Al momento el hombre quedó sanado


Todos ustedes, los que tienen sed, vengan por agua, dice el Señor; y los que no tienen dinero, vengan y beban con alegría (Cfr. Is 55,1)
Homilía Cuarto Martes de Cuaresma “A”
Ezequiel 47,1-9.12     Salmo 45      Juan 5,1-16



La lectura profética nos prepara a entender luego la escena del evangelio: el tema común es el agua que cura y salva, y por tanto, en el marco de la Cuaresma, el recuerdo de nuestro Bautismo. Las aguas que brotan del Templo, o sea, que vienen de Dios, lo purifican y lo curan todo a su paso, hacen que los campos produzcan fértiles frutos y que el mar muerto se llene de vida. Es un hermoso simbolismo que volveremos a escuchar en la Vigilia Pascual. Apunta, por una parte, con un recuerdo de añoranza, al paraíso inicial de la humanidad, regado por cuatro ríos de agua, y, por otra, al futuro mesiánico, que será como un nuevo paraíso.

Debido al clima árido de Palestina, las fuentes se consideran con frecuencia símbolos del poder vivificador de Dios. Por eso, a veces en las inmediaciones de una fuente se erigía un santuario. En la visión de Ezequiel, este poder de vida nueva mana del zaguán del mismo templo y fluyen hacia oriente, por donde regresó la Gloria del Señor a morar en medio del pueblo vuelto del destierro. Al principio, es un pequeño arroyo de agua insignificante, comparado con los grandes ríos mesopotámicos, pero va creciendo cada vez más y más hasta convertirse en un río navegable.

Es sugestivo el contraste entre la medida exacta y calculada siempre igual por el ángel y el crecer sin medida del agua, cuyo poder debe experimentar el profeta en su cuerpo (vv. 3b.4b). A él se le revela la extraordinaria fecundidad y eficacia de la fuente: llena de vegetación el territorio, sana el mar Muerto, hace que abunden los peces y que prosperen las gentes (v. 7-10); los árboles frutales dan cosechas extraordinarias: el agua que viene de Dios sana y fecunda la tierra que recorre.

El Nuevo Testamento recogerá y llevará a plenitud la simbología: Jesús es el verdadero templo del que brota el agua viva del Espíritu (Jn 7,38; 19,34) por medio de la regeneración con esta agua vivificante y medicinal (Jn 3,5). Jesús, salvación de Dios, decide atravesar los portales de la miseria humana que se reúnen junto a la piscina de Betesdá, en Jerusalén. Allí se encuentra con una en particular. Su palabra se dirige a ese pobre paralítico que lleva enfermo treinta y ocho años, casi toda su existencia. Después de tan larga espera, ¿qué puede pedir de bueno a la vida?

La pregunta aparentemente obvia de Jesús (v. 6) despierta la voluntad de este hombre y, por un simple mandato (v. 8), recobra la fuerza: carga con su camilla, compañera de tantos años de enfermedad, y camina llevándola consigo como testimonio de su curación.
Jesús renueva la vida, cosa que no podrían hacer los ritos supersticiosos, ni siquiera la Ley: quien se queda bloqueado en su interpretación literal, en la rigurosa observancia del sábado, es un paralítico del espíritu, un ciego de corazón. A diferencia de aquel enfermo, no quiere curarse y su rigidez se convierte en hostilidad.

En el templo, Jesús se encuentra con el hombre curado y le dirige la palabra clara y exigente (v. 14), de la que se desprende que hay algo peor que 38 años de parálisis: el pecado, con sus consecuencias. Jesús no quiere renovar la vida a medias: si no se nos libera de las ataduras del pecado, de nada nos sirve que se nos desentumezcan los miembros. Es una libertad por la que debemos optar cada día: "¿Quieres quedar sano?... No peques más”.


La piscina o el agua simbolizan la amable persona de nuestro Señor Jesucristo [...]. Bajo los pórticos de la piscina yacían muchos enfermos, y el que bajaba al agua después de ser agitada quedaba completamente curado.
Esta agitación y este contacto son el Espíritu Santo, que viene de lo alto sobre el hombre, toca su interior y produce tal movimiento que su ser, literalmente, se conmociona y se transforma completamente, hasta el punto de que le hastían las cosas que antes le agradaban o desea ardientemente lo que antes le horrorizaba, como el desprecio, la miseria, la renuncia, la interioridad, la humildad, la abyección, el distanciamiento de las criaturas.
Ahora constituye su mayor delicia. Cuando se produce esta agitación, el enfermo -esto es, el hombre exterior, con todas sus facultades, desciende interiormente al fondo de la piscina y se lava a conciencia en Cristo, en su sangre preciosísima. Gracias a este contacto, se cura con toda certeza, como está escrito: “Todos los que lo tocaban se curaban” (J. Taulero, Sermón del evangelio de Juan para el viernes después de ceniza).

La piscina de Betesdá tenía aguas medicinales. Pero a aquel pobre hombre paralítico nadie le ayudaba a llegar al agua. Cristo le cura directamente. No sin reacciones contrarias por parte de sus enemigos, porque este signo milagroso lo había hecho precisamente en sábado.
El agua, tanto la que anuncia poéticamente el profeta como la del milagro de Jesús, estará muy presente en la Noche de Pascua. De Cristo Resucitado es de quien brota el agua que apaga nuestra sed y fertiliza nuestros campos.
Su Pascua es fuente de vida, la acequia de Dios que riega y alegra nuestra ciudad, si le dejamos correr por sus calles. ¿Vamos a dejar que Dios riegue
nuestro jardín? El agua es Cristo mismo. Baste recordar el diálogo con la mujer samaritana
junto al pozo, en Juan 4: él es «el agua viva» que quita de verdad la sed. Si el profeta veía brotar agua del Templo de Jerusalén, ahora «el Cordero es el Santuario» (Ap 21,22) y de él nos viene el agua salvadora. La curación del paralítico por parte de Jesús es el símbolo de tantas y tantas personas, enfermas y débiles, que encuentran en él su curación y la respuesta a todos sus interrogantes.

El agua es también el Espíritu Santo: «si alguno tiene sed, venga a mí, y beba
el que crea en mí: de su seno correrán ríos de agua viva. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él» (Jn 7,37-39).
Dios, en la Pascua de este año, quiere convertir nuestro jardín particular, y el de toda la Iglesia, por reseco y raquítico que esté, en un vergel lleno de vida.
Si hace falta, él quiere resucitarnos de nuestro sepulcro, como lo hizo con su Hijo. Basta que nos incorporemos seriamente al camino de Jesús. Nos dejaremos curar por esta agua pascual? ¿de qué parálisis nos querrán liberar Cristo y su Espíritu este año? Pero, además, ¿ayudaremos a otros a que se puedan acercar a esta piscina de agua medicinal que es Cristo, si no son capaces de moverse ellos mismos («no tengo a nadie que me ayude»)?
Lo que dice el salmo se refiere a nuestra pequeña historia: «el correr de las acequias alegra la ciudad de Dios... teniendo a Dios en medio, no vacila». El agua salvadora de Dios es su palabra, su gracia, sus sacramentos, su Eucaristía, la ayuda de los hermanos, la oración. La aspersión bautismal de los domingos y sobre todo la de la Vigilia Pascual nos quieren comunicar simbólica y realmente esta agua salvadora del Señor.

«Del umbral del templo manaba agua,
y habrá vida dondequiera que llegue la corriente» (1“ lectura)
«Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza» (salmo)
«Y al momento el hombre quedó sano, tomó su camilla
y echó a andar» (evangelio)
«Que esta Cuaresma disponga el corazón de tus fieles
para celebrar dignamente el misterio pascual» (oración)

MEDITATIO
Sentado en los límites de la esperanza, sin poder comprometerse con la vida, desilusionado de los demás y con frecuencia también de la religión: así es el hombre de hoy, de siempre, al que Cristo viene a buscar allí donde se encuentra, paralizado por el sufrimiento, el pecado o por distintas circunstancias. Jesús sencillamenle pregunta: "¿Quieres curarte?". Pregunta obvia, quizás, exige una respuesta personal que renueva interior mente y hace sentir la gran dignidad del hombre: su libertad y responsabilidad. Luego, sencillamente, dice: “Levántate: echa a andar...”. No por medio de ritos vacíos o por no sé qué agua milagrosa, sino por el poder de la Palabra de Dios que recrea, rompe las ataduras que aprisonan. No es nada la parálisis del cuerpo: hay ataduras mucho peores que atan el corazón al pecado. Por esta razón, Cristo ha dejado a la Iglesia la eficacia de su Palabra y la gracia que brota como un río de su costado abierto: agua viva del baño bautismal, que regenera renueva al pecador; agua viva de las lágrimas del arrepentimiento, que suscita el Espíritu para absolver de todo vínculo de culpa al penitente; sangre derramada por aquel que fue perseguido a muerte por haber traído al mundo la salvación de Dios.

ORATIO
Ven, Señor Jesús a buscar a todo el que yace con el ánimo abatido, en la enfermedad de sus miembros, en la desesperación del pecado oculto. Ven a buscarme también a mí. Acércate a nosotros, oh Cristo, vuélvete a nosotros, uno por uno, para que en cada uno resuene la pregunta: "¿Quieres curarte?". Pídemelo también a mí.
Ven a sumergirnos, Señor, en el profundo abismo de tu amor, que brota de tu corazón abierto como un río y corre, inagotable y potente, atravesando y renovando tiempos y espacios para desembocar en el Eterno. Ya me purificaste en la fuente bautismal: haz que viva fielmente en conformidad a los dones recibidos. Que pueda cada día cancelar las culpas cometidas con el agua de mis lágrimas: que me abran a la gracia del perdón nunca merecido, siempre humildemente implorado. Libre del pecado que me inmoviliza en una existencia carente de sentido, que pueda caminar anunciando que en ti todos pueden volver a encontrar la vida y sentirse hermanos.

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