LECTIO DIVINA 5º DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO C

 LECTIO DIVINA 5º DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO C

Isaías: 6, 1-2. 3-8. I corintios: 15,1-11. Lucas: 5, 1-11

DEJÁNDOLO TODO LO SIGUIERON

 


LECTIO

 

PRIMERA LECTURA

Aquí estoy, Señor, envíame.

Del libro del profeta Isaías: 6, 1-2. 3-8

 

El año de la muerte del rey Ozías, vi al Señor, sentado sobre un trono muy alto y magnífico. La orla de su manto llenaba el templo. Había dos serafines junto a él, con seis alas cada uno, que se gritaban el uno al otro: "Santo, santo, santo es el Señor, Dios de los ejércitos; su gloria llena toda la tierra". 

Temblaban las puertas al clamor de su voz y el templo se llenaba de humo. Entonces exclamé: "¡Ay de mí!, estoy perdido, porque soy un hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, porque he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos".

Después voló hacia mí uno de los serafines. Llevaba en la mano una brasa, que había tomado del altar con unas tenazas. Con la brasa me tocó la boca, diciéndome: "Mira: Esto ha tocado tus labios. Tu iniquidad ha sido quitada y tus pecados están perdonados". Escuché entonces la voz del Señor que decía: "¿A quién enviaré? ¿Quién irá de parte mía?". Yo le respondí: "Aquí estoy, Señor, envíame". 

 

Palabra de Dios. 

R./ Te alabamos, Señor.

 

El texto nos habla de la vocación de Isaías, ejemplo de la profunda experiencia religiosa del profeta. Fue escrito en torno al año 742 a. de C., que fue el de la muerte de Ozías, fin de un período de prosperidad y autonomía para Israel. El tema de fondo sigue siendo la santidad y la gloria de Dios, que trasciende toda grandeza y poder humanos. El escenario es el templo de Jerusalén, y la descripción nos presenta con rasgos antropomórficos al Señor en el trono, rodeado de serafines. La primera parte (vv. 1-4) nos presenta la teofanía de Dios y su trascendencia con diferentes términos simbólicos y litúrgicos: «Trono alto y excelso», «la orla de su manto llenaba el templo. De pie, junto a él, había serafines con seis alas cada uno. Y se gritaban el uno al otro: “Santo, santo, santo es el Señor todopoderoso"». 

En la segunda parte (vv. 5-8), la visión del profeta describe al hombre frente al trono de la divinidad. Ante la grandeza de Dios nace de improviso en el profeta la conciencia de su indignidad y de su propio pecado. En ese momento, interviene Dios: purifica al hombre y le infunde una nueva vida al tocar sus labios. El Señor se dirige después a la asamblea de los serafines y les consulta sobre el gobierno del mundo (v. 8a). Sin embargo, de una manera indirecta, la voz de Dios interpela y llama a Isaías para que, investido de la gloria y de la santidad de Dios, vaya a profetizar en su nombre. El profeta se declara dispuesto para su misión y responde a la petición que Dios le dirige: «Aquí estoy yo, envíame» (v. 8). Es la plena disponibilidad de quien se deja invadir por un Dios que salva.

 

SEGUNDA LECTURA

Esto es lo que hemos predicado y lo que ustedes han creído.

De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios: 15,1-11

 

Hermanos: Les recuerdo el Evangelio que yo les prediqué y que ustedes aceptaron y en el cual están firmes. Este Evangelio los salvará, si lo cumplen tal y como yo lo prediqué. De otro modo, habrán creído en vano. 

Les transmití, ante todo, lo que yo mismo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, como dicen las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según estaba escrito; que se le apareció a Pedro y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos reunidos, la mayoría de los cuales vive aún y otros ya murieron. Más tarde se le apareció a Santiago y luego a todos los apóstoles. Finalmente, se me apareció también a mí, que soy como un aborto. Porque yo perseguí a la Iglesia de Dios y por eso soy el último de los apóstoles e indigno de llamarme apóstol. Sin embargo, por la gracia de Dios, soy lo que soy, y su gracia no ha sido estéril en mí; al contrario, he trabajado más que todos ellos, aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios, que está conmigo. De cualquier manera, sea yo, sean ellos, esto es lo que nosotros predicamos y esto mismo lo que ustedes han creído. 

 

Palabra de Dios. 

R./Te alabamos, Señor.

 

El texto paulino está motivado por las objeciones de los corintios: la duda sobre la verdad de la resurrección de Cristo, en detrimento no sólo de la integridad de la fe, sino también de la unidad de la misma Iglesia. Pablo responde con argumentos de fe y con el «Credo» que él les ha transmitido. El acontecimiento de la resurrección de Cristo es objeto del testimonio apostólico: son muchos, y todos dignos de fe, los que constataron el sepulcro vacío y vieron resucitado al Señor. Entre ellos estoy también yo -afirma Pablo-, que «por la gracia de Dios soy lo que soy» (v. 10). 

El acontecimiento de la resurrección de Jesús ha entrado también en la predicación apostólica. A partir de ella, los apóstoles no sólo se adhirieron a la novedad de Cristo con todas sus fuerzas, sino que invistieron también con ella su tarea misionera. Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra predicación -afirma todavía Pablo- y nosotros habríamos trabajado en vano. El mismo acontecimiento de la resurrección de Cristo es objeto directo e inmediato de la fe de los primeros cristianos: si Cristo no hubiera resucitado, vana sería también vuestra fe -remacha el apóstol- y todos nosotros seríamos las personas más infelices del mundo. Infelices por haber sido engañadas y decepcionadas. Está claro, por consiguiente, que al servicio de este acontecimiento fundador del cristianismo está no sólo la tradición apostólica, sino también el testimonio de la comunidad creyente у de todo auténtico discípulo de Jesús.

 

EVANGELIO

Dejándolo todo, lo siguieron.

Del santo Evangelio según san Lucas: 5, 1-11

 

En aquel tiempo, Jesús estaba a orillas del lago de Genesaret y la gente se agolpaba en torno suyo para oír la palabra de Dios. Jesús vio dos barcas que estaban junto a la orilla. Los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes. 

Subió Jesús a una de las barcas, la de Simón, le pidió que la alejara un poco de tierra, y sentado en la barca, enseñaba a la multitud. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: "Lleva la barca mar adentro y echen sus redes para pescar". Simón replicó: "Maestro, hemos trabajado toda la noche y no hemos pescado nada; pero, confiado en tu palabra, echaré las redes". Así lo hizo y cogieron tal cantidad de pescados, que las redes se rompían. Entonces hicieron señas a sus compañeros, que estaban en la otra barca, para que vinieran a ayudarlos. Vinieron ellos y llenaron tanto las dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús y le dijo: "¡Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador!". Porque tanto él como sus compañeros estaban llenos de asombro al ver la pesca que habían conseguido.

Lo mismo les pasaba a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Entonces Jesús le dijo a Simón: "No temas; desde ahora serás pescador de hombres". Luego llevaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron. 

 

Palabra del Señor. 

R./ Gloria a ti, Señor Jesús.

 

El evangelista nos presenta la vocación de los discípulos con una simple nota final, después de la enseñanza a las muchedumbres (vv. 1-3) y de una serie de milagros a través de los cuales Jesús manifiesta el poder de Dios en Cafarnaún (4,33-41). Lucas nos recuerda en la vocación de los primeros discípulos, como también hace Marcos, las estructuras esenciales del discipulado -la iniciativa de Cristo y la urgencia de la llamada-, pero subraya sobre todo el desprendimiento y el seguimiento. El abandono debe ser radical por parte del discípulo: «Dejaron todo y lo siguieron» (v. 11), y el seguimiento es consecuencia de una toma de conciencia respecto a Jesús de una manera consciente y libre. 

Con todo, el tema principal del relato no es ni el desprendimiento ni el seguimiento, sino brindarnos unas palabras seguras del Maestro: «Desde ahora serás pescador de hombres» (v. 10). Existe una estrecha relación entre el milagro de la pesca milagrosa y la vocación del discípulo, y esa relación está afirmada en el hecho de que la acción del hombre sin Cristo es estéril, mientras que con Cristo se vuelve fecunda. Es la Palabra de Jesús la que ha llenado las redes y es la misma Palabra la que hace eficaz el trabajo apostólico del discípulo. Éste se siente llamado así, como el apóstol Pedro, a abandonarse con confianza a la Palabra de Jesús, a reconocer su propia situación de pecador y a responder a su invitación obedeciendo incluso cuando un mandato pueda parecerle absurdo o inútil. La respuesta de la fe es así fruto de la acogida de una revelación y de un encuentro personal con el Señor.

 

MEDITATIO

 

Los dos relatos que nos han referido la primera lectura y el evangelio de hoy siguen el esquema bíblico clásico de las llamadas a colaborar con Dios en la salvación del pueblo. En ese esquema está previsto siempre un primer movimiento, «centrípeto», en el que Dios (o Jesús) atrae de una manera irresistible al llamado hacia él, haciéndole pasar por una intensa experiencia religiosa; y, después, viene un segundo movimiento, «centrífugo», en el que el llamado es vuelto a enviar a su pueblo, repleto de fuerza y de valor para obrar en favor del mismo: «¿A quién enviaré?, ¿quién irá por nosotros?» (...) «Vete a decir a este pueblo» (Is 6,8,9), «No temas; desde ahora serás pescador de hombres» (Lc 5,10). 

La llamada de Dios no se dirige a unos de manera exclusiva (sacerdotes, religiosos, religiosas), sino que, como ha confirmado en sus documentos el Concilio Vaticano II, se dirige a todos y cada uno de los bautizados. Cada uno de nosotros está invitado a «trabajar por la salvación de los hermanos, según las hermosas palabras de Pablo que aparecen en el fragmento de la primera Carta a los Corintios que acabamos de leer: «La gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Al contrario, he trabajado más que todos los demás; bueno, no yo, sino la gracia de Dios conmigo» (1 Cor 15,10). 

En consecuencia, deberemos preguntarnos si nuestro «trabajo se encuadra en la visión evangélica de las cosas. Habremos de preguntarnos, entre otras cosas, si es consecuencia de habernos dejado fascinar, como los discípulos y Pedro, por Jesucristo y por su preocupación central. Porque ésa es la raíz de toda auténtica actividad eclesial. El resto puede ser activismo, mera búsqueda de nuestra propia satisfacción e incluso exhibicionismo: un «pescar hombres» no para aquella vida abundante que Jesús ha venido a traernos (Jn 10,10), sino para nosotros mismos, o sea, para la muerte. Sólo volviendo a reavivar con frecuencia el fuego en nuestro contacto con él podremos también nosotros ir a los otros, como Pablo, llevándoles el gran anuncio de la resurrección, que es victoria de la vida sobre la muerte.

 

ORATIO

 

Has querido asociarnos, Señor, a tu espléndida obra de salvación de la humanidad. Has puesto en nuestras manos la red para pescar hombres en el gran mar del mundo. Nos has elegido para la realización de tu ilimitado deseo de vida, de una vida abundante para tus hermanos y hermanas. Te estamos agradecidos por ello, Señor. En tu generosidad nos has hecho un gran don, porque de este modo nos hemos convertido, en cierto modo, en las manos con las que sigues actuando hoy en el mundo. 

Quisiéramos ser fieles en la respuesta a tu llamada. Quisiéramos volver a dejarnos fascinar frecuentemente de nuevo por tu Palabra y por tu invitación, de tal modo que toda nuestra acción esté siempre llena de sentido evangélico. Toca nuestra boca con el carbón ardiente que purifica, como hizo aquel serafín con Isaías, y entonces sólo saldrán de ella palabras de vida para nuestros hermanos. Sostennos constantemente con tu gracia, del mismo modo que sostuviste a Pablo en medio de tantas dificultades. Si lo haces, podremos estar seguros de nuestra fidelidad y de nuestro valor indomable.

 

CONTEMPLATIO

 

Llamar amado al Verbo y proclamarlo «bello» significa atestiguar sin ficción y sin fraude que ama y que es amado, admirar su condescendencia y estar llenos de estupor frente a su gracia. Su belleza es, verdaderamente, su amor, y ese amor es tanto más grande en cuanto previene siempre [...]. 

¡Qué bello eres, Señor Jesús, en presencia de tus ángeles, en forma de Dios, en tu eternidad! ¡Qué bello eres para mí, Señor mío, en tu eternidad! ¡Qué bello eres para mí, Señor mío, en tu mismo despojarte de esta belleza tuya! En efecto, desde el momento en que te anonadaste, en que te despojaste -tú, luz perenne- de los rayos naturales, refulgió aún más tu piedad, resaltó aún más tu caridad, más espléndida irradio tu gracia. 

¡Qué bella eres para mí en tu nacimiento, oh estrella de Jacob!, qué espléndida brotas, flor, de la raíz de Jesé!; al nacer de lo alto, me visitaste como luz de alegría a mí, que yacía en las tinieblas. ¡Qué admirable y estupendo fuiste también por las eternas virtudes cuando fuiste concebido por obra del Espíritu Santo, cuando naciste de la Virgen, en la inocencia de tu vida! Y, después, en la riqueza de tu enseñanza, en el esplendor de los milagros, en la revelación de los misterios. ¡Qué espléndido resurgiste, después del ocaso, como Sol de justicia, del corazón de la tierra! 

¡Qué bello, por último, en tu vestido, oh Rey de la gloria, te volviste a lo más alto de los cielos! Cómo no dirán mis huesos por todas estas cosas: «¿Quién como tú, Señor?» (Bernardo de Claraval, Sermones sobre el Cantar de los cantares 45, 8ss, passim)

 

ACTIO

 

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

 

«El Poderoso ha hecho cosas grandes por mí, su nombre es santo» (Lc 1,49).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

El encuentro con Dios me hace entrever continuamente nuevos espacios de amor y no me hace pensar lo más mínimo en haber hecho bastante, porque el amor me impulsa y me hace entrar en la ecología de Dios, donde el sufrimiento del mundo se convierte en mi alforja de peregrino. En esta alforja hay un deseo continuo: «Señor, si quieres, envíame. Aquí estoy, dispuesto a liberar al hermano, a calmar su hambre, a socorrerle. Si quieres, envíame».

En un mundo tan poco humano, donde la gente llora por las guerras, por el hambre, el encuentro con Dios nos transforma, nos hace tener impresos en el rostro los rasgos de Dios, nos hace tener en el rostro el amor que hemos encontrado, junto con un poco de tristeza por no ver realizado este amor. Yo he encontrado al Señor, pero he encontrado asimismo nuestras miserias y, ante las más grandes injusticias -y muchas de ellas las he visto de manera directa-, nunca he podido ni he querido decir: «Dios, no eres Padre». Sólo me he visto obligado a decir justamente: «Hombre, hombre, no eres hermano». Y he vuelto a prometer a mi corazón el deseo de llegar a ser yo más fraterno, más hombre de Dios, más santo, a fin de propagar más el amor concreto que nos lleva a socorrer a los hambrientos, a las víctimas de la violencia, a los que no conocen ni siquiera sus derechos, a los que ya no se preguntan de dónde vienen ni a dónde se dirigen. 

Es preciso vivir el carácter cotidiano del encuentro con él, cambiando nosotros mismos. He visto realizarse muchos sueños inesperados. Pero el acontecimiento más extraordinario, que todavía me sorprende, empezó cuando niños, jóvenes, personas de todas las edades, me eligieron como padre, como consejero y como cabeza de cordada. No me esperaba precisamente esto, y cada vez que un alma, un corazón, se confía a mí para que le aconseje, dentro de mí caigo de rodillas y me repito: «¿Quién soy yo, quién soy yo para ser digno de guiar a personas más buenas que yo? No, no soy digno, pero, Šeñor, por tu Palabra, también yo "me volveré red" para tu pesca milagrosa» (E. Olivero, Amare con il cuore di Dio, Turín 1993, pp. 7-9).

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