ASCENSIÓN DEL SEÑOR A. Entre voces de júbilo, Dios asciende a su trono. Aleluya
Sepan que yo
estoy con ustedes todos los días,
hasta el fin del
mundo
Hechos
1,1-11 Efesios 1,17-23 Salmo 46 Mateo
28,16-20
LECTIO
PRIMERA LECTURA
Del libro de los Hechos de los Apóstoles:
1,1-11
En mi
primer libro, querido Teófilo, escribí acerca de todo lo que Jesús hizo y
enseñó, hasta el día en que ascendió al cielo, después de dar sus
instrucciones, por medio del Espíritu Santo, a los apóstoles que había elegido.
A ellos se les apareció después de la pasión, les dio numerosas pruebas de que
estaba vivo y durante cuarenta días se dejó ver por ellos y les habló del Reino
de Dios.
Un día,
estando con ellos a la mesa, les mandó: “No se alejen de Jerusalén. Aguarden
aquí a que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que ya les he hablado: Juan
bautizó con agua; dentro de pocos días ustedes serán bautizados con el Espíritu
Santo”.
Los ahí reunidos le preguntaban: “Señor,
¿ahora sí vas a restablecer la soberanía de Israel?”. Jesús les contestó: “A
ustedes no les toca conocer el tiempo y la hora que el Padre ha determinado con
su autoridad; pero cuando el Espíritu Santo descienda sobre ustedes, los
llenará de fortaleza y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en
Samaría y hasta los últimos rincones de la tierra”.
Dicho
esto, se fue elevando a la vista de ellos, hasta que una nube lo ocultó a sus
ojos. Mientras miraban fijamente al cielo, viéndolo alejarse, se les
presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: “Galileos, ¿qué
hacen allí parados, mirando al cielo? Ese mismo Jesús que los ha dejado para
subir al cielo, volverá como lo han visto alejarse”.
PalabradeDios.
R./ Te
alabamos, Señor.
Este
breve prólogo une el libro de los Hechos de los Apóstoles al evangelio según
san Lucas, como la segunda parte («discurso», v. 1 al pie de la letra)
de un mismo escrito y ofrece una síntesis del cuadro del ministerio terreno de
Jesús (vv. 1-3). Se trata de un resumen que contiene preciosas indicaciones:
Lucas quiere subrayar, en efecto, que los apóstoles, elegidos en el Espíritu,
son testigos de toda la obra, enseñanza, pasión y resurrección de Jesús, y
depositarios de las instrucciones particulares dadas por el Resucitado antes de
su ascensión al cielo. Su autoridad, por consiguiente, ha sido querida por el
Señor, que los ha puesto como fundamento de la Iglesia de todos los tiempos (Ef
2,20; Ap 12,14). Jesús muestra tener un designio que escapa a los suyos (vv.
6s). El Reino de Dios del que habla (v. 3b) no coincide con el reino mesiánico
de Israel; los tiempos o momentos de su cumplimiento sólo el Padre los conoce.
Sus fronteras son «los confines de la tierra» (vv. 78).
Los
apóstoles reciben, por tanto, una misión, pero no les corresponde a ellos
«programarla». Sólo deben estar completamente disponibles al Espíritu prometido
por el Padre (vv. 4-8). Como hizo en un tiempo
Abrahán, también los apóstoles deben salir de su tierra -de su seguridad, de
sus expectativas- y llevar el Evangelio a tierras lejanas, sin tener miedo de
las persecuciones, fatigas, rechazos. La encomienda de la misión concluye la
obra salvífica de Cristo en la tierra. Cumpliendo las profecías ligadas a la
figura del Hijo del hombre apocalíptico, se eleva a lo alto, al cielo (esto es,
a Dios), ante los ojos de los apóstoles -testigos asimismo, por consiguiente,
de su glorificación hasta que una nube lo quitó de su vista (cf. Dn 7,13).
Lucas
presenta todo el ministerio de Jesús como una ascensión (desde Galilea a
Jerusalén, y desde Jerusalén al cielo) y como un éxodo, que ahora llega a su
cumplimiento definitivo: en la ascensión se realiza plenamente el «paso» (pascua)
al Padre. Como anuncian dos hombres «con vestidos blancos» -es decir,
dos enviados celestiales-, vendrá un día, glorioso, sobre las nubes (v. 11). No
es preciso escrutar ahora con ansiedad los signos de los tiempos, puesto que se
tratará de un acontecimiento tan manifiesto como su partida. Tendrá lugar en el
tiempo elegido por el Padre (v. 7) para el último éxodo, el paso de la historia
a la eternidad, la pascua desde el orden creado a Dios, la ascensión de la
humanidad al abrazo trinitario.
SALMO RESPONSORIAL (Sal 46)
R./ Entre voces de júbilo, Dios asciende a su
trono. Aleluya.
L. Aplaudan, pueblos todos; aclamen al Señor,
de gozo llenos; que el Señor, el Altísimo, es terrible y de toda la tierra, rey
supremo.
R./ Entre voces de júbilo, Dios asciende a su
trono. Aleluya.
Entre voces de júbilo y trompetas, Dios, el
Señor, asciende hasta su trono. Cantemos en honor de nuestro Dios, al rey
honremos y cantemos todos.
R./ Entre voces de júbilo, Dios asciende a su
trono. Aleluya.
Porque Dios es el rey del universo, cantemos
el mejor de nuestros cantos. Reina Dios sobre todas las naciones desde su trono
santo.
R./ Entre voces de júbilo, Dios asciende a su
trono. Aleluya.
SEGUNDA LECTURA
De la carta del apóstol san Pablo a los
efesios: 1,17-23
Hermanos: Pido al Dios de nuestro Señor
Jesucristo, el Padre de la gloria, que les conceda espíritu de sabiduría y de
revelación para conocerlo. Le pido que les ilumine la mente para que comprendan
cuál es la esperanza que les da su llamamiento, cuán gloriosa y rica es la
herencia que Dios da a los que son suyos y cuál la extraordinaria grandeza de
su poder para con nosotros, los que confiamos en él, por la eficacia de su
fuerza poderosa.
Con esta fuerza resucitó a Cristo de entre
los muertos y lo hizo sentar a su derecha en el cielo, por encima de todos los
ángeles, principados, potestades, virtudes y dominaciones, y por encima de
cualquier persona, no sólo del mundo actual sino también del futuro. Todo lo
puso bajo sus pies y a él mismo lo constituyó cabeza suprema de la Iglesia, que
es su cuerpo, y la plenitud del que lo consuma todo en todo.
Palabra de Dios.
R./Tealabamos,Señor.
La
Carta a los Efesios se abre con la magna bendición en la que se contempla el
maravilloso designio de Dios («El
misterio de su voluntad»: v. 9), que abarca a toda la humanidad desde la
eternidad (vv. 13s). Tras este exordio, la alabanza de Pablo se vuelve acción
de gracias e intercesión por los cristianos de Éfeso, a fin de que se les
conceda «un espíritu de sabiduría y una revelación», o sea, para que
reciban -según el lenguaje apocalíptico, el don de comprender y gustar los
misterios de Dios. En particular, pide para los fieles la luz espiritual, a fin
de que vivan sabiendo lo que Dios ha predispuesto para ellos (v. 18) y va
obrando con un poder extraordinario e infalible (v. 19).
La
resurrección, la ascensión, la soberanía de Cristo sobre todas las realidades
creadas, manifiestan la supereminente gloria de Dios, que, en él, ha vencido ya
a la muerte y a cualquier potencia espiritual que se oponga al designio de la
salvación (v. 21). El miedo ya no tiene razón de ser: Cristo, ascendido a la
diestra del Padre, reina desde ahora. Él es la cabeza de toda la creación y, en
particular, de la Iglesia, con la que forma una unidad indisoluble.
ACLAMACIÓN
antes del Evangelio (Mt 28, 19. 20)
R./
Aleluya, aleluya.
Vayan
y hagan discípulos a todos los pueblos, dice el Señor, y sepan que yo estoy con
ustedes todos los días, hasta el fin del mundo.
R./
Aleluya, Aleluya.
+ EVANGELIO
según san Mateo:28,16-20
En
aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea y subieron al monte en el
que Jesús los había citado. Al ver a Jesús, se postraron, aunque algunos
titubeaban.
Entonces,
Jesús se acercó a ellos y les dijo: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y
en la tierra. Vayan, pues, y hagan discípulos a todos los pueblos,
bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y
enseñándoles a cumplir todo cuanto yo les he mandado; y sepan que yo estoy con
ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”.
Palabra
de! Señor.
R./
Gloriaati,SeñorJesús.
El
evangelio según san Mateo concluye con la perícopa que narra la aparición del
Resucitado a los Once en Galilea. Mientras el recorrido terreno de Jesús llega
a su término, comienza la misión de los apóstoles, y precisamente a partir de
la «Galilea de los gentiles», donde había comenzado el ministerio de
Jesús en favor de Israel (4,12).
En
el grupo de los Once conviven la adoración y la duda, y recuerdan, significativamente,
el episodio de Pedro caminando sobre las aguas (14,31-33). Jesús, como
entonces, se acerca a él para pedirle la fe. Jesús se presenta a los suyos como
el Hijo del hombre glorioso (v. 18; cf. Dn 7,14) que, en virtud de su
resurrección, sube a Dios y, con plena autoridad, deja a los suyos la
encomienda final de continuar su propia misión, haciendo «discípulos a todos
los pueblos» (v. 19). Ese «discipulado» se llevará a cabo mediante
la inserción en la realidad viva de Dios -Padre, Hijo y Espíritu Santo, a
través del bautismo y la observación de todo lo que Jesús ha mandado (cf. Jn
14,23).
Precisamente
este vínculo hace que entre la historia y el Reino eterno ya no exista barrera alguna,
sino continuidad. Cristo, resucitado y ascendido al cielo, no está, sin
embargo, lejos de la tierra; o, mejor aún, gracias a la ascensión de Jesús, la
tierra ya no está lejos del cielo. Mateo se abre con la «buena nueva» del
nacimiento del Salvador, el Emmanuel, el Dios-con-nosotros. Y se cierra no con
la partida de Cristo abandonando a los suyos, sino con la promesa de su
permanencia hasta el final de los siglos: Jesús seguirá siendo para siempre el
compañero de camino de la humanidad, hasta que ésta llegue a su meta gloriosa,
en el seno de la Trinidad divina.
MEDITATIO
La
atmósfera de la liturgia de la ascensión está penetrada siempre por una
atormentadora nostalgia, porque nos pone en una fuerte tensión hacia el Cielo,
verdadera patria del cristiano, y nos hace experimentar con mayor intensidad el
deseo de la eternidad que también deberíamos sentir todos los días. En efecto,
deberíamos consumirnos verdaderamente con la esperanza de contemplar sin velos
el rostro de Dios. Sin embargo, con excesiva frecuencia advertimos que el peso
de las realidades materiales nos mantiene pegados al suelo, nos despunta las
alas, suscita en nosotros cansancio y duda. Así se plantea un interrogante:
¿cómo llegar a gozar de realidades que no son terrenas, que escapan a la
experiencia sensible? Necesitamos un gusto especial suscitado en nosotros por
el Espíritu Santo.
La
«santa alegría» que el Espíritu suscita en nosotros es muy diferente de la que
se nos pasa de contrabando como tal. Es la alegría de las
bienaventuranzas, fruto del sufrimiento, porque brota de la muerte y
resurrección de Cristo. Se trata de una alegría santa, porque, en Cristo
ascendido al cielo, nuestra humanidad ha sido ensalzada, elevada, mucho más
allá de nuestros estrechos horizontes. Es preciso que nos dejemos educar para
ver lo invisible. ¿Cómo? Se ve creyendo, se siente esperando, se conoce amando.
El misterio de la ascensión, tan bello y gozoso por el hecho de que nos
presenta a Cristo vuelto de nuevo al seno del Padre, nos colma al mismo tiempo
el corazón de sentimientos de humildad y bondad: Jesús permanece entre nosotros
hasta el fin del mundo. Sólo ha cambiado de aspecto: lo encontramos en el pobre y en el que sufre. Por ahora no
lo vemos glorioso. Lo conseguiremos sólo si antes lo reconocemos con verdadero
amor en su humillación, acogiéndonos los unos a los otros.
ORATIO
Jesús,
quisiéramos saber qué ha sido para ti volver al seno del Padre, volver a él no
sólo como Dios, sino también como hombre, con las manos, los pies y el costado con
esa llaga de amor. Sabemos lo que es entre nosotros la separación de las
personas que amamos: la mirada los sigue todo lo que puede cuando se alejan...
El
Padre nos concede también a nosotros, como a los apóstoles, esa luz que ilumina
los ojos del corazón y que nos hace intuir que estás presente para siempre. Así
podemos gustar ya desde ahora la viva esperanza a la que estamos llamados y
abrazar con alegría la cruz, sabiendo que el humilde amor inmolado es la única fuerza
adecuada para levantar el mundo.
CONTEMPLATIO
¡Oh
bondad, caridad y admirable magnanimidad! Donde esté el Señor, allí estará el
siervo: ¿Se puede dar una gloria más grande? [...] Ha asumido precisamente la
naturaleza humana, glorificándola con el don de la santa resurrección y de la
inmortalidad; la ha trasladado más arriba de todos los cielos y la ha colocado
a su derecha. Ahí está toda mi esperanza, toda mi confianza: en él, en el
hombre Cristo, hay, en efecto, una parte de cada uno de nosotros, está nuestra
carne y nuestra sangre. Y allí donde reina una parte de mi ser, pienso que también
reino yo. Allí donde es glorificada mi carne, allí está mi gloria. Aunque yo
sea pecador, mi fe no puede poner en duda esta comunión.
No,
el Señor no puede carecer de ternura hasta el punto de olvidar al hombre y no
acordarse de lo que lleva en el mismo. Precisamente en él, en Jesucristo, Dios
y Señor nuestro, infinitamente dulce, infinitamente benigno y clemente, en
quien ya hemos resucitado, en quien ya vivimos la vida nueva, ya hemos ascendido
al cielo y estamos sentados en las moradas celestes. Concédenos, Señor, por tu
santo Espíritu, que podamos comprender; venerar y honrar este gran misterio de
misericordia (Juan de Fécamp Confessio theologica II,6).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
« La fidelidad del Señor dura por siempre»
(Sal 116,2).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Existe
otro mundo. Su tiempo no es nuestro tiempo, su espacio no es nuestro espacio;
pero existe. No es posible situarlo, ni asignarle una localización en ningún
sitio de nuestro universo sensible sus leyes no son nuestras leyes; pero
existe.
Yo
lo he visto lanzarse, con la mirada del espíritu, cual «fulguración
silenciosa», como trascendencia que se entrega; en semejante circunstancia ve
el espíritu, con deslumbrante claridad, lo que los ojos del cuerpo no ven, por
muy dilatados que estén por la atención y a pesar de lo que subsista en ellos,
después de todo, una especie de sensación residual.
Existe
casi una contradicción permanente en hablar de este otro mundo, que está aquí y que está allí, como
del «Reino de los Cielos»
del evangelio, que puede hacerse inteligible
sin palabras y visible sin figuras, que sorprende totalmente sin confundir;
pero existe. Es más bello que lo que llamamos belleza, más
luminoso que lo que llamamos luz; sería un grave error hacernos una
representación fantasmal y descolorida del mismo, como si fuera menos concreto
que nuestro mundo sensible.
Todos
caminamos hacia este mundo donde se inserta la resurrección de los cuerpos; en
él es donde se realizará, en un instante, esa parte esencial de nosotros mismos
que se puso de manifiesto para unos por el bautismo, para otros por la
intuición espiritual, para todos por la caridad; en él es donde volveremos a
encontrar a los que creíamos haber perdido y están salvos. No entraremos en una
forma etérea, sino en pleno corazón de la vida misma, y allí haremos la
experiencia de aquella alegría inaudita que se multiplica por toda la felicidad
que dispensa en torno a sí, y por el misterio central de la efusión divina (A.
Frossard, C´è un altro modo, Turín 1976, pp. 142s [trad. esp.: ¿Hay otro mundo?, Rialp,
Madrid 1981]).
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