La Anunciación del Señor
Alégrate,
llena de gracia
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MARZO: ANUNCIACIÓN DEL SEÑOR
Isaías
7, 10-14; Hebreos 10,4-10; Lucas 1, 26-38
La
fiesta de hoy se llama la «Anunciación del Señor», no la de María, porque en
este caso el objeto del anuncio, Cristo, es más importante que el sujeto que lo
recibe.
Dedicamos
de inmediato nuestra atención a la espléndida página evangélica de hoy.
Entrando en presencia de María, el ángel le dijo:
«Alégrate,
llena de gracia, el Señor está contigo».
En la
gracia está la identidad más profunda de María. Poco después el ángel dirá de
nuevo:
«No
temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios».
María,
en la Anunciación, es la proclamación viviente de que al inicio de todo, en las
relaciones entre Dios y las criaturas, está la gracia. También, Dios es
presentado en la Biblia como el «lleno de gracia» (cfr. Éxodo 34, 6). Dios está
lleno de gracia en sentido activo, como aquel que llena de gracia; María (y con
ella toda criatura) está llena de gracia en sentido pasivo, esto es como la que
está rellenada o saturada de gracia.
De
esta misteriosa gracia de Dios, María es un icono viviente. Hablando de la
encarnación, san Agustín dice: «En base a esta cosa, ¿la humanidad de Jesús ha
merecido ser asumida por el Verbo eterno del Padre en la unidad de su persona?
¿Qué obra suya precedió a esto? ¿Qué había hecho antes de este momento, qué
había
creído o pedido para ser enaltecida a tan inefable dignidad?
Busca
el mérito, busca la justicia, reflexiona y mira si encuentras otra cosa más que
gracia» (cfr. Predestinación de los santos 15,30: Sermón 185,3).
Estas
palabras arrojan una luz singular también en la persona de María. De ella se
debe decir con mayor razón: ¿Qué había hecho María para merecer el privilegio
de dar su humanidad al Verbo? ¿Qué había creído, pedido, esperado o sufrido,
para manifestarse al mundo santa e inmaculada? ¡Busca, también aquí, el mérito,
busca la justicia, busca todo lo que quieras, y mira si encuentras en ella, al
inicio, algo más que la gracia! María puede hacer suyas en toda verdad las
palabras del Apóstol y decir: «Por la gracia de Dios soy lo que soy» (1
Corintios 15, 10). En la gracia reside la completa explicación de María, su
grandeza y su belleza.
Pero,
¿qué es la gracia? El significado más común es el de belleza, fascinación,
amabilidad (de la misma raíz de charis, gracia, proviene la palabra carme y en
francés charme). Pero, este no es el único significado. ¿Cuando decimos de un
condenado a muerte, que ha sido agraciado, que ha obtenido la gracia,
pretendemos quizás decir que ha obtenido la belleza y la fascinación?
Ciertamente, no; pretendemos decir que ha recibido el favor, la condonación de la
pena. Esto es, más bien, el significado primordial de gracia.
También,
en el lenguaje de la Biblia se nota el mismo doble significado. «Concedo mi
gracia a quien quiero y tengo misericordia con quien quiero» (Éxodo 33, 19).
Aquí es claro que gracia tiene el significado de favor absolutamente gratuito,
libre y sin motivo.
Junto
a este significado principal en la Biblia se hace luz también otro significado,
en el que gracia indica una cualidad inherente a la criatura, tal vez vista
como efecto del favor divino, y que la hace bella, atrayente y amable. Así, por
ejemplo, se habla de la gracia que «en tus labios se derrama», esto es la del
esposo real que por
ello
es el más bello entre los hijos del hombre (cfr. Salmo 45, 3).
Si
volvemos ahora a María, nos damos cuenta que en el saludo del ángel, se
reflejan puestos a la luz todos los dos significados de gracia. María ha
encontrado gracia, esto es favor, para con Dios; ella está llena del favor
divino. ¿Qué es la gracia, que han encontrado a los ojos de Dios, Moisés, los
patriarcas o los profetas en comparación a la que ha encontrado María? ¿Con
quién el Señor ha estado más dadivoso que «con ella»? En ella Dios no ha estado
sólo por fortaleza y por providencia, sino también en persona, por precencia.
Dios no le ha dado sólo su favor a María, sino que se ha entregado todo él
mismo en el propio Hijo. «¡El Señor está contigo!>>: dicho de María, esta
frase tiene un significado distinto que en cualquier otro caso.
En
consecuencia de todo esto, María está llena de gracia, también, en el otro
significado. Es bella, con aquella belleza que llaman santidad; toda bella
(tota pulcra), la llama la Iglesia con las palabras del Cántico (cfr. Cantar de
los Cantares 4, 1). Esta gracia, consistente en la santidad de María, tiene
también en ella una característica, que la pone por encima de la gracia de toda
otra persona, bien sea del Antiguo como del Nuevo Testamento. Es una gracia
incontaminada. La Iglesia expresa esto con el título de Inmaculada.
Tal
gracia de Dios, de la que María está totalmente colmada, es también ella una
«gracia de Cristo» (gratia Christi). Es la «gracia de Dios dada en Cristo
Jesús» (cfr. 1 Corintios 1,4), esto es, el favor y la salvación que Dios
concede ya a los hombres a causa de la muerte redentora de Cristo. María está
acá de la gran cresta de la montaña, no alla; ella no está bañada por las
aguas, que descienden del monte Moria o del monte Sinaí, sino de las que
descienden del monte Calvario. Su gracia es gracia de la nueva alianza.
La primera
cosa que la criatura debe hacer en respuesta a la gracia de Dios, según nos
enseña san Pablo, es dar gracias: «Doy si cesar por ustedes, a causa de la
gracia de Dios»
(1
Corintios 1, 4). A la gracia de Dios deben seguir las gracias del hombre. Dar
gracias no significa restituir el favor o dar la compensación. ¿Quién podría
dar la indemnización de algo? Dar gracias significa más bien reconocer la
gracia, aceptar la gratuidad. Por esto, es un planteamiento religioso muy
fundamental. Dar gracias significa aceptarse como deudores, como dependientes;
dejar
que Dios sea Dios.
Y esto
es lo que María ha hecho con el Magnificat: «Proclama mi alma la grandeza del
Señor... porque el Poderoso ha hecho
obras
grandes por mí» (Lucas 1,46. 49). La lengua hebrea no conoce una palabra
especial, que signifique dar gracias o acción de gracias. Cuando quiere
agradecer algo a Dios, el hombre bíblico se
pone a
alabarlo, exaltarlo, a proclamar sus maravillas con gran entusiasmo. Quizás,
también por esto, en el Magnificat no encontramos la palabra agradecer, pero
encontramos magnificar, exultar. Si no existe la palabra, existe, sin embargo,
el correspondiente sentimiento. María restituye su poder en verdad a Dios;
mantiene en la gracia toda su gratuidad.
El
icono, que expresa mejor todo esto, es el de la Panaghia o Tuttasanta, que se
venera especialmente en Rusia. La Madre de Dios está erguida de pie, con los
brazos levantados, en un diseño de total apertura y acogida. El Señor está «con
ella» bajo la forma de
un
niño real, visible, por transparencia, en el centro de su pecho. Su rostro es
todo sorpresa, silencio y humildad, como si dijese: «¡Mirad qué ha hecho de mí
el Señor, el día que ha vuelto su mirada a su sierva la humilde!» Es el icono,
que expresa más completamente el misterio de la Anunciación. Recoge a la Virgen
en el instante después de que ha dicho:
«Aquí
está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra».
Pero,
ha llegado el momento de recordarnos que María es «figura de la
Iglesia>>. También para nosotros, al inicio de todo, es la gracia, la
libre y gratuita elección de Dios, su inexplicable favor, su venirnos al
encuentro con Cristo y dársenos a nosotros por puro amor. También, la Virgen
Madre, que es la Iglesia, ha tenido su <<anunciación». Al inicio de sus
cartas, los apóstoles saludan siempre a los creyentes con palabras semejantes a
las del ángel a María.
«La
gracia y la paz de Dios, nuestro Padre y del Señor Jesucristo
esté
con vosotros» (cfr. Romanos 1,7; 1 Corintios 1,3; 2 Corintios1.2; Gálatas 1, 3;
etc.). Gracia y paz no contienen sólo un deseo, sino también una noticia; el
verbo se sobreentiende que no es sólo
que sea,
sino también que es. Os anunciamos que estáis en la gracia, esto es en
el favor de Dios; que ¡hay paz y benevolencia para vosotros por parte de Dios a
causa de Cristo! Pablo, sobre todo, no se cansa nunca de anunciar a los
creyentes la gracia de Dios y de suscitar en ellos un vivo sentimiento. Él
considera como un deber, que le ha sido confiado por Cristo, el de «dar
testimonio del mensaje de la gracia de Dios» (cfr. Hechos 20, 24).
Para
volver a encontrar la carga de la novedad y del consuelo,encerrada en este
anuncio, sería necesario volver a tener un oído virgen, semejante al de los
primeros destinatarios del Evangelio. El hombre pagano buscaba desesperadamente
una vía de salida del
sentido
de condena y de alejamiento de Dios en el que se debatía en un mundo
considerado una prisión y la buscaba en los más distintos cultos y filosofías.
Pensemos, para hacernos una idea, en un condenado a muerte, que desde hace años
vive en una incertidumbre opresora, que se estremece de miedo ante cualquier
rumor de pasos fuera de la celda. ¿Qué produce en su corazón la imprevista llegada
de una persona amiga que, agitando un folio de papel, le grita: «¡Gracia, gracia!¡Has
obtenido la gracia!?» Nace en él, de
golpe,
un sentimiento nuevo; el mundo mismo cambia de aspecto y él se siente una
criatura renacida. Un efecto semejante debían producir, en quien las escuchaba,
las palabras del Apóstol: «Ninguna condenación pesa ya sobre los que están en
Cristo Jesús» (Ro manos 8,1).
También
para la Iglesia, como para María, la gracia representa el núcleo profundo de su
realidad y la raíz de su existencia; esto es, para quien es el que es. También,
ella por lo tanto debe confesar: «Por la gracia de Dios soy lo que soy» (1
Corintios 15, 10).
María,
en consecuencia, en el misterio de la Anunciación recuerda y proclama a la
Iglesia, ante todo, esto: que todo es gracia.
La
gracia es el distintivo del cristianismo, en el sentido de que éste se
distingue de toda otra religión por la gracia. Desde el punto de vista de las
doctrinas morales y de los dogmas o de las obras cumplidas, para quienes se
adhieren, pueden ser semejantes y equivalentes, al menos parciales. Las obras
de tales seguidores de otras
religiones
pueden ser hasta mejores que las de muchos cristianos.
Lo que
las hace diferentes es la gracia, porque la gracia no es una doctrina o una
idea, sino que es ante todo una realidad, y como tal o es o no es. La gracia
decide sobre la cualidad de las obras y de la vida de un hombre: esto es, si
ellas son obras humanas o divinas, temporales o eternas. En el exterior,
todos los alambres de cobre
son iguales. Pero,
si dentro de uno de ellos pasa la corriente eléctrica, entonces ¡qué diferencia
respecto a todos los demás! Tocándolo, se siente la sacudida, lo que no tiene
lugar con todos los demás hilos aparentemente iguales.
La más
grande herejía y estupidez del hombre sería pensar no hacer caso de la gracia.
En la cultura tecnológica, en la que vivimos, asistimos a la exclusión de la
idea misma de la gracia de Dios en la vida humana. Es el pelagianismo radical
de la mentalidad moderna. Pero, si la gracia es lo que hace la estima del
hombre, lo
que
por lo cual él se eleva por encima del tiempo y de la corrupción, ¿qué es un
hombre sin gracia o que rechaza la gracia? Es un hombre «vacío». Nosotros
estamos justamente impresionados por las diferencias estridentes existentes
entre ricos y pobres, entre saciados y con hambre; pero, no nos preocupamos de
una diferencia infinitamente más dramática: la que hay entre quien vive en
gracia de Dios y quien vive sin gracia de Dios.
El
anuncio de la gracia contiene una gran carga de consuelo y de valentía. María
es invitada por el ángel a «alegrarse» a causa
de la
gracia y a «no temer» a causa de la misma gracia. Y, tam bién nosotros estamos
invitados a hacer lo mismo. La gracia es la razón principal de nuestra alegría.
En la lengua griega, en que
fue
escrito el Nuevo Testamento, al inicio, las dos palabras gracia (charis) y
alegría (charà) casi se confundían: la gracia es lo que da alegría. La gracia
es, también, la razón principal de nuestro coraje. A san Pablo, que se
lamentaba por la espina de la carne,
que
llevaba encima, ¿qué le responde Dios? Responde: «Te basta mi gracia» (2
Corintios 12,9).
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