LECTIO DIVINA 6º DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
LECTIO DIVINA 6º DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Jeremías: 17, 5-8. I Corintios: 15, 12. 16-20. Lucas: 6, 17. 20-26
Dichoso quien pone su confianza en Dios su Salvador.
LECTIO
PRIMERA LECTURA
Maldito el que confía en el hombre. Bendito el que confía en el Señor.
Del libro del profeta Jeremías: 17, 5-8
Esto dice el Señor: "Maldito el hombre que confía en el hombre, que en él pone su fuerza y aparta del Señor su corazón. Será como un cardo en la estepa, que nunca disfrutará de la lluvia. Vivirá en la aridez del desierto, en una tierra salobre e inhabitable.
Bendito el hombre que confía en el Señor y en él pone su esperanza. Será como un árbol plantado junto al agua, que hunde en la corriente sus raíces; cuando llegue el calor, no lo sentirá y sus hojas se conservarán siempre verdes; en año de sequía no se marchitará ni dejará de dar frutos".
Palabra de Dios.
R./ Te alabamos, Señor.
El profeta Jeremías no ofrece en text que hemos leído una sentencia sapiencial insertada en un contexto profético (vv. 5-8). Contraponiendo los extremos, con un estilo típicamente semítico, primero de modo negativo (vv. 5ss) y a continuación positivo (vv. 7ss), indica con claridad dónde se encuentra para el hombre la maldición que tiene como desenlace la muerte y dónde está la bendición que trae consigo la vida. El impío no está caracterizado, de una manera inmediata, como alguien que obra el mal, sino como un hombre que confía en sí mismo y en las cosas humanas («se apoya en los mortales») y encuentra su seguridad en ellas (cf. Sal 145,3ss). Es alguien que se aleja interiormente del Señor: de esta actitud del corazón no pueden proceder más que acciones malas.
Eso en lo que el hombre pone su confianza es como el terreno del que un árbol toma su alimento y su lozanía. De ahí que se compare al impío con un cardo que echa sus raíces en la estepa, lugar árido e inhóspito (v. 6): no podrá dar fruto ni durar mucho. También el hombre piadoso está caracterizado a partir de la intimidad: confía en el Señor, y por eso se parece a un árbol que hunde sus raíces junto al agua (cf. Sal 1), que no teme las estaciones ni las vicisitudes: ni desaparecerá ni se volverá estéril (vv. 7ss), porque pone su fundamento en el Señor y en él encuentra su protección.
SEGUNDA LECTURA
De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios: 15, 12. 16-20
Hermanos: Si hemos predicado que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo es que algunos de ustedes andan diciendo que los muertos no resucitan? Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó.
Y si Cristo no resucitó, es vana la fe de ustedes; y por lo tanto, aún viven ustedes en pecado, y los que murieron en Cristo, perecieron. Si nuestra esperanza en Cristo se redujera tan sólo a las cosas de esta vida, seríamos los más infelices de todos los hombres. Pero no es así, por que Cristo resucitó, y resucitó como la primicia de todos los muertos.
Palabra de Dios.
R./ Te alabamos, Señor.
Si bien la resurrección de Jesús constituye el fundamento de nuestra fe, por otro lado constituye la base de nuestra esperanza: por esa verdad está dispuesto Pablo a jugarse su credibilidad personal, y lo hace con las «cartas boca arriba». Existe una relación estrecha entre la resurrección de Cristo de entre los muertos y nuestra resurrección.
Es lo que intuyó el apóstol en el camino de Damasco y lo que le ha sostenido siempre a lo largo de su vida apostólica: ha encontrado a un Ser Vivo que ha vencido a la muerte. No tiene la menor duda de que de esa victoria brota para cada creyente el don que le permite esperar más allá de todas las humanas posibilidades. Una esperanza no sólo terrena, sino ultraterrena: por eso no somos los cristianos gente que tenga que ser compadecida; al contrario, tenemos recursos para consolar y confortar a los otros. Cristo resucitado es, en efecto, «como anticipo de quienes duermen el sueño de la muerte» (v. 20), es «el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29). Detrás de él, y en virtud de él, el alegre acontecimiento de la resurrección es y será experiencia de todos los que acojan a Jesús como Salvador.
La esperanza cristiana se expresa asimismo en estos términos: la muerte ha sido vencida; la vida nueva en Cristo ya ha sido inaugurada; en Cristo viviremos para siempre la plenitud de la vida, en la totalidad de nuestro ser humano: cuerpo, alma y espíritu. No se trata, por consiguiente, de una esperanza atribuible a criterios humanos, sino de una esperanza-don, prenda de un bien futuro, que superará todas las previsiones humanas.
EVANGELIO
Dichosos los pobres. - ¡Ay de ustedes los ricos!
Del santo Evangelio según san Lucas: 6, 17. 20-26
En aquel tiempo, Jesús descendió del monte con sus discípulos y sus apóstoles y se detuvo en un llano.
Allí se encontraba mucha gente, que había venido tanto de Judea y de Jerusalén, como de la costa de Tiro y de Sidón.
Mirando entonces a sus discípulos, Jesús les dijo: "Dichosos ustedes los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios. Dichosos ustedes los que ahora tienen hambre, porque serán saciados. Dichosos ustedes los que lloran ahora, porque al fin reirán. Dichosos serán ustedes cuando los hombres los aborrezcan y los expulsen de entre ellos, y cuando los insulten y maldigan por causa del Hijo del hombre. Alégrense ese día y salten de gozo, porque su recompensa será grande en el cielo. Pues así trataron sus padres a los profetas.
Pero, ¡ay de ustedes, los ricos, porque ya tienen ahora su consuelo! ¡Ay de ustedes, los que se hartan ahora, porque después tendrán hambre! ¡Ay de ustedes, los que ríen ahora, porque llorarán de pena! ¡Ay de ustedes, cuando todo el mundo los alabe, porque de ese modo trataron sus padres a los falsos profetas!".
Palabra del Señor.
R./ Gloria a ti, Señor Jesús.
Comienza aquí -y continúa hasta Lc 8,3- la llamada «pequeña inserción» de Lucas respecto a Marcos, su fuente. Lucas, a diferencia de Mateo, reduce las bienaventuranzas de ocho a cuatro, pero a las cuatro bienaventuranzas añade cuatro amenazas. Según la opinión de los exégetas, Lucas nos presentaría una versión de las palabras de Jesús más cercana a la verdad histórica, y esto tiene su particular relevancia. Con todo, bueno será recordar que la mediación de los diferentes evangelistas a la hora de referir las enseñanzas de Jesús no traiciona la verdad del mensaje; al contrario, la centran y la releen para el bien de sus comunidades.
Tanto las ocho bienaventuranzas de Mateo como las cuatro de Lucas pueden ser reducidas a una sola: la bienaventuranza -es decir, la fortuna y la felicidad- de quien acoge la Palabra de Dios en la predicación de Jesús e intenta adecuar a ella su vida. El verdadero discípulo de Jesús es, al mismo tiempo, pobre, dócil, misericordioso, obrador de paz, puro de corazón... Por el contrario, quien no acoge la novedad del Evangelio sólo merece amenazas, que, en la boca de Jesús, corresponden a otras tantas profecías de tristeza y de infelicidad. La edición lucana de las bienaventuranzas-amenazas se caracteriza asimismo por una contraposición entre el «ya» y el «todavía no», entre el presente histórico y el futuro escatológico. Como es obvio, la comunidad para la que escribía Lucas tenía necesidad de ser invitada no sólo a expresar su fe con gestos de caridad evangélica, sino también a mantener viva la esperanza mediante la plena adhesión a la enseñanza, radical, de las bienaventuranzas evangélicas.
MEDITATIO
Existe una confianza que es falaz: esa que, según el dicho de Jesús, se apoya en la arena (Mt 7,26), no resiste las sacudidas del viento y de la lluvia y se hunde de una manera ruinosa. En última instancia, sólo Dios es la roca. Él ha demostrado su firmeza resucitando a Jesús de entre los muertos, «como anticipo de quienes duermen el sueño de la muerte» (1 Cor 15,20). Sobre esta verdad fundamental de nuestra fe meditan los textos de hoy.
El texto de las bienaventuranzas-amenazas lucanas refleja una realidad ampliamente atestiguada por la experiencia: quien es rico tiende a poner su confianza en sus propias riquezas; quien es pobre tiende, en cambio, a ponerla en aquel que puede venir en su ayuda. Es el tema de los «pobres de YHWH», ampliamente presente en la Biblia (Sof 3,12). Un tema que alcanza en María, la Virgen-madre del Magnificat (Lc 1,46-48), su punto más elevado antes de la venida de Jesús, el «pobre de YHWH» por excelencia. Él vivió en la confianza más radical en su Padre, «como niño en brazos de su madre» (Sal 130,2). Hasta en los momentos más duros y difíciles de su vida permaneció apoyado firmemente en la roca de su amor. Antes de morir en la cruz, «gritando con fuerte voz, dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu"» (Lc 23,46), dando así testimonio de una inquebrantable confianza en Dios (cf. Rom 4,17). Y el Padre le rescató del sepulcro y le hizo participar de la plenitud de vida para siempre.
Como es sabido, este mensaje, profundamente evangélico, fue la base de la extraordinaria aventura espiritual vivida a finales del siglo XIX por santa Teresa de Lisieux, que relanzó en el mundo la «pequeña vía» de la infancia espiritual. Una aventura que nos invita también a nosotros a verificar sobre qué construimos nuestra vida, a verificar si, como Jesús, ponemos verdaderamente nuestra confianza en el Padre que está en el cielo. Sólo entonces, en efecto, seremos «como un árbol plantado junto al agua, que (...) no se inquieta ni deja de dar fruto» (Jr 17,8).
ORATIO
Queremos ser pobres como tú, Jesús. No queremos depositar nuestra confianza en nosotros mismos, en nuestros recursos, en nuestras cualidades, en ningún tipo de riquezas, porque entonces cimentaremos nuestra vida sobre la arena y mereceremos aquella terrible amenaza que lanzaste un día contra los ricos: «¡Ay de ustedes!». Preferimos seguir tus pasos y poner toda nuestra confianza en el amor de tu Padre y nuestro Padre, viviendo como niños en sus brazos, seguros de su fidelidad indefectible. Como María, su tiernísima madre, queremos apoyarnos en la omnipotencia de Aquel que te hizo resucitar de entre los muertos porque ama de una manera apasionada la vida de todos.
Habrá momentos difíciles en nuestra vida. Son inevitables. A veces nos parecerá incluso que todo ha acabado para nosotros, que ya no podemos esperar nada. Pero hasta en esos momentos queremos decir, como tú en la cruz, con el corazón lleno de confianza filial: «Padre, en tus manos pongo mi vida».
CONTEMPLATIO
«Jesús, al ver a las muchedumbres, subió al monte» (Mt 5,1). Ojalá, hermanos, nos suceda también a nosotros ver a las muchedumbres y, dejándolas, preparemos nuestro corazón para las subidas. Así pues, también tú, hermano mío, sube y sigue a Jesús. Si él bajó a ti fue para que, siguiéndole y por medio de él, tú te elevaras por encima de ti y también en ti hasta él.
No temamos, hermanos: como pobres, escuchemos al Pobre recomendar la pobreza a los pobres. Es menester creer en su experiencia. Pobre nació, pobre vivió, pobre murió. Quiso morir, sí; no quiso enriquecerse. Creamos, pues, en la verdad, que nos indica el camino hacia la vida. Es arduo, pero breve; y la bienaventuranza es eterna. Es estrecho, pero conduce a la vida, nos pone en alta mar y nos hará caminar por lugares espaciosos. Pero es escarpado, porque se eleva y se camina por él hacia el cielo. Por eso nos resulta útil aligerarnos, no estar cargados en nuestro camino. ¿Qué es lo que queremos? ¿Buscamos la bienaventuranza? La verdad nos muestra la verdadera bienaventuranza. ¿Queremos la riqueza? El Rey distribuye los reinos y hace reyes. Los hombres se han dejado atrapar en la red de esta peste desastrosa que es la búsqueda en vano: lo que es insuficiente cuesta poco esfuerzo; nos agotamos por lo superfluo. Cinco pares de bueyes, ése es el pretexto que les priva de las bodas del cielo, de las bodas que hacen pasar de la pobreza a la abundancia, del último sitio al primero, de la abyección a la dignidad, de la fatiga al reposo. Eliseo sacrificó los bueyes para seguir a Elías con mayor facilidad, y nosotros hacemos lo mismo y seguimos a Cristo (Isaac de Stella, Sermón I, 1.5.19, passim).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Dichoso el que espera en el Señor, su Dios» (Sal 145,5).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Las bienaventuranzas nos indican el camino de la felicidad. Con todo, su mensaje suscita con frecuencia perplejidad. Los Hechos de los apóstoles (20,35) refieren una frase de Jesús que no se encuentra en los evangelios. Pablo recomienda a los ancianos de Éfeso: «Tened presentes las palabras del Señor Jesús, que dijo: "Mayor felicidad hay en dar que en recibir"». ¿Debemos concluir de ahí que la abnegación sea el secreto de la felicidad? Cuando evoca Jesús «la felicidad del dar», habla apoyándose en lo que él mismo hace. Es precisamente esta alegría –esta felicidad sentida con exultación- lo que Cristo ofrece experimentar a los que le siguen. El secreto de la felicidad del hombre se encuentra, pues, en tomar parte en la alegría de Dios. Asociándonos a su «misericordia», dando sin esperar nada a cambio, olvidándonos a nosotros mismos hasta perdernos es como somos asociados a la «alegría del cielo». El hombre no «se encuentra a sí mismo» más que perdiéndose «por causa de Cristo». Esta entrega sin retorno constituye la clave de todas las bienaventuranzas. Cristo las vive en plenitud para permitirnos vivirlas a nuestra vez y recibir de ellas la felicidad.
Con todo, para quien escucha estas bienaventuranzas, queda todavía el hecho de que debe aclarar una duda: ¿qué felicidad real, concreta, tangible, es la que se ofrece? Ya los apóstoles le preguntaban a Jesús: «Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo te hemos seguido; ¿qué recibiremos, pues?» (Mt 19,27). El Reino de los Cielos, la tierra prometida, la consolación, la plenitud de la justicia, la misericordia, ver a Dios, ser hijos de Dios. En todos estos dones prometidos, en todos estos dones que constituyen nuestra felicidad, brilla una luz deslumbrante, la de Cristo resucitado, en el cual resucitaremos. Si bien ya desde ahora, en efecto, somos hijos de Dios, lo que seremos todavía no nos ha sido manifestado. Sabemos que, cuando esta manifestación tenga lugar, seremos semejantes a él «porque le veremos tal cual es» (l Jn 3,2) (J.-M. Lustiger, Siate felici, Génova 1998, pp. 111-117, passim [edición española: Sed felices, San Pablo, Madrid 1998]).
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