Lectio Divina Domingo XIV del Tiempo Ordinario B

  

Lectio Divina Domingo XIV del Tiempo Ordinario B

Todos honran a un profeta, menos los de su tierra.

Ezequiel: 2, 2-5 2 corintios: 12, 7-10            Marcos 6,1-6

Imagen tomada de Vatican News


 

LECTIO

 

PRIMERA LECTURA

Del libro del profeta Ezequiel: 2, 2-5

 

En aquellos días, el espíritu entró en mí, hizo que me pusiera en pie y oí una voz que me decía:

 “Hijo de hombre, yo te envío a los israelitas, a un pueblo rebelde, que se ha sublevado contra mí. Ellos y sus padres me han traicionado hasta el día de hoy. También sus hijos son testarudos y obstinados. A ellos te envío para que les comuniques mis palabras. Y ellos, te escuchen o no, porque son una raza rebelde, sabrán que hay un profeta en medio de ellos”.

 

Palabra de Dios. 

R. Te alabamos, Señor.

 

Se narra aquí la vocación ejemplar de un profeta. De Ezequiel sabemos que era «hijo de Buzí», sacerdote por nacimiento (1,1), pero la voz de Dios le llama aquí «hijo de 'adam»; ya no le llama sacerdote, sino simplemente «hombre», es decir, «hecho de tierra» (íadamah, «tierra» en hebreo), frágil, mortal. Sobre este hombre se derrama el Espíritu de Dios, que viene a poner de pie al que estaba postrado en tierra, confiriéndole el poder divino (dynamis en el Nuevo Testamento) para proclamar la Palabra de manera eficaz. A la acción de Dios corresponde, por parte de Ezequiel, permanecer a la escucha: a la Palabra le corresponde la escucha.

De repente, la misión del profeta aparece como algo extremadamente difícil, como algo que cuesta: es una misión que tiene que ver con el «endurecimiento del corazón», con la obstinación de unos hijos que se han rebelado contra su Padre, una rebelión que se manifiesta en el «no escuchar» (v. 5). Ni siquiera la Palabra y el poder del Espíritu pueden constreñir la libertad del hombre para acoger la revelación de Dios. El profeta se levanta entonces, solitario, como signo de contradicción, como piedra de tropiezo para los que corren hacia su propia ruina.

 

SEGUNDA LECTURA

De la segunda carta del apóstol san Pablo a los corintios: 12, 7-10

 

Hermanos: Para que yo no me llene de soberbia por la sublimidad de las revelaciones que he tenido, llevo una espina clavada en mi carne, un enviado de Satanás, que me abofetea para humillarme. Tres veces le he pedido al Señor que me libre de esto, pero él me ha respondido: “Te basta mi gracia, porque mi poder se manifiesta en la debilidad”.

Así pues, de buena gana prefiero gloriarme de mis debilidades, para que se manifieste en mí el poder de Cristo. Por eso me alegro de las debilidades, los insultos, las necesidades, las persecuciones y las dificultades que sufro por Cristo, porque cuando soy más débil, soy más fuerte.

 

Palabra de Dios. 

R. Te alabamos, Señor.

 

Tras haber recordado a sus amados corintios (que, sin embargo, causan tantos sufrimientos al apóstol) la sublimidad de las revelaciones recibidas, y a fin de demostrar que su misión procede verdaderamente de Dios, Pablo se muestra ahora con toda su humana debilidad; más aún, «presume» de ella, del mismo modo que en otra ocasión había presumido de la cruz de Cristo (cf. 1 Cor 1,17-31). Al final de la carta tenemos la demostración de que Pablo entiende su propia debilidad exactamente siguiendo el modelo de la debilidad del Señor: «Es verdad que se dejó crucificar en su débil naturaleza humana, pero ahora vive por la fuerza de Dios. Así también nosotros, que compartimos con él su debilidad, compartimos con él su poderosa vida divina a la hora de enfrentarme con vosotros» (2 Cor 13,4).

Del mismo modo que la cruz produce escándalo, también la fragilidad humana del apóstol (descrita en forma de persecuciones, insultos, divisiones en la comunidad, enfermedad, angustia) puede provocar una reacción de desconfianza y de miedo en los corintios, pero eso es precisamente el signo inconfundible de que su misión apostólica es de Dios, dado que lleva consigo la marca inconfundible de la cruz.

 

EVANGELIO

según san Marcos: 6, 1-6

 

En aquel tiempo, Jesús fue a su tierra en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, se puso a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba se preguntaba con asombro: “¿Dónde aprendió este hombre tantas cosas? ¿De dónde le viene esa sabiduría y ese poder para hacer milagros? ¿Qué no es éste el carpintero, el hijo de María, el hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿No viven aquí, entre nosotros, sus hermanas?”. Y estaban desconcertados.

Pero Jesús les dijo: “Todos honran a un profeta, menos los de su tierra, sus parientes y los de su casa”. Y no pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó a algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y estaba extrañado de la incredulidad de aquella gente. Luego se fue a enseñar en los pueblos vecinos.

 

Palabra del Señor. 

R. Gloria a ti, Señor Jesús.

 

El episodio desarrollado en la sinagoga de Nazaret, situado al final del primer ciclo de milagros del evangelio de Marcos, representa el rechazo de Israel respecto a la revelación de Dios en Jesús. Aquí no se entiende propiamente por «Israel» el nombre de un pueblo, sino los que son más íntimos a Jesús, la gente de su tierra, de su casa.

La escena se desarrolla en el camino de regreso de la casa de Jairo, en el pueblo de Nazaret (tan pequeño e insignificante que ni siquiera aparece nombrado en el Antiguo Testamento), a donde sabemos que había llegado la noticia de los prodigios (dynámeis) realizados por él en toda la Galilea (cf. v. 2). 

La primera reacción, después de haber escuchado su Palabra autorizada, es la de «admiración», una señal del evangelista para indicar el carácter de revelación de la predicación de Jesús. Las cinco preguntas que siguen indican, sin embargo, la duda de sus hermanos y conocidos: el problema tiene que ver, esencialmente, con el origen de Jesús («¿De dónde...»), lo que equivale a decir que el conocimiento directo de su ambiente familiar les impide reconocer en él al enviado de Dios. Jesús sigue siendo para ellos únicamente «el carpintero» del pueblo, el «hijo de María». La imposibilidad de hacer milagros en la que se encuentra Jesús pretende significar que la incredulidad, en cuanto rechazo de la oferta salvífica de Dios, impide la manifestación de cualquier acontecimiento de salvación. Frente a ese rechazo, Jesús «estaba sorprendido» (única vez en Marcos), y toma sus distancias respecto a ellos, declara su «no-connivencia» con su falta de fe, para mostrar el contraste radical entre el plano de la salvación de Dios y la incredulidad de los hombres.

Lo que provoca el escándalo es la pretensión del hombre-Jesús de situarse como lugar de la revelación de Dios, escándalo que alcanzará su punto más elevado en la muerte del Hijo de Dios en la cruz.

 

MEDITATIO

 

El escándalo, o el «endurecimiento del corazón» (cf. Ez 2,4), la incredulidad de quien ha sido llamado a contemplar la revelación de Dios constituye el hilo conductor de las perícopas bíblicas que acabamos de leer. Está provocado esencialmente por la manifestación del poder de Dios en una forma frágil, débil: el profeta es rechazado por sus hermanos por ser también un simple 'adam; no se da crédito al apóstol porque se presenta de un modo completamente ordinario, casi sumiso. En el centro se encuentra el hombre-Jesús, capaz de dar un sentido definitivo a la historia de todos los pobres de la tierra, con su reafirmación de la necesidad de la lógica de la cruz. Ésta es necesaria porque ha sido querida por Dios, porque le ha complacido manifestarse así: en el devenir de un pueblo situado en un ínfimo rincón de la tierra y de la historia, en la pobre casa de una muchachita de un oscuro pueblo de Galilea, a través de la ejecución de una condena a muerte en un lívido día de abril, sobre el Gólgota.

En esta historia, casi loca, se produce siempre, no obstante, el mismo milagro: el 'adam es levantado de la tierra, el Espíritu se manifiesta en la acción irresistible del gesto y de la palabra de un hombre cualquiera, el sepulcro no se queda cerrado y habitado por la Muerte, sino que se abre de par en par para dejar salir la Vida para siempre. Así obra Dios, porque está decidido a salvar al hombre: a todo hombre, a todo el hombre.

 

ORATIO

 

Oh Padre, queremos darte gracias por habernos hecho precisamente así: criaturas frágiles y mortales, pero salidas de tus manos y portadoras de tu impronta. Frente a tu Palabra que llama «bienaventurados» a quienes no se escandalizan de ti y de tu Hijo, te entregamos todas nuestras dudas, nuestra incredulidad, los miedos frente a la manifestación de nuestra debilidad, que nos recuerda a renglón seguido que estamos hechos de tierra, aunque nuestro deseo sea infinito.

No queremos encontrarnos entre los que no han podido contemplar tus maravillas por estar demasiado replegados examinando nuestra propia humanidad, considerando nuestros propios límites y los de los otros: líbranos del miedo al hombre. Entréganos tu mirada de

Padre y de Madre que ha engendrado su espléndida criatura, tu mirada tranquilizadora y fraterna de Salvador, solidaria con nosotros por obra del Espíritu, para acoger, en este mismo amor de perdón y compasión, a nosotros mismos y a cada hombre y mujer como inestimable don tuyo.

 

CONTEMPLATIO

 

Tienes arriba el Cristo dadivoso, tienes abajo el Cristo menesteroso. Aquí es pobre y está en los pobres. El ser aquí pobre Cristo no lo decimos nosotros; lo dijo él mismo: «Tuve hambre, tuve sed, estaba desnudo, carecí de hogar, estuve preso». Y a unos les dijo: «Me socorristeis»; a otros: «No me socorristeis». Queda probado ser pobre Cristo; que sea rico ¿lo ignora alguien? Este mismo trocar el agua en vino habla de su riqueza, pues si es rico quien tiene vino, ¿cuán rico no ha de ser quien hace el vino? Luego Cristo es a la vez rico y pobre: cuanto Dios, rico; cuanto hombre, pobre. Cierto, ese Hombre subió ya rico al cielo, donde se halla sentado a la diestra del Padre, mas aquí, entre nosotros, todavía padece hambre, sed y desnudez (Agustín, Homilía 123).

 

ACTIO

 

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

 

«Tu poder, Señor, se manifiesta plenamente en mi debilidad».

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

¿Quién es más frágil de los dos? ¿El que recibo en la comunión? [...] ¿El pequeño ser al que querían degollar para quitarlo de en medio, sin ninguna protección que no fuera la de María y la de José y, en la eucaristía, la de la Iglesia? Cuando encuentres a un emigrante, ¿sentirás deseos de entrar en comunicación con él o le tendrás miedo?

¿El que recibo en la comunión? [...] ¿El que carece de morada fija y para el que hasta una piedra hubiera sido una blanda almohada, que te pide alimento y cobijo en la eucaristía? ¿Por qué no invitas a tu casa a esta o aquella familia de [pobres, migrantes, sin techo] a la que se hace acampar desde hace ya mucho tiempo detrás de la empalizada? ¡O es que tienes miedo? [...].

¿El que recibo en la comunión? ¿Un hombre que en la cruz no puede mover ni siquiera un dedo, que casi no puede hablar, que respira con esfuerzos sobrehumanos, herido por la misma

impotencia como en la eucaristía? ¿Y tú? ¿Amas a este hombre ante un poliomielítico? ¿O le tendrás miedo?

Pero si es a él a quien amas, no tendrás miedo de nada. Te atreverás a decirle: «Jesús, en su santa eucaristía, es más pobre que tú, más impotente que tú» (D. Ange, Le nozze di Dio Dove il povero è re, Milán 1985, pp. 241ss).

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