¿Qué es, padre mío, lo que siento?


3 de marzo

A veces me pregunto si habrá almas que no sientan arder el pecho con el fuego divino, especialmente cuando se encuentran ante él, en el sacramento. Esto me parece imposible, sobre todo si se trata de un sacerdote, de un religioso. Quizás las almas que afirman que no sienten este fuego, no lo sienten porque tal vez su corazón es más grande. Sólo con esta benigna interpretación me es posible no aplicarles el vergonzoso calificativo de mentirosos.
Hay momentos en que se me presenta a la mente la severidad de Jesús, y es entonces cuando sufro amargamente; me pongo a considerar sus bromas y esto me llena de gozo. No puedo no abandonarme a esta dulzura, a esta felicidad… ¿Qué es, padre mío, lo que siento? Tengo tanta confianza en Jesús que, incluso si viera el infierno abierto ante mí y me encontrara a la orilla del abismo, no desconfiaría, no me desesperaría, confiaría en él.
Tal es la confianza que me inspira su mansedumbre. Cuando me pongo a considerar las grandes batallas contra el demonio que, con la ayuda divina, he superado, son tantas que no es posible contarlas.
¡Quién sabe cuántas veces mi fe habría vacilado y mi esperanza y mi caridad se habrían debilitado, si él no me hubiera tendido la mano; y mi intelecto se habría oscurecido, si Jesús, sol eterno, no lo hubiera iluminado!
Reconozco también que soy del todo obra de su infinito amor. Nada me ha negado; más aún, tengo que manifestar que me ha dado más de lo que le he pedido.
 (3 de diciembre de 1912, al P. Agustín de San Marcos in Lamis – Ep. I, p. 316)

Muchas veces la dureza de corazón van haciendo que la persona se vaya cerrando cada vez más a la gracia y a la misericordia de Dios. Pero cuando la persona se da cuenta que cuánto más lejos está del Divino Amor más infeliz es, pronto corre presurosa a los brazos del amado Jesús.
Dios acoge al alma que en él confía, y prontamente le hace sentir en la mente, la voluntad y el corazón la destreza de su amor. Un amor que poco a poco se va haciendo más vivo, más palpable incluso a los sentidos del cuerpo, hasta que llega el momento en el que Dios mismo vacía todo el amor de su corazón, en el corazón de la persona amada. Evidentemente, es imposible que el Amor de Dios quepa en el pobre corazón humano, sin embargo, el corazón de la persona se siente tremendamente abrasado, incendiado, casi calcinado, pero sin morir, sin ser extinguido.
¿Cuándo llega este momento? Solamente Dios mismo lo sabe porque Él y solamente Él poco a poco va preparando el corazón de la persona, hasta que este corazón se va convirtiendo en morada del Amor de Dios.
¡Oh incendio incandescente!
Presencia del Amor Divino
Que abrasando mi corazón
Me conduces al Camino
Sin saber por dónde voy
Sigo las huellas sangrantes
De Aquel Divino Andante
Que antes empezar a caminar
Me lo encuentro  como viandante.
Paz y Bien
Fray Pablo Jaramillo, OFMCap.
Puebla de Los Ángeles, 3 de marzo de 2020

 

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