Reflexión sobre las lecturas del séptimo Domingo del Tiempo Ordinario C

 Reflexión sobre las lecturas del séptimo Domingo del Tiempo Ordinario C

Samuel: 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23. Salmo 102, 1-2. 3-4. 8 y 10. I corintios: 15,45-49. 

Lucas: 6, 27-38

Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso.



 

Queridos hermanos y hermanas: Paz y Bien

 

La situación actual que estamos viviendo desgarra el corazón y lo tira a pedazos si no somos capaces de ver más allá de las circunstancias que tocan nuestra vida, nuestro ser y el de las personas que amamos. ¿Cuántas veces no sufrimos con el que sufre? ¡Muchas, sin lugar a duda! Sin embargo, no hemos de entristecernos como los que no tienen fe. Sabemos perfectamente que ni el mal ni la muerte, ni la violencia, ni la enfermedad ni mal alguno tiene la última palabra en nuestra vida. Tampoco deparan nuestro destino ni el desenlace de nuestro tránsito por estas tierras.

            Cuántas veces también nuestra vida no se ve en constante peligro, al igual que la de Saúl. El salir a la calle ya nos llena de temor y temblor, el escuchar o leer las noticias nos llena de miedo y nos hace pensar: ¿cuándo estaré yo en una situación semejante? Dios quiera que nunca, el crimen, la violencia, la inseguridad, la falta de armonía y de humanidad no ha arrancado lo más grande y maravilloso que Dios mismo nos ha dado, nuestra libertad. ¡Sí! Desafortunadamente ya no somos ni tenemos la misma conciencia de libertad que hace algún tiempo atrás.

            Sin embargo, es conveniente que nosotros también pensemos como David, generando a nosotros mismo y a los demás la conciencia de que todos somos consagrados, ungidos del Señor. No podemos proceder ni en contra de nosotros mismos, ni de los demás de cualquier manera. Es necesario un respeto reverencial para con cada hombre y cada mujer que habitan en esta tierra. Si todos entendiéramos la sacralidad de la vida, seguramente que nuestras relaciones interpersonales, aún las más espinosas serían más cordiales, de acuerdo con la conciencia de que el otro, es mi hermano, sea cual fuere su condición social, civil, religiosa, étnica ¡es mi hermano! El ungido del Señor, y quiera o no, de acuerdo con mi relación con él, será mi relación con Dios, y las cuentas que el Señor me pedirá y que yo deberé darle en su momento, porque sin lugar a dudas, -aunque nos cueste, más aún, aunque reusemos aceptarlo- Dios nos dará a cada uno según nuestra justicia y nuestra lealtad.

            Sin embargo, una gran ventaja que tenemos -y de la cual no hemos de aprovecharnos- es que el Señor es compasivo y misericordioso. Así se nos muestra desde la primera página de la Sagrada Escritura, hasta la última. ¿Qué sería de nosotros si no tuviéramos un tan gran y misericordioso Padre? Seguramente todos estaríamos ya desde ahora destinado de manera irrefutable e irreparable a la condenación, pero no ¡Dios no actúa como nosotros! Es precisamente su amor compasivo y misericordioso lo que nos compromete y lo que nos ha de conducir a ser iguales a Él. Ésta no es una idea descabellada ni errónea, más aún es algo connatural a nosotros, el Señor nos invita, nos llama a ser santos como Él es Santo. Aquí encontramos sentido a lo que de palabra o de obra realizamos, no desde nuestro propio pecado, sino desde la santidad de Dios, santidad que Él nos ha compartido. Así descubrimos lo cerca o lo lejos que estamos de ser como Él.

            Ciertamente, todos los seres humanos, absolutamente todos le conozcamos o no al Dios de Jesucristo estamos sujetos a nuestra humanidad, a nuestra debilidad, a nuestro pecado, aunque hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, la realidad es que desde la desobediencia de nuestros primeros Padres estamos inclinados al pecado. Sin embargo, todos hemos recibido el Espíritu que nos hace reconocer y llamar Padre a Dios. Si nosotros somos capaces de reconocer y de llamar Padre a Dios, entonces, necesariamente debemos reconocer y llamar hermanos, a todos los seres humanos, hombres y mujeres, conocidos y desconocidos. Dios mismo nos hace capaces de trascender las barreras de los criterios meramente humanos para poder realizar en nuestra propia vida y en la vida de los demás el maravilloso intercambio de reconocimiento y comunión fraterna por medio del Espíritu Santo. Es este Espíritu Santo el que nos impulsa a caminar los caminos del Señor, a anhelar e implorar la vida que el Señor Jesús llevó aquí en la tierra. 

            ¿Cuál será la mejor forma de manifestar que somos hijos de Dios? Dejándonos inundar por el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios y permitir que sea Él el que nos conduzca, el que nos guíe, el que nos transforme, el que haga que descubramos en el otro ese ser consagrado ungido por el Señor, porque en todos habita el mismo espíritu. Así nos haremos acreedores al Reino de Dios que hemos de empezar a forjar aquí en la tierra todos juntos.

            Solamente con estos sentimientos y anhelos del corazón, trasladándolos de la teoría a la práctica es como, en primer lugar, podemos entender el Sermón del Monte y una vez entendido trasladado al corazón para que de allí vuelva a nuestros hermanos como un gesto de amor y compasión.

            ¡Es verdad! Si vemos estos criterios que Jesús nos anuncia en el Evangelio de Lucas de manera meramente humana, sin asumir que somos ungidos de Dios, entonces ciertamente será imposible que vivamos estas máximas del Evangelio. Antes decíamos que el Reino de Dios hemos de vivirlo aquí, no esperar hasta después de nuestra vida, por eso es necesario hacer caso omiso a las barreras que se van creando por las afinidades y simpatías naturales (Lc 14,12). Estas barreras que siempre van a ser signo de división, de límites y de segregación siempre han de ser vencidas con el bien y la comunión fraterna.

            Para este fin es necesaria la actitud misericordiosa de Dios (Lc 6,35 s) para recrear, para forjar una humanidad nueva. No una humanidad nacida de nuestro esfuerzo cuánto de nuestra apertura a la Gracia de Dios y a la acción del Espíritu Santo.

            El amor de los que se dicen cristianos y de los que se llaman y son discípulos de Jesús que siempre es manifestado y entendido en el Nuevo Testamento no como un sentimiento, sino como una acción y una tarea liberadoras, a través de las cuales se manifiesta precisamente el amor de Dios. Dicho amor trasciende las actitudes y los amores meramente naturales, va más allá de las propias fuerzas, inclusive de las propias convicciones, es un amor que nos desinstala, que nos pone en camino y nos hace capaces de amar inclusive a los enemigos. Es decir, se trata de un amor que debe necesariamente alcanzar también a aquello a los que consideramos, según nuestros humanos criterios, que no lo merecen: los enemigos, los que nos odian, los que nos golpean y los que nos roban. Este es el verdadero amor cristiano, el que es capaz de romper las barreras del odio y hacerse prójimo y amigo del otro, el persuadir todo sentimiento de resentimiento y frustración para amar y abrazar a los que nos pueden odiar, el ser capaces de poner la otra mejilla de manera humilde y con una gran fortaleza a los que nos golpean y ser capaces de perdonar y dar aún lo que nos queda a los que nos robar. Este es el verdadero cristiano, este es el verdadero Hijo de Dios. Este es el que verdaderamente está ungido por el Espíritu de Dios y se deja mover por Él.

            Queridos hermanos y hermanas ¡qué difícil es abrazar los criterios antes enumerados! ¿Seremos realmente capaces de actuar así? En este momento vienen a mi mente y a mi corazón un sin número de personas que están sufriendo ante el dolor que ocasiona la violencia, la inseguridad en nuestro País. Pido incesantemente al Dios del amor y de la misericordia que conceda la conversión no solamente a quienes son capaces de arrancarle la vida sus hermanos, pido por los que no actúan o actuamos como David, teniendo presente la unción, la consagración de mi hermano de mi hermana y se le arranca la vida con tanta facilidad. ¡Sí! Pido por ellos porque creo en la conversión, creo en la misericordia de Dios.

            Pero otra forma -quizá más atroz- de quitar la vida, no es tal vez, la que aquellos padre y madres de familia que continúan viviendo tras experimentar el dolor de haber perdido a sus hijos, de no ver realizados sus sueños, de no poder entender el por qué de la situación que estamos viviendo. Pienso mucho en ellos, en esos padres, en esas madres que experimentan el dolor profundo de haber perdido un hijo, una hija a consecuencia de la violencia, de la inseguridad, que vivimos en nuestro País. Pido a Dios Padre rico en misericordia que conceda a estos padres y madre el consuelo, la fortaleza y amor suficiente que les haga capaces de amar a los enemigos. Que les de la entereza de la Santísima Virgen María y que les haga capaces de ver más allá del dolor y del sufrimiento, perdonando y amando para que sean verdaderos hijos del Padre Celestial que es bueno, misericordioso para con los ingratos y los malos.

            Así podemos darnos cuenta de que la Palabra de Dios, tiene mucho que decirnos y que aportar en nuestros días. Que toda ella tiene también una respuesta a las diferentes realidades sociales que nos abrazan, para transformarlas en esperanza, por adversas que estas sean. Es necesario pues que también nosotros confiemos plenamente en nuestro Padre Dios y seamos capaces de abrirnos a la realidad plena, transformante y transformadora del Amor de Dios en nuestra vida para generar un mundo más justo, más humano, más divino. Un mundo donde el Reino de Dios se haga presente y cobre cada vez más terreno porque nosotros somos capaces de vivir en esta realidad que hemos creído que nos ha nos ha consagrado, ungido desde el día de nuestro bautismo para ser testigos del amor y de la misericordia de Dios.

 

Fray Pablo Jaramillo, OFMCap.

Puebla de Los Ángeles, 19 de febrero de 2022.

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