El Señor se arrepintió del mal que le quería hacer a su pueblo


El Señor se arrepintió 
del mal que le quería hacer a su pueblo
Homilía Cuarto jueves de Cuaresma "A" 
Éxodo 32,7-14 Salmo 105 Juan 5,31-47

Dios acaba de establecer su alianza con Israel, confirmándola con una solemne promesa (cf. Ex 24,3). Moisés todavía está en el monte Sinaí en presencia del Señor, donde recibe las tablas de la Ley, documento base de la alianza. Pero el pueblo ya ha cedido a la tentación de la idolatría: se construye un becerro de oro, obra de manos humanas, y se atreve a adorarlo como el Dios que le ha librado de la esclavitud de Egipto (v. 8).

Dios montó en cólera (las características antropomórficas con las que se describe a Dios en este episodio atestiguan la antigüedad del fragmento). Sin duda, informó a Moisés de lo acaecido (v.7): se ha roto la alianza. Es un momento trágico: Dios está a punto de repudiar a Israel, sorprendido en flagrante adulterio.
Aunque Moisés, jefe del pueblo, permaneció fiel. ¿Le
rechazará también el Señor? No, pero se pondrá a prueba su fidelidad. ¿Cómo? Mientras el Señor amenaza con destruir al pueblo, propone a Moisés comenzar con él una nueva historia y le promete un futuro rico de esperanza (v. 10). Moisés no cede a la “tentación”. Ha recibido la misión de guiar a Israel hacia la tierra prometida y no abandona al pueblo. Como en otro tiempo Abrahán (cf. Gn 18), intercede poniéndose como un escudo entre Dios y el pueblo pecador. Con su súplica, trata de "dulcificar el rostro del Señor" (v. 11). Su angustiosa oración, en la que recuerda al Señor las promesas hechas a los patriarcas, es tan ardiente que llega al corazón de Dios.

Es Moisés el que aparece como lazo de unión entre las dos lecturas y como figura de Cristo Jesús. Moisés intercediendo por su pueblo, pero siendo fiel a Dios, y Jesús caminando a la cruz para entregar su vida por la salvación de todos, igual siendo fiel a Dios, pero cumpliendo su misión.
El diálogo entre Yahvé y Moisés es entrañable. Después del pecado del pueblo, que se ha hecho un becerro de oro y le adora como si fuera su dios
(pecado que describe muy bien el salmo de hoy), Yahvé habla a Moisés distanciándose del pueblo: «se ha pervertido tu pueblo, el que sacaste de
Egipto... Este pueblo es de dura cerviz: déjame que mi ira se encienda contra él».

Pero Moisés le da la vuelta a esta acusación, tomando la defensa de su pueblo ante Dios: «¿por qué se va a encender tu ira contra tu pueblo, que sacaste
de Egipto»? No es el pueblo de Moisés, sino el de Dios. Ése va a ser el primer argumento para aplacar a Yahvé. Además, le recuerda la amistad de los grandes patriarcas, para que perdone ahora a sus descendientes. También utiliza otra razón: se van a reír los egipcios si ahora el pueblo perece en el desierto.

Yahvé, además, había puesto una especie de «trampa» a Moisés: al pueblo le va a destruir, pero «de ti haré un gran pueblo». Moisés no cae en la tentación: se pone a defender al pueblo. Hoy no lo leemos, pero más adelante le dice a Dios que si no salva al pueblo, le borre también a él del libro de la vida.

El autor del Exodo parece como si atribuyera a Moisés un corazón más bondadoso y perdonador que a Yahvé. Y concluye: «y el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo».
Queridos hermanos y hermanas. La primera lectura nos interpela en una dirección interesante: ¿se puede
decir que nosotros tomamos ante Dios la actitud de Moisés en defensa del pueblo, de esta sociedad o de esta Iglesia concreta, de nuestra comunidad, de
nuestra familia o de nuestros jóvenes? ¡intercedemos con gusto a través de nuestra oración por nuestra sociedad actual, por pecadora que nos parezca? Recordemos esa postura de Moisés: mientras rezaba a Dios con los brazos en alto, su pueblo llevaba las de ganar en sus batallas. Hoy estamos en una batalla campal, donde perder una tregua significa mucho. No podemos bajar la guardia, no podemos confinarnos a nuestras cuatro paredes y olvidarnos de los demás. Estamos llamados hoy a transformar el mundo desde dentro. Es decir, desde nuestro corazón ¿cómo? Renovando nuestra confianza plena, absoluta, fiel y humilde con Dios. Siendo testigos del Amor de Dios en nuestras casas, en nuestros hogares, para que cuando el Señor nos conceda la gracia de salir nuevamente a nuestras taresa, a nuestras faenas, podamos salir renovados, como salieron Noé y todos los que le acompañaban en el Arca.
Cuando en la Misa presentamos en presencia de Dios las carencias, los dolores, los sugrimientos, los problemas de nuestro mundo. Lo deberíamos hacer con convicción y con amor. Amamos a Dios y la instauración de su Reino. Amamos a nuestros hermanos y nuestra “casa omún”, y por eso nos duele la situación de falta de fe del mundo de hoy. Pero a la vez amamos a nuestros hermanos de todo el mundo, y principalmente de los que están cerca de nosotros, de los que tenemos al lado, por eso nos preocupamos de su bien. Como Moisés, que sufría por los fallos de su pueblo, pero a la vez lo defendía y se entregaba por su bien.
En el evangelio continúa el discurso apologético de Jesús como réplica a las acusaciones de los judíos después del milagro de la piscina y de la reacción de sus enemigos.
Les echa en cara que no quieren ver lo evidente. Porque hay testimonios muy válidos a su favor: el Bautista, que le presentó como el que había de venir:
las obras que hace el mismo Jesús y que no pueden tener otra explicación sino que es el enviado de Dios; y también las Escrituras, y en concreto Moisés, que
había anunciado la venida de un Profeta de Dios.
Pero ya se ve en todo el episodio que los judíos no están dispuestos a aceptar este testimonio: «yo he venido en nombre de mi Padre y no me recibieron»,
«Los conozco y sé que el amor de Dios no está en ustedes».
Si Moisés excusaba a su pueblo, ahora no podría hacerlo con los que no creen en Jesús: les acusaría claramente. Todavía es más apremiante el ejemplo del mismo Jesús en su camino
a la Pascua. A pesar de la oposición de las personas que acabarán llevándole a la muerte, él será el nuevo Moisés, que se sacrifica hasta el final por la humanidad.
Ciertamente nosotros somos de los que sí han acogido a Jesús y han sabido interpretar justamente sus obras. Por eso creemos en él y le seguimos en nuestra vida, a pesar de nuestras debilidades. Además en el camino de esta Cuaresma reavivamos esta fe y queremos profundizar en su seguimiento, imitándole en su entrega total por el pueblo.
El evangelio de Juan resume, al final, su propósito: «estas señales han sido escritas para que creán que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (Jn 20,31).
Se trata de aceptar a Cristo, para tener parte con él en la vida.
Cuatro son los testimonios aducidos por Jesús que
deberían llevar a los oyentes a reconocerlo como Mesías, el enviado del Padre, el Hijo de Dios: las palabras de Juan Bautista, hombre enviado por Dios; las obras de vida que él mismo ha realizado por mandato de Dios; la voz del Padre, y, finalmente, las Escrituras. Estos testimonios, tan diversos, tienen dos características comunes: por una parte, como respuesta a la acusación de blasfemia por los judíos contra Jesús, remiten al actuar salvífico de Dios Padre; por otra, no dicen nada verdaderamente nuevo.

Los judíos se encuentran así sometidos a un proceso.
Su ceguera procede de una desviación radical, interior:
los acusadores no buscan la “gloria que procede sólo de Dios”, revela el riesgo y les pone en guardia: creen obtener vida eterna escudriñando los escritos de Moisés, pero estos escritos son los que les acusan. ¿El intercesor por excelencia tendrá que convertirse en su acusador?

MEDITATIO

Llevar una vida auténticamente religiosa significa
ante todo sentirse dependiente de Dios, unidos a él con
un vínculo indisoluble. Lo demás es secundario. De ahí brotan las actitudes espirituales y prácticas que caracterizan al creyente y le diferencian del no creyente. El creyente es el que, en una situación de prueba, no abandona a Dios como si fuese la causa de su mal, sino que se vuelve hacia él con una insistencia invencible, como hizo Moisés.

Además, el creyente adulto en la fe siente como prueba personal las pruebas de sus hermanos próximos o lejanos: en todos ve a su prójimo. Ora por todos y es un intercesor universal, dispuesto a cargar con las debili dades de los demás, a sufrir para que los otros puedan ser aliviados en su dolor, como hicieron Moisés y, sobre todo. Jesús, el inocente muerto como pecador por nosotros, injustos. En esta humilde, fiel y continua donación de sí está el verdadero testimonio. Frente a una vida entregada al servicio de los más débiles, frente a personas que no acusan, sino que suplican y perdonan antes o después surgirá la pregunta: "¿Por qué actúa así?”. La existencia de un Dios que es amor no se “demuestra" más que dejando transparentar que vive en los corazones de los que le acogen.

ORATIO

Señor, esplendor de la gloria del Padre, ten piedad de
nosotros. Hemos buscado la gloria humana vanamente:
lo único que sacamos es hacernos más duros de corazón, sin saber dar un sentido a las cosas, a los acontecimientos que hoy estamos viviendo. Queremos ir a ti para tener vida; a ti, que eres transparencia del rostro del Dios-humildad.

Jesús, testigo fiel y veraz del Padre, ten piedad de
nosotros. Hemos rechazado las exigencias de tu Palabra y hemos preferido seguir los ídolos del mundo, viviendo una “espiritualidad de compromiso”: ilusiones falaces que apagan el amor interior. Queremos ir a ti para tener vida; a ti, que nos permites oír la voz del Dios-verdad.

Cristo, Hijo obediente enviado por el Padre, ten piedad de nosotros. Hemos olvidado las Escrituras, que
nos cuentan la pasión que sufriste por nosotros; hemos
apartado la mirada de quien todavía vive la pasión en el cuerpo o en el corazón; intercede por nosotros, pecadores, tú, inocente Cordero de Dios. Queremos ir a ti para tener vida; a ti, que eres la presencia encarnada Dios-misericordia.

CONTEMPLATIO

Oh, cuán bella, dulce y cariñosa es la Sabiduría
encarnada, Jesús! ¡Cuán bella es la eternidad, pues es el esplendor de su padre, el espejo sin mancha y la imagen de su bondad, más radiante que el sol y más resplandeciente que la luz! ¡Cuán bella en el tiempo, pues ha sido formada por el Espíritu Santo pura, libre de pecado y hermosa, sin la menor mancilla, y durante su vida enamoró la mirada y el corazón de los hombres y es actualmente la gloria de los ángeles! ¡Cuán tierna y dulce es para los hombres, especialmente para los pobres y pecadores, a los que vino a buscar visiblemente en el mundo y a los que sigue todavía buscando invisiblemente!

Que nadie se imagine que, por hallarse ahora triunfante y glorioso, es Jesús menos dulce y condescendiente; al contrario, su gloria perfecciona en cierto modo su dulzura; más que brillar, desea perdonar; más que ostentar las riquezas de su gloria, desea mostrar la abundancia de su misericordia (L.-M. Grignion de Montfort, El amor de la Sabiduría eterna, XI, 126-127).

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
"El que cree tiene la vida eterna” (Jn 6,47).

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La tradición cristiana sostiene que el libro que vale la pena leer es nuestro Señor Jesucristo. La palabra Biblia significa "libro", y todas las páginas de este libro hablan de él y quieren llevar a él [...].
Es necesario que se dé un encuentro entre Cristo y la persona humana, entre ese Libro que es Cristo y el corazón humano, en el que está escrito Cristo no con tinta, sino con el Espíritu Santo.
¿Por qué leer? Porque Jesús mismo ha leído. Fue libro y lector, y continúa siendo ambas cosas en nosotros. ¿Cómo leer? Como leyó Jesús. Sabemos que Jesús leyó y explicó a Isaías en la sinagoga de
Nazaret. Sabemos también cómo comprendió las Escrituras y cómo a través de ellas se comprendió a sí mismo y su misión. Como lector del libro y él mismo como Libro, después de su glorificación concedió este carisma de lectura a sus discípulos, a la Iglesia y también a nosotros. Desde entonces, gracias al Espíritu, que actúa en la Iglesia, toda lectura del Libro sagrado es participación de este don de Cristo. Somos movidos a leer la Escritura porque él mismo lo hizo y
porque en ella le encontramos a él. Leemos la Escritura en él y con su gracia.

Y debemos concluir que la lectura cristiana de las Escrituras no es principalmente un ejercicio intelectual, sino que, esencialmente, es una experiencia de Cristo, en el Espíritu, en presencia del Padre, como el mismo Cristo está unido a él, cara a cara, orientado a él, penetrando en él y penetrado por él. La experiencia de Cristo fue esencialmente la conciencia de ser amado por el Padre y de responder a este amor con el suyo. Es un intercambio de amor. A través de nuestra experiencia personal, seremos capaces de leer a Cristo-Libro y, en él, a Dios Padre (J. Leclercq, Ossa humiliata, Seregno 1993, 65-85, passim).

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