Se transfiguró delante de ellos.


SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA “C”



Génesis 15,5-12. 17-18;         Filipenses 3,17- 4,1     Lucas 9,28b-36

Queridos hermanos la liturgia de hoy nos presenta la realidad de lo que todos podemos llegar a ser cuando verdaderamente nos acercamos a Dios y permitimos que el Espíritu Santo actúe en nosotros. Nuestra vida, nuestra historia de salvación pueden cambiar. Pero es necesario voltear a ver a Dios, dejar entrecruzar su mirada con la nuestra, y olvidarnos un poco de la mirada de los hombres, y de las pobres aspiraciones que mueven nuestros pensamientos y nuestros sentimientos, nuestros proyectos y nuestra vida.
Solamente así lograremos ser testigos de la “Gloria de Dios”, solamente estando atentos a la teofanía manifestada en Jesucristo podremos descubrir lo que nos espera después del camino de la cruz que hemos iniciado el miércoles de ceniza.
Mis queridos hermanos y hermanas: Jesús en el Tabor aparece como un “nuevo hombre”. Se le percibe como a alguien que se le conoce, pero de otra manera, de la forma común. Y al mismo tiempo se le descubre como un “hombre nuevo”. Aquel que tras el tremendo anuncio de La Pasión sabe que le espera la gloria de Dios. Por eso Jesús, se deja ver por sus discípulos que le acompañaban como un hombre resplandeciente, lleno de luz. ¡Transfigurado!
Este es precisamente el mensaje de San Pablo a los Cristianos de Filipos que acabamos de escuchar y que hoy tiene mucha importancia para nosotros. Porque pareciera que el mundo actual, incluyendo a muchos que se dicen cristianos, reniegan de la cruz de Cristo. Como si la cruz fuera un instrumento de condenación o de desgracia, no hermanos ¡no! La cruz es un instrumento de salvación, es verdad que no vamos a quedarnos en ella, pero también es verdad que de ella brota la vida. Nuestro destino definitivo no es la cruz, sino la gloria, no es un cuerpo corruptible y mortal sino un cuerpo incorruptible, transfigurado por la resurrección. Como garantía de que será así, tenemos a Jesucristo, Señor y Salvador. Este es el sentido último de la transfiguración además de dejar entrever la Gloria del Padre, que por medio de los testigos, es decir: de Pedro, de Santiago y de Juan, nosotros entendamos hacia dónde nos conducimos, y en consecuencia vivamos una vida siempre orientada a vivir eternamente en el Reino de Dios. Por eso, constantemente hemos de emprender nuestro camino que nos conduce a ser hombres nuevos.
También Abraham en la primera lectura se nos presenta como un “hombre nuevo”, capaz de creer en las promesas de Dios, que por lo demás, siempre se cumplen. La vida de Abraham no se presenta como ajena al mundo humano, pero sí es verdad, que Abraham destaca como alguien que realmente escuchó a Dios Dios nos habla, y su Palabra, cuando es escuchada, hace que fijemos nuestra mirada en Él, ¡sí en Él que es la meta de nuestra peregrinación terrena! Nuestra verdadera patria está en el cielo; hacia allí debemos orientar el corazón y dirigir resueltamente los pasos de nuestro camino empedrado con las decisiones que vamos tomando día a día. La llamada de Dios es absolutamente sorprendente, por dos razones: porque es un llamamiento a dejar la vida anterior, y porque constituye una invitación a una nueva relación que se ha de basar enteramente en la confianza. la llamada incluye además una promesa y una bendición. contiene cinco puntos capitales que proporcionan el esbozo temático de todo lo que sucederá después en la historia de este pueblo, al menos hasta los tiempos del rey David: 1. Te mostraré una tierra. 2. Te convertiré en una gran nación. 3. Serás bendecido y te convertirás en fuente de bendición. 4. Bendeciré a tus amigos, y maldeciré a tus enemigos. 5. Otras naciones se beneficiarán de tu bendición. 
Cada día el Señor nos saca de nuestras falsas seguridades, en las que en vano buscamos tranquilidad y satisfacción. Para dejar brillar las estrellas sobre nosotros y en medio de la oscuridad y de las tinieblas susurrarnos al oído: No temas Yo estoy contigo, no te abandonaré jamás; sí como a Abrahán, como a Israel, también a Ti te dice: Te he sacado para darte la vida plena, la alegría, la esperanza, la fortaleza, y el Reino que es tuyo desde siempre si Tú lo quieres. Dios promete a tu fe una recompensa incalculable, y si aceptas vivir un éxodo constante, una aventura nunca acabada aquí abajo, que exige siempre nuevas separaciones y desapegos para seguir la llamada del Señor a gustar desde ahora lo que te promete.
El acontecimiento de la Transfiguración de Jesús no es un hecho del pasado, no se ha de convertir en nosotros en un simple recuerdo, o peor aún, en un simple relato leído y releído cada vez que toca proclamarlo en la liturgia. ¡No! Este es precisamente el peligro de caer en la rutina, en el cumplimiento. No olvidemos que la Palabra de Dios tiene poder y cada vez que la escuchamos, si verdaderamente estamos atentos y bien dispuestos nos toca el corazón. Ciertamente, en el momento histórico de la transfiguración fuero Pedro, Juan y Santiago los testigos, pero hoy puedes ser testigo Tú, puedo ser testigo yo puedo ser testigo, porque el Evangelio no ha sido escrito solamente para ser leído, sino para ser revivido cada vez que lo leemos o lo proclamamos.
Una ve, Jesús se transfiguró sobre el monte ante sus discípulos: “El aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos”. La Transfiguración está cargada de un gran significado teológico. Es una confirmación de la encarnación. En el cuerpo de Jesús, semejante en todo al nuestro, se esconde la gloria de la divinidad ¡qué misterio! Es un anticipo de la gloria de la resurrección; es un antídoto al escándalo de la cruz; muestra, en fin, que Jesús es la consecución y la plenitud de la Ley (Moisés) y de los profetas (Elías). Nada más y nada menos que quienes estuvieron presentes en tremendo acontecimiento.
Pero no fue sólo eso. Cristo vino a abrirnos el camino y hoy nos deja entrever lo que será el cumplimiento en su faz transfigurada por la oración y por la presencia de Dios. La transfiguración fue, también, una maravillosa experiencia de alegría. Jesús aquel día fue feliz, estuvo en éxtasis. Se le había revelado el camino de la cruz. su vía crucis, y por eso estaba triste, desorientado. Pero ahora Dios mismo lo reconforta y le recuerda que no está solo. Que el camino de la cruz, del sufrimiento, del dolor de la soledad, de la ignominia es simplemente pasajero, momentáneo, en cambio la gloria es para siempre. Esto Jesús lo sabe bien, pero como hombre experimentó la desolación, la aparente apatía de Dios. Sin embargo, en la transfiguración Dios vuelca toda su gloria para que sea contemplada desde aquí, desde la tierra.
¡Hermanos! Jesús no necesitó de ninguna droga ni de nada por el estilo para trascender, simplemente fue necesario poner su espíritu en sintonía con el Espíritu del Padre Dios que es luz y que vive en la luz. La luz, es precisamente el signo de la alegría de Jesús. La luz que lo envuelve no es como la de Moisés en el Sinaí, ni tampoco como la de Saulo en el camino de Damasco; la luz de Jesús no le viene desde el exterior, sino desde dentro. Jesús brilla con luz propia y no reflejada.
No es como la luz de los escenarios que hace que los artistas brillen no con una luz propia, no con una luz interior, no con una luz auténtica, sino superficial, luz de neón cuyos colores sacan a muchos de la realidad, metíendolos en un campo de concentración, donde todos se dejan llevar por lo que hacen los demás, perdiendo así su propia libertad, su alegría, su dignidad y el autodominio de sí mismo. Estos son los escenarios mundanos, los que convierten a mucha gente en títeres para luego hacer con ellos presa fácil de todo tipo de vicios.
Jesús brilla con luz propia y no reflejada, con luz digna y no superficial. Por eso “Este es mi Hijo, amado, en quien me complazco; escúchenlo”: la alegría del abrazo trinitario mana ahora en Jesús, incluso como hombre. El Espíritu Santo, significado en la nube luminosa, nos descubre lo más hondo del misterio de la Trinidad que es comunión fraterna y alegría en el don. Ya lo decíamos antes haciendo alusión a la segunda lectura, todos en comunión estamos llamados a transfigurarnos porque “Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso”.  
El Tabor es una puerta abierta sobre nuestro futuro; nos asegura que la opacidad de nuestro cuerpo un día se transformará también en luz; pero, es además un reflector que apunta sobre nuestro presente; pone a la luz lo que es ya ahora nuestro cuerpo, por debajo de sus miserables apariencias, es el templo del Espíritu Santo.
El texto de la Transfiguración nos invita, por lo tanto, a reflexionar sobre nuestro cuerpo. El cuerpo, para la Biblia, no es un apéndice del ser humano, que haya que descuidar, ni tampoco auto-idolatrar, sino que es una parte integrante. El hombre no tiene cuerpo, es un cuerpo. El cuerpo ha sido creado directamente por Dios, hecho y plasmado con sus mismas “manos”; ha sido asumido por el verbo en la encarnación y santificado por el Espíritu Santo en el bautismo. El hombre bíblico permanece entusiasmado frente al esplendor del cuerpo humano. El salmista canta: “Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias, porque me has formado portentosamente, porque son admirables tus obras (Salmo 139,13-14). Entre todas las obras de la creación de Dios ninguna aparece más maravillosa que el cuerpo humano.
Por lo tanto, el cuerpo está destinado a compartir eternamente la misma gloria del alma.
El misterio de la Transfiguración de Jesús nos recuerda y nos confirma algo inmensamente importante: la transfiguración de nuestro cuerpo ya no tendrá lugar más sólo “en el último día”, en la “resurrección de la carne”, ya que puede tener lugar cada día. ¿Cómo? ¡En la oración! ¿Por qué aquel día Jesús subió al monte? ¿Para transfigurarse? Ni siquiera pensaba en ello, subía tantas veces; la de hoy fue una sorpresa que el Padre celestial le tenía guardada. “Subió al monte para orar” y “mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos”.
Cada persona, que entra en oración profunda, se transfigura. Lo podemos ver en el rostro de las personas orantes. Al mismo tiempo, no hemos de olvida que existe un lugar muy importante en el cual podemos ser testigos cada día de la transfiguración de Jesús, un Tabor sobre el que todos, si queremos podemos subir cada día: la Eucaristía. La hostia blanca, que el sacerdote eleva después de la consagración, es él mismo transfigurado. Allí se oye todavía la voz del Padre que dice: “¡Escúchenlo!”. Qué importante es celebrar la Eucaristía en clima de oración. Allí sucede la transfiguración de la cual todos podemos ser testigos si verdaderamente la celebramos.
Ahora Pedro, Santiago y Juan conocen verdaderamente a Jesús. Hasta ahora solamente conocían el aspecto externo de Jesús, un hombre igual a ellos, del que conocían su proveniencia, sus costumbres, el timbre de su voz... Llegó el momento, y ahora conocen a otro Jesús, al verdadero Jesús, al Nuevo Hombre, a aquel al que no se le ve con los ojos de todos los días, a la luz normal del sol, sino que este conocer al verdadero Jesús es fruto de una revelación imprevista. De un cambio, de una transformación. De un gran regalo. Queridos hermanos y hermanas, dejemos también nosotros que la Luz que viene de lo alto irrumpa en nuestros corazones, en nuestras zonas de oscuridad y dejémonos transfigurar por Dios en la presencia de Jesús Eucaristía, y que nuestro corazón anhele profundamente permanecer siempre en su presencia. Que María, la Madre del Amor nos acompañe hasta el Altar para ser testigos de la transfiguración de su Hijo por medio de la acción del Espíritu Santo y por las palabras del Sacerdote, ahora, en la Eucaristía.

Oh Cristo, icono de la majestuosa gloria del Padre, belleza incandescente por la llama del Espíritu Santo, luz de luz, rostro del amor; dígnate hacernos subir a tu presencia en el monte santo de la oración. Fascinados por tu fulgor en la Eucaristía, hagamos de nuestro corazón templos de tu Majestad Trinitaria para mayor gloria tuya y bien de nuestros hermanos. Amén.
Fray Pablo Jaramillo, OFMCap.
Puebla de Los Ángeles
7 de marzo de 2020.

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