"Venga pronto el reino de Dios".
19
de agosto
Venga pronto el reino de Dios; santifique a su Iglesia
este piadosísimo Padre; derrame abundantemente su misericordia sobre aquellas
almas que hasta ahora no lo han conocido. Destruya el reino de satanás; ponga
en evidencia, para confusión de esta bestia infernal, todas sus malas
artimañas; haga conocer a todas las almas las claves para engañar de este
triste cosaco. Este tiernísimo Padre ilumine las inteligencias de todos los
hombres y llame a sus corazones, para que los fervorosos ni se enfríen ni
reduzcan la marcha en los caminos de la salvación; los tibios se enfervoricen;
y aquellos que se le han alejado retornen a él. Disipe también y confunda a
todos los sabios de este mundo para que no combatan e impidan la propagación
del reino. En fin, que este Padre tres veces santo aleje de su Iglesia las
divisiones que existen e impida que se produzcan otras nuevas, para que haya un
solo redil y un solo Pastor. Centuplique el número de las almas elegidas; envíe
muchos santos y doctos ministros; santifique a los actuales y haga que, por
medio de ellos, retorne el fervor a todas las almas cristianas. Aumente el
número de los misioneros católicos, porque, todavía de nuevo, nos tenemos que
lamentar con el divino Maestro: «La mies
es mucha y los trabajadores son pocos».
(8 de marzo de 1915, a Anita Rodote – Ep. III,
p. 61)
Para que nosotros seamos promotores e impulsores del reino de Dios, es necesaria una genuina vida de Fe, caracterizada por un confiado abandono en el amor paterno y providente de Dios (cfr. Lc 12, 22-31), y de obediencia a su voluntad (cfr. Mt 6, 10), imitando a Cristo Señor. Esta es la protección más segura. La más bella victoria sobre el influjo de Satanás es la continua conversión de nuestra vida, que tiene una propia actuación especial y continua en el Sacramento de la Reconciliación, mediante el cual Dios nos libera de los pecados cometidos después de nuestro bautismo, nos dona nuevamente Su amistad, y nos confirma con su gracia para resistir a los ataques del Maligno. Siendo conscientes de todo esto recurrimos al encuentro de la Misericordia de Dios a través del perdón de nuestros pecados. Así nos convertimos en verdaderos hijos de Dios y vamos permitiendo que la santificación sea una realidad en nosotros.
Desde luego que la Fe exige una vigilancia atenta y dilatada; «Estad alertas. Vuestro enemigo, el diablo, como león rugiente va buscando a quien devorar» (1 Pe 5, 8). Dicha vigilancia es precisamente para contrarrestar en nuestra vida las insidias del Enemigo. Al ser vigilantes, estamos atentos a la acción del Espíritu Santo en nosotros y de esta manera nos fortalecemos para la lucha que tenemos que entablar diariamente. Es necesario pues avalar nuestra vida con nuestro testimonio, cada vez más comprometidos con el reino de Dios y su justicia. Es necesario que seamos verdaderamente conscientes de que estamos luchando contra las seducciones y tentaciones del maligno. «A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo.» (Concilio Vaticano ii,Gaudium et Spes, n. 37, 2). Por eso, es necesario permanecer íntimamente unidos a Jesucristo, para poder vencer constantemente en la batalla. Huyendo, evitando el pecado, que «es una ofensa a Dios: «Contra ti, contra ti solo he pecado, lo malo a tus ojos cometí» (Sal 51,6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse «como dioses», pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3,5). El pecado es así «amor de sí hasta el desprecio de Dios».» (CIC, 1850). Pero además todo pecado contra nuestros hermanos, es un pecado contra Dios. Así que estemos atentos, alertas, vigilantes, con la espada de la Fe siempre desenvainada para estar prestos a luchar. "No tengan miedo yo he vencido al mundo" (Jn 16,25-33)
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