San José de Leonessa Capuchino

 San José de Leonessa[1]



Un evangelizador de los pobres

 

Francisco Javier Toppi

 

José de Leonessa era presentado por una hagiografía, más bien común en el pasado, como un santo aureolado de prodigios desde el mismo nacimiento, como un religioso penitente que gozaba mortificándose hasta lo inverosímil, como un predicador que atemorizaba a los que pecaban con amenazas apocalípticas, como un misionero que se atrevía a desafiar al sultán en su mismo palacio a fin de ganarse la palma del martirio.

 

En estos últimos años, un estudio directo de sus escritos autografos y de los testimonios recogidos en los procesos canónicos, ha reservado más de una grata sorpresa al que ha tenido la inteligencia y el coraje de encararlo. Ha brotado una figura de interesante actualidad: un santo abierto a los valores de la cultura, sensible a la amistad, amante de la propia tierra, un hombre que conoce las resistencias de la naturaleza y las supera apostando por el amor de Cristo; un sacerdote que escoge a los pobres como campo privilegiado de su ministerio; un apóstol de la caridad y un promotor de obras sociales benéficas; un hijo de san Francisco que va tras los sarracenos proponiéndose dialogar con ellos y queriendo acercarse al sultán para conseguir que reconozca y declare el derecho a la libertad de conciencia.

 

La preparación a la misión

 

José nació en Leonessa, en la alta Sabina (Rieti), el 8 de enero de 1556, tercero de los ocho hijos de Juan Desideri y de Serafina Paolini; en el bautismo recibió el nombre de Eufranio. Su padre, comerciante en lana, y su madre, de familia distinguida, eran estimados en el país por sus virtudes cristianas. Los dos murieron cuando Eufranio frisaba los doce años. Para el cuidado de los huérfanos entró como tutor el tío Bautista Desideri, maestro de letras en Viterbo, que encaminó a Eufranio por los estudios humanísticos y trató de asegurarle una buena posición social. En los procesos canónicos, el sobrino del santo, padre Francisco de Leonessa, refería: «Un gentil hombre de Viterbo, que tenía una hija única y con riqueza abundante, quiso entregarla en matrimonio a Eufranio, porque le parecía un buen partido, ya que estaba al corriente de sus cualidades: era joven de buen parecer y adornado de bellas virtudes, lo que auguraba completo éxito. Habló de este casamiento con Bautista, tío de Eufranio, que viendo tan buen partido, tanto por la nobleza como por la riqueza, y también por las cualidades de la joven, aceptó la proposición».

 

Dado este estado de cosas, se comprende que el tío se afanara por inducir al sobrino a aceptar una propuesta tan lisonjera; pero él no quiso saber nada y defendió su libertad de elección, orientada de antemano hacia la consagración a Dios. Sometido a toda clase de presiones, en la lucha enervadora contra la insistencia obsesiva del tío, cayó enfermo. Los médicos le recomendaron el aire nativo, y así volvió a Leonessa, donde a los pocos días recobró la salud.

 

Aquí empezó a visitar con frecuencia a los capuchinos, que precisamente en aquellos años estaban construyendo el convento fuera de la puerta espoletina. Quedó cautivado por el ejemplo del conciudadano padre Mateo Silvestri que, dejada la profesión de médico, había abrazado la vida capuchina y llevaba fama de santo. Sintió entonces los primeros gérmenes de vocación religiosa y decidió responder en su corazón. Cuando fue informado, el tio tutor le ordenó trasladarse a Espoleto para proseguir los estudios. El joven Eufranio obedeció, pero también allí tuvo ocasión de entrar en contacto con los capuchinos, que vivían en el eremitorio de Santa Ana, escondido tras el follaje del monte Pátrico. Lejos de parientes y dueño de sí mismo pudo entrevistarse con el superior provincial de Umbría, le confesó su deseo de ingresar en la Orden y, en consecuencia, fue admitido al noviciado. Sin avisar a nadie de los suyos, abandonó todo y a todos y se dirigió a Asís, al paraje llamado «Las cárceles», donde dio comienzo a su vida capuchina, tomando, con el hábito, el nombre de fray José de Leonessa.

 

El tío y los otros parientes, apenas conocida su «fuga», se precipitaron al convento e intentaron, por todos los medios, devolverlo a casa. Mas, vano esfuerzo. Con su temperamento fuerte y voluntarioso, el joven novicio resistió lisonjas y amenazas, resuelto y feliz de ser un hijo de san Francisco de Asís. Escribía, entonces, en sus apuntes personales: «Cuando pienso en mi actual situación, me invade una alegría inenarrable», y, sobre la florecilla de la perfecta alegría, programaba su proyecto de vida en estos términos: «Tal perfecta alegría es vencerse a sí mismo, las malas inclinaciones, las pasiones personales, soportar pacientemente lo adverso, no turbarse ni vengarse contra quien ofende sino quererle bien y refrendar la sensualidad y el apetito desordenado».

 

Terminó el noviciado y emitió la profesión religiosa el 8 de enero de 1573. Fue entonces destinado a los estudios, que cultivo con gran empeño, no sólo en las disciplinas teológicas sino también en las científicas y filosóficas. Se sumergió con agudeza en el cauce

de la doctrina de san Buenaventura, que los capuchinos habían adoptado como maestro en sus escuelas desde el principio. Resumió, entre otros, la obra titulada «Monarchia», en que aparecía muy claro el influjo del «Itinerarium mentis in Deum» y del «De reductione artium ad theologiam» del Doctor Seráfico.

 

Recalcamos, al respecto, que, si bien no era un hombre de estudios, tuvo viva siempre la atención a la cultura. De hecho, siendo superior local y secretario provincial, promovió la erección de bibliotecas en los conventos, y redactó copiosos manuscritos de inestimable valor para el conocimiento de su predicación, y hasta de su vida. Se preparó al apostolado con un estudio serio de la teología, de la sagrada Escritura y de moral, impregnándose, al mismo tiempo, del espíritu de su Orden, que estaba comprometida intensamente en la restauración religiosa postridentina. Es un botón de muestra, la así llamada «oración programática», que escribió en la inminencia de la ordenación sacerdotal, recibida en Amelia el 24 de septiembre de 1580. La reproducimos en sus puntos más significativos, por ser de importancia capital para conocer su itinerario espiritual y su programa apostólico.

 

«Omnipotente y piadosísimo Dios, que a mí, indigno siervo tuyo, a la edad de 15 años con vocación paterna, me has hecho, al cabo, pasar de las letras humanas, a través de las artes liberales, al estudio de la sagrada teología y al ministerio sacerdotal, concédeme propicio que, profesando la fe católica siempre en todo y sobre todo, con el más grande amor a ti, buscando tu amor y el provecho del prójimo y sometido enteramente en todo al juicio de la santa madre Iglesia, no admitiendo jamás y por nada el más mínimo error ni en palabras ni en escritos, pueda mostrar voluntad de discrepar o de separarme de ti o de ella. Es tan grande, en verdad, dentro de mi tu dulce amor, Padre mio amadísimo, y llevo tan en el corazón la integridad de tu Iglesia, que, aun a costa de la pérdida de la vida, nada me agradaría tanto como, por tu divino favor, tener ocasión algún día de rubricar con mi sangre con cuánto temor y temblor ansio honrarte en la sinceridad doctrinal de tu Iglesia...

 

«Por eso, ahora y para siempre quiero adherirme a tu fe bendita y al patrocinio singular de mi santísima tutriz María y de mi ángel custodio, y en el seno de tu santa Iglesia, ahora y por siempre y en la hora de mi muerte, me confío humildemente a mí mismo, mis pensamientos, palabras y obras, mi alma y mi cuerpo, para que hasta el final sirviéndote a ti humildemente, bajo la divisa del bienaventurado padre mío Francisco, y siendo, por su intercesión, siempre agradable a ti, recorriendo sin ninguna trampa la vía de tus mandamientos, pueda, al final, llegar seguro a ti, padre mio verdadero...».

 

Contemplativo en las calles

 

Después de la ordenación sacerdotal fue destinado al convento de Lugnano en Teverina, donde encontró la manera de proseguir su formación teológica y espiritual y de prepararse para el apostolado. Aquí se le presentó el problema de la relación entre la vida

contemplativa y la actividad apostólica: como Francisco de Asís, él sentía una atracción irresistible a la oración y a la vez al anuncio del evangelio a los hermanos. La solución fue la misma de san Francisco. Escribía, a este respecto, en sus apuntes personales de entonces: «El que ama la vida de contemplación tiene un grave deber de salir al mundo a predicar, sobre todo cuando en el mundo las ideas están tan confusas y abunda la iniquidad sobre la tierra». Pensando en la obligación de comunicar a los otros los dones recibidos gratuitamente del Señor, escribía esto: «Sería inicuo retener contra la caridad, aquello que sólo por caridad ha sido constituido y otorgado».

 

Para eliminar todo residuo de perplejidad al respecto y para empujarlo decididamente por la senda del apostolado, intervino la obediencia: el 21 de mayo de 1581 el superior general de la Orden le enviaba la patente de predicador, y así fue apóstol para toda la vida. Llevará, por tanto, sobre las calles del mundo el deseo de la unión más íntima con Dios, y comunicará a través de la palabra, la gracia de su profunda experiencia de oración.

 

Refleja del todo su actitud de fondo la célebre exhortación de san Ambrosio, a quien gusta referirse con frecuencia: «Cristo se ha hecho todo por amor nuestro, Cristo es todo para nosotros. Si deseas curar tus heridas, él es el médico; si te abrasas de fiebre, él es manantial restaurador; si te abruman las culpas, él es la justicia, si tienes necesidad de ayuda, él es la fuerza; si temes la muerte, él es la vida; si deseas el cielo, él es la vía; si quieres huir de las tinieblas, él es la luz; si buscas comida, él es el alimento. Por tanto, gustad y ved cuán suave es el Señor: feliz el hombre que espera en él».

 

José de Leonessa no conocerá y no predicará de hecho más que a Cristo, poder y sabiduría de Dios. Apoyado exclusivamente en la gracia del Señor, con el crucifijo sobre el pecho o tremolado entre las manos como un arma, se entregará a una intensa y capilar obra de evangelización entre los pobres, en los pueblecitos de campaña y sobre las montañas de Umbría, del Lacio al Abruzo.

 

Presagiador para su futuro apostolado fue un episodio ocurrido en los comienzos de su predicación y que queda extensamente documentado en los procesos. Eran tiempos en los que se imponía la plaga del bandidismo. Una ley de 1572, que amnistiaba a los encarcelados dispuestos a enrolarse contra los turcos, la pobreza y la desocupación de grandes estratos de la población diseminada en las zonas de los apeninos del centro de Italia, y, más aún, la prepotencia incontrolada de los señores que contrataban malhechores a su servicio, había poblado de mal vivientes los bosques y los montes. En las cercanías de Arquata de Tronto una banda de cincuenta bandidos asolaban el país. La fuerza pública no había logrado cogerlos. Cayó entonces por aquellos contornos, por razones de mendicación, el padre José a quien rogaron les ofreciera algún remedio. Sin titubear fue en busca de los bribones a sus escondrijos, los reunió a todos con su proceder conciliador y les convenció para entrar en la iglesia de S. María Camertina. Una vez dentro, empuñó el crucifijo que llevaba sobre el pecho y les hizo una predicación conmovedora sobre la necesidad de la conversión a Dios. Todos, sin excepción alguna, con mucha compunción y humildad se comprometieron a cambiar de vida y aceptaron uno a uno, al salir de la Iglesia, la corona del rosario que les fue ofrecida.

 

Este hecho extraordinario conmovió de tal manera al pueblo que al año siguiente quiso tener al santo como predicador de la cuaresma en la villa. Los bandidos convertidos por su palabra estuvieron entre los primeros para escucharlo. Se repetía la florecilla del lobo de Gubbio.

 

El secreto de tal suceso era, sin duda, la intima unión con Dios, cultivada con una oración incesante. Leemos en los procesos: «Con gran facilidad recogía en su interior las potencias del alma para gozar con mayor gusto de su Dios, y no sólo en el tiempo de la oración sino en todos los tiempos. Cuando viajaba, abrazaba su crucifijo y se introducía de tal modo en aquellas llagas que, según los misterios que contemplaba, su rostro cambiaba de color ahora macilento y ceniciento, ahora rubicundo y rojo pareciendo todo de fuego; esto también le sucedía en los múltiples discursos que hacía».

 

Su palabra, auténtica «redundancia de amor», como decían los antiguos cronistas capuchinos, llegaba y transformaba eficazmente al auditorio. «Con su predicación —leemos todavía en los procesosprovocaba la admiración de todos los que le escuchaban por la altura de las cosas que decía con simplicidad y con mucho fervor de espíritu, y producían en los oyentes efectos de compunción y de contrición que era todo lo que pretendía, no pudiéndose creer otra cosa sino que obraba en él el Espíritu del Señor».

 

En la misión de Constantinopla

 

En la Orden se había difundido la noticia de que cinco padres jesuitas enviados a Constantinopla en 1583, habían muerto asistiendo a los apestados y que los embajadores de París y de Venecia habían pedido al papa que mandase algunos capuchinos a sustituirles. Diversos hermanos se apresuraron entonces a elevar su petición y, entre ellos, el padre José.

 

El 20 de junio de 1587 el padre Gerónimo de Polizzi Generosa, vicario general de los capuchinos, enviaba las letras obedienciales a los misioneros seleccionados, entre los cuales, sin embargo, no se encontraba nuestro santo.

 

Con qué humildad aceptó la exclusión se colige de este pensamiento que quiso remarcar y transcribir de un comentario a la regla franciscana en sus apuntes personales: «Quien se considera, sin más, apto para la vida misionera entre los turcos, es un orgulloso».

 

A la verdad se había preparado cuidadosamente para misión tan especial. En sus manuscritos se encuentran numerosas páginas sobre la historia y la cultura de los musulmanes, y hay también amplias notas sobre las lenguas habladas en Constantinopla: turca, griega, hebrea, alemana, francesa y la así denominada «lengua franca». Sorprende, sobre todo, teniendo en cuenta la mentalidad postridentina, encontrar esbozada una metodologia de acercamiento a los musulmanes, que no desmerecería en un tratado de misionología posterior al Concilio Vaticano II.

 

Tratando con los musulmanes --escribe-, no se debe introducir nunca por propia iniciativa el tema religioso: hay que dejarlo a ellos, hay que escucharlos con gentileza e interés cuando ensalzan su religión, guardando en la memoria los puntos flacos de su exposición. Al final -y siempre con delicadeza máxima de palabras y modos- respóndaseles subrayando las incongruencias de la fe y de la moral mahometana.

 

Tal y tanta preparación no fue inútil. Habiendo fallado, por motivos de salud, uno de los misioneros preseleccionados, el padre Egidio de S. María, el 1 de agosto de 1587 el padre José, junto con fray Gregorio de Leonessa, recibió la anhelada obediencia para la misión de Constantinopla. Pocos días después, los dos paisanos partían para Venecia y allí se embarcaron en una nave que hacía travesía al Bósforo. La navegación fue prolongada y desastrosa, mas al fin llegaron a Constantinopla sanos y salvos; allí se juntaron con los otros misioneros capuchinos que se alojaban en un convento semiderruido en el departamento de Galata.

 

Al padre José se le confió la asistencia a 4.000 esclavos cristianos que trabajaban en el baño penal de Qaassim-pacha. Se entregó, de inmediato, a su misión de ofrecer la palabra de Dios y el alivio de la caridad a aquellos desventurados hermanos, que languidecían en condiciones inhumanas. Más de una vez se ofreció a ocupar el puesto de un esclavo reducido al límite, pero no fue aceptada su oferta. Un día fue a visitar los baños penales de Top-Hané y de Besik-Tas, en el cuerno de Oro, al otro lado del puente. Se entretuvo hasta bien entrada la tarde consolando a los detenidos sometidos a trabajos forzosos. Obligado a salir, cuando regresaba al convento, encontró cerradas las puertas del barrio Galata, se sintió dominado por el cansancio y se adormiló en medio de un destacamento militar. A la mañana, los soldados lo tomaron por un espía, lo arrestaron y lo encerraron en una lúgubre cárcel. En ella permaneció más de un mes, hasta que fue liberado por intervención del embajador de Venecia.

 

Entretanto sobrevino la peste, que estaba como en su salsa en aquellas mugrientas aglomeraciones de esclavos. Los capuchinos se entregaron en seguida a la asistencia a los apestados, y dos de ellos, los padres Pedro y Dionisio, perdieron la vida. El padre José también contrajo la enfermedad, aunque a la postre la venció, quedándose después en el campo de trabajo tan sólo con fray Gregorio. En tal coyuntura redobló su celo y tuvo el gozo de conducir al seno de la Iglesia a un obispo griego unido, que había renegado de la fe y había sido promovido a pachá. Enardecido por esta conversión, para agilizar otras que se presagiaban, pero eran obstaculizadas por la pena de muerte prevista para tales casos, maduró la idea de abordar personalmente al sultán Murad III pidiéndole concediera libertad de conciencia a cualquiera que se convirtiera o retornara a la fe cristiana. Lo intentó una primera vez cuando el sultán pasaba por la calle, y posteriormente cuando rezaba en la mezquita, siendo rechazado y maltratado por los genízaros. Un médico de la corte, amigo suyo, le ofreció conseguirle una audiencia, con la condición de despojarse del hábito religioso y vestirse ricamente. No consintió, por parecerle desvirtuar su testimonio de pobreza evangélica. Quería presentarse con su hábito de misionero católico, decidido a reivindicar el cumplimiento de un derecho fundamental del hombre. Tuvo, pues, la simplicidad de apoyarse en la bondad de la causa esperando que ésta triunfase sobre los impedimentos del ceremonial de la corte. Un día, a primeras horas de la mañana, se dirigió al palacio del sultán y logró introducirse hasta la antecámara; cuando los guardianes del cuerpo lo sorprendieron a punto de entrar en la cámara misma del sultán, le echaron mano y lo arrestaron: el padre José fue condenado, por la vía rápida, al suplicio cruel de los garfios. Fue colgado de la horca, con un gancho cosiendo los tendones de la mano derecha, y otro, enmarcado en el palo vertical, clavado al pie derecho. Torturado en posición tan atroz, debía esperar a la muerte, única liberadora, en lenta y convulsiva agonía, abrazado por la sed, agitado por convulsiones tetánicas. Durante tres días, por lo menos, estuvo suspendido en aquel suplicio brutal, provocado por los genízaros de guardia que le insultaban y quemaban sarmientos húmedos bajo la horca, al punto de sofocarlo con el humo. La tarde del tercer día estaba para caer, y los soldados se retiraron seguros de que a la mañana siguiente lo encontrarían muerto.

 

Sin embargo, el Señor había dispuesto otra cosa y lo libro. En la inconsciencia de la agonía, el santo entrevió junto a sí a un joven que, desatándolo delicadamente de la horca, le curó las heridas y lo reconforto con pan y vino. La vida afluyó al instante a sus miembros martirizados, y José logró ponerse en pie con la fuerza de siempre. El misterioso liberador, mirándole con ternura, le dijo: «Vuelve inmediantamente a Italia y sigue predicando allí el evangelio; aquí ha terminado tu misión».

 

Los testigos de los procesos afirman que fue un ángel del Señor el que lo libro, y se les puede dar fe, sobre todo, si se tiene en cuenta la curación, total e inmediata, después de un suplicio de tal género. La iconografía del santo se adueño de esta interpretación, difundiendo por doquier el cuadro intensamente expresivo del prodigio.

 

Boberio, por su parte, refiere que fue el embajador de Venecia quien intervino en su liberación; él habría conseguido secretamente, por medio de la sultana Baffo, de ascendencia veneciana, que sele conmutara la pena de muerte por el exilio de Constantinopla.

 

Las dos versiones no son, quizás, tan contrastante como parecen a primera vista, sino más bien complementarias en dos planos distintos -curación y liberación-, en que debieron desarrollarse los acontecimientos. Como confirmación de ambos planos se da el hecho de que el santo se restableció de tal manera que pudo dejar inmediatamente Turquía y regresar a Italia. Llegado a Roma, se presentó al papa Sixto V con el obispo griego convertido, le informó con amplitud sobre la misión de Constantinopla y, al fin, le pidió poder reemprender su antigua labor apostólica.

 

Predicación itinerante

 

Su primera residencia, a su retorno a Italia, fue Asís, en Las Cárceles, cuna de su vida religiosa. Era otoño de 1589. Aquel año, el obispo había pedido un capuchino para predicar el adviento en la catedral: el superior destinó al padre José. Su predicación tuvo un éxito extraordinario, en parte porque se le consideraba casi como un mártir de la fe. El superior habría deseado que continuara predicando en la ciudad, lo que habría redundado en prestigio para la Orden; pero el santo rogó ser destinado a proclamar la palabra de Dios en las aldeillas y pueblecitos disperdigados por la campiña y por los montes. Se le dio este gusto. Era un privilegio que cuadraba muy bien a un seguidor del Poverello de Asís.

 

En un breve perfil biográfico no es posible seguirle en esta tarea que duró hasta la muerte teniendo como escenario la zona de los apeninos de Italia central. Recogemos algunos testimonios, transmitidos por los procesos, que presentan como «flashes» de su vida trashumante como predicador itinerante. No solamente predicaba en las iglesias, sino incluso al descampado, en los corrales de los granjeros, entre los bosques y sobre los montes dondequiera conseguía reunir campesinos y pastores. No miraba sacrificios o dificultades; frecuentemente, para ganar tiempo, dejaba los senderos trillados y se enfilaba hacia arriba por el espinazo de las montañas. Un testigo ocular recuerda que, «donde no podía con los pies, subía a gatas con rodillas y manos... y, muchas veces, le ocurría dormir en cuadras y chozas, donde entraba la nieve por varios costados». Los cohermanos, que alternaban en acompañarlo en aquellos viajes, le endosaron el apodo de «el predicador de los espinos», que incluía toda una serie de aventuras y de sacrificios; también lo llamaron «matacompañeros», dada la imposibilidad de soportar, como él, las fatigas de un apostolado tan singular.

 

«Marcha con gusto a todo lugar -subrayan los testimonios procesales– y, en especial, a los sitios escabrosos y pobres y viles y donde no querían ir los otros; y, a veces, para ir de uno a otro, a un humilde lugar, no temía pasar aguas, torrentes y ríos». La gente le miraba edificada «caminar por selvas y cumbres de montes ariscos a pie desnudo y llevando las sandalias al cinto».

 

Fray Tadeo de Amatrice, compañero en un tiempo del padre José, cuenta sobre el modo de organizar la predicación: «Muchas veces, y sobre todo en las fiestas, después de haber predicado en el lugar, iba a predicar a otros castillos y lugares circunvecinos, a los que mandaba por delante a un enviado a anunciar la predicación y a pedir se estuviera preparado para no entretenerse, y así poder predicar apenas llegado, y poder después marchar a otros sitios; y mientras recorrían aquellas aldeas, el padre José no quería entrar en casa de nadie, aunque fuese invitado, sino que volvían a comer a casa o si no, si llevaba yo un poco de pan, lo comíamos junto a cualquier acequia de agua».

 

El podría permitirse este método, porque estaba seguro de tener siempre auditorio. Fuera la que fuera la hora de su llegada a un pueblo, bastaba una señal de campana, signo de su presencia, y todos abandonaban toda otra ocupación para correr a escucharlo. Oigamos una declaración tomada del vivo: «El santo había recibido de Dios la gracia particular de que en la hora que predicaba y en los mayores quehaceres de los campesinos y de aquellos que rehuían de ordinario la predicación, cuando oían que quería predicar el padre José, dejaban la semilla en tierra a discreción de los pájaros, dejaban buey y arado y corrían a oír la predicación. Con mucha frecuencia pasaba que, habiendo predicado en un pueblo le seguían

de aquél hasta el otro por la devoción que le tenían».

 

Todos los lugares y todas las ocasiones eran buenas para ejercitar su labor pastoral. En la línea del concilio de Trento consagraba tiempo y energías a enseñar el catecismo. Encontrándose, en sus correrías apostólicas, con pobres aldeanos «con extraordinaria afabilidad y familiaridad conversaba con ellos, y a muchos que eran absolutamente ignorantes y que apenas sabían hacer la señal de la cruz, les enseñaba y les instruía en el amor de Dios y a odiar el pecado. Muchas veces subía a montañas inaccesibles en busca de pastores, a los que enseñaba los diez mandamientos, a huir del pecado, y a pensar en la muerte varias veces al día... En determinados momentos y sitios solía entrar en las casas, y donde encontraba niños y otros que ignoraban el Padrenuestro y el Avemaría y los diez mandamientos, los conducía a la iglesia y les enseñaba la doctrina cristiana. Otras veces iba por las calles sonando una campanilla y exhortando a padres y madres a mandar a sus hijos a la doctrina cristiana».




 

Evangelio para los pobres

 

El Espíritu del Señor estaba sobre él y lo empujaba con fuerza irresistible a llevar el evangelio a los pobres. La opción de los pobres, como destinatarios privilegiados de su servicio evangelizador, tenía como único móvil el amor de Cristo. Prueba evidente de ello es su predicación, enmarcada totalmente en la sagrada Escritura y en la enseñanza de la Iglesia.

 

He aquí, a guisa de ejemplo, el trozo de un discurso suyo contra los usureros: «Cristo tiene hambre todavía hoy, almas benditas, porque sus pobres sufren hambre y sed, se mueren de frio... Cristo se muere de hambre y no queréis entenderlo. Cristo está necesitado y vosotros no queréis acogerlo. Oh crueldad que no merece perdón... ¡Oh enemigos de Dios, oh bebedores de la sangre de los pobrecillos, oh secuaces del demonio!».

 

En sus confrontaciones con los ricos, cerrados en su egoísmo, se hacía eco de las invectivas bíblicas y de las afirmaciones más valientes de los Padres de la Iglesia: «Hay que tener por ladrón al que pone a buen recaudo las cosas superfluas. ¡Cuántos hay entre vosotros que tienen sus casas llenas de vestidos y prefieren dejarlos pudrir antes que darlos a los pobres! ¡Ah, que sois sisadores y ladrones!

 

Con términos que tomaba de los profetas y de los salmos, apostrofaba así a los jueces injustos: j«Ay de vosotros, jueces, si os dejáis corromper por el dinero y pronunciáis sentencias venales! ¡Ay de vosotros si exigis sobre todo a los pobres, una compensación mayor que la que os es debida! ¡Ay de vosotros si, por favorecer a un rico que os compra, pronunciáis sentencias en daño del pobre, que tiene la razón y no puede hacerla valer sólo porque no tiene dinero que daros!».

 

Ya no se limitaba a las solas denuncias verbales; ante las injusticias sociales procuraba remedio promoviendo, en la línea de los grandes predicadores franciscanos del siglo XV, obras que ayudarán a los pobres, como Montes de Piedad o graneros.

 

La situación, exasperada por los acaparadores de toda ralea, le era conocida por experiencia directa, como se deduce de este vivaz comentario al pasaje evangélico «Los zorros tienen sus guaridas y los pájaros del aire su nido, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reposar la cabeza». Aplicando el texto inspirado a la vida real se preguntaba: «¿En nuestra sociedad, quién y qué cosa es representada por estos zorros? Los zorros -explicaba- son las astucias que usas para atar ora a este pobrecillo ora a aquel otro, poniéndole trampa, haciéndole subscribir un contrato o escritura a la fuerza, ocultando el grano y el vino y el aceite, esperando que valga más, dando a los pobrecitos un grano malo y reclamando el bueno, dando el que vale diez reclamando en la recolección aquel que vale veinte, vendiendo el malo por y como bueno...».

 

Entresacamos de las declaraciones en los procesos: «Donde predicaba tenía la costumbre de pasar mendigando grano para erigir Montes de Piedad para los pobres... Y aunque consiguiese poco..., sencillamente con aquel poco iniciaba el Monte... y con tan débiles comienzos surgieron Montes ricos que proveían a todas las insuficiencias de Campotosto, Massa de Todi, a las Grutas de Espoleto y otros lugares, donde instituyó Montes de Piedad».

 

Hoy nosotros no podemos entender qué significaba un depósito a disposición de los pobres en un lugarejo de Las Marcas, de Umbría y de Abruzzo en el tardío siglo XVI. Para ellos, entonces, era la salvación del hambre. La lista del citado testigo está bien lejos de ser completa. El santo creó además Montes de Piedad o graneros en Giano, Otricoli, Villa de Pietra, Norcia y en otros sitios. El primero fue el de Massa de Todi, creado particularmente «para servicio de las mujeres pobres». Los testimonios refieren: «El en persona, con otros, fue buscando por el contorno y no faltaron quienes le dieron collares, corales, pendientes, anillos, dinero, grano, harina, tela y otras cosas con cuyo precio hizo comprar tanto grano para prestarlo a las mujeres pobres. El hizo encomendar su gobierno a las mujeres, a fin de que en sus necesidades pudieran recurrir con confianza a dicho Monte de Piedad».

 

Nótese su delicadeza al querer confiar a las mujeres la dirección de la obra.

 

El santo precedía con el ejemplo y pagaba en propia carne: quitarse el pan de la boca para saciar a un mendigo, dar el propio manto o descoser un trozo de hábito para calentar al que tenía frío, curar enfermos, leprosos, apestados eran gestos que repetía cada vez que se presentaba la oportunidad y siempre con una conmovedora generosidad. Convencido de verdad de que Cristo estaba en los hermanos necesitados pidiendo ser ayudado, se empeñó en cuerpo y alma en salir a su encuentro, creando obras y promoviendo iniciativas que dieran estabilidad a las ayudas a los pobres.

 

De este modo, se preocupó de fundar hospitales y hospicios: alojamientos modestos, que urgían en aquel tiempo para acoger peregrinos, enfermos y sin techo. Con la lógica de su fe les llamaba «Casas de Dios». Estas no faltaban en los centros importantes; pero en las pequeñas comarcas, donde la necesisad era aún mayor, escaseaban en absoluto. El santo los creó en Castello de Norcia, Giano, Otricoli, Castel S. Maria, Sannuchero, Macenano, Schiaggino. Con idéntica intención, el 1 de mayo de 1610 escribió una carta a Ranuccio I Farnese para que en su territorio, en Borghetto, hiciese levantar un hospital, que era «muy útil y necesario para tantos pobres que pasan por ahí».

 

Su caridad no conocía límites: entraba en las cárceles, visitaba y ayudaba de todas las maneras a los detenidos, asistía a los condenados a muerte y, en tiempo de epidemias, no vacilaba en cargarse a la espalda los cadáveres para llevarlos a la sepultura.

 

Se prodigó además, sin ahorrarse molestias y exponiendo incluso la vida, en pacificar familias y partes en discordia. Viajando un día de Leonessa a Montereale, se encontró con dos pandillas de bandidos que se peleaban a mano armada. Con increíble audacia se lanzó en medio de la refriega y, con el crucifijo alzado, rogó y conjuró tanto que desistieron en la lucha, se pusieron de acuerdo y prometieron cambiar de vida.

 

Dos aldeas de la vía Salaria, Borbona y Posta, hacía tiempo que estaban enfrentadas por cuestiones de límites, y nadie había conseguido nunca ponerlas de acuerdo. El padre José se dirigió a predicar en ambos lugares y tuvo la alegría de hacer firmar una paz duradera.

 

El sobrino, padre Francisco de Leonessa, testificó en los procesos: «Donde sabía de riñas y odios, andaba inmediatamente con la esperanza que abrigaba de reducirlos a paz; no atendía a tiempos, ni a nieve ni a sitios impracticables, pues para hacer esto, más de una vez se le rompieron las uñas de los pies, como le ocurrió en Leonessa, en Montereale y en Amatrice».

 

Al encuentro del Señor

 

Sacaba inspiración y fuerza para estas obras múltiples de caridad del sacramento del amor. Según una característica de los predicadores capuchinos, organizaba las Cuarentas horas llevando la devoción a la eucaristía a reflejarse en desaparecer enemistades, promover alianzas, fundar Montes alimentarios y abrir hospicios para los pobres.

 

Su fe era operante, vivida en una intimidad continua con el Señor presente en el tabernáculo. Un día un religioso le preguntó: ¿Padre, por que vas tantas veces a la iglesia? A lo que le contestó: «Voy a nuestro jefe para ver lo que hace y por si necesita algo, rogándole al mismo tiempo por mí y por los demás. Pues si los cortesanos de los príncipes están día y noche a sus puertas dispuestos siempre a ejecutar los deseos de sus señores, cuánto más debemos nosotros, hijos y siervos suyos y también ministros, estar presentes ante él para agradecerle tantos beneficios y gracias que nos hace y rogar por todos, dado que nosotros debemos ser los intermediarios entre Dios y el hombre. Con estas visitas, además, se obtienen muchas gracias».

 

La Eucaristía, memorial de la pasión, lo llevaba a la cruz. Recogemos una oración suya que expresa y manifiesta su tensión espiritual hacia Cristo crucificado: «¡Oh Cruz santísima! Transformanos todo en ti. Las raíces se prodigan a los pies, las ramas a los brazos y la cumbre a la cabeza. Y porque nosotros todos somos cruces, clava nuestros pies para que estemos siempre junto a ti, ata nuestras manos para que no hagamos sino lo que tú quieras, ábrenos el costado e hiérenos el pecho llenando nuestro corazón de tu amor; haz que nuestros ojos no vean a nadie más que a ti, que nuestros oídos sólo a ti te oigan y nuestro olfato solamente a ti te huela. ¡Oh Cruz! reposa ahora en nosotros como antes reposaste en Cristo. Haz que tengamos sed de ti como Cristo tuvo sed de nosotros. Humildemente nos acogemos a aquél que pendió de ti y en ti se acogió al Padre eterno. ¡Oh Cruz dulce! ¡Oh Cruz amablel: sed ahora nuestra defensa y también nuestro descanso».

 

Su itinerario religioso lo había iniciado sobre el propuesto ideal de la perfecta alegría según san Francisco. Llegaba a esta meta abrazándose a Jesús crucificado tan estrechamente que transfiguraba el sufrimiento en un victorioso acto de amor. Era éste el secreto de su heroica penitencia: el amor por Cristo, verdadera y única razón de todas sus virtudes. Es él quien incluso nos lo desvela en este pesamiento de transpariencia autobiográfica: «Cuando sufrimos por su amor la enfermedad, la infamia, el calor, el frío, la carencia de alimentos y vestidos y toda clase de tormentos, incluida la muerte, por ello se nos dan las verdaderas señales del auténtico amor; y quienes pacientemente las soportan y sufren realmente lo aman de corazón y lo llevan esculpido en las entrañas de su pecho».

 

José de Leonessa amaba de corazón y llevaba «esculpido en las entrañas de su pecho» a Cristo crucificado, portando, además, sus estigmas en su martirizada carne debido a las desmedidas fatigas empleadas en su apostolado.

 

Cuando la enfermedad es ya incurable, pide lo lleven a Leonessa para saludar a sus parientes y amigos. Fue un tierno y conmovedor rasgo de su humanidad. A los familiares más íntimos les dice llorando: «Hasta vernos en el cielo, porque esta será la última vez que os vea en la tierra». Alejándose de su ciudad natal, subido a una pequeña colina desde donde podía abrazarla con su mirada, sacando el crucifijo del pecho y alzándolo con la derecha, la bendijo con gran afecto diciendo: «¡Oh Leonessa, en donde yo he nacido y en donde he sido educado! Es esta la última vez que te veré. Te bendigo, patria mía... Bendigo, asimismo, a todos sus habitantes presentes y ausentes, como también a los que han de venir, a los animales y a sus tierras». Llevado a Amatrice, por sugerencia de los médicos, se presentó al superior, que lo era su sobrino padre Francisco de Leonessa, y de rodillas le manifiesta: «Padre guardián, yo he rogado a Dios bendito pidiéndole muchas veces que si le correspondía a usted morir antes que yo, me permitiese estar presente en su muerte, y, si al contrario, fuera yo quien primero muriese, no faltara vuestra reverencia en este momento. Me ha tocado a mí, por lo cual en vuestras manos pongo mi alma».

 

El padre José, está maduro ya para el cielo, y el Señor quien le viene a su encuentro en el lecho de su muerte. Debió presentirlo claramente y, como eco de una voz que interiormente se las susurraba, repetía las palabras de Jesús en el Apocalipsis: «Amén, ven Señor Jesús. Si, yo vengo pronto».

 

Oyendo el sonido de la campana que tocaba a fiesta, pues era la hora de la recitación de las Víspera del sábado, exclama: «Hoy es sábado, día dedicado a la Virgen, lo que también nos recuerda a nuestro padre san Francisco. Yo, con gusto, moriría también hoy». Comenzó a recitar con un hermano el Oficio divino, pero agravándose en su mal se vio imposibilitado de continuar y grito: «Santa María, socorre a los necesitados). Finalmente ---cuenta su sobrino el padre Francisco de Leonessa, que se encontraba a su cabecera«elevándose algo con su cuerpo hacia el cielo, daba señales de hacer actos amorosos y unitivos con Dios; y, como si se dispusiera a dormir dulcemente, con tranquilísima quietud y con suma suavidad salió de esta vida para marcharse a Dios».

 

Era el 4 de febrero de 1612; había cumplido hacía poco 56 años.

 

JOSE DE LEONESSA

 

113

 

José de Leonessa fue beatificado por Clemente XII el 1737 y

canonizado por Benedicto XIV el 1746.

 

NOTA BIBLIOGRAFICA

 

Para la biografía, véase: Auctores qui de S. Iosepho a Leonissa scripserunt, in Anal. O.F.M.Cap. 30 (1914) 331-333; Lexicon capuccinum,

Romae 1951, col. 865-867; Collectanea Franciscana. Bibliographia Franciscana, 1931-1970. Index. Curavit Cl. van de Laar, Roma [1972), 324s.

 

FUENTE HISTORICA-JURIDICAS: los actos de los procesos ordinario y apostólicos están en Roma, Arch. Postulationis Generalis O.F.M.Cap. AS. 3;

Spoletana beatificationis et canonizationis ven. servi Dei Fr. Iosephi a Leonissa... Positio, Romae 1693; Acta et decreta causarum beatificationis et

canonizationis O.F.M.Cap., cura et studio Silvini a Nadro, Roma 1964,

927-972; G. Chiaretti, Archivio Leonessano. Documenti riguardanti la vita

e il culto di san Giuseppe da Leonessa, Roma 1965.

 

PRINCIPALES BIOGRAFIAS: G. B. Manzini, Historia della vita, morte e azioni illustri di F. Giuseppe da Leonessa capuccino, Bologna 1647; A. M.

de’Rossi da Voltaggio, Vita del Ven. Servo di Dio Giuseppe da Leonesa...

Genova 1695; Giuseppe da Cannobio, Vita del beato Giuseppe da Leonessa..., Milano 1737; Gaetano Maria da Bergamo, Vita dei due santi Fedele

da Sigmaringa, Protomartire della sacra congregazione de propaganda Fide, e Giuseppe da Leonessa, confessore..., Monza 1845; Ilario da Teano,

San Giuseppe da Leonessa, Torino 1935; Giammaria da Spirano, Dio lo

mandò tra i poveri... Vita di S. Giuseppe da Leonessa, Norcia 1968.

 

ESTUDIOS BIOGRAFICOS: Bonaventura da Mehr, Inventario dei manoscritti

di S. Giuseppe da Leonessa esistenti nell'archivio della Postulazione Generale dell'Ordine dei Frati Minori Cappuccini, in Coll. Franc. 18 (1948)

259-272; Francesco da Vicenza, Date memorande della vita di S. Giuseppe

da Leonessa, in Italia Franc. 28 (1953) 246-249; Wenceslas de Saint-Gildasde-Rhuys, La mission de saint Joseph de Léonisse à Constantinople, Blois

[1956].

 

 



[1] Conferencia Ibérica de Capuchinos, 1993 El Señor me dio hermanos; Biografías de santos, beatos y venerables capuchinos. Tomo I. Sevilla. El Adalid Seráfico, S. A. 1993. Pp 95-113.

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