LECTIO DIVINA 8º DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO C

LECTIO DIVINA 8º DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO C

Eclesiástico (Sirácide): 27, 5-8. corintios: 15, 54-58. Lucas: 6, 39-45

Señor Dios nuestro, dame una mirada limpia y misericordiosa.



 

PRIMERA LECTURA

No alabes a nadie antes de que hable.

Del libro del Eclesiástico (Sirácide): 27, 5-8

 

Al agitar el cernidor, aparecen las basuras; en la discusión aparecen los defectos del hombre. En el horno se prueba la vasija del alfarero; la prueba del hombre está en su razonamiento. El fruto muestra cómo ha sido el cultivo de un árbol; la palabra muestra la mentalidad del hombre. 

Nunca alabes a nadie antes de que hable, porque esa es la prueba del hombre. 

 

Palabra de Dios. 

R./ Te alabamos, Señor.

 

El texto del libro del Eclesiástico o Sirácida, rico en sabiduría humana, nos ayuda a reflexionar sobre el modo de conocer a los hombres y el modo de evaluar sus comportamientos y su conducta de vida, sin excluir el conocimiento de nosotros mismos. El hombre manifiesta, en efecto, su verdadera identidad a través de su acción y su palabra. Este pasaje bíblico, de estilo gnómico, nos ofrece así criterios muy válidos sobre este punto a través de imágenes simbólicas cargadas de significado: la de la criba, la del horno y la del árbol frutal. 

Como la criba separa el grano de la cascarilla, así la bondad y la maldad de los hombres se manifiestan en sus reflexiones y en sus palabras. Del mismo modo que las imperfecciones y escorias se pueden controlar en el momento en que se elaboran en el horno, así las intenciones secretas y las pasiones humanas se revelan en la discusión apasionada. Por último, así como la calidad del árbol se reconoce en sus frutos, también los pensamientos escondidos y las orientaciones vitales del hombre salen a la luz por las palabras y las acciones. 

En conclusión, para conocer bien al hombre es menester evaluar primero su modo de hablar, su modo de pensar y su modo de obrar, sin excluir nunca una justa dosis de prudencia, porque la vida íntima y secreta de cada uno sólo Dios la conoce perfectamente.

 

SEGUNDA LECTURA

Nos ha dado la victoria por nuestro Señor Jesucristo.

De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios: 15, 54-58

 

Hermanos: Cuando nuestro ser corruptible y mortal se revista de incorruptibilidad e inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: La muerte ha sido aniquilada por la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado y la fuerza del pecado es la ley. Gracias a Dios, que nos ha dado la victoria por nuestro Señor Jesucristo. 

Así pues, hermanos míos muy amados, estén firmes y permanezcan constantes, trabajando siempre con fervor en la obra de Cristo, puesto que ustedes saben que sus fatigas no quedarán sin recompensa por parte del Señor. 

 

Palabra de Dios. 

R./ Te alabamos, Señor. 

 

Tras haber ahondado con distintos argumentos en el tema de la resurrección de Cristo y en el de nuestra resurrección, Pablo nos lleva al centro de su reflexión: la victoria de Cristo sobre la muerte y sobre el pecado. Sabemos que Jesús ya ha resucitado, pero todavía está en lucha con el pecado del mundo y con la muerte. Con todo, es cierto que, al final, las potencias del mal y de la muerte serán derrotadas y Cristo podrá entregar así su reino al Padre. La que nos presenta aquí es una visión de gran esperanza, que implica a cada creyente particular y a toda la Iglesia. A saber: Cristo resucitado, en su triunfo sobre la muerte, no ha querido permanecer solo, sino que ha compartido su «secreto» con la Iglesia, invitándola a vencer  en solidaridad con toda la humanidad- el mal en todas sus formas: el odio, el miedo y la muerte. 

Por eso exhorta el apóstol a todos los creyentes con estas palabras: «Manteneos firmes e inconmovibles; trabajad sin descanso en la obra del Señor» (v. 58), porque está plenamente convencido de que ninguna fatiga humana en este campo es vana, y la esperanza de la resurrección es un punto de apoyo de nuestra fe cristiana. La lucha que el cristiano debe entablar con el mal podrá traer consigo a veces pérdidas dolorosas, pero la certeza de la victoria final sobre la muerte y sobre el pecado es, para nosotros, una realidad cierta y anticipada ya ahora en la persona de Cristo.

 

EVANGELIO

La boca habla de lo que está lleno el corazón.

Del santo Evangelio según san Lucas: 6, 39-45

 

En aquel tiempo, Jesús propuso a sus discípulos este ejemplo: "¿Puede acaso un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en un hoyo? El discípulo no es superior a su maestro; pero cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. 

¿Por qué ves la paja en el ojo de tu hermano y no la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo te atreves a decirle a tu hermano: 'Déjame quitarte la paja que llevas en el ojo', si no adviertes la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Saca primero la viga que llevas en tu ojo y entonces podrás ver, para sacar la paja del ojo de tu hermano. 

No hay árbol bueno que produzca frutos malos, ni árbol malo que produzca frutos buenos. Cada árbol se conoce por sus frutos. No se recogen higos de las zarzas, ni se cortan uvas de los espinos. 

El hombre bueno dice cosas buenas, porque el bien está en su corazón; y el hombre malo dice cosas malas, porque el mal está en su corazón, pues la boca habla de lo que está lleno el corazón". 

 

Palabra del Señor. 

R./ Gloria a ti, Señor Jesús.

 

El texto evangélico saca a la luz, y lo hace con parábolas, la conducta de quienes se ponen como guías de sus propios hermanos. La enseñanza de Jesús emplea fuertes contrastes y se dirige a sus oyentes para ponerles en guardia contra el peligro de la presunción que conduce a la ruina, precisamente a ejemplo de los fariseos, que, en materia de presunción, no tenían rivales. 

Jesús dirige estas palabras a los discípulos: se trata de una parábola –escribe Lucas- que, ciertamente, no tiene necesidad de explicaciones, porque desmantela de modo claro una posible actitud interior en quien ejerce un ministerio de guía respecto a sus hermanos. A contraluz emerge una apremiante invitación de Jesús a la humildad, a la verdadera humildad, gracias a la cual los que son guías no se ponen a juzgar a sus hermanos, sino que, a lo sumo, se exponen de manera voluntaria a la corrección fraterna recíproca. 

Del discurso parabólico pasa Jesús, de una manera gradual, a otro orientado más bien a la proposición: «El discípulo no es más que su maestro», y a otro provocador: «Cómo es que ves la mota en el ojo de tu hermano... cómo puedes decir a tu hermano... Hipócrita» (vv. 41ss), iluminado, finalmente, por el contraste entre el «árbol bueno» y el «árbol malo» (v. 43).  

La intención de Jesús es suscitar actitudes de vida comunitaria en aquellos a quienes confía su Evangelio, esto es, su propuesta de vida nueva. No se da una verdadera espiritualidad cristiana más que a través de la práctica de los mandamientos y, más aún, a través de la adhesión total a la novedad evangélica. La enseñanza de Jesús se dirige, por consiguiente, del corazón a los hechos exteriores, y de éstos a lo íntimo del corazón, es decir, que la conducta exterior debe coincidir con la intención interior, que procede de un corazón renovado y bueno.

 

MEDITATIO

 

La comparación del árbol y sus frutos es un hilo conductor que atraviesa las lecturas de hoy, incluido el salmo responsorial. Está presente también muchas otras veces en la Biblia, empezando por el árbol de la vida y de la muerte (Gn 2,16ss; 3,1-24). En realidad, en ellas es el corazón del hombre el que transforma el árbol «del conocimiento del bien y del mal», que de por sí es fuente de vida, en un árbol de muerte. En el evangelio de hoy Jesús enlaza ambos temas, a fin de hacernos entender que sólo quien tiene un corazón bueno puede ser el árbol bueno que produce frutos buenos. 

Es notable la insistencia de Jesús en la necesidad de apuntar a la interioridad del hombre, o sea, a su corazón, y superar la mera exterioridad, típica de los fariseos, que él denuncia con frecuencia (Mt 5,20; 12,2-7; 15,1-20; 23,2-8; etc.). Es, efectivamente, en el corazón, entendido en sentido bíblico, donde se engendran, según Jesús, las decisiones más profundas del hombre, esas que determinan la orientación radical de la vida. Si esta orientación está profundamente arraigada en Dios y en su Palabra, no puede producir más que frutos buenos. El corazón se convierte así en la fuente de la que brotan las actitudes, las palabras y las acciones verdaderamente «buenas». San Agustín había comprendido bien esta orientación evangélica cuando escribió: «Ama y haz lo que quieras». De un corazón que ama en serio, es decir, que quiere verdaderamente el bien, no puede brotar, efectivamente, más que el bien.

«Allí donde está tu tesoro, allí está también tu corazón», gritó Jesús a los cuatro vientos en su sermón del monte (Mt 6,21). Su corazón estaba ciertamente en Dios y en su magno proyecto de amor en favor de los hombres. Por eso fue Jesús el árbol bueno por excelencia, el que produjo los mejores frutos de vida para sí y para toda la humanidad. Hemos de preguntarnos si también nuestro corazón está donde el suyo y no en otra parte, en las mil cosas exteriores de la vida. Si hacemos nuestro su mismo tesoro, nuestra fatiga, a buen seguro, no será vana, según el deseo de Pablo (1 Cor 15,58), porque produciremos los mismos frutos que él produjo.

 

ORATIO

Me gustaría, Señor Jesús, tener un corazón como el tuyo, lleno por completo de tu Evangelio. Me gustaría que lo que te fascinó hasta polarizar todas tus energías y todo tu ser también me fascinara a mí. Quisiera ser como el hombre del que habla la parábola, que, tras descubrir un tesoro en el campo mientras araba, por la alegría que le produjo vendió todo lo que tenía y compró aquel campo (Mt 13,44ss). 

Por desgracia, mi corazón se siente atraído con frecuencia por mil otras cosas que le seducen y le engañan. A veces se pierde y acaba por vaciarse. O bien se aferra a las vacías cosas exteriores del mundo de las apariencias. Sus frutos son entonces amargos con la amargura de la muerte. 

Como David después de su extravío, también yo te suplico hoy: «Crea en mí, Señor, un corazón puro» (Sal 50,12). Si se vuelve puro, indiviso, sólidamente anclado en ti y en tu Evangelio, también yo seré un árbol bueno que dará buenos frutos.

 

CONTEMPLATIO

 

Como podemos constatar, Jesús no prohíbe juzgar en un sentido absoluto: lo que nos ordena, más bien, es que quitemos antes la viga de nuestro ojo para corregir después los errores de nuestro hermano. Es evidente, en efecto, que cada uno de nosotros conoce mejor las condiciones en que él se encuentra que las de los otros; es cierto, además, que cada uno de nosotros ve mejor las cosas más grandes que las más pequeñas y se ama más a sí mismo que al otro. Si por solicitud haces esto, ten cuidado primero de ti mismo, allí donde es más visible y más grande el pecado. Si, en cambio, te olvidas de ti mismo, es evidente que juzgas a tu hermano no tanto porque te lo tomas a pecho, sino porque sientes aversión hacia él y quieres deshonrarlo. No sólo no quitas la viga que hay en tu ojo, sino que ni siquiera consigues verla, mientras que no sólo ves la mota en el ojo de tu hermano, sino que la examinas y pretendes quitársela. 

En suma, el Señor nos ordena con este precepto que quien esté cargado de culpas no debe erigirse en juez severo de los otros, sobre todo cuando las culpas de éstos son desdeñables. No es que prohíba de una manera genérica juzgar y corregir, sino que nos prohíbe descuidar nuestras culpas y pasarlas por alto para acusar con rigor a los otros. Obrar así sólo puede aumentar nuestra maldad, haciéndonos doblemente culpables. 

Quien, por hábito, olvida sus propias culpas, aun cuando sean grandes, y se preocupa, en cambio, de buscar y criticar con aspereza las de los otros, aunque sean pequeñas y leves, se perjudica de dos modos: en primer lugar, porque descuida y minimiza sus propios pecados; a continuación, porque atrae enemistad y odio sobre todos con sus juicios insolentes, y cada día se vuelve más inhumano y cruel (Juan Crisóstomo, Homilías sobre el evangelio de Mateo XXIII, 2, passim).

 

ACTIO

 

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

 

«Perdónanos nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt 6,12).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

El Señor es luz, y esto será para nosotros un medio incomparable para un encuentro más íntimo con él. Una cosa es segura, y es ue el amor de Dios somete nuestro corazón a dura prueba. Para que nuestro corazón se vuelva capaz de este amor, es necesario que Cristo lo convierta de manera incesante. Durante esa conversión, que tal vez dure hasta el final de nuestra vida, deberemos sufrir unas veces por mezquindades, otras por parcialidad, otras por errores de nuestro amor. 

Y tierno es el corazón capaz de misericordia con todos los hombres, incluidos también nosotros. La ternura «bautizada» sigue siendo ternura y se convierte en misericordia. Jesús es totalmente esta ternura; es la ternura con todo lo bueno, por ser creación de Dios; pero, al mismo tiempo, es misericordia, a saber: un corazón que conoce la miseria de los esplendores creados..., enfermos de pecado, devastados por el mal. Es menester que nunca tengamos que reprocharnos a nosotros mismos una firmeza que no esté «redoblada» por un verdadero calor del corazón y por una caridad exigente. Amémonos los unos a los otros en nuestra pobreza, dentro de nuestros límites: éstos son el signo visible de las misericordias de Dios con nosotros. Ésta es la fe en espíritu y en verdad. Pensemos que todos nosotros somos pobres y que el Señor ama a los pobres, y que nosotros le amamos precisamente a él en los pobres. Esta sensación interior de nuestra miseria y de la misericordia omnipotente, para ser verdadera, debe ir acompañada de nuestra disposición exterior de personas que han sido ampliamente perdonadas y a las que, un día u otro, se les ha pedido que perdonen ellas un poquito. Se trata de asumir ante los otros la actitud que asumimos ante Dios. Y eso simplemente porque no somos otra cosa entre nosotros más que pecadores entre otros pecadores, hombres y mujeres perdonados en medio de otros hombres y mujeres perdonados (M. Delbrêl, Indivisibile amore, Casale Monf. 1994, pp. 100-102, passim). 

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