemar. Fray Leopoldo se acercó y le dijo: «Si quieres ofender al fraile, hazlo, pero no ofendas al Señor». El hombre lo escuchó con mucho respeto y se avergonzó de lo que había hecho. Otro día un lechero blasfemaba cerca del Convento de la Encarnación porque se le había derramado la leche de la cántara. Fray Leopoldo se acercó al pobrecillo y le dijo que el nombre de Dios había que invocarlo solamente para alabarlo. El lechero pidió disculpas diciendo que había perdido el jornal de aquel día. El Siervo de Dios lo socorrió con el dinero recibido de la caridad, recomendándole que alabara siempre el nombre del Señor.

5. Además del Crucifijo del Cristo del Perdón, tenía gran devoción a la Santísima Virgen con el rezo del Ave María. Las tres Ave María eran su Magníficat. Del corazón de nuestro Beato, esta oración se elevaba como una paloma hacia las blancas cumbres de Sierra Nevada hasta llegar al corazón de la Virgen María. Las tres Ave María tenían siempre la misión de cambiar el agua del dolor y de la tristeza en el vino del consuelo y de la alegría. Ante las miles de preguntas y peticiones de todo tipo, la respuesta de Fray Leopoldo no consistía en muchas palabras o en consideraciones especialmente elevadas, sino que era sencilla y concreta: querido hermano, querida hermana, reza con fe tres Ave Marías a la Divina Pastora. Fray Leopoldo tenía absoluta confianza en la eficacia de esta oración mariana. Cuando entraba en las casas saludaba siempre con el rezo de las tres Ave Marías. Dice un testigo: «Aquellas Ave Marías las rezaba con tanta piedad, que me hacía pensar que valían más que los 365 rosarios que yo rezaba en un año».

Un día, en contra de la opinión de los vecinos, entró en una casa de la Calle de la Cruz, donde vivía una mujer casada que llevaba una vida desordenada. Fray Leopoldo entró, visitó las habitaciones y sin saber quién era la mujer, le aconsejó que sirviera y amara mucho al Señor y a la Virgen María. En el momento de la despedida, la señora lo acompañó a la puerta, rogándole que volviera siempre que quisiera por su casa. Desde entonces, la señora cambió de vida. Cuando murió el Siervo de Dios, la mujer pasó toda la noche rezando, sin alejarse de allí. Decía: «Desde que entró el Siervo de Dios, en mi casa reina la paz y la serenidad».

Un hermano, viendo que Fray Leopoldo tenía muchos rosarios ordenados encima de su mesa, le preguntó el por qué. Nuestro Beato respondió que los fieles, cuando compraban los rosarios, deseaban que un fraile los inaugurara rezando. Como en el convento él era el religioso más anciano, los hermanos le llenaban la mesa con todos aquellos rosarios. Fray Leopoldo estaba contento de poder rezar a la Virgen por las intenciones de aquellos piadosos devotos.

Se cuenta aún este hecho. Frente al convento de los capuchinos de Granada se encuentra el monumento más antiguo de España a la Inmaculada, el monumento del Triunfo. Fray Leopoldo un día escuchó que querían quitarlo de allí y llevarlo a otro lugar. Pero él temía que fuera éste el pretexto para dejar a Granada sin la protección de la Virgen. Por esto recurrió a todas las autoridades civiles y por último al alcalde de la ciudad, quien le aseguró que el traslado no se llevaría nunca a cabo. Fray Leopoldo, que confiaba sobre todo en Dios y en la Virgen, al salir de su conversación con el alcalde empezó a rezar con gran fe las tres Ave Marías, seguro de que la Virgen habría oído favorablemente su deseo. Hoy, el monumento del Triunfo se encuentra todavía allí, con su bellísima fuente y con sus nuevos y floridos jardines.

6. La caridad de Fray Leopoldo venía acompañada de dones extraordinarios y de muchas otras virtudes. Mientras vivió se le atribuyeron varias curaciones e incluso algunas profecías que más tarde se verificaron. Una de éstas está relacionada con la familia Velasco que, durante la guerra civil, había decidido irse a Madrid, a casa de unos familiares, para huir de la persecución. La noche antes de su partida, con el permiso del guardián, Fray Leopoldo salió del convento y se dirigió hacia la casa de esta familia para aconsejarles que se quedaran: «No os vayáis, aquí estaréis seguros». Se quedaron. Después de un tiempo supieron con gran dolor que sus familiares en Madrid habían sido asesinados todos. 

Nuestro Beato rezaba mucho. A menudo se pasaba la noche entera, parte en pie y parte de rodillas, adorando al Santísimo Sacramento. A los hermanos más jóvenes solía decirles: «Hermanos, los ojos en el suelo y el corazón al cielo».

Era alegre, sereno, afable, comprensivo, educado e ingenioso. La buena gente de Granada se le acercaba y con las tijeras, sin que él se diera cuenta, le cortaba un pedacito del cordón como reliquia. Al superior que se sorprendía por la continua petición de cordones nuevos, Fray Leopoldo le respondió: «Padre, no sé qué pasa con las cuerdas de hoy en día, al segundo lavado encogen». Fray Leopoldo era una reliquia viva.
Un fraile se preguntaba: «¿Por qué a ti? ¿Por qué todos buscan con gran afán tu sepulcro, tus reliquias y tus estampas? Tú no eres ni alto ni gallardo, no eres robusto ni arrogante, ni rico ni elocuente, ni culto... ¿Por qué?». Y la respuesta a esta pregunta era: «Tú eres sencillamente un faro de Dios para los hombres».

El Beato Leopoldo era un hombre de Dios, humilde, bueno y caritativo, como el padre misericordioso del hijo pródigo del Evangelio de hoy. La Iglesia, cuando habla de bondad no enseña una idea abstracta del bien, sino que ofrece ejemplos concretos de mujeres y de hombres buenos, en los que se puede contemplar el esplendor de la bondad. Fray Leopoldo era un hombre justo que, irradiando caridad y humildad, hacía posible una convivencia más humana en la Granada de su tiempo. Con su oración rogaba a Dios que visitara a su pueblo, atrayendo de esta manera la abundancia de las gracias celestiales. 

Los santos son el valor añadido de nuestra civilización. Nuestro Beato es una señal luminosa de la protección divina sobre la humanidad necesitada de consuelo y de esperanza. Sin los santos una ciudad es como un cielo sin sol y una noche sin estrellas. Los santos oxigenan la atmósfera de nuestra tierra con el perfume de su caridad.

Como los artistas que trabajan el mármol quitando lo superficial para que emerja la estatua, de igual manera los santos, como los artistas de la belleza de Dios, quitan de su propia humanidad lo que es superficial e inútil, para hacer surgir la esencia y la perfección misma de Dios. Fray Leopoldo era el artista de Dios. Manteniendo la mirada fija en la bondad y en la verdad de Dios, transfiguró su propia humanidad enriqueciéndola de belleza sobrenatural.

En este día de fiesta, rogamos al Beato limosnero, que continúe protegiendo la ciudad de Granada, sus habitantes y a todos los fieles que recurren a su intercesión. Pero sobre todo, imitemos de él la caridad y la bondad, perdonando, edificando y beneficiando a nuestro prójimo. Para los santos no hay buenos ni malos, ni ricos ni pobres, ni de derecha ni de izquierdas. Para ellos todos son hijos de Dios. Los santos no dividen, sino que unen, no juzgan sino que perdonan, no odian sino que aman.

Se dice que el Señor había revestido a Granada de tanta belleza que incluso las estrellas del cielo se detienen para admirarla. Hoy las estrellas se han parado para admirar sobre todo la gloria de nuestro Bienaventurado Hermano Limosnero. 

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VALENTÍA DE LA CARIDAD EN ACCIÓN
EL BEATO LEOPOLDO DE ALPANDEIRE

por Alfonso Ramírez Peralbo, OFMCap
Vicepostulador de la causa de beatificación



Nació en el pueblo de Alpandeire, Málaga (España), el día 24 de junio de 1864 de padres humildes y trabajadores. Al ser bautizado, el 29 del mismo mes, recibió los nombres de Francisco Tomás de San Juan Bautista. En el seno de la familia recibió la primera educación humana y cristiana. Ya desde temprana edad Francisco Tomás ayudó a sus padres en las rudas tareas del campo, que le sirvieron para forjar su carácter impulsivo y como experiencia en su vida concreta; era muy amante del silencio y de la sobriedad y, al mismo tiempo, alegre, bondadoso y familiar con todos. Así fue creciendo en él una singular preocupación y sensibilidad por los pobres, con los que compartía momentos de frugal convivencia.

Era de conducta ejemplar, constante en la participación de la Eucaristía y en el rezo mariano del rosario; fiel en el cumplimiento de las obligaciones propias de su estado laical y, aun careciendo de una gran cultura, era plenamente consciente de los problemas de su tiempo, a saber, de la sublevación cubana, de los tiempos de la guerra civil carlista y de la restauración de la primera República, cuyos efectos fueron también muy notorios aun en las realidades periféricas del pequeño pueblo.

Siendo joven, vivió un período de noviazgo, hasta que, cumplido el servicio militar, durante las fiestas de la beatificación del capuchino Diego José de Cádiz, maduró la decisión de seguir el ideal franciscano, ingresando como hermano en la misma Orden. Después de haber superado algunas dificultades e incomprensiones, al cumplir los 35 años de edad entró en el convento de Sevilla, en donde se le impuso el nombre de Leopoldo.

Trasladado posteriormente al convento de Granada, allí emitió su profesión solemne, permaneciendo siempre cómo hermano laico. Fue sobre todo en esta ciudad, después de haber pasado breves intervalos en otros lugares, donde se desarrolló su vida, tejida de oración y de humilde servicio, de espíritu de comunión y de santa alegría, de obediencia y pobreza. Inmerso en un vigoroso y sereno espíritu de contemplación y de entrega, y atraído por el constante clima de la presencia de Dios, a quien en todo momento percibía con fervor y gratitud, el hermano Leopoldo luchó con todas sus fuerzas por encarnar en sí mismo, con sencillez y coherencia, la conducta del Pobrecillo de Asís, cuya Regla había interiorizado perfectamente.

En su espiritualidad resplandece la perfecta y total normalidad de vida. No se manifiestan en él ni especiales dotes humanas ni maravillosos carismas espirituales, sino una sencilla e interior conversación diaria con Dios, al que consideraba como un amigo y maestro, como fuente de vitalidad y fin de toda acción. «Todo por amor de Dios» eran las palabras que fluían con mayor frecuencia de sus labios: y es que, en realidad, en toda circunstancia consideró el amor de Dios como la mayor de las virtudes.

Entre las responsabilidades que le fueron encomendadas en las varias comunidades por las que pasó, se distinguen los oficios de hortelano, portero, sacristán y, especialmente, limosnero, actividad que cumplió con graves riesgos personales en los angustiosos años de la guerra civil, logrando acercarse a muchas personas de cualquier estado y condición, que en sus muchas dificultades acudían a él de buen grado en busca de consejo: su amabilidad y su autenticidad transmitían inmediatamente el sentido de una profunda y esencial espiritualidad y disponían los corazones de quienes recurrían a él a abrirse y a escucharlo. Los dolores y las preocupaciones de todos encontraban acogida en su corazón, y especialmente la caridad hacia los pobres y afligidos, notas que lo caracterizaban desde su juventud.

En el silencioso ritmo de su vida diaria se cumplía una progresiva transformación a imagen de Jesucristo crucificado.

Durante uno de sus recorridos para pedir la limosna, fray Leopoldo, ya anciano, resbaló por las escaleras de un bloque de pisos, sufriendo la fractura del fémur, que lo dejó inmóvil por tres años. Agravado por afecciones pulmonares y molestias abdominales, el día 9 de febrero del año 1956 descansó piadosamente en el Señor. Una gran multitud acudió a su funeral, dando testimonio de la fama de su santidad en el pueblo.

[En L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, del 12-IX-2010]

* * *

FR. LEOPOLDO, EL MÍSTICO DE LA HUMILDAD
POR LAS CALLES DE GRANADA
El sencillo testimonio franciscano
del limosnero capuchino muerto en Granada en 1956

por Alfonso Ramírez Peralbo, OFMCap
Postulación General de los Capuchinos



El 9 de febrero de 1956, en el corazón de la noche, se apagaba en Granada Fr. Leopoldo de Alpandeire. La muerte llegaba pasada la media noche, pero con las primeras luces del alba, la noticia corría de boca en boca y comenzaba un desfile inesperado de personas que pasaba ante sus venerados restos, expuestos en la iglesia de capuchinos, para darle el último adiós, tocar su cuerpo con toda clase de objetos: pañuelos, rosarios, estampas..., culminando con un multitudinario funeral en el que no faltaron las autoridades civiles y religiosas.

Objetivamente había muerto un religioso anciano de noventa y dos años, que no gozaba de grandes méritos por obras clamorosas a favor de la ciudad, que no pertenecía a dinastías nobles, ni a linajes de abolengo, que no había hablado desde cátedras o púlpitos, porque no brillaba por su saber, Tampoco había dejado su convento para hacerse misionero en tierras lejanas. Era sólo un humilde hermano capuchino que había recorrido las calles de Granada pidiendo la "limosna" de puerta en puerta, durante 50 años. La sorpresa suscitada por la llegada de tanta gente, sin haber sido llamada bajo forma alguna de propaganda, contiene, al menos implícitamente, una duda. La sorpresa nace cuando sucede algo que nadie esperaba y esconde dentro o tras de sí una duda.

Estas dudas expresan un estado de ánimo para poder entrar dentro de la perspectiva específica de la santidad de Fr. Leopoldo. La duda, con las ambivalencias que lleva consigo, es el hilo conductor para seguir un componente de la espiritualidad cristiana, emparentado con todos los demás, y que podemos llamar mística del anonadamiento.

Dudaron de manera ambivalente entre la sorpresa y la duda muchos contemporáneos de Jesús, comenzando por sus propios paisanos que, «admirados de sus propias palabras», comentaban: «Pero, ¿no es éste el hijo de José, el carpintero? Y ¿su madre no se llama María» (Lc 4,22 y par.).

Es la mística de las "personas sin importancia", "humanamente poco dotadas", de las que se sirve Dios para realizar su obra. La figura de Fr. Leopoldo debe ser colocada en este filón de la espiritualidad evangélica, puesta particularmente de relieve por el franciscanismo.

Es clásica en el cap. X de las Florecillas la pregunta de Fr. Maseo a san Francisco: «¿Por qué todo el mundo va detrás de ti?», y la respuesta de san Francisco: «porque no hay entre los pecadores nadie más grande ni vil que yo».

Esta página de las Florecillas traduce, casi como si se tratara de una representación sacra, un concepto bíblico presente en el Magníficat y en la primera Carta a los Corintios.

En el Magníficat María reconoce en sí misma el modo de actuar de Dios que «ha mirado la humildad de su sierva» (Lc 1,47). En la primera Carta a los Corintios, Pablo manifiesta el mismo modo de obrar: «Dios ha escogido lo necio del mundo para humillar a los sabios, Dios ha elegido a los débiles del mundo para humillar a los fuertes, a los plebeyos y despreciados del mundo ha elegido Dios, a los que no son nada, para anular a los que son algo» (1 Cor 1,27-29).

En esta perspectiva el carisma franciscano ha creado sugestivos testimonios de formidables "personas sin valor ni importancia alguna". Fr. Junípero, en los orígenes del franciscanismo. También, entre los capuchinos, san Félix de Cantalicio, san Serafín de Montegranario, san Crispín de Viterbo, san Conrado de Parzham, san Francisco de Camporroso, san Bernardo de Corleone, Beato Nicolás de Gésturi...; ellos sabían sobre todo vivir entre los últimos, junto a los hombres sin importancia; habían escogido, evangélicamente, los últimos puestos. Entre ellos Dios ha elegido a muchos de sus colaboradores, comenzando por los apóstoles. La mística del anonadamiento o de la identificación con los últimos, con los que no cuentan, trae su origen de la Encarnación del Hijo de Dios, que se ha "anonadado": «se vació de sí mismo y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres» (Flp 2,7).

Una atención del todo particular merece aquí a este respecto la figura de Fr. Leopoldo de Alpandeire, en cuanto que se coloca entre los últimos modelos de aquella hilera, ocho veces secular, de hermanos limosneros, de aquellos pobres evangélicos que se encuentran a un nivel de mendicidad por opción, por vocación y por elección. Es éste un momento importante para la puesta a punto de un carisma que el cristianismo proclama no tanto con la fuerza de una motivación teológica, sino sobre todo con el testimonio existencial, ascético: el carisma que reivindica al hombre como valor altísimo del universo. En la sociedad del bienestar aún queda sitio para figuras como Fr. Leopoldo. Él fue un humilde limosnero por las calles de Granada y, con su vida silenciosa, se transformó en un mensaje elocuente del amor misericordioso de Dios. De religioso "buscador" para ayudar a las necesidades de los demás, se convirtió en religioso "buscado". Él siguió de cerca el ejemplo de san Francisco, el cual invitaba a todos a seguir el camino del bien más con el ejemplo que con las palabras.

Durante 35 años, Fr. Leopoldo se llamó Francisco Tomás. Había nacido en Alpandeire, pueblecito de la serranía de Ronda en la provincia de Málaga, un 24 de junio de 1864. Fueron sus padres Diego Márquez y Jerónima Sánchez, que, además, tuvieron otros hijos. De sus padres, Francisco Tomás, aprendió los buenos modales, los principios cristianos y las prácticas religiosas. De niño cuidaba el pequeño rebaño de ovejas y cabras de la familia y pronto aprendió a cultivar la tierra: arar, sembrar, segar, trillar... Trabajó sin descanso. ¡Siempre trabajó sin descanso! Ya de niño tenía un "corazón de oro", grande e inmenso como el cielo, profundo como el océano. Ni aun de niño se cerró, egoísta, a la compasión. Entre trabajos y rezos pasó su juventud. Todo transcurría con normalidad, su vida se desliza como el agua de un arroyo que, oculto entre las zarzas, serpentea montaña abajo. Vivió santamente. Entre su familia echó las raíces de su santidad. Su vida en el siglo fue como un noviciado, una preparación para la vida del claustro.

Un día, oyendo predicar sobre el Beato Diego de Cádiz, en Ronda, con ocasión de las fiestas de beatificación del taumaturgo capuchino, decidió hacerse capuchino como él, vistiendo el hábito el 16 de noviembre de 1899 en Sevilla. Su ingreso en religión no fue una conversión clamorosa, no supuso un cambio radical de rumbo en su vida, le bastó sólo con sublimar compromisos y actitudes hasta entonces cultivadas. La azada lo perseguía como fiel compañera mientras él continuaba cultivando la huerta de los frailes. Para entonces ya había aprendido a sublimar el trabajo, a transformarlo en oración y en servicio a los hermanos. Como todos los santos hermanos capuchinos, Leopoldo fue un gran trabajador, ya que, como ellos, estaba convencido de la virtud redentora del esfuerzo humano. Reflexionando sobre este aspecto de la vida de estos santos hermanos, se ha querido hacer una espiritualidad sobre el trabajo.

Leopoldo llegó por primera vez a Granada el otoño de 1903, y durante los primeros años (ignoramos concretamente hasta cuando) desempeñó el oficio de hortelano. El trabajo y la soledad del convento hicieron crecer en él la ascesis y la mística. Como escribe uno de sus biógrafos, fue un «contemplativo entre el agua de las acequias, las hortalizas, los frutales y las flores para el altar».

La santidad no se improvisa, sino que hay que construirla día tras día. Acabado el noviciado y hecha la profesión, pasó cortas temporadas como hortelano, ayudante de cocina, en los conventos de Sevilla, Granada y Antequera.

En 1914 llegaría por segunda vez a Granada, donde permanecería hasta su muerte. Allí ejerció como limosnero durante muchos años, recorriendo los pueblos y provincias de la Andalucía oriental. En la España difícil de los años treinta del siglo pasado, Fr. Leopoldo recibió insultos y amenazas de muerte casi todos los días, con frecuencia lo apedreaban y una vez escapó de la lapidación porque intervinieron en su defensa algunos hombres valientes. Pasados aquellos años difíciles, Fr. Leopoldo, en su diario quehacer de limosnero, seguiría recorriendo las calles de Granada, pidiendo el pan material para sus hermanos y, devolviendo a cambio, su oración, fruto de ese mundo sobrenatural en el que él vivía inmerso; así, en la medida en que avanzaban sus años, se iría haciendo popular su figura y agigantándose su santidad.

Es en su tarea de todos los días donde Fr. Leopoldo había encontrado el modo de derramar sobre todos la bondad divina: rezaba tres avemarías. La devoción a la Virgen nace en su misma infancia, cuando de pastorcillo, pasaba el día rezando el rosario. Devoción que luego, de capuchino, se hizo singular y extraordinaria. «Vamos a rezarle tres Avemarías a la Santísima Virgen», repetía una y otra vez, cuando alguien le pedía un favor. Era su manera de poner a la Virgen como intercesora ante su propio Hijo. Quienes le conocieron recuerdan que cuando decía: «Dios te salve, María, llena eres de gracia», parecía como si estuviese viendo y hablando con nuestra Señora.

En el ocaso de su vida, un acontecimiento relevante nimbó la monotonía de sus días. Fue la celebración de sus bodas de oro de religioso. El P. Benito de Illora, su confesor, preparó el acontecimiento. Hubo bendición del papa Pío XII, telegrama del P. General de la Orden, misa presidida por el P. Provincial y tantos bienhechores que quisieron acompañarlo en la celebración. El hecho fue recogido en el periódico local. Fr. Leopoldo, al tener noticia de ello, comentó a un religioso: «Ya ves, hermano, nos hacemos religiosos para alejarnos del mundo, y ahora hasta nos sacan en los papeles».

El paso del tiempo se hacía notar. Caminaba lentamente. No es difícil comprender que la pérdida de salud se debía principalmente a su austeridad de vida, a las penitencias voluntarias, al sufrimiento producido por sus enfermedades. Siempre iba por la calle con los pies en el suelo, el corazón en el cielo y el rosario entre las manos, como san Félix de Cantalicio, el primer santo de la Reforma Capuchina. Iba por Granada silencioso, recogido y en actitud contemplativa, siempre edificante, suscitando a su paso la admiración de la gente que se acercaba a besarle el cordón, a darle una limosna o a pedirle una oración por algún problema o necesidad. De sus ojos emanaba una belleza única, límpida como el azul del cielo, reflejo de su candor interior, que se transformaba en paz y serenidad.

Tres años antes de su muerte, pidiendo la limosna, cayó rodando por unas escaleras y sufrió fractura de fémur -dicen que le empujó el demonio-. Sin operación alguna, debido a su avanzada edad, los huesos se anudaron y Fr. Leopoldo regresó al convento y pudo caminar, con la ayuda de dos bastones. Así pudo entregarse totalmente a Dios, que había sido la única pasión de su vida.

El misterio de su anonadamiento llegó un día a su fin. «Estoy como Dios quiere», había repetido en vida muchas veces Fr. Leopoldo. «Estando como Dios quiere estoy contento». «Hagamos todo por amor». Fr. Leopoldo, como Francisco de Asís, se había transformado en otro Cristo crucificado. La luz de su vida se apagó una fría mañana del 9 de febrero de 1956. Y, desde su popular y clamoroso entierro, su vida sigue iluminando a cuantos, por su intercesión, se acercan a Dios. Su sepulcro en Granada es visitado por un sin fin de devotos, que son prueba evidente de los dones que Dios sigue derramando a través de la humildad de su siervo. 

* * *

LEOPOLDO DE ALPANDEIRE
LA SUBLIMACIÓN DE LA MONOTONÍA
 
por Ángel de León, OFMCap



El 22 de abril de 1894, León XIII beatificó a fray Diego José de Cádiz, apóstol capuchino que reavivó la fe en España durante el último tercio de siglo XVIII.

Un año más tarde, mayo de 1895, se celebraron solemnes fiestas en su honor, en Ronda, ciudad que custodia los restos mortales del beato. Para disponer espiritualmente al pueblo, se desplazaron a dicha ciudad andaluza dos padres capuchinos. Sus predicaciones fueron seguidas por multitud de fieles. Entre los oyentes asiduos se hallaba un campesino de unos treinta años de edad: Francisco Tomás Márquez y Sánchez. Hombre de pocas palabras, sintetizó el impacto recibido en esta observación: «Los frailes me llamaban la atención por lo recogidos que iban y por lo bien que hablaban del Señor». Y, hombre de hechos, toma una resolución: «Yo quiero ser un fraile como éstos». No le resultaría nada fácil.

UN CORAZÓN DE ORO

Alpandeire es una villa enclavada en las pétreas soledades de la Serranía de Ronda, provincia de Málaga (España). Comarca de ingentes macizos de roca y amenos valles, cuartel general del bandolerismo andaluz en aquella segunda mitad del siglo XIX. En este rincón, bucólico y bravío, nació Francisco Tomás el 2 de junio de 1864. Sus padres, Diego Márquez y Jerónima Sánchez, eran humildes labradores. Descendían de cristianos viejos, procedentes de otras regiones de España, con los que Felipe III repobló la villa al expulsar a los moriscos. Y es fama que, en el hogar de Diego, se practicaban las tradiciones y virtudes cristianas.

Hoy son muchos los que visitan Alpandeire en busca de recuerdos de Francisco. A su sobrina, Jerónima, le invaden la casa y hasta le arrancan astillas de puertas y ventanas. Tocan con veneración una piedra, utilizada en aquellos lugares para machacar el esparto, y que, ya fraile, le servía de almohada en sus fugaces visitas a su pueblo natal. A Jerónima y a sus convecinos les acucian a preguntas. Quienes bien lo conocieron o lo han oído a sus mayores dicen que desde su niñez era juicioso, dócil y de buenos sentimientos. Y concluyen con grafismo popular: «Tenía un corazón de oro». Lo confirmarán con algunas anécdotas.

Desde muy niño, como primogénito, tuvo que ayudar a sus padres en las faenas campesinas: guardar un rebaño y, ya mayor, labrar las escasas tierras familiares. Cuentan que socorría a los pobres con la comida que llevaba al campo, a costa de quedarse en ayunas, y más de una vez le vieron caminar descalzo por haber dado de limosna sus zapatos.

Durante su mocedad solía ir a la campiña de Jerez para las faenas de la recolección. De regreso al hogar, tras una de aquellas temporadas, como hermano mayor llevaba el dinero ganado por él y su hermano Juan Miguel en duras jornadas de sol a sol. En una ocasión -contaba Juan Miguel- encontraron un grupo de mendigos. Francisco, con el dinero recién cobrado, socorríales pródigamente. Juan Miguel, que no sentía tan caritativo entusiasmo, le arrebató el monedero con ademanes y palabras airadas. Francisco calló y se despojó de su propio calzado.

Otro detalle de la nobleza de su corazón fue la porfía con su padre para cumplir el servicio militar. Pagando cierta cantidad de reales podía un recluta librarse de "servir al rey". Diego hizo cálculos con el resultado de que le era rentable abonar aquella cuota, pues los brazos de Francisco redituarían con creces el desembolso. Pero él se opone a su padre. Razón única: su corazón, al que cree traicionar consintiendo que otro joven, por necesidad, sufra los riesgos que llevaba consigo el servir a la patria. Muchos de los que iban no regresaban nunca. España, durante la segunda mitad del siglo XIX, sostenía guerras coloniales que vaciaban las arcas del tesoro nacional y diezmaban a sus hijos en plenitud de vida. El mismo Francisco lloró, años más tarde, la muerte de su tercer hermano, Diego, que sucumbió en la guerrilla contra los "insurrectos" de Cuba.

En el interior de España, conspiraciones y batallas. La revolución del 68 que ya nadie se atreve a llamar "Gloriosa". Expulsión de Isabel II que nunca gobernó mucho más allá de su alcoba. Luego, cada facción quiere colocar en el trono a su candidato; con el visto bueno de las cancillerías europeas interesadas se elige a Amadeo de Saboya. Las intrigas se multiplican. Conspiran los alfonsinos, los republicanos y los carlistas. El rey Amadeo I, aislado, renuncia a los dos años. Se rumorea que dijo a sus íntimos: Non capisco niente, no entiendo nada. Y agregó una verdad amarga: Siamo in una gabbia di matti. Jaula de locos que siguió con el desbarajuste de la I República, la guerra de Cuba, los carlistas hostigando en el norte, los pronunciamientos militares... Tristes, inútiles guerras que costaron tanta sangre y dejaron al pueblo en la miseria.

Bien sabe Francisco a lo que se expone. Pero, honrado, no quiso descargar sobre otro lo que le correspondía a él.

VOCACIÓN PROBADA

En su adolescencia manifestó deseos de consagrarse a Dios en la vida religiosa. Mas, aislado por lo inaccesible de la serranía -caminos de herraduras- le resultaba difícil el contacto con religiosos. Un dato: él recibió la Confirmación con veintisiete años de edad. Pasaban los lustros sin que las mitras y báculos pastorales aparecieran por aquellos peligrosos roquedales. 

En sus salidas al servicio militar y a la campiña jerezana, tampoco tuvo posibilidades. Los religiosos, tímidamente y en escaso número, comenzaban a regresar del destierro de 1835. Aprovechó, pues, la estancia en Ronda de aquellos capuchinos. Previo un somero examen, le prometieron enviarle un cuestionario para solicitar su ingreso. Pero el cuestionario no llegó.

Durante el triduo al nuevo beato, no se perdió ninguno de los sermones y discursos, en los que percibió la capacidad de santificación que le ofrecía el claustro capuchino. Lleno de ardor interno, para plasmar en su vida el ideal franciscano, abordó al padre Cándido de Monreal, quien le prometió resolver su caso. Estuvo esperando la respuesta cuatro años.

Como parecía serle negado el ingreso en la orden, pensó que también se le pasaba la hora de fundar un hogar. Con este propósito inició unas relaciones, en orden al matrimonio, con una joven convecina, a la que nunca ocultó sus intenciones de seguir su vocación.

Las circunstancias le obligaron a jugar la última baza. Aunque su proverbial delicadeza le cohibía, en el verano de 1899 expuso a un sacerdote su problema. Este se dirigió directamente al provincial de los capuchinos, fray Ambrosio de Valencina, y, al fin, después de cuatro largos años, llegó la respuesta ansiada.

LA CLAUSURA DESEADA

El 16 de noviembre de 1899 vistió el hábito capuchino en el convento de Sevilla. Francisco Tomás se convierte en fray Leopoldo de Alpandeire. La ceremonia se celebró en la celda que habitó el beato Diego de Cádiz, convertida en capilla. Dirá: «El beato Diego es mi patrón de hábito». "Santo hábito" del que no se despojará excepto en los días más aciagos de los años 1931-1936.

A los religiosos les caía bien aquel novicio de madura edad. Observan en él una naturalidad admirable. Disimula con ingenio sus penitencias y cumple sus deberes con una exactitud ferviente e irreprochable. Citemos un testigo de excepción, el padre Juan Bta. de Ardales, connovicio suyo y después provincial de Andalucía: «Nunca pude sorprender en él ninguna falta. Toda su preocupación, desde que entró en la Orden, fue hacer la voluntad de Dios y cumplir con la obediencia».

El 16 de noviembre de 1900 emite sus votos simples. Ningún ascenso en el orden humano. La azada le sigue como fiel compañera. Desde su ingreso le dedican al cultivo de la huerta. Pero ha aprendido a sublimar el trabajo, a transformarlo en plegaria, en servicio a los hermanos. Aquí su vida se remansa, como si el tiempo se estacionase saturado de monotonía. Su mérito será saber vivirlo intensamente, minuto a minuto, con unción, con rara ejemplaridad.

POR ESOS PUEBLOS DE DIOS

El 23 de noviembre de 1903, apenas trasladado al convento de Granada, emite sus votos solemnes. Gozaba en la soledad conventual, cercano a Cristo sacramento. Vivía su ideal.

Pero un día, contrariando su amor a la clausura, con una alforja sobre el hombro, la obediencia lo lanzó por la escabrosa orografía de las cuatro provincias orientales de Andalucía. Aceptó el oficio de limosnero como una orden de Dios. Desde ahora, las calles y plazas, las montañas y los valles serán el templo y el claustro de su vida capuchina.

Hacía tiempo que existían «las dos España». La vieja obsesión de apoderarse de las riquezas de la Iglesia se había consumado. Las órdenes religiosas fueron expulsadas y sus bienes dilapidados. Seguía la inquina anticlerical. Se proclamaban como tales algunos miembros del gobierno. Bastantes intelectuales cargaban sus plumas con negras tintas clerófobas, acusando a la Iglesia de todos los errores del antiguo régimen. El pueblo, inculto por el desgobierno, exteriorizará su anticlericalismo con expresiones soeces. Un slogan: «Arrancar los velos a las religiosas para convertirlas en madres de familias». A los religiosos, ya en la I República, se les quiere negar el derecho de ser españoles. Los doctrinarios de la época incitaban a las masas proletarias al incendio de iglesias y a asesinar a curas y frailes. Fray Leopoldo experimentará este clima hostil, hasta la contundencia. Sabemos algunas de sus peripecias sufridas.

Recorrió caminos de polvo, de barro y de nieve con sus sandalias capuchinas.

Labradores y pastores, al verlo, le insultaban y no faltaban golfillos que lo recibía a pedradas. No era poca fortuna si en ciertos lugares encontraba hospedaje o comida. ¡En cuántas ocasiones en vez de una limosna recibía un insulto! Pero su actitud era idéntica ante las limosnas que ante los ultrajes. «Hermano -recomendaba a un joven compañero-, vamos pidiendo y tenemos que recibir de buen grado todo lo que nos den; lo bueno y lo malo».

Se encuentra con una cuadrilla de segadores: «Holgazán, trabaja y no pidas. ¡Ya podías echarnos una mano!». Se les acerca sonriente: «Dadme una hoz». Y se colocó en el tajo. Luego diría con sencillez: «Y Dios me ayudó porque les dejaba atrás». Estos lances no eran infrecuentes. Otros labriegos le invitan a arar con idéntica mordacidad. Aceptó y lo hizo con tal perfección que los dejó boquiabiertos. Surgió el diálogo:

-Yo soy un campesino como vosotros y no me he metido a fraile para holgazanear. En el convento cuido la huerta. 

Después escucharon sus consejos espirituales en orden a la vida eterna. Y le vieron alejarse con sentimiento. Uno de ellos sentenció: «Así debían ser todos». Le dolía el corazón al ver más ignorancia que maldad y no desperdiciaba momento para instruirles en la fe y repartir propaganda religiosa. Un día lo verán en una calle de Granada metido en una zanja y sacando tierra con una pala. Otro se acercará a unos blasfemos albañiles incapaces de mover una piedra:

-¿Cómo os va a ayudar el Señor, si lo estáis ofendiendo? Vamos a rezar y todo será fácil. 

Se unió a los trabajadores y la piedra cedió al primer intento, como si hubiera perdido su peso.

Pero hubo trances en que a los escarnios se unía la agresión. En una localidad cercana a Granada, la lluvia de piedras fue tan feroz que creyó llegado el último momento de su vida. De rodillas, con los brazos en cruz, esperaba la muerte, de la que le libraron algunos que acudieron en su auxilio.

SUBLIMACIÓN DE LA MONOTONÍA

Después -itinerario para casi medio siglo- limosnero de Granada. Con la cruz de su alforja sobre el hombro, irá de puerta en puerta sin saber cómo será recibido: «Una limosna por el amor de Dios». Y recibirá con igualdad de ánimo lo que le den. Limosnas con cariño, unos céntimos con ademán displicente, frases irónicas, portazos desconsiderados... Y así mañana y tarde en este deber monótono y humillante, semana tras semana, hasta consumar los días que se requieren para casi completar el medio siglo.

En una vida de jornadas tan idénticas aridece el espíritu, si no permanece receptivo a todo lo sobrenatural. Pero él realizará el prodigio de «la sublimación de la rutina; hacer las cosas lo mejor que podía, sacar agua del secarral, haciendo de todo pasto para su espíritu de perfección». ¿Cómo, si no, en tan humilde quehacer pudo dejar tan profunda huella?

Era proverbial su recogimiento entre la barahúnda ciudadana. Seráfica y natural compostura, inmerso en la contemplación. Como él aconsejaba: «Hermano, la mano en el rosario, los ojos en el suelo y el corazón en el cielo». Así lo recuerdan y describen generaciones de granadinos. Así lo vivió un poeta:

Los labios callados: para escuchar el alma.
Los labios con voz: para orar santamente.
Los ojos hacia el cielo: para vivir la esperanza.
Los ojos hacia el mundo: para amar dulcemente
.

Con humildad de mendigo y alegría espiritual pisó las alfombras de las casas palaciegas y los suelos de barro o ladrillo de las humildes. En unas para pedir, en otras para llevar el pan de su caridad, y en todas para darse a sí mismo.

Llamará a todas las puertas para ofrecer a todos la oportunidad de hacer caridad. Sube hasta un tercer piso, le dan dos pesetas y sólo toma una. Si le dan una limosna generosa que cree superior a la capacidad económica del donante, se ingeniará para no aceptarla íntegra. Si al acercarse a una casa ve a otros pobres, pasará de largo para no mermarles la limosna. Nunca quiso ser ladrón de limosnas.

Ni se venderá por ellas. Recuerdan muchos sus admoniciones, aunque aseguran que no molestaban porque tenía "buena sombra" para hacerlas. Oportunamente dirá sin respeto humano: «Señora, una mujer cristiana debe vestir más honesta». Al llegar a una casa de títulos nobiliarios, sorprende a la dueña reprendiendo con aspereza a una sirvienta. Ella se justifica: -¡Qué servidumbre, hermano, qué servidumbre!

Pero los varones de Dios son insobornables: -Señora, no olvide usted que las criadas también son hijas de Dios.

No sale sólo a pedir, sino a dar. A cambio de unos trozos de pan o unas monedas, repartirá la limosna espiritual de sus oraciones, sus consejos y consuelos. Y también, con el permiso del superior, hará otras caridades. Se le acerca un obrero en paro. El sólo lleva una hogaza. Con la navaja, que el hombre le ofrece, la corta en dos mitades. Niños necesitados esperan su regreso al convento pendientes de su alforja. Nunca les defraudó. Sigilosamente visitaba a pobres vergonzantes para los que pedía expresamente. Una monja de clausura escribe: «Siempre nos dejaba algo de la limosna que llevaba». En el torno de un convento de clarisas deposita una cantidad de nueces: «Madre, aquí le dejo estas nueces. Son del nogal de nuestro padre san Francisco». Su postre y lo mejor de su comida siempre tenía destinatarios.

No podía dar cuanto deseaba pero se daba a sí mismo. Entrañablemente humano, siempre acogedor, le detendrán en la calle o en sus domicilios para confiarle inquietudes de toda índole.

A su regreso de la calle, su primera visita será a la iglesia. Jamás se le verá ocioso. Se ocupaba en los menesteres de su oficio de sacristán, ayudaba en la cocina o a cualquier hermano.

UN HOMBRE DE DIOS

Un sacerdote que le conocía íntimamente, me lo definió así: «No era hombre de letras, no tenía estudios teológicos; pero nos aventajaba a todos porque poseía el gran secreto del conocimiento y del amor de Dios. Era todo un hombre de Dios».

Por temperamento era reservado, y hermético en lo concerniente a su vida espiritual. Revela su análisis grafológico: «Alma sensible, de enorme vida íntima, pero guardada ante Dios». Sin embargo hay cosas imposibles de ocultar. Lo descubrieron ya sus connovicios. Dios era la única realidad de su vida. Vive al unísono con el divino beneplácito cada minuto y cada problema, tanto si le sonríe la vida, como en la hora de la prueba, cuando duele la filiación divina.

Traslucía a Dios en toda su persona. Hasta los niños suspendían sus travesuras y permanecían respetuosos cuando él pasaba. Por los años treinta, el jesuita padre Payán, asesinado en la guerra civil, lo proponía desde el púlpito como modelo: «Tenemos un santo por las calles». Sacerdotes de otras órdenes harían lo mismo en pláticas a comunidades. Un predicador de fama, agustino, me dijo: «Eso sí que es predicar. Sin abrir los labios consigue más fruto que todos nosotros juntos». El pueblo lo dirá a su modo: «Con sólo ver a fray Leopoldo siente uno deseos de ser mejor». Pocas palabras; ejemplo vivo.

D. Manuel Casares, obispo de Almería, testificó: «Una cosa despertó mi respeto por fray Leopoldo. Lo oí, siendo estudiante de teología en Granada, a un profesor, hombre admirable por sus conocimientos, y por sus ironías y escarceos en vidas e instituciones. Explicaba sobre la acción del Espíritu Santo en los hombres y puso como ejemplo a fray Leopoldo: "Ese sí que es un hombre de Dios; ese hombre tiene el don de consejo sin saber teología. Lo tiene porque se lo da el Espíritu Santo". Este testimonio -agregaba- tiene para mí un valor singular, pues su autor no era dado a elogios, sino todo lo contrario».

Era respetado y admirado por hombres de todas las ideologías. En un corrillo se proferían diatribas contra el clero. Interrumpen: «¿Y Fray Leopoldo?» «¡Ah -replican-, si todos fueran como él...!». Era el más limpio testimonio evangélico y franciscano porque lo vivía en plenitud. Sus consejos serán los de una vida seriamente anclada en Dios. Algunas de sus máximas: «Lo que el Señor envía hay que aceptarlo; Él hace siempre lo mejor». «Dios sabe mejor lo que nos conviene». «No hay que tener miedo; vamos por donde el Señor nos lleva». «Nos viene bien algún sufrimiento para acordarnos de Dios», etc., etc.

Aconsejaba lo que vivía en su carne y en su espíritu. Al iniciar una acción: «En nombre de Dios». En toda prueba: «Todo sea por Dios». Los padecimientos, «regalos de Dios». Escribe a un sobrino: «Tengo la vista de lo peor; y estoy contento porque Dios así lo quiere». En la última enfermedad: «Dios lo envía, estoy contento. ¡Bendito sea Dios!». En el lecho de su muerte: «Como Dios quiera y cuando Dios quiera. Cúmplase la voluntad de Dios». Vivía ante Dios como en un eterno presente con enternecido corazón.

Es imaginable, pues, su consternación ante la blasfemia. Reaccionaba como herido en lo más íntimo del alma. Un grito de alabanza brotaba de su ser estremecido: «Bendito sea Dios», «¡Alabado sea Dios!». Compasivo, se acerca al blasfemo: «Hermano, a Dios sólo se le nombra para alabarle». 

Reñían y blasfemaban dos hombres navaja en mano. Con valentía les increpa, pero al no ser escuchado, se arroja entre ellos de rodillas, con los brazos en cruz. Su intervención heroica evitó una tragedia.

Por Granada circula un suceso calificado de prodigioso. A un carretero se le atascó el carro en la cuesta de Gomérez. Iracundo, suelta latigazos y blasfemias.

-¡Hombre de Dios! -interviene-, ¿cómo le va ayudar el Señor si le está ofendiendo?

Y agrega compasivo:

-Vamos a ayudar a estos animalitos. 

Toma las riendas, acaricia las mulas y salvó el atolladero con facilidad inexplicable.

Entre las mieses lo vieron de rodillas ayudando a un campesino a pedir perdón a Dios por blasfemias proferidas.

IDENTIDAD DEL CAPUCHINO



El padre Benito de Illora, su confesor, que convivió treinta años con él, me hizo esta observación: «Pienso, que si se formara una comunidad con todos los santos y beatos de la Orden, y en ella viviese fray Leopoldo, éste sería como uno más. No desentonaría entre los que ya están en los altares». Resultará ocioso añadir más sobre un fraile cuyas jornadas eran páginas vivas de la Regla de san Francisco. D. Miguel Peinado, obispo de Jaén, escribe: «Lo conocí personalmente y puedo testificar que este hombre vivió con auténtica sencillez franciscana el mensaje evangélico de amor y de pobreza». Empero apuntemos algunas peculiaridades.

Pobre con Cristo pobre. Su habitación era la desnudez misma. Pero aún más que la carencia, destacaba el desasimiento de lo poco que usaba, y la disponibilidad de sí mismo para todos. En la clínica añoraba su lecho de tablas. «Esto es demasiado regalo para un pobre capuchino». Tenía un sólo hábito muy remendado. En las comidas evitaba singularizarse, y sorprendido comiendo sólo pan y agua, pretextaba falta de apetito. Procedía ingeniosamente en sus mortificaciones; observaron que, cuando apetecía el sol, iba por la acera en sombra y viceversa. Así en mil detalles. Un farmacéutico le instaba para curarle las grietas de los pies; se excusaba: «Yo soy ya viejo y no hago ninguna penitencia; ¿qué menos que sufrir éstas que nos manda el Señor?». Mendigando por los pueblos contrajo una cruel dolencia (prolapso rectal) que se le agravó debido al sigilo con que la llevó; la estimó como un regalo de Dios. Muchos años después, al hacerle un reconocimiento por fractura del fémur, el médico quedó impresionado al pensar lo que sufriría en su caminar constante.

La única forma de interpretar los deseos de Dios sobre él era la estricta obediencia. Exhortaba a obedecer porque «haciendo lo mandado siempre se acierta». Si oponían reparos o innovaciones argumentaba: «Hagamos lo que está mandado». Su única "rebeldía" fue vestir de seglar. Esto no compaginaba con su ideal de testigo intrépido de Cristo. Expuso sus razones, pero se sometió. Obedecía con inusitado espíritu humilde reconociendo en todo mandato la voluntad divina. Sus razones tendría al aconsejar a sus hermanos cuando protestaban: «Para ganar el cielo hay que tragar mucha saliva». Quedan testimonios de casos auténticamente heroicos de su obediencia.

Su esmero por la castidad se manifestaba en los más nimios detalles. A la curiosidad femenina debemos esta observación: «En mucho tiempo no pude saber el color de sus ojos». Aquella mirada tan limpia, tan de niño era un prodigio de modestia.

No admitía ni un simple desahogo contra nadie. Disculpaba a todos. Ante cualquier escándalo siempre tenía una palabra de piedad para el caído: «¿Quién podrá tirar la primera piedra? Tal vez nosotros, en las mismas circunstancias, hubiéramos sido peores; tenemos que pedirle al Señor que nos asista con su gracia».

Se imponía sacrificios por los demás que nunca consentiría que los hicieses por él. En su alforja tenían cabida los más absurdos encargos de los frailes. Para los enfermos del convento pedía, no sin sonrojo, alimentos delicados. Como el capellán del hospital se negara a dar el Viático a fray Leandro de Écija, por temor a que devolviera las sagradas especies, él lo consiguió, ofreciéndose a tomarlas si las arrojaba.

Un escritor de hoy, que lo conoció de joven y muy de cerca escribe: «Fray Leopoldo... un capuchino de esmirriado cuerpo y un alma descomunal, enorme».

SUS TRES AVEMARÍAS

Sus grandes devociones fueron la pasión de Cristo y la Eucaristía, que inculcaba a todos. En su recorrido de limosnero incluía la iglesia donde estuviera el jubileo de las Cuarenta Horas. De noche pasaba largas horas ante el sagrario. Si le comentaba algo sobre esto, fiel a su norma de que sus sacrificios quedaran entre Dios y él, diría que había que procurar que no se apagara nunca la lámpara del Santísimo.

Entre sus apostolados destacaba la devoción a la Virgen. Ésta fue para él maternal y amoroso refugio. La forma de invocarla eran sus tres avemarías. Subrayado, porque tal como él las rezaba tenían un sello personalísimo. No es fácil describirlo. Caían de sus labios pausadas, hondas... como las campanadas del ángelus al atardecer. Sobrecogía el ánimo de cuantos le escuchaban. Al decir de muchos que le acompañaron en el rezo, «daba escalofríos el oírselas». Llevarán enfermos a la portería para que se las rece y le harán ir por el mismo motivo a sus propios domicilios; le rogarán que las rece por sus intenciones en medio de la calle, donde quiera tengan la fortuna de hallarlo. ¡Cuántas veces se las oímos por teléfono! Serían contestadas lo mismo desde Granada que desde otras ciudades lejanas de España y del extranjero. ¡Y es que aquellas tres avemarías tenían fama de taumatúrgicas! Nunca omitía el rezo del ángelus. Si le sorprendía el toque del ángelus en alguna casa o en lugar público, invitaba a rezarlo. Se dieron casos en que aún no creyentes las escuchaban con el máximo respeto.

«A LOS QUE CREEN LES ACOMPAÑARÁN ESTOS SIGNOS» 



Poco a poco fue corriendo el rumor de que aquel fraile de hábito raído tenía la virtud de transformar la vida, de iluminar los horizontes más negros, de aliviar las conciencias, de llevar a Dios. Era requerido por muchos cuando tenían enfermos graves. En sus palabras, de proverbial laconismo, descubrían sentido profético. Los testigos hablan de dos reacciones distintas. Si aconsejaba conformidad: «Hay que aceptar lo que Dios manda», etc., ya sabían que estaban ante un caso desesperado. Si por el contrario eran alentadoras: «Hay que confiar en Dios», «No hay que perder la esperanza mientras el enfermo viva», renacía el ánimo; no sucedería lo peor. En centenares de casos, algunos contra todo pronóstico y clínicamente inexplicable, no se registró un solo fallo.

Cuando le comunicaban la curación del enfermo, o la solución del problema encomendado, como atribuyéndolo a sus oraciones, se apresuraba a decir: «La Virgen nos ha escuchado».

Hablarán también de espíritu profético. Días antes de estallar la guerra civil, un matrimonio preparaba las maletas, con el máximo sigilo, para unirse con el resto de la familia en Madrid y esperar juntos la tragedia que se avecinaba. Ni a fray Leopoldo se lo comunicaron; pero éste, a las diez de la noche -hecho insólito- pide permiso para salir a un recado urgente. Atraviesa la ciudad por calles desiertas, vigiladas por pistoleros. El asombro de los señores Velasco fue grande al verle allí tan a deshora, pero mayor cuando les dijo: «No hagan ese viaje que tienen proyectado: aquí no les sucederá nada malo». Aceptaron sin réplica tan misteriosa intervención. Los sucesos desvelaron el alcance de sus palabras. Todos los varones de aquella familia, reunidos en Madrid, fueron asesinados.

Visitaba la casa de los señores Barrecheguren. Allí juega una niña de muy pocos años. Los ojos del hombre de Dios brillaron con destellos singulares. Recomienda a su padre: «Cuide mucho de ella; Dios la ha escogido para grandes cosas». Falleció a los 19 años de edad, tras una vida muy virtuosa, acrisolada por la enfermedad. Hoy se le sigue proceso de beatificación.

Abundan episodios similares. Nada de tonos proféticos, sino palabras de la máxima simplicidad, pero de exacto cumplimiento.

Aseguran que leía en las conciencias. Aun sin que le consulten, dirigirá la palabra a personas que sufrían conflictos internos dejándolas confortadas. Confesarán que aquel hombre había penetrado sus más ocultos pensamientos.

Ya aludimos a su don de consejo. Gentes del pueblo, aristócratas, teólogos, dignidades eclesiásticas (se cita al cardenal Casanova), acudían a él. Actúa con sencillez. Se confiesa un simple hermano lego; pero escucha bondadoso. Daba su respuesta en términos concisos y tan oportunos, que llamaba la atención incluso a intelectuales, según confesión propia. De su lado todos salían confortados. ¿Por qué aseguraba aquel profesor de teología, tan renuente al elogio, que «el consejo lo tiene porque se lo da el Espíritu Santo»?

VALOR EN EL TESTIMONIO

Durante los años 1931-1939, la convivencia de los españoles dejó mucho que desear. Se dijo de los gobernantes de la II República que buscando quemar a la Iglesia enterraron a la República. Al frente de una nación al borde del caos, parecían no tener otra obsesión que perseguir a la Iglesia. A los veintisiete días de sentirse España republicana, vio enrojecer su cielo con incendios de iglesias y conventos. A las tres de la madrugada del día 13 de mayo de 1931, le llegó su turno al convento de capuchinos de Granada. Fray Leopoldo no quiso pernoctar fuera, para cuidar a un religioso enfermo. El fuego fue atajado por los bomberos. En Granada y su provincia ardieron iglesias y conventos, se disolvieron procesiones a tiros y las huelgas violentas eran espectáculos habituales. Hubo jornadas de anarquía y sangre.

Fray Leopoldo tiene su obligada singladura por estas rutas inclementes. Es consciente de lo que arriesga cada vez que pone los pies en la calle, porque seguirá fiel a su deber, vistiendo su raído sayal, salvo excepciones. Era respetado por los que le conocían, pero llegaron tantos advenedizos... No importa que camine silencioso desgranando las cuentas de su rosario; para algunos su sola presencia es ya una provocación. Al verlo le dedicarán coplas sacrílegas u obscenas, o intentarán introducirle en una barbería para rasurarle su venerable barba.

-¡Bribón, pronto te pondremos ese cordón al cuello!

Él callaba unas veces, pero otras contestaría valeroso. En el centro de la ciudad le amenazan: «¡Prepárate que te vamos a cortar el pescuezo!». «Si es por ser religioso -responde-, aquí lo tenéis».

A la entrada de una fábrica los obreros le gritan: «¡Granuja, a trabajar! ¡Que le afeiten! ¡Que le corten el pescuezo!». Otros blasfemaban. El hombre de Dios replicó con entereza: «Si queréis mi cuello, aquí lo tenéis, pero el nombre de Dios respetadlo, y cuando lo pronunciéis que sea para bendecirlo». 

Los que lo conocía actuaban de otra manera. Se encuentra con una manifestación de obreros. Algunos intentan agredirle. Otros camaradas les contienen: «¡Dejadlo, ése es más pobre que nosotros!».

Él silenciaba los malos tratos que recibía para que los superiores no le privaran de su cruz, y cuanto peor le iba mayor era su gozo. Con mirada sobrenatural, atribuía tantas desdichas a los muchos pecados: «Esto lo permite el Señor porque quiere despertar las conciencias».

Al enterarse de la muerte violenta de siete de sus hermanos en el convento de Antequera y las de tantos otros, obispos, sacerdotes, seglares, reaccionaba considerándoles mártires. Su sentida pena era por los asesinos. Parafraseando el evangelio exclamaba: «Pobrecitos, hay que tenerles compasión, no saben lo que hacen». Rezaba por ellos e invitaba a hacerlo.

Ante tristes escenas que presenciara o le refirieran, se lamentaba: «Algo habremos hecho cuando el Señor permite esto. Tenemos que hacer penitencia para merecer la piedad de Dios para todos». Redobló sus penitencias y sus horas ante el sagrario implorando la clemencia de Dios por tantos sufrimientos provocados por la guerra.

LA FAMA LE ENTRISTECE

Corrió la especie de que aquel fraile era santo. Así lo proclamaba el pueblo de forma más o menos explícita. Un grupo de obreros: «Ése sí que es un fraile». Un ilustre jesuita: «Es un santo de los de verdad». Así lo estimaban también los frailes de su convento al observar la ejemplaridad de sus virtudes que superaba el grado de lo normal.

La gente se procuraba objetos relacionados con él, que conservan como preciadas reliquias: estampas o medallas que repartía, trozos de hábito o de cordón cortado a hurtadillas, y tantas otras cosas. A los frailes les ponían en no pocos aprietos pidiéndoles objetos relacionados con él. Ni faltaron sujetos de visión comercial. Un fotógrafo logró captarlo con su cámara y decía que por nada del mundo vendería el cliché.

El problema surgió cuando esta fama llegó a sus oídos. Su buen humor le hacía salir airoso en ocasiones. Unos gitanos al verle vadear un río, al grito de «padre santo», le llaman para indicarle un paso más fácil. Dirá sonriente: «El padre santo está en Roma». Otras veces corregirá: «Santos deberíamos ser todos, roguemos al Señor para que nos lo conceda»; o «Santo, el hábito que visto; yo soy un gran pecador». Todo esto le contrariaba, así que huía como del mismo diablo de ciertas mujeres de piedad indiscreta. Llegaban incluso al convento preguntando por el hermano santo. Esto le horrorizaba. Protestaría: «Soy un gran pecador. Estoy engañando a la gente».

Un mordaz sacerdote de la comunidad le espetó: «Usted está creído que es un santo porque se lo dicen por ahí; como si no le conociéramos». Su respuesta no pudo ser más edificante: «Dios se lo pague, padre; pida por mí que me hace mucha falta». Pero aquella alusión le llegó al alma. Me lo refirió su confesor, fallecido ya el siervo de Dios. Con lágrimas en los ojos se dolía de que por su falta de humildad y virtud hubiera podido engañar a la gente hasta el extremo de que lo creyeran santo. «Padre -confesaba desolado-, ¿cómo me voy a creer yo santo? Si sabré yo lo que soy, padre, si sabré yo lo que soy».

TRES AÑOS PARA LA CONTEMPLACIÓN

En la tarde del 9 de febrero de 1953 dio su última lección de mendigo por Dios. Bajaba las escaleras de una casa: «Yo iba seguro -dijo confidencialmente- y parece que el enemigo me empujó» (Adviértese que conservó su lucidez mental hasta su agonía, a los 91 años). Diagnóstico: «Fractura transtrocanrerea de fémur». Varios meses en la inmovilidad del lecho, más una pulmonía y trastornos digestivos. El suceso apareció en la prensa con foto incluida: «El accidente... ha servido al virtuoso capuchino para dar una vez más gracias a Dios que le ha deparado este regalo. No se queja... sólo se oyen de sus labios frases de elevado fervor». El médico no sabe a qué atenerse: «Estoy bien -dice Fr. Leopoldo-, porque estoy como Dios quiere».

Una riada de público, de los más variados estamentos sociales, invadió el sanatorio, pero él añoraba su desnuda celda conventual, a la que regresó tras una mejoría calificada de sorprendente. ¡Luz verde a su vocación de contemplativo! Al cabo de pocos meses, apoyado en dos bastones, seguía en casi todo la vida conventual. En la iglesia pasaba la mayor parte del día. Fiel a su misión de caminante recorrerá el Via Crucis (siempre lo hizo diariamente) y se le verá horas enteras ante el sagrario, ante la imagen del crucificado y de la Virgen. «El Señor me deja ahora libre de ocupaciones para que rece por todos». Sus ojos, tocados ya por la ceguera, parecían mirar únicamente al mundo que llevaba dentro. Imposible vislumbrar la intensidad espiritual de estos tres años.

Dios le probó también con llagas ulcerosas que estimó como auténticas dádivas del cielo: «El Señor me las envía para expiar mis muchos pecados». Y con una tortura espiritual: al término de una vida plena, la estimaba vacía: «Si hubiera sabido aprovecharme de tantas gracias recibidas ahora sería santo; pero ¡cómo he perdido el tiempo!». Los religiosos irán en su busca para escuchar sus frases espontáneas, de madurez espiritual y humana, nacidas del sosiego interior que doraba el atardecer de su vida.

FIN DE SU PEREGRINACIÓN 



A la una y cuarenta minutos del 9 de febrero de 1956, la hermana muerte desligó su alma de las ataduras carnales. En el rostro de su víctima dejó una expresión de paz, de serenidad espiritual... A la mañana siguiente la noticia corría de boca en boca.

Multitud de personas de todas las edades y clases sociales desfilaron ante el cadáver tocando a él objetos de devoción. A pesar de la vigilancia de los frailes, le arrebataron trozos del rosario, del cordón y del hábito. Bajó a la tumba con lo imprescindible para cubrir decorosamente su cuerpo.

Sintetizamos los hechos con una cita de la prensa local: «El humilde fray Leopoldo de Alpandeire subió ayer a su última morada. Las mujeres habían pasado sobre sus manos centenares de rosarios. Los hombres se disputaron el doloroso honor de llevarlo en alto sobre los hombros».

«¡Fue un sencillo seguidor de san Francisco! -oímos comentar-. Como él, amaba lo pequeño, encontrando en todo lo creado la fragancia de Dios. Supo hacer de su vida una total ofrenda, valorándose tan poco, que Jesús le habrá ensalzado sobre los poderosos, y el Pobrecillo de Asís le habrá sonreído con amor a las puertas del Paraíso».

SE QUEDÓ CON NOSOTROS 

A los dos años de permanencia en el cementerio de la ciudad, fue trasladado a la iglesia conventual, donde la devoción de los fieles le dedicó una hermosa cripta. Todos los días del año son incesantes las visitas a su sepulcro, y el día nueve de cada mes, multitudinarias. Siempre hay flores sobre el sepulcro, y los días nueve, en cantidades ingentes. Se calcula que, cada año, su tumba es visitada por más de un millón de personas. Tanto el número de devotos, como los lugares de su procedencia, se acrecientan de día en día. Diariamente se reciben testimonios de agradecimiento, en los que se narran gracias y favores, de España y de otras naciones.

El Proceso Ordinario fue incoado en Granada el 26 de junio de 1961 y clausurado el 3 de julio de 1976. El 29 de julio de ese mismo año, se recibió el Nihil Obstat de la Congregación para la doctrina de la fe. Y el 9 de marzo de 1979, la aprobación de la Positio super scriptis.

El 9 de febrero de 1981 -XXV aniversario de su muerte- el padre general, fray Pascual Rywalski, bendijo una residencia de ancianos -Hogar Fray Leopoldo- construida en terrenos contiguos al convento cedido por sus hermanos capuchinos y costeado con los donativos y dedicación de sus devotos. Así, sigue con nosotros y Dios quiere perpetuar sus caridades entre los hombres.

[Tomado de: AA. VV., «... el Señor me dio hermanos...». Biografías de santos, beatos y venerables capuchinos. Tomo II. Sevilla, Conferencia Ibérica de Capuchinos, 1997, págs. 275-294]

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