Busca primero el Reino de Dios y su Justicia


XVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Qohélet (Eclesiastés) 1,2;2,21-23; Colosenses 3,1-5.9-11; Lucas 12,13-21

Queridos hermanos y hermanas, en este décimo octavo domingo del tiempo ordinario nos encontramos con unos contrastes terribles entre la Palabra de Dios y la palabra del hombre. O mejor dicho entre los anhelos de Dios y los del hombre.
La sociedad contemporánea se ha permeado de la vanidad y la hipocresía, a menudo nos encontramos con situaciones que van marcando nuestra vida, pero pasan rápido, su afectación va quedando en la superficie, nos afectan un día, y al siguiente nos olvidamos y continuamos nuestra vida a flor de piel, vamos convirtiendo a la moda como un eje de conducta. La vanidad, lo atractivo, lo superficial y el poco compromiso son los aspectos que manifiestan la poca profundidad en la vida del ser humano. No es que la persona no sea capaz de profundizar, de ir más allá de lo que se ve, de lo que se siente, de lo que se palpa, sino que se ha quedado en un estadio meramente superficial y entonces va haciendo de sus espacios lugares de diversión, como si esto fuera una realidad en la vida, lo cierto es que es un verdadero distractor para no enfrentarnos con nuestra propia realidad y con la realidad que nos circunda.
A menudo decimos o escuchamos decir: “José” es muy divertido, con lo que se da a entender que uno de los atractivos de José no es su ser, sino su capacidad de asombrar a los demás y hacer que lo pasen “bien”. La gente, las reuniones, las cenas, los libros, o incluso nuestra liturgia son calificados de “divertidos”, como si esto fuera lo mejor que se puede decir de ellos. También las modas en el lenguaje coloquial traducen lo que está sucediendo, porque constituyen el eje alrededor del cual gira la sociedad posmoderna. No importa cuan banales sean los códigos que hoy rigen, lo importante es que tú adoptes un determinado comportamiento para que seas parte de esta sociedad.
Esto enciende un foco rojo en la vida de las personas, sobre todo de los jóvenes, porque entonces tienen que hacer todo, absolutamente todo para saberse y sentirse aceptados en ciertos círculos de amigos, en tales ambientes sociales y en lo grupos universitarios a los que pertenecen. La consecuencia en muchos es terrible, el anonimato, la falta de relación intrafamiliar, el aislamiento, la soledad, la depresión y en muchas de las veces el suicidio.
No importa cuál sea el nivel social al que se pertenezca, lo mismo sucede en una sociedad de nivel alto, que medio o bajo. Esto nos demuestra que cuando la persona vive de la apariencia, de la superficialidad de la complacencia a los demás, del qué dirán, nunca va a estar satisfecha ni ella misma, ni va a satisfacer a los demás, porque se suscita una precariedad y fugacidad de vida con el fluir irresistible del tiempo y de las cosas que se encuentra con un vacío existencial absoluto. Y finalmente se descubre que todo es vanidad de vanidades, como lo escuchábamos en la primera lectura.
El libro del Qohélet con toda la carga de sabiduría en su lenguaje, en sus palabras refleja un estilo personal de la fe: aquel en el que se cree en la existencia y en el juicio de Dios; creer en la existencia y en el juicio de Dios, hacía de las personas del Antiguo Testamento que vivieran en una hondura que los trascendiera, hasta ponerlos delante de Dios, y recibir de Él el premio o el castigo. Pero había un punto de referencia. Hundían sus raíces en quien creían. Por eso aspiraban a una larga vida y a una numerosa prole, que era como la recompensa al bien que habían hecho, ciertamente, era distinta la suerte del impío que la del justo.  Uno de los problemas actuales, es precisamente este, que ya no se sabe ni en qué, ni en quién se cree. Más aún, no se sabe si se cree o no. Entonces las personas se van dejando llevar por el momento, por el envoltorio, por el atractivo, sin responsabilidad y sin proyección auténtica al futuro. Se pierde de vista la trascendencia, a pesar de que nos ha sido revelada la existencia de la vida del hombre más allá de la muerte. En el estilo de vida de hoy, apenas se reflexiona un poco sobre el destino último de la persona, lo cual manifiesta que se considera un absurdo. Trabajamos, gastamos, nos desgastamos, llegamos a la vejez y la vida se disipa como humo, como brisa por la mañana. Toda la vida ha transcurrido en apariencia, en vanidad, en superficialidad y al final se acaba todo. Vanidad en hebreo, significa vapor o soplo que se dispersa en el aire. El salmo 104,4 dice El hombre es semejante a un soplo, sus días, como una sombra que pasa. El hombre es como la hierba y como la flor del campo: se seca la hierba y la flor se marchita (cfr. Isaías 40,6-7). Claro, al hombre de hoy todo esto le resulta desconcertante, y por eso se rehúsa, se resiste a creer, porque solamente la fe en Dios y un gran amor impiden transformarse en desesperación y abierta rebeldía.
Es precisamente la segunda lectura de la carta del apóstol san Pablo a los colosenses, la que nos da la pauta para contrarrestar todo aquello que hoy, para nosotros puede resultar casi un estorbo, o un miedo a vivir una vida plena, profunda, en la presencia de Dios. Pablo expone unos principios basados en la cristología y la eclesiología. El fundamento de la vida cristiana es la resurrección, y, por lo tanto, la unión con Cristo. Desde luego aquí es donde nosotros encontramos la importancia de la fe, del creer en profundidad, porque solamente Cristo resucitado le da un auténtico sentido y plenitud a nuestra vida cristiana. Una vida que tiene como verdadero punto de partida y base sólida la unión con Cristo resucitado, en la que nos introduce el bautismo. El bautismo nos hace morir al pecado y renacer a una vida nueva, que tendrá su manifestación gloriosa cuando traspasemos los umbrales de esta vida mortal (1Jn 3,1-2). Destinados a vivir resucitados con Cristo en la gloria, nuestra vida tiene que tender hacia él. Esto exige necesariamente despojarnos del hombre viejo por medio de la conversión, que debe ser cada día más radical, y revestirnos cada día más profundamente de la imagen de Cristo por la fe y el amor. ¡Qué hermoso, qué maravilloso será el día en que cada uno de nosotros nos manifestemos a nosotros mismos gloriosos juntamente con Cristo¡ ¿Quién no desea tal cosa? ¿Quién no anhela esto en lo más profundo de su corazón? En el fondo del corazón, todos anhelamos una vida bienaventurada. Solamente quien no vive una vida profunda, enraizada en el amor de Dios a través de la fe, la esperanza y la caridad, quien vive una vida mundana, desea las cosas del mundo. Y no olvidemos que todo lo del mundo es pasajero. Por ello, es necesaria una nueva condición de cristianos con una exigencia verdaderamente comprometedora. se nos presentan de dos tipos: de orden negativo y de orden positivo. En cuanto a las de orden negativo se nos menciona dos grupos de vicios: uno el que mira a la concupiscencia de la carne, al que añade la codicia, que como aquélla predominaba entre los paganos. Esta es una especie de idolatría, pues nos hace esclavos del dinero, al que se termina rindiendo culto. Otro grupo de vicios es el que mira a los pecados contra la caridad que deterioran la vida comunitaria y social. A ellos se añaden las palabras groseras, con las que además de ofender a los demás se degrada uno a sí mismo. Y la mentira que es algo abominable a los ojos de Dios (Prov 12,22). Estos pecados caracterizan al hombre viejo, abandonado a sus instintos, a sus placeres, a sus vicios, de los que tiene que despojarse el cristiano. Son cosas incompatibles con la condición de hijo de Dios, de hombre nuevo. Los que son de Cristo tienen que sacrificar y renunciar a sus apetitos desordenado junto con sus pasiones y apetencias (Gal 5,24).
En cuanto a las exigencias de orden positivo las podemos resumir en una frase revístanse del hombre nuevo (Col 3,10). Este revestirse del hombre nuevo, repercute directamente en la sociedad, que deriva de la nueva condición del “hombre en Cristo”. Ya no hay diferencias de pueblos, de razas ni de religión (Gal 3,27s). todos los seres humanos fueron creados por Dios a su imagen y todos están llamados a realizar en sí esa imagen mediante la renovación interior en Cristo. “Cristo, como el nuevo y último Adán, supera todas las diferencias que caracterizan la vieja forma de ser y de pensar, y restablece en los hombres la original semejanza de Dios.
Una forma muy clara de cómo manifestamos que somos “hombres viejos”, que a pesar de nuestro bautismo, no hemos permitido que la imagen de Cristo se manifieste en nosotros, es el ejemplo del Evangelio de Lucas que hemos proclamado. La herencia, cuyo problema no era como dividirla, sino dividirla de verdad y honestamente.
Muchas veces me ha tocado escuchar decir: Fray Pablo, por favor deme un consejo, fíjese que en mi familia hay este problema: el de la herencia. ¡Cuántas veces las cuestiones de herencia envenenan a las familias, transforman en enemigos a los hermanos, quitan el saludo los unos a los otros, se dejan de hablar entre sí, y se llevan por delante abogados, litigios, tribunales, y muchas veces se acaba en el asesinato de hermanos contra hermanos!
Jesús no vino a este mundo para quedar bien con nadie, rechaza hacerse cautivar por un hombre contra otro. Jesús vino a proclamar el reino de Dios, que es justicia ante Dios y no sólo ante los hombres; rechaza por ello, hacerse árbitro en mezquinas cuestiones de intereses entre personas. Por eso recomienda: “Eviten toda clase de avaricia” (Lc 12,15). Jesús quiere dar a entender cuál es el error de los dos hermanos: hacen de los bienes terrenos lo más importante en la vida, ante lo cual todo lo demás pasa a un segundo plano, incluso el amor fraterno. En cambio, Jesús nos dice: “Busquen primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se les darán por añadidura” (Mt 6,33). El joven en cuestión ha perturbado completamente este orden. Por lo tanto, se entiende por qué Jesús no oye su petición.
¿Qué sentido tiene acumular cuando no somos libres, cuando no somos felices? ¿Para qué incrementar nuestras cuentas bancarias, para qué agrandar nuestras moradas aquí en la tierra, para qué hacernos de terrenos injustamente, para qué envidiar o ambicionar el mejor coche, para qué pretender tener lo último en tecnología celular o de cómputo? ¿Para qué, si en cualquier momento vamos a morir y no irá una mudanza ni delante ni detrás de nuestro cortejo fúnebre? Más drástico todavía: hoy muchas personas son reducidas a la insignificancia total: a cenizas, se entra con ellas muchas veces a la iglesia en una bolsa. ¡Y sin embargo, continuamos peleando unos contra otros por las herencias!
Mis queridos hermanos y hermanas: hay una alternativa a lo absurdo, a lo superficial, a la avaricia, hay una vía de salida al “todo es vanidad”: enriquecerse ante Dios. No es ni siquiera el amontonar que es un error; es el acumular “para sí”, para esta vida, en donde todo es incierto, más bien que atesorar “para Dios”, esto es, para el bien del prójimo y para la vida eterna.
Hay algo que podemos llevar con nosotros, que nos sigue a cualquier parte, también más allá de la muerte: no son los bienes sino las obras; no lo que hemos tenido sino lo que hemos hecho. Por lo tanto, lo más importante en la vida no es tener bienes, sino hacer el bien, porque esto es lo que permanece o dura para siempre: “Dichosos los muertos que mueren en el Señor… sus obras los acompañan” (Ap, 14,13).
El Evangelio de hoy nos sugiere cómo remontar esta pendiente peligrosa de la avaricia. No es agrandando nuestras bodegas, sino haciendo siempre el bien con el mayor amor posible y siendo capaces de vernos todos, unos a otros, como verdaderos hermanos. Que María, la pobre de espíritu nos conceda la gracia de la humildad y de la sencillez, propios de los que esperan en el Señor. 
Fray Pablo Jaramillo, OFMCap
San Leopoldo Mandić, 3 de Agosto de 2019

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