¿Cuántos serán los que se salvan?





ENTREN POR LA PUERTA ESTRECHA
HOMILÍA PARA EL XXI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO “C”
Isaías 66,18-21; Hebreos 12,5-7.11-13; Lucas 13,22-30

Queridos hermanos y hermanas: las lecturas de hoy nos hablan en el lenguaje del final de los tiempos. Es deci,r en lenguaje escatológico. Cuando Dios mismo recapitulará en sí todas las cosas. Ante esta realidad, tanto en tiempos del Profeta Isaías, como en tiempos de Jesús la inquietud sobre el número de los que se salvan, de alguna manera ha estado más o menos presente. Quizá también nosotros, cristianos del siglo XXI nos preguntemos ¿Cuántos serán los que se salvarán? La primera lectura nos habla ya de la salvación universal por pura misericordia de Dios. Será Dios mismo quien reunirá a la gente de todos los pueblos para contemplar su gloria. Por lo tanto, la pregunta real no sería ¿cuántos se salvan? Sino ¿Cómo nos salvamos?La respuesta es sumamente fácil: “Entra por la puerta estrecha” (Lc 13,24). Estamos ante un conjunto de palabras de Jesús, sobre la entrada en el Reino que explican las dificultades y las exigencias del seguimiento, y a la vez son una amenaza para la mayoría de los judíos que serán arrojados fuera, mientras vendrán de todos los puntos cardinales hombres y mujeres a formar parte de este Reino. No basta con haber oído la predicación de Jesús si en realidad la conversión a su evangelio y, sobre todo su aplicación práctica, no se llevan a cabo.
Ante la pregunta, que trata sobre el número; sobre ¿cuántos se salvan: si muchos o pocos? Jesús, respondiendo, traslada el centro de atención del cuántos al cómo se salvan: “Les dijo: ‘esfuércense en entrar por la puerta estrecha, porque les digo que muchos intentarán entrar y no podrán’” (Lc 13,24).
Más de alguno podría pensar que Jesús está evadiendo la respuesta, nada más lejos de ello. Al contrario, Jesús desea educar a los discípulos, a pasar del plano de la curiosidad al de la verdadera sabiduría; de las cuestiones ociosas, que apasionan a la gente, a los verdaderos problemas, que sirven para la vida.
Desde aquí ya podemos entender lo absurdo de los que, sin más, creen saber el número preciso de los salvados: ciento cuarenta y cuatro mil. Este número que aparece en el Apocalipsis, tiene un valor puramente simbólico (el cuadrado de 12, el número de las tribus de Israel, multiplicado por mil) y está manifestado inmediatamente por la expresión que sigue: “una multitud inmensa que nadie podía contar” (Ap. 7,4.9) además de todo esto, si en verdad aquel es el número de los salvados (como dicen los Testigos de Jehová), entonces ya podemos cerrar el negocio de inmediato, nosotros y ellos: en la puerta del paraíso deben haber colgado ya desde hace tiempo, igual que cuando los estacionamientos están llenos: un cartel que diga “no hay cupo”.
Por lo tanto, a Jesús no le interesa tanto revelarnos el número de los salvados, cuanto más bien el modo de salvarse. Jesús nos dice dos cosas: una negativa y otra positiva. Vamos con la negativa: lo que no sirve para salvarse o al menos no basta es el hecho de pertenecer a un determinado pueblo, a una determinada raza, tradición o institución, incluso la que fuere precisamente el pueblo elegido, del que proviene el salvador. Escuchemos: “Entonces empezarán a decir: ‘Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas’. Pero él les dirá: ‘¡No sé quienes son! ¡Apártense de mí, malvados’”. (Lc 13,26-27). Pertenecer al Pueblo de Israel que fue el primer beneficiario de la predicación de la Buena Noticia en sus calles y plazas, no da automáticamente la entrada en el Reino; se requiere  la aceptación de esa “noticia” y la consiguiente conversión.
En este texto de Lucas está claro que quienes reivindican privilegios son los judíos. En el texto paralelo de Mateo el cuadro se amplía. Estamos, ahora, en un contexto de Iglesia. Aquí oímos adelantar por parte de los discípulos de Cristo el mismo tipo de pretensiones: “Muchos me dirán aquél Día: ‘Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?”(Mt 7,21-23). En tu nombre hemos dado catequesis, en tu nombre hemos visitado a los enfermos, en tu nombre hemos sido evangelizadores, en tu nombre somos de cualquier grupo o ministerio… pero, la respuesta es la misma: “¡Jamás les he conocido; apártense de mí, agentes de iniquidad!”(Mt 7,22-23). Para salvarse, por lo tanto, no basta ni siquiera el simple hecho de haber conocido a Jesús y de pertenecer a la Iglesia. Es necesario algo más.
Ese “algo más”es lo que Jesús pretende dejar ver con sus palabras sobre la “puerta estrecha”. Estamos ya en la respuesta positiva. Lo que pone en el camino de la salvación no es cualquier título de posesión, sino que es una decisión personal, seguida de una coherente conducta de vida. Esto está más claro aún en el texto de Mateo, que pone en contraste estas dos vías y dos puertas, una estrecha y una ancha.  
         “Entren por la puerta estrecha, porque es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por él. En cambio, es estrecha la puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y son pocos los que lo encuentran” (Mt 7,13-14).
Esta imagen de las dos vías, constituía para los primeros cristianos, como un código moral fundamental. En un escrito más o menos de la era apostólica, la Didaché, leemos: “Hay dos vías: una de la vida y una de la muerte. Grande es la diferencia entre estas dos vías. A la vía de la vida, pertenece el amor de Dios y el del prójimo, el bendecir a quient e maldiga, estar lejos de los antojos carnales, perdonar a quien te ha ofendido, ser sincero, pobre. A la vía de muerte pertenece por el contrario, la violencia, la hipocresía, la opresión del pobre, la mentira”.
Pero, seguramente, más de uno de los aquí presentes se planteará la cuestión de ¿por qué estas dos vías son llamadas respectivamente la vía “ancha” y la vía “estrecha”? ¿Es, quizás, siempre fácil y agradable la vía del mal, para prestar atención, para no caer en una acostumbrada tentación de creer que para los malvados todo les va magníficamente bien acá abajo y todo, por el contrario, les va siempre mal a los buenos. La vía de los impíos es ancha, sí; pero, sólo al comienzo. Para quien se ha introducido en ella, poco a poco, llega a ser estrecha, amarga. Al final, llega a ser, en todo caso, estrechísima porque termina en un callejón sin salida. Por ejemplo: pensemos en un matrimonio armónica y cristianamente feliz. Él o Ella conocen a otra persona y empieza el coqueteo, las miradas, las llamadas por teléfono, los mensajes, la invitación a tomar un café, o a cenar, y finalmente viene la infidelidad, y cada vez se va cayendo más y más. La persona que ha faltado a sí misma y a su matrimonio pierde la libertad, y lo que en un principio fue algo agradable, apetitoso y quizá ingenuamente hasta justificable, se ha convertido en una cárcel. Se ha caído en las redes de la infidelidad y con ellas la muy segura destrucción de su matrimonio. La persona se encuentra en un callejón sin salida.
En cambio, la vía de las personas justas, sinceras, fieles, coherentes, al comienzo es estrecha cuando se introduce en ella; pero, después, llega a ser una vía espaciosa, amplia, holgada; porque en ella se encuentran la esperanza, la alegría, la generosidad, la paz del corazón. Al contrario de la alegría terrena, que tiene como característica el disminuir a medida que se gusta, hasta llegar a generar náuseas y tristeza, soledad, destrucción. Esto también lo podemos ver en ciertos ambientes: como en el de la droga, el alcohol, el sexo fuera del matrimonio. Es necesaria siempre una dósis o estímulo siempre mayor para producir un placer con la misma intensidad. Hasta que el organismo ya no puede más, ya no responde más y se llega a la destrucción no solamente moral, espiritual, sino también física.
Mis queridos hermanos y hermanas, es necesario que nos cuestionemos seriamente y nos respondamos la pregunta: ¿Por cuál vía voy yo transitando hoy, aquí y ahora? Yo, yo. Hemos constatado cómo Jesús no habla de cuántos “se salvan”, sino de los que “entran en la salvación”. La “puerta estrecha”, de la que se habla, no es necesariamente la que nos introducirá un día definitivamente en el paraíso, sino la que nos permite entrar; ya desde esta vida, en el reino predicado por Cristo y vivir sus exigencias. Y que son pocos los que aceptan en esta vida tomar en serio las exigencias del Evangelio, es una cosa que podemos constatar nosotros solos, mirándonos a nuestro alrededor.
No olvidemos jamás: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4). Y para nuestro bien, Dios es suficientemente poderoso para realizar lo que quiere. Esta es una verdad absoluta, pero ¿realmente tenemos la conciencia de sabernos y sentirnos salvados? Si es así, entonces ¿por qué nos falta audacia y coherencia para vivir esa realidad de salvados? Sabernos salvados ha de impulsarnos a buscar ante todo el Reino de Dios y su justicia; a aspirar a los bienes del cielo y no a los de la tierra, a ser más fraternos. No podemos tranquilizar nuestra conciencia pensando que ya tenemos ganado el cielo.
Hay casos en que el asustar a alguno es un acto de caridad. Para que despierte de su mediocridad, y viva verdaderamente como hijo de Dios, como cristiano, como salvado.
La salvación es una cosa demasiado importante para ser abandonada a la casualidad, al libre albedrío, al cálculo de probabilidades, o irresponsablemente a la misericordia de Dios. Vencer en la lucha, luchando con las armas de Dios es una cuestión de vida eterna o de muerte eterna.
Puebla de Los Ángeles, 24 de agosto de 2019
Paz y Bien

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