LECTIO DIVINA JUEVES XIV DEL TIEMPO ORDINARIO

LECTIO DIVINA JUEVES XIV DEL TIEMPO ORDINARIO

Mi corazón se conmueve.

Oseas: 11, 1-4. 8-9                   Mateo: 10, 7-15

imagen tomada de Vatican News

 

LECTIO

 

PRIMERA LECTURA

Del libro del profeta Oseas: 11, 1-4. 8-9

 

“Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo, dice el Señor. Pero, mientras más lo llamaba, más se alejaba de mí; ofrecía sacrificios a los dioses falsos y quemaba ofrendas a los ídolos.

Yo fui quien enseñó a andar a Efraín, yo quien lo llevaba en brazos; pero no comprendieron que yo cuidaba de ellos.

Yo los atraía hacia mí con los lazos del cariño, con las cadenas del amor. Yo fui para ellos como un padre, que estrecha a su criatura y se inclina hacia ella para darle de comer.

Mi corazón se conmueve dentro de mí y se inflama toda mi compasión. No cederé al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín, pues yo soy Dios y no hombre, santo en medio de ti y no enemigo a la puerta”.

 

Palabra de Dios. 

R. Te alabamos, Señor.

 

Este texto de Oseas figura entre los más importantes de todo el Primer Testamento en orden a la revelación de la naturaleza del Dios-Amor. Si en el capítulo 2 el símbolo-lenguaje que se nos revela es el de un Dios esposo, aquí cambia el registro. El amor de Dios es el de un padre tiernísimo que recuerda a su hijo los días lejanos en que, arrancándolo de la esclavitud de Egipto, lo llevó suavemente de la mano. El pueblo había ido continuamente por el camino de la idolatría, pero Dios estaba siempre para volverlo a coger en brazos, para expresarle su amor con los lazos de bondad que, tocando las fibras más secretas de la humana sed de ser amados, hubieran debido persuadirle sobre la fuerza, la fidelidad y la misericordia de este amor de Dios por el hombre. «La delicada interioridad del amor de Dios y, al mismo tiempo, sus fuerzas apasionadas no han sido percibidas ni representadas por ningún otro profeta como por Oseas» (Weiser).

Existe en estos versículos una voluntad de salvación por parte de Dios que supera con mucho la indignación por el alienante ir a la deriva del hombre. Y todo el texto (en el que vuelve bastantes veces el verbo judío que significa «amor» subraya la absoluta prioridad del amor de Dios al hombre. El amor del hombre a Dios, en la Biblia, viene después, y aparece aquí con una cierta vacilación, como para expresar la impotencia del «corazón incircunciso», del «corazón endurecido», que sólo cuando lo alcanza y penetra el Espíritu puede convertirse en «corazón de carne», capaz, por tanto, de amar a Dios y, en él, a los hermanos (cf. Ez 36,26ss).

 

EVANGELIO

según san Mateo: 10, 7-15

 

En aquel tiempo, envió Jesús a los Doce con estas instrucciones: “Vayan y proclamen por el camino que ya se acerca el Reino de los cielos. Curen a los leprosos y demás enfermos; resuciten a los muertos y echen fuera a los demonios. Gratuitamente han recibido este poder; ejérzanlo, pues, gratuitamente.

No lleven con ustedes, en su cinturón, monedas de oro, de plata o de cobre. No lleven morral para el camino ni dos túnicas ni sandalias ni bordón, porque el trabajador tiene derecho a su sustento.

Cuando entren en una ciudad o en un pueblo, pregunten por alguien respetable y hospédense en su casa hasta que se vayan. Al entrar, saluden así: ‘Que haya paz en esta casa’. Y si aquella casa es digna, la paz de ustedes reinará en ella; si no es digna, el saludo de paz de ustedes no les aprovechará. Y si no los reciben o no escuchan sus palabras, al salir de aquella casa o de aquella ciudad, sacúdanse el polvo de los pies. Yo les aseguro que el día del juicio, Sodoma y Gomorra serán tratadas con menos rigor que esa ciudad”.

 

Palabra del Señor. 

R. Gloria a ti, Señor Jesús.

 

El texto retoma el anuncio: «El Reino de Dios está cerca». Tanto Juan el Bautista (Mt 3,2) como Jesús (4,17) lo proclamaron desde el principio. El que cree que el Reino es el Señor y se convierte, viviendo como él quiere, se convierte en «signo» de su presencia y, como dice inmediatamente después el texto, puede realizar curaciones, volver a dar la vida, tomar posición contra Satanás y sus estrategias de mal (v. 8). Lo que importa es la conciencia de estar inundados de continuo por energías divinas: la gracia que nosotros no hemos merecido, pero que Jesús la mereció por nosotros con su pasión, muerte y resurrección. Esta absoluta gratuidad es la apuesta de la persona que cree y de la comunidad edificada sobre el Evangelio. Puesto que gratuitamente recibimos todo de Dios, podemos proyectar nuestra existencia a través del don de la gratuidad. Aun viviendo en una sociedad y en sus estructuras, se hace posible así tomar distancia respecto a lo que, en estas estructuras, da un carácter absoluto al valor del dinero, de la ropa, de cualquier otro bien material.

También el discípulo trabaja en este mundo y sabe que tiene derecho al alimento (v. 10; cf. Lc 10,7), a la recompensa, pero se contenta con lo necesario. El excedente de la ganancia no es, por tanto, para ser acumulado, sino para la gratuidad del don. El evangelizador se quedará en casa de quien sea digno de recibirlo (v. 11). Y quien pida ser hospedado llevará, como signo distintivo, la paz. Precisamente esta paz mesiánica, Lc 10,5 recoge el saludo con el que han de anunciarse: «La paz esté con vosotros» será el signo distintivo. Quien la acoge, acoge en el hermano el Reino de Dios y todas sus promesas de bendición. Quien no la acoge, se excluye de todo esto. Por eso tiene sentido «sacudirse el polvo», gesto que hacían los que, al entrar en Israel, dejaban detrás la tierra de los infieles. Del mismo modo que Sodoma y Gomorra, que se hundieron por no haber acogido a los enviados de Dios (cf. Gn 19,24ss), así también se hundirá quien no acoja al hermano y, por tanto, el Reino.

 

MEDITATIO

 

La vida, sobre todo en nuestros días, está repleta de tensiones y de atosigamientos que tienden a triturar las jornadas, a disipar y a empobrecer el espíritu. ¿El antídoto? Percibirme, precisamente hoy -no mañana, ni pasado mañana-, en mi debilidad, como el niño que el tiernísimo Abbá del cielo alza hasta sus mejillas con una fuerza y una ternura infinitas. Creo, estoy seguro por la fe, que él me saca de los diferentes Egiptos que son las distintas esclavitudes en que se ha enredado mi «obrar», un «obrar» frenético sin acordarme de Dios.

El drama de muchos cristianos es realizar sólo intelectualmente que el Señor cuida de nosotros. De ahí el desaliento, el sentido de angustia e incluso de traición cuando tropiezan con la prueba, con el dolor, con las dificultades de la vida. Ahora bien, el hecho de que Dios sea «Dios y no hombre», si lo creo hasta el fondo en mi corazón, pacifica y ordena la existencia de raíz. De esta certeza de que hay un Dios, cuya identidad es amor (cf. 1 Jn 4,16), que nos ama y se preocupa por nosotros, brota ese estilo del que habla Jesús en el evangelio. Soy amado gratuitamente, me siento colmado de diligentes cuidados. En consecuencia, el lema de la gratuidad es mi referencia a los hermanos, anunciando precisamente ese Reino de Dios que es la luz, el sentido y la alegría de mi vivir. Esta riqueza, absolutamente gratuita, es la que estoy llamado a entregar. Y, precisamente dentro de este círculo de gratuidad, vivir se convierte en el aliento de la gran expectativa: «Vuelve raudo, Señor, como la luz difundida sobre la ola, que brilla con destellos inesperados» (D. Doni).

 

ORATIO

 

Señor Jesús, te ruego que tomes posesión de mi corazón profundo. Concédeme estar seguro de tu presencia en el centro de mi ser, más allá de mis fáciles depresiones, de mis euforias y de las ansias que hay en mí. Y haz que, a través de ellas, entre en contacto a menudo contigo. Tú, por encima de mis «Egiptos» y de las «ruinas» de una vida superficial, naturalista y, por ello, destructiva, puedes llegar al núcleo vital de mi ser, cargado de promesas. Tú y sólo tú puedes hacerlo florecer en continua y verdadera actitud de entrega.

Haz que te reciba día tras día a través de la gratuidad de tu amor tierno y delicado y que con este amor vaya anunciando tu Reino con el estilo de lo gratuito y de la sencillez.

 

CONTEMPLATIO

 

Sólo a ti desea mi alma, Señor. No puedo olvidar tu mirada serena y apacible. Y te suplico con lágrimas: ven, haz morada en mí y purifícame de mis pecados. Estás viendo, Señor, desde lo alto de tu gloria, cómo se consume mi alma por tu causa. No me abandones, escucha a tu siervo. Te grito como el profeta David: «Ten piedad de mí, oh Dios, por tu gran misericordia» (Archim. Sofronio, Silvano del Monte Athos. Vita, dottrina, scritti, Turín 1978, p. 262).

 

ACTIO

 

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

 

«Tú me amas gratuitamente, Señor. Hazme vivir en el seno de la gratuidad».

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

Libre significa: alegre y afectuosamente, sin temor y de modo abierto, dando gratuitamente lo que hemos recibido de manera gratuita, sin aceptar compensaciones, premios o gratitud.

La alegría debería ser uno de los aspectos principales de nuestra vida religiosa. Quien da con alegría da mucho. La alegría es el signo distintivo de una persona generosa y mortificada que, olvidándose de todas las cosas y hasta de sí misma, busca complacer a Dios en todo lo que hace por los hermanos. A menudo es un manto que esconde una vida de sacrificio, de continua unión con Dios, de fervor y de generosidad.

«Que habite la alegría en vosotros», dice Jesús. ¿Qué es esta alegría de Jesús? Es el resultado de su continua unión con Dios cumpliendo la voluntad del Padre. Esa alegría es el fruto de la unión con Dios, de una vida en la presencia de Dios. Vivir en la presencia de Dios nos llena de alegría. Dios es alegría. Para darnos esa alegría se hizo hombre Jesús. María fue la primera en recibir a Jesús: «Exulta mi espíritu en Dios mi salvador». El niño saltó de alegría en el seno de Isabel porque María le llevaba a Jesús. En Belén, todos estaban llenos de alegría: los pastores, los ángeles, los reyes magos, José y María. La alegría era también el signo característico de los primeros cristianos. Durante la persecución, se buscaba a los que tenían esta alegría radiante en el rostro. A partir de esta particular alegría veían quiénes eran los cristianos y así los perseguían.

San Pablo, cuyo celo intentamos imitar, era un apóstol de la alegría. Exhortaba a los primeros cristianos a que «se alegraran siempre en el Señor». Toda la vida de Pablo puede ser resumida en una frase: «Pertenezco a Cristo. Nada puede separarme del amor de Cristo, ni el sufrimiento, ni la persecución, nada. Ya no soy yo quien vivo, sino Cristo quien vive en mí». Ésa es la razón de que san Pablo estuviera tan lleno de alegría (Madre Teresa, Meditazioni spirituali, Milán, 30ss). 

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