San Félix de Cantalice Capuchino. El santo de las calles de Roma
San Félix de Cantalice
El santo de las calles de Roma[1]
Mariano
de Alatri
En aquella tibia mañana de octubre, Félix
Porri, lejos de tomar su dirección habitual hacia los campos, emprendió el
camino que llevaba al convento de Cittaducale. En la puerta lo recibían los
frailes.
Le acompañaban todos los que, de alguna
manera, componían
el clan de los Picchi.
Cuando el padre guardián lo revistió con el hábito franciscano, en
el comulgatorio del altar mayor, hombres y mujeres, prorrumpieron en llanto.
Acabada la ceremonia, Félix, radiante de
gozo hasta la médula, les preguntó:
- ¿Por qué lloráis?
- ¡Jamás encontraremos un joven tan fiel
como tú!
Pero, en realidad no se trataba sólo de
fidelidades y de intereses. En casi veinte años de servicio, él se había
conquistado el corazón de sus patronos, ocupando el lugar de un hijo, de un
hermano carísimo.
«El hombre de fuera>>
Félix había nacido en Cantalice el año
1515. Ya anciano, a quien le preguntaba por su edad, solía contestarle que,
cuando el saqueo de Roma (1527), él contaba doce años. Su padre se llamaba
Santos y su madre Santa. Antes que Félix, nacieron Blas y Carlos y por detrás
le seguían Potencia y Pedro Marino. Este último murió trágicamente en una de
tantas escaramuzas de Cantalice contra Rieti. Carlos, por su parte, concluyó
sus días en Roma, asistido amorosamente por fray Félix. Sólo Blas le
sobrevivió. Blas solía bajar a Roma a vender las mercancías. Pero, como ocurre
con la gente sencilla, casi nunca iba a visitar a su hermano religioso por temor
de incomodar. Y cuando fray Félix se enteraba de que había pernoctado en Campo
Vaccino, le reconvenía con energía:
- ¿Por qué no has venido? Tu sitio estaba
aquí, en el convento.
Santos y Santa trabajaban la tierra. En
casa, el pan era escaso y duramente sudado. Félix hacía mucho tiempo que se
había percatado de ello, tal vez con ojos grandes y serios, iluminados por
aquella sagacidad infantil que, a menudo, entre los pobres, no necesita de
mayores explicaciones. En cuanto estuvo en condiciones de aliviar de una boca
la mesa paterna, con algo más de diez años, tomó la ruta de Cittaducale. La
familia Picchi le confió, de primeras, la custodia del ganado y, apenas fue lo
bastante robusto, lo envió
a trabajar los campos.
En la vida del campesino, el sacrificio es
el pan cotidiano, aún hoy en día. Y lo era todavía más hace cuatro siglos,
cuando los jóvenes que trabajaban como Félix eran llamados «hombre de fuera»,
-que venía a significar algo rústico a la vez que salvaje: esclavo de azadones
y arados, bajo el viento, el sol y la lluvia, entre malezas, polvo y fango,
bajo un régimen vegetariano y un cansancio estremecedor, casi como las bestias,
a las que tan frecuentemente Félix acostumbraba al yugo, tras haberlas
fatigado.
Félix creció fuerte y rudo, como un hombre
brotado de un terrón. En los procesos canónicos, los compañeros de adolescencia
narrarán que, jugando con él a las luchas, siempre salían vencidos.
Pero, en definitiva, la prueba había
acostumbrado a Félix Porri al yugo del Señor, prefabricando en él un atleta sin
pulir de la santidad.
Ven, sígueme
Cuando hacia el final de 1543 entró en los
capuchinos, Félix Porri tenía veintiocho años. Tan grave decisión no fue tomada
a la ligera. Había madurado en él lentísimamente, y no sin repetidas y
manifiestas intervenciones del cielo.
(No se puede rechazar el testimonio de
hombres fidedignos, sólo porque afirman cosas insólitas o, más aún,
sobrenaturales).
Félix unía, a una naturaleza inclinada a
la piedad, una educación profundamente cristiana. Oraciones, sacramentos,
morigeración de costumbres y fuga de toda ocasión que pudiera mancillar su
inocencia, eran para él una exigencia natural. Y, dado el caso, no se
ahorraba el animar y hasta reconvenir al que había fallado en el ideal
cristiano que él se había forjado.
Sobre esta buena tierra, cultivó Dios la
semilla de una vocación religiosa.
Todavía niño, Félix quería que un sobrino
suyo le leyese las vidas de los padres del desierto. La descripción de sus
penitencias lo entusiasmaba y le hacía concebir el propósito de poder también, algún
día, imitar él su austeridad. Como ellos, se habría refocilado con cualquier
raíz y unos pocos frutos secos sin tomar más pan, carne ni vino. Pero, ¿cómo y
dónde realizar este sueño?
Un día, en Cittaducale, mientras trabajaba
en el campo oyó una voz interior que le decía:
- ¡Félix!
- ¿Qué quieres?
– Soy el ángel del Señor. Y El quiere que
entres a su servicio.
- ¿Y dónde quiere que vaya?
– A la religión de los menores. Véte a
Leonessa, que allí la encontrarás.
Félix se puso en camino. En Leonessa, el
padre guardián de los capuchinos, a quien manifestó su propósito, se lavó las
manos aconsejándole dirigirse al vicario provincial. Y Félix, no sabiendo dónde
dar con él, se volvió a trabajar al campo. No estaba habituado a recibir
mensajes angélicos y además no le gustaba andar vagando.
Pero el ángel volvió por segunda vez; le
indicó entonces dirigirse a Rieti, donde había surgido entretanto un convento
de capuchinos. No hizo tampoco caso. Una vez más, Félix volvió a trabajar en
los campos. Pero sabía, por de pronto, dónde lo quería Dios.
Un día, un agustino propuso a Félix tomar
el hábito de su orden. Conociendo su virtud, el buen religioso trataba de
reclutarlo para su orden. Pero Félix no veía el momento de que le dejara en
paz, y se atrincheró tras esta frase: «O capuchino o nada».
Dios no tolera que sus elegidos le
respondan que no, como tampoco le gustan las contemporizaciones. Un día cuando
Félix domaba a dos terneros sujetándolos al yugo, éstos se encabritaron. El
robusto muchacho dejó el arado y se les puso delante, creyendo lograr
contrarrestarlos. Pero fue arrollado. Caído en supino, la
destellante cuchilla pasó sobre él como rauda saeta. Los vestidos quedaron
rasgados de extremo a extremo. Mas, en su cuerpo, ni siquiera un rasguño. El joven
se alzó exclamando: «¡Misericordia, misericordia!».
¿Cuál era el por qué? ¿Un mensaje de las
fuerzas obscuras o, por el contrario, una invitación, evidentemente buena, de
las fuerzas de la luz? Era claro, en todo caso, que en el ambiente, que rodeaba
a este joven, se libraba una gran batalla. Para saber de qué parte alinearse,
Félix tomó la ruta del convento de los capuchinos de Cittaducale. En aquel
intervalo de tiempo los capuchinos se habían ubicado allí. Y allá arriba estaba
lista una respuesta para él y prestas también las armas para librar con éxito
rotundo su guerra.
El padre guardián lo llevó a la iglesia
exhortándole a pedir luz en la oración. En cuanto se arrodilló, Félix se
encontró delante a un gran crucifijo: era un Cristo lívido, descarnado,
desfigurado, consumido, chorreante sangre. De repente vio con ojos nuevos y
sintió, como jamás hasta entonces, la tragedia del Hombre-Dios. Lo sintió gritar
y morir. Y estalló en sollozos. En su alma y en el mundo no existía, para él,
otra cosa que aquel misterio infinito de dolor. No existía ni siquiera el
tiempo para medir su compasión.
A la tarde, el guardián volvió a la
iglesia para rezar. Félix se encontraba todavía allí, abrumado por las lágrimas
y por los sollozos.
– Pero, hijo, ¿qué haces? ¿Todavía estás
aquí? Ten confianza: te admitimos con nosotros. Jesús no estará ya solo. Le
ayudarás a llevar la cruz.
Diez días después, hacia finales del otoño
de 1543, Félix vistió
el sayal; y casi inmediatamente partió para Roma, para ponerse en
las manos del misterioso vicario provincial.
Así lo contó fray Bonifacio
En el convento romano de San Nicolás de
Portiis recibió a fray Félix el padre Bernardino de Asti, que era, a la vez que
guardián de la casa, procurador de los capuchinos en la curia romana; él lo
presentó al padre Rafael de Volterra, quien gobernaba entonces la provincia
capuchina de Roma en funciones de vicario provincial.
A estas alturas entra en escena fray
Bonifacio de Fiuggi. En 1587 sobrepasaba los noventa años. Los jueces sinodales
se trasladaron a la enfermería de Roma, donde estaba hospedado desde hacía cuatro
años, para recoger su testimonio. Y él rememoro:
- Había sido «maestro» de fray Félix. En
cuarenta años no se habían perdido de vista nunca. En los últimos tiempos,
sobre todo, el antiguo discípulo había venido a visitarlo frecuentemente. En
aquellos encuentros, los dos parecían como viejos soldados reunidos nuevamente
bajo el mismo techo en invernal atardecida. Entre silencios y escuetas frases,
eran recordados y revividos, otra vez, todos los antiguos hechos. Pero ahora el
discípulo había precedido al maestro al lugar de la recompensa, y tocaba al
maestro proclamar la gesta del discípulo. Su gesto, con todo, no era el ademán piadoso
de quien deposita una flor en la tumba del amigo cordial: más bien descorría un
velo para que la figura luminosa del santo apareciera ante los hombres en todo
su esplendor.
Una mañana de enero o febrero de 1544,
probablemente bajo la lluvia, habían partido para Fiuggi juntos. El vicario
había decretado que fray Félix cumpliera allí el año de noviciado bajo la guía de
fray Bonifacio. En un largo trecho patearon la Casilina. Sin duda, los viajeros
acompañaron sus pasos (los frailes, entonces, viajaban a pie) desgranando las
cuentas del rosario. Apenas, tras una hora de camino, pasaban por Centocelle,
sumergida entonces en la desolada campiña romana. Si hubiera sido profeta, fray
Félix habría bendecido a Dios por la feligresía que puebla hoy aquel sector apiñado
en torno a la parroquia erigida en su honor. Se habría alegrado por la piedad
de aquella gente y por la bella iglesia, regentada por sus hermanos.
Hacia el anochecer del segundo día
llegaron a Fiuggi. El convento, casa del noviciado hasta ayer, se levanta sobre
los escarpados contrafuertes del Scalambra. En esta áspera soledad, comenzó de inmediato
el año de la prueba. Fray Félix se sumergió en la oración, de día y de noche.
Trabajo, maceraciones, vigilias, privaciones de todo género fueron su pan
cotidiano. Con frecuencia llegó hasta la exageración. Y su cuerpo, que, a decir
de fray Bonifacio, «tenía la resistencia del hierro», cedió. Fue atacado por
fiebres graves y prolongadas hasta el punto de que los frailes pensaron en
hacerle volver al siglo. Mas, cómo ¿si era un novicio excepcionalmente ejemplar?
Le hicieron cambiar de aires. De Fiuggi a Monte San Giovanni Campano. Y aquí se
encontró mejor. De hecho, el 18 de mayo, fiesta del mártir san Félix, pudo
emitir sus votos. Con anterioridad, el 12 de abril del mismo 1545, por medio
del público notario Jaime de Mastrantonio, había renunciado a sus bienes en
favor de sus hermanos, que eran pobres; a pesar de esto, ellos debían
distribuir una cantidad de granos a los pobres, por el alma de fray Félix, durante
tres años consecutivos.
Al pie del altar, Félix prometió «vivir en
obediencia, sin propio y en castidad». En respuesta, el padre guardián le
aseguró: «Si observares estas cosas, yo, de parte de Dios, te prometo la vida eterna».
Seguidamente, desde el coro, y cantado por
los religiosos en fiesta, se elevó hacia el cielo el alegre canto de la
fraternidad:
«Ved
qué hermoso y qué agradable es
que los hermanos convivan unidos!
Es como perfume oloroso esparcido en la cabeza...
y como el rocío del Hermón,
que se derrama sobre los montes de Sión.
Porque allí manda el Señor la bendición:
la vida para siempre».
(Salmo 132)
Del Monte San Giovanni fray Félix pasó a
Tívoli, donde parmaneció un año bajo la dirección del padre Miguel de Susa.
También allí, exactamente como antes en Fiuggi, maestro y discípulo, después de
la media noche, permanecían en la iglesia hasta el amanecer. Después, fray
Félix pasó a Viterbo. Pero no ha quedado huella alguna de esta estancia suya en
la ciudad franciscana que dio a la Iglesia a santa Rosa, a santa María
Mariscotti y a su emulador y hermano san Crispin.
Fray Bonifacio narró estas cosas con la
satisfacción del maestro que contempla la exaltación del discípulo predilecto.
Pero, tal vez, un nudo en la garganta traicionaba su intima emoción.
El santo de las calles de Roma
Fray Félix se había hecho capuchino con la convicción de poder vivir
en la soledad de los bosques. Y, en realidad, así fue al menos en los primeros
cuatro años, durante los cuales vivió en los solitarios conventos de Fiuggi,
Monte San Giovanni, Tívoli y Viterbo. Pero después, en 1547, debió dirigirse a
la inquieta y fastuosa Roma del siglo XVI. Y muy pronto, a la par que el de la
soñada soledad, se desvaneció también otro sueño. Félix Porri se había hecho fraile
con el voto de no tocar jamás el pan, exactamente como tenían por costumbre los
padres del desierto. Apenas llegado a Roma, por el contrario, los superiores lo
destinaron a mendigar el pan y, después, también el vino. Siendo anciano,
bromeaba sobre este contratiempo:
-No quería tocar el pan, y el Señor me hizo el amo de todoslos
hornos de Roma, y no he hecho otra cosa que llevar sobre la espalda pan.
Su pesado y penoso oficio, puso a Félix en
contacto diario con el pueblo. Y él, más que por la mirada, aprendió a
distinguir a los «amorosos», es decir, a los benefactores, por el sonido de la voz.
Y éstos se aficionaron al hermanito de los ojos constantemente bajos. Su
presencia era anunciada por un humilde y confiado «Deo gratias», gritado en la puerta
de las covachas o en el rellano de los palacios. Así durante cuarenta años,
viendo crecer, e influenciando también santamente, a dos generaciones. De
hecho, fray Félix permaneció allá en su oficio hasta pocos días antes de su
muerte. Cuando era ya anciano, el cardenal Santori le ofreció jubilarlo de
aquel peso. Pero él bromeó:
- Querido
monseñor, mis prelados saben lo que conviene. Yo le añado: el soldado debe
morir con las armas al hombro y el asno bajo la carga.
Las fiestas más grandes se las hacían a
fray Félix los alumnos del Colegio Romano. Viéndolo de lejos, lo saludaban a
coro hasta el punto de hacer retemblar plazas y calles: «¡Deo gratias!». Y fray
Félix les contestaba todo feliz: «¡Deo gratias, hijitos, Deo gratias!».
En ocasiones, hasta le gastaban inocentes
bromas, aunque fray Félix no las juzgara tan inocentes. Un día por ejemplo,
mientras estaba entretenido con un grupo de alumnos del célebre colegio, uno de
ellos con destreza y a hurtadillas, le escondió un «julio» (moneda toscana) en
la alforja. Al instante, «el aznillo de los frailes» se sintió abrumado por el
peso de la alforja:
- ¡Jesús, Jesús, Jesús! ¡Una serpiente ha entrado en este bolso! Y corrió a la cercana
iglesia de San Eustaquio, donde vació el pan sobre el pavimento, librándose
también así del «julio».
Pero con más frecuencia, la capaz alforja de
fray Félix se vaciaba antes de cruzar el umbral del convento y por motivos bien
distintos. El no era solamente el limosnero de los frailes: era también la
providencia de los pobres. Tras la puerta de cada casa, al resguardo de
indiscrección ajena y salvaguardia del decoro propio, ¡cuántas lágrimas y
miserias silenciosamente devoradas a puerta cerrada! Pero a fray Félix se le
contaba todo. Tal vez por eso, dijo un día a un compañero:
- No puedo llorar, cuando tengo motivo.
Había obtenido permiso de los superiores
para socorrer a los necesitados. Lo usaba con abundancia, para dar a los
pobres, especialmente a los enfermos y a los vergonzantes. En los procesos se citan
numerosos casos de viudas con muchos hijos y de jovencitas, a las que la
miseria exponía en el peligro de perderse. De la alforja sin fondo, como su
corazón, fray Félix sacaba pan, vino, aceite y carne. Otras veces interesaba a
señores y cardenales en situaciones particularmente penosas. Ciudadanos
acomodados y señores de la nobleza romana le entregaban prendas de vestir para
que pudiera cubrir al que se encontraba desnudo. En tiempo de carestía,
socorrió a lo largo de todo un año a centenares de familias. Aun en aquellas
situaciones, a fray Félix le llegaba el pan en abundancia.
Y así el humilde limosnero, sin comités y sin propaganda de
prensa, pudo aliviar la miseria de tantos y tantos pobres. Tampoco resultaba
raro, que ofreciera pan a los mismos ricos para que en espíritu de humildad
honrasen a la divina providencia.
Por lo demás, fray Félix conocía otros
modos de hacer el bien. Le poseía la pasión de visitar a los enfermos: en el
convento, en las casas particulares, en los hospitales de San Jaime de los incurables,
del Santo Espíritu y de San Juan de Letrán.
Socorría con solicitud especial a los
forasteros privados de ayuda. De esta manera cuidó de muchos compaisanos y,
entre ellos, a su hermano Carlos que murió en Roma. A los enfermos, les dirigía
palabras simples y rudas para exhortarlos a la confianza y la aceptación del
mal como medio de expiación. Y sus palabras resultaban eficaces por el calor de
su convicción y por la unión íntima y plena del consolador con el dolor del que
sufría.
No raramente, la caridad de fray Félix
produjo curaciones prodigiosas. Pero él era un maestro en minimizar la
intervención de su virtud taumatúrgica. De este modo curó a Constanza, madre
del cardenal obispo de Orvieto, Pedro Crescenzi, bañándole la cara con
vino recogido de limosna. En el hospital de San Juan curó
instantáneamente a un enfermo, deshauciado por los médicos, dándole a beber un
sorbo de vino, tras haber convencido a los reacios enfermeros.
- ¡Vaya, no lo dejéis morir de sed!
Seguidamente los amigos bromeaban sobre
esta terapia:
- ¡Fray Félix, cuando esté enfermo, tráeme
un poco de tu vino! Más frecuentemente, acostumbraba signar a los enfermos con el
crucifijo: así había Uno a quien atribuir las curaciones y las mejorías.
Fray Félix exhortaba también a otros,
además de a los enfermos y pobres. Con palabras ásperas, balbuceadas en humilde
dialecto sabino y tratando a todos de tú, desvelaba a gente culta y engreida
los ignorados gozos de la mansedumbre y de la humildad cristiana. Dedicaba una
buena frase a todos, exactamente como se da al necesitado un pedazo de pan. En
realidad, existe también un hambre del espíritu, que sólo Dios puede colmar. Y
fray Félix, que no sabía nada de las cosas del mundo, conocía las celestiales
mejor que un teólogo y, en consecuencia, tenía con qué saciar a aquellos misteriosos
hambrientos —existen también pordioseros del espírituque, a veces, mueren de
lento aburrimiento sin nadie que los atiendan.
Sorprende la firmeza con que este hombre,
que se veía obligado por su oficio a llamar a todas las puertas, impartía sus
lecciones también a gente altamente situada, como sucedió con una «señora conceptuada
como de no buena fama», que ardía en deseos de recibir de él algo del huerto
conventual. La dádiva habría avalado... su honorabilidad. Pero fray Félix no se
dejó conmover. «Que cambiase primero de vida».
Encontrándose un día en el despacho del
abogado municipal Bernardino Biscia, un cliente envió a éste una ternera. Como
la bestia mugía, fray Félix preguntó maliciosamente:
- Meser Bernardino, ¿entiendes el lenguaje de
esta ternera? Te invita a dar la razón al que te la envía. Atento, pues, a que esta gracia no se
convierta en tu condena el día del juicio.
Monseñor Quintavalle era estudiante en
Derecho y, un día, se encontró por casualidad con fray Félix cuando llevaba un
libro en la mano. Preguntado por el fraile limosnero, declaró que se trataba de
un texto de leyes. Y entonces fray Félix, con lágrimas en los ojos (pensando tal
vez en la tortuosidad y en los atropellos de la justicia humana) exclamó:
-
¿Es que existe quizás una ley más hermosa que la del Señor? El prometedor estudiante
dio el adiós a la carrera del foro para abrazar el estado eclesiástico.
Pero con mucha más frecuencia la enseñanza
del fraile analfabeto adquiría la transparencia fresca y alegre de una página
de las Florecillas. Nos referimos sólo a un caso. Desde hacía mucho tiempo, la
señora Felisa Colonna le suplicaba el regalo de una de sus crucecitas. Y al
fin, el frailecillo, teniendo que pasar por su casa, se la puso en el bolsillo.
Pero de camino encontró quien se apresuró a aligerarlo y, como siempre, fray Félix
no supo negarse. Sus crucecitas eran rebuscadísimas porque curaban diversas
enfermedades, según el detallado testimonio de Ascanio de Castromonte
Sarzanese, hojalatero de Borgo, prudente, emprendedor y abierto a los problemas
del espíritu. La noble señora, viéndolo aparecer, le recordó la promesa:
-
Fray Félix, ¿y mi crucecita?
-
Diré la verdad, señora, la traía conmigo, pero la he regalado.
-
¡Espléndida cosa, prometer y no cumplir!
-
¿Y cuántas, dijo él, son las cosas que nosotros prometemos a Dios, y después no
cumplimos?
-
Ciertamente, lleva razón. Pero, por favor, otra vez no me falle.
-
Y usted, señora, pida a Dios que no me sean pedidas antes.
Como es claro, un santo del pueblo no
tiene corazón para decir no. Los romanos lo sabían. Por eso, tantos y tantos le
ofrecían de voluntad pan y vino, lo ponían al corriente de sus miserias y de
sus pequeñas alegrías, y escuchaban sus consejos como oráculos caidos del
cielo.
Hablaba con el hermano Lobo
Fray Félix hablaba poco fuera del
convento. Y hasta a sus hermanos dirigía raramente la palabra y casi sólo para
exhortar: «Quiero
hacerte una corrección», comenzaba rudamente, como ocurre al que emplea una lengua poco
conocida y logra expresar con dificultad el desnudo contenido de lo que piensa.
Pero, la mayor parte de las veces, exhortaba y arrastraba al prójimo con el
buen ejemplo.
Y sin embargo, hasta el mortificado fray
Félix tenía su curiosidad. Ya en Fiuggi, en el año de noviciado, había
aprendido de memoria muchas oraciones: antifonas, salmos, versículos, himnos
litúrgicos y pasajes evangélicos, todos en latín y bajo la guía de fray
Bonifacio.
Este hombre rudo y analfabeto sentía la
necesidad de ser un religioso iluminado, lo mismo que con anterioridad había
sido un competente campesino. Por esto, rumiaba las cosas memorizadas y, de
cuándo en cuándo, recurría a un predicador, es decir, a un fraile dedicado a
los estudios, para escuchar la explicación de una palabra que salía en un texto
sagrado o el significado de una ceremonia.
Al fin, en Roma, encontró al hombre de sus
deseos: el padre español Alfonso Lobo. Este padre vivía como un anacoreta del
desierto y, en el púlpito, tronaba con la potencia de un profeta bíblico. San
Felipe Neri lo utilizaba con éxito para dejar el Corso desierto durante el carnaval
y para asediar los confesonarios. San Carlos Borromeo quiso que predicara en
Milán, deseando que de tales Lobos abundase la Iglesia, para custodiar el
rebaño.
Fray Félix recurría al padre Lobo en busca
de explicación, pues la verdadera piedad es iluminada e iluminante. Así,
ocasionalmente, el santo de las calles de Roma, podía sembrar una sabia palabra
de edificación o simplemente amonestar eficazmente.
A los muchachos y a las muchachas les
hacía repetir sus estrofillas; al pueblo humilde daba «buenísimos consejos: sed buenos, rezad el rosario». Un día, tras haber
recorrido con la mirada muchos de los libros del abogado Bernardino Biscia,
remansó los ojos
en un crucifijo, diciendo al hombre de leyes: «Vea, Meser Bernardino, todos
estos libros se han escrito para entender Aquel». Y, en circunstancia parecida, a Andrés
Montino, encargado de catequizar a los hebreos, dijo señalando el crucifijo: «Esta es la verdadera Ley
de
Dios abreviada». A los predicadores de su Orden repetía con frecuencia: «Predicad para convertir las
almas, no para conquistaros un renombre». O simplemente repetía el ritornello de fray Egidio: «Bla, bla, bla: demasiado hablo
y poco hago».
Sabía amonestar a cualquiera con toda
franqueza. Así hacía retroceder a los jóvenes de los callejones del vicio;
inducía a las señoras escotadas a un más modesto comportamiento: «No está bien, señora, no está
bien»;
estimulaba a los alocados, que perdían el tiempo en cosas frívolas, a dar un
sentido cristiano a la propia vida.
El autoritario cardenal Julio Antonio
Santori, en los primeros años en que fue protector de los capuchinos, se había
convertido en la cruz de los pobres superiores, porque se arrogaba el derecho de
gobernar él a los frailes. Un día (ocurrió hacia el 1580) acudió a él fray
Félix que, aprovechando la ocasión, le dijo con toda franqueza:
– «Mi señor cardenal, usted ha sido designado para protegernos y no
para entrometerse en los asuntos que competen a los superiores de la Orden»
A Sixto V le predijo el papado, diciéndole
así:
- Cuando seas papa, ejerce como papa para gloria de Diosy bien de la
Iglesia. De otro modo, sería mejor que permanezcas como simple fraile.
El terrible Sixto no lo tomó a mal. De
papa, al encontrar por la calle al frailecillo, quería una de las hogazas
mendigadas por él. La comía con devoción en su frugal mesa papal. Un día, fray
Félix le regaló una negra y dura:
- ¡Perdón, santo padre, pero también vos sois
fraile!
La larga práctica ascética, la virtud y el
pensamiento constante de las cosas del espíritu había otorgado autoridad y ensanchado
el horizonte del fraile analfabeto. Así, probablemente en 1580, se trasladó a
Frascati a recabar de Gregorio XIII levantase a los fieles de Cittaducale la
excomunión y el entredicho en los que habían incurrido por maltratar a su
obispo, Pompilio Pirotti. Fue satisfecho y quiso llegarse él mismo a aquella su
segunda patria, a fin de allanar mejor las cosas. En esta ocasión, pasó también
por Cantalice y llevó a sus conciudadanos una indulgencia, no solamente
espiritual, conseguida del papa.
En pocas palabras: que fray Félix había
penetrado el significado de la vida, con sus miserias y sus pobres grandezas
-ésta ha sido siempre la meta del pensamiento humano- y habría querido comunicar
a todos esta sabiduría que conduce a la verdadera vida.
Pies desnudos
Fray Félix había elegido la vía de la penitencia desde el momento
en que había profesado los votos. Entendámonos: muchos hombres y mujeres emiten
los votos, no porque Dios condene los gozos del espíritu, de la carne o de la
propiedad, sino sólo porque las almas buenas hacen penitencia, como si fueran
culpables, para reparar los pecados de orgullo, de lujuria, de avaricia
cometidos por otros. Así se equilibra la armonía de lo creado.
En los procesos canónicos se insiste,
acaso hasta demasiado, en el aspecto meramente negativo de esta penitencia.
- Fray Félix dormía apenas dos o tres
horas, de rodillas o, sin más, sobre desnudas tablas. Maceraba su carne
inocente con disciplinas y cilicios horribles. Jamás comió un pan entero, sino
que buscaba los trozos más miserables, secos y negros, y, sólo por excepción,
tomaba un poco de menestra. Del condumio decía: «está de más», es decir: eso es superfluo. Ayunaba siete cuaresmas al año y,
desde el jueves santo al domingo de resurrección, no probaba alimento o bebida
de ningún género (el así llamado «entrepaso»), no obstante siguiera acudiendo a
sus trabajos. Vestía un tosco sayal de basto paño, más apropiado para
atormentar al cuerpo que para defenderlo contra la intemperie. Las rajas de los
talones las remendaba con lezna e hilo alquitranado.
Aquellos pobres pies, no descalzos pero
desnudos, endurecidos, adolorados, atormentados por el incesante peregrinar por
piedras, calles embarradas y por la nieve, son como el símbolo de tu
sufrimiento, oh fray Félix; más aún, de todo sufrimiento humano, destinado a
transformarse un día en la gloria, a la manera como tus pies, después de la
muerte, se tornaron cándidos y delicados, como los de un niño pequeño.
¿Qué horario seguía fray Félix? Apenas
anochecido, concluidas las prácticas vespertinas de piedad, se retiraba a la
celda para reposar dos o tres horas. Después bajaba a la iglesia, donde velaba
toda la noche, y repicaba la campana a media noche y al filo del nuevo día. Se
trataba de un servicio por amor. El rey jamás debe quedarse solo. Alguien hace
de centinela también cuando está todo inmerso en el reposo. Pero el rey de fray
Félix no duerme y se deleita con la compañía de sus servidores más humildes y
fieles. Por la mañana, después de la misa y de la comunión, salía a la limosna.
Cuando, por el contrario, estaba libre, se entretenia en la iglesia o se
retiraba a su celdita (conservada al respaldo de la iglesia de Via
Veneto, tiene apenas 10 metros cúbicos), donde zurcía las alforjas
y tallaba crucecitas, con todo tipo de madera. ¿Por qué buscar más
preciosidades? Sus manos eran demasiado bastas para esbozar algo más refinado.
Y además, también una crucecita es, al par que un recuerdo, un símbolo. Las
cruces mortifican, pesan. Y a fray Félix, tal vez en virtud de su coherencia
fraterna y campesina al mismo tiempo, no le interesaba, en modo alguno,
disociar sus crucecitas del misterio que debía evocar a la mente... incluso de
las elegantes y versátiles damas del Renacimiento.
Bajo la bandera de la más dura ascesis, en
esta continuada monotonía exterior, transcurrieron los cuarenta años romanos de
fray Félix.
Con el rosario en las manos
Entre los dichos de fray Félix se
encuentra este: «Los
ojos en el suelo, el corazón en el cielo, el rosario entre los dedos». Máxima que, cuando
la dirigía a las mujeres variaba gentilmente así: «Rosario en mano, mirada en
tierra y mente en la Virgen feliz».
Quien lo conoció refería que tenía la
costumbre de tener los ojos siempre bajos, por humildad y para no distraerse. Muchas
veces ocurría que no sabía decir quién lo había acompañado fuera del convento.
Casi ininterrumpidamente tenía las cuentas
del rosario entre los dedos. Pero no lograba recitar gran cosa del Padrenuestro
y del Ave María. Cada palabra absorbía completamente su atención. Era un
milagro que durante el día lograse rezar los padrenuestros que la Regla
franciscana prescribe al que no sabe leer el Breviario. E in cluso se admiraba
de que los otros lo hicieran de otro modo. Así que un día dijo a fray Angel de
Abruzzo: Hermano,
tú farfullas mucho, bien, bien; pero debes saber que es más grato para Dios y
más gozoso para nosotros el lenguaje del corazón que el de la boca.
Y tampoco lograba comprender cómo algunos
leen y leen sin cerrar nunca el libro para reflexionar sobre la verdad
encontrada. En resumen, fray Félix tenía un alma hecha para la contemplación. Sin
ningún esfuerzo se concentraba en pensamientos celestes hasta por las calles de
Roma entre el alboroto de las carrozas y el vocear de los transeúntes. Pero
esto no podía saciar su espíritu sediento de lo divino.
Y entonces rezaba en la noche. Las horas
de adoración nocturna se deslizaban sin que se diese cuenta. Porque la ciencia
que hace parecer cortas las horas dedicadas al amor de Dios es olvido de uno mismo.
Llegado apenas a la iglesia abastecía de aceite la lámpara que ardía delante
del tabernáculo. Si encontraba algún hermano lo inducía a retirarse a descansar
en la celda. Quería estar solo. Cada uno de nosotros tiene un secreto en su
vida. Y fray Félix, discretamente, extendía un denso velo sobre sus continuos y
extáticos encuentros con Dios. Este era su secreto.
A continuación, puesto de pie, cantaba un
himno o una anti fona o, en su lugar -y esto sucedía con más frecuencia-- un
pasaje del evangelio. Se sabía muchos: «En el principio existía la Palabra», «Fue
enviado», «Hablando Jesús a las turbas», «Ved que subimos a Jerusalén», «Con
gran deseo he deseado», y otros. Las palabras del Evangelio eran como granos de
trigo que adquirían cuerpo y germinaban en el buen terreno de su alma. Ellas
daban curso a sus meditaciones sobre los misterios de la redención. Pero, en
seguida de las primeras frases, el canto enmudecía; y Félix permanecía inmóvil
o bien estallaba en sollozos hasta por varias horas. Y así, entre canto y
pausa, entre éxtasis y sollozos, llenaba la mañana.
Se diría que fray Félix vivía el encanto del despertar de la
naturaleza. A través de las sombras, su voz corría al encuentro de la «estrella
radiante y mañanera» que debe iluminar a los espíritus y a las naciones. Junto
al sagrario, palpaba, al par que la suave presencia eucarística, la
omnipotencia de Dios, especialmente solemne en el lugar consagrado a la
plegaria.
A veces, los hermanos lograban eludir la
vigilancia del orante nocturno pudiendo espiar lo que hacía. Ellos hablan
constantemente de los éxtasis y de las levitaciones de fray Félix. No hay razón
para no darles fe. En realidad, el alma humana es una planta misteriosa que se
eleva hacia el cielo. ¿Qué tiene de extraño que, a veces, también el cuerpo se
despegue con ella del suelo? Confianza y humildad arropaban la oración del
orante: confianza, que
hace subir al alma hacia Dios, y humildad, que hace bajar a Dios al
alma.
En más ocasiones, por el contrario, fray
Félix se acordaba de que era religioso no sólo para sí sino además para el que
ignoraba y ofendía a Dios. Una noche, el padre Francisco de Pistoya, un anciano
de 78 años, lo escuchó suplicar, erguido y con los brazos
en forma de cruz:
- ¡Señor, te confío este pueblo!
Y concluye el testigo: «Después rompía en
grandísimo llanto». Rememoraba en espíritu toda la miseria humana. Y allí, en
la presencia del que lloró por el amigo muerto y por la impenitente Jerusalén,
derramaba todas sus lágrimas.
Sirvió en la alegría
En la esplendorosa hilera de los justos
que jalona el calendario de la Iglesia católica, san Félix es «el santo de
la alegría». Alguien, de hecho, lo ha llamado «la alegría de la Roma del
siglo XVI».
Llegamos hasta el punto de sentirnos
tentados de interpelarle: oh, fray Félix, ¿de dónde a ti tanto gozo? Estás
descalzo, mal nutrido y viejo; no eres sabio ni libre; eres el hombre de la más
penosa fatiga. ¿Cómo, pues, eres feliz?
Uno de los manantiales de los que emergía
el gozo del limosnero era su humildad. Tal vez porque era el santo más humilde
de todos, nadie intentó jamás hacerle sufrir. En su casa fue querido; los
patronos de Cittaducale lo trataban como a un hijo; el pueblo romano lo
«adoraba»; entre los frailes todos tuvieron por él un amor cercano a la
veneración. Y esto, en verdad, es bien raro. Pues las penas más graves son
producidas en los santos normalmente por sus allegados.
La humildad era la fuente inexhausta de la
jovialidad y de la bonachonería de fray Félix. Vale la pena recordar algunas
expresiones suyas que transparentan su alma sin doblez y rezumante de paz interior.
Fray Félix se consideraba indigno de
llamarse religioso.
- Yo no soy fraile, sino que estoy con los
frailes, y soy el burro de los frailes.
Si alguien osaba alabarlo, se alejaba
exclamando: «¡me
cachi!». Y
en su boca, la alusión a la más humilde y calumniada bestia de carga eran
frecuentísima.
Tanta insistencia en la misma dirección
denuncia lo sincero de este espíritu de humildad de fray Félix. Pero tampoco
hay que excluir que, siendo amigo y émulo del agudo Felipe Neri, se comportase
así con la intención de ayudar también al prójimo. En un siglo en el que, con
tal de apropiarse de los bienes, no se titubeaba en exterminar una familia, y,
sólo por afirmar un mezquino derecho de precedencia en la vía pública, no se
dudaba en desenvainar la espada, -la humildad festiva y toscamente ingeniosa de
fray Félix valía por una predicación. Y no había, en Roma, una persona que no
mirase con simpatía mezclada con reverencia los dichos y los hechos de fray
Félix.
Durante su última enfermedad, al que le
preguntaba cómo estaba, le contestaba, no sin una pizca de velada compasión
hacia el hermano cuerpo:
- El asnillo está hecho cisco, y no se levanta
más.
Este cándido hermano del Señor parece
ignorar la tristeza y el dolor, como si para él no existiera en la tierra
dificultad alguna. Este alegre y valeroso portador de la cruz es el que luce la
corona de espinas como brillante diadema de rey.
Las piezas que componían su burdo sayo de
paño (estaba forrado por dentro y por fuera), él las tenía en cosido zurcido.
Algunos devotos, conociendo la estima de Sixto V por él, le dijeron bromeando:
- El papa te quiere hacer cardenal.
- ¡Sí, cardenal con la cabeza tronchada!
A quien preguntaba cómo estaba, respondía:
– Estoy bien, mejor que el papa. ¿Quién duda de
esto? El papa tiene sus contratiempos y trabajos, mientras que yo disfruto de
este mundo, y no cambiaría esta alforja por el papado y el rey Felipe juntos.
Otras veces, su rudo y comunicativo buen
humor le procuraba la habilidad de socorrer de manera humanamente inexplicable,
distrayendo al mismo tiempo al socorrido de su hacer prodigioso. Tal fue, entre
otros, el caso de un enfermo deshauciado por los médicos, a quien fray Félix
apostrofó así:
- ¡Arriba, perezoso, levántate! Lo que tú
necesitas es movimiento y aire puro. Deja cantar a los médicos.
Y el enfermo dejó el lecho y vivió.
Muchos, compadecidos de sus pies
ensangrentados y llenos de grietas, le decían por qué andaba descalzo del todo
hasta en invierno.
–
Oh, lo hago por comodidad y placer. Cuando estoy descalzo, me parece volar.
Un día, a lo largo del camino recorrido
por fray Félix, se banqueteaba con la ostentación y la suntuosidad usuales
entre las familias poderosas del siglo XVI. El fraile que le acompañaba dice a fray
Félix:
- ¿Te gustaría sentarte un poco en este bello
banquete?
- No me creerá si te digo, pero Dios sabe que no
miento,que yo prefiero mejor quedar al margen de los banquetes durante toda la
vida.
Y suspiró profundamente. ¿Pensaba quizás
en las injusticias y extorsiones que hacía posible tal despilfarro? ¿O
temblaba, más bien, pensando en la suerte reservada a aquellas almas perdidas en
la carne?
En una grave enfermedad, el médico Domingo
Gagliardelli le animaba a pedir la curación al Señor. Y fray Félix:
- ¿Qué? Este cuerpachón no admite los dolores,
pero los aceptará muy a su pesar... los sufrimientos son rosas y flores para el
paraíso.
Habría deseado que todos tuvieran con el
Señor sentimientos de humilde confianza, solícitos sólo de hacer su voluntad. A
tal fin, tenía un modo muy personal de exhortar. Así a un cardenal deseoso de
ser liberado de la gota que le atormentaba, le dijo fray Félix:
- ¡Señor, ojalá quisiera el cielo que yo pudiera
cambiar mi salud con vuestro mal!
La alegría del corazón humano no se puede
producir en laboratorios -y menos en el de las pasiones desordenadas—. Sólo Dios
la posee, y cuando quiere y como quiere, la derrama en el corazón de sus
amigos. Fray Félix disfrutaba el pertenecer a este número.
-Vivo tan feliz que ya me parece estar en el
cielo: quiera el Señor no darme, en esta vida, el premio de cualquier cosilla
que hago.
Si encontraba en el claustro o en el
jardín del convento algún grupo de hermanos, saludaba:
- ¡Deo gratias, padres y hermanos míos! Hablad de
Dios que alegra el corazón y no de cosas vanas que manchan el espíritu.
Verdaderamente, junto y en grado aún mayor
que la humildad, el continuo pensamiento de Dios constituía la fuente de la
alegría de este simple juglar del Señor que, bajo su vestimenta andrajosa, escondía
un corazón de caballero.
El amigo de los niños
Mientras fray Félix pateó las calles de
Roma, los niños pudieron contar con un amigo bueno y poderoso. El fraile de la
alforja era para ellos una institución. Le tenían cariño, no obstante sus escasas
y, más bien, rudas palabras. Su infalible intuición les hacía descubrir en él
al santo, quien, por ser íntimo de Dios, está siempre dispuesto a dar. Por lo
demás, también las madres y también los hombres compartían esta confianza.
¿Tardaba un hogar en ser alegrado por el
trino de los niños? Se recurría a la oración de fray Félix. Y después estos
niños, no cesaban nunca de llamarlo papá, no sin embarazo de quien asistía a la
escena por primera vez.
¿Tenía una madre dificultad para dar a luz
al primer hijo? El marido corría al convento o lo esperaba en la ventana. Y
fray Félix, una vez aparecido, debía subir arriba y bendecir a la parturienta. El
«tardón» se movía entonces, y todo resultaba bien.
Cuando un hijo caía enfermo, antes que al
médico, se recurría a fray Félix. Tenía que acudir junto a la cuna del palacio
o al camastro de la choza, y bendecir al enfermito. Llegaba, se arrodillaba,
rezaba el Padrenuestro y el Ave María. Y también los familiares tenían que
arrodillarse y rezar. A continuación se volvía al convento. La curación estaba
asegurada. Sin embargo, se iba produciendo poco a poco. Fray Félix era hombre
sencillo y humilde, y se habría sentido embarazado ante una curación repentina,
milagrosa en su forma. Era un pobre fraile, un viejo campesino, habituado a
observar el lento trabajo de la naturaleza. Bastaba que sus pequeños amigos
curasen así, naturalmente, como crece un hilo de hierba en el campo o como un
sarmiento de vid podado demasiado tarde, deja de lagrimear sólo en el curso de
algunos días. Y el Señor (si se puede decir así) se acomodaba al deseo de su
siervo, concediendo la salud poco a poco.
Otras veces, Félix exhortaba a la
resignación, y se disculpaba con estas palabras: «¡oh cielo, oh cielo!», o con estas otras:
«dejadlo marchar
al paraíso».
Es duro decir a una madre que ella sobrevivirá a su criatura. Pero fray Félix
sí lo sabía decir, porque lo sufría también él mismo.
La inmensa compasión con las madres y el
amor por los niños le impusieron, en ocasiones, excepciones especialmente
costosas para su numildad. Por ejemplo, devolvió instantáneamente la vista a Fulvio
Fosco, niño de apenas siete años, que se había abalanzado a sus brazos
conjurándole:
– ¡Fray Félix, cúrame, yo quiero ver!
Fray Félix tenía siempre un momento para
dedicarse a los niños. Quería que aprendiesen a repetir: «Jesús, Jesús»; y
ellos, radiantes de felicidad, lo chillaban mil veces. Las callejuelas
resonaban con este nombre y con el saludo Deo gratias cada vez que aparecía el fraile de la alforja.
Y fray Félix se gozaba, porque en la
inocencia de los niños descubría la humanidad, benigna y santa, del Niño Jesús
—del mismo modo que en cada madre veneraba a la Virgen Madre-.
Los madrigalitos de fray Félix
Hace unos años, el padre Hugolino de
Belluno ilustró las vidrieras de la iglesia parroquial de Centocelle (Roma) con
los temas del «Cántico del hermano sol». Era obligado que la casa de san Félix
(la iglesia lleva su título) fuera enriquecida con aquel ciclo poético,
pregonado en el lenguaje transparente de los colores. Fray Félix, en efecto, en
el surco de la más genuina tradición franciscana, hizo vibrar al alma religiosa
del pueblo con loas toscas y sin métrica, y, a pesar de todo, eficacísimas.
Félix usaba sus cancioncillas como
instrumento de apostolado, como quería en verdad san Francisco y como había
acostumbrado, durante el medievo, los juglares y los aleluyantes. Su repertorio
era rico y variado. Tenía estrofillas sobre Navidad, la Encarnación, la Pasión,
el amor divino, la Virgen, las virtudes y los novísimos.
Al aparecer el frailecillo, niños y
muchachos le hacían corro y, subyugados por la fascinación que exhalaba, le
apremiaban: «vamos, fray Félix, una cancioncilla». Y él, enderezándose un poco del
agobio de la alforja, comenzaba:
«Jesús,
Jesús, Jesús,
hijito
de María,
el
que te poseyese
cuánto
bien tendría.
Jesús,
gozo supremo,
jamás
caiga en tristeza
el
corazón que te ha saboreado».
O si no, tras habérselo ensayado él mismo,
cantaban a coro:
«Jesús,
suma esperanza,
del
corazón, orgullo sumo.
¡Ah,
dame tanto amor
que
me sea suficiente para amarte!».
En su haber, no podían faltar las
estrofillas en honor de María:
«Hoy,
en esta tierra,
ha
nacido una roseta,
María
virgencilla
que
es Madre de Dios».
La Señora es, para fray Félix, la letra
blanca que se incrusta en el alfabeto rojo de las cinco llagas del Salvador,
como signo de esperanza de la humanidad:
«Si
desconoces la senda
para
caminar al cielo,
acude
a María
con
aire piadoso;
ella,
clemente y pía:
te
enseñará la vía
de
andar al paraíso».
Estos son casi los únicos testimonios de
su tiernísima devoción a María, porque fray Félix fue, en esto, reservadísimo.
Sólo por el atrevimiento del padre Alfonso Lobo, la iconografía del santo se
enriqueció con un nuevo motivo. Una noche, en la proximidad de Navidad, el
padre Lobo permaneció en el púlpito de la iglesia, para expiar a fray Félix; y
en un determinado momento, vio apa recer a la Señora que, cediendo a las plegarias
de fray Félix, le puso en sus brazos al Niño Jesús.
Cuando se encontraba en el lecho de
muerte, la embajadora de España mandó a un paje a interesarse por su salud. El
mensajero, al despedirse, le preguntó qué debía decir, de su parte, a la embajadora:
-Le dirás que repita frecuentemente esta canción:
«Jesús,
Jesús, Jesús,
toma
mi corazón:
no
me lo devuelva más».
De este modo, a semejanza del Poverello de
Asís, fray Félix moría también cantando. El conocimiento y el amor de Dios
habían suplido en él el cometido de la escuela, iluminando su inteligencia; y
en el umbral misterioso de la segunda vida, le saturaban el corazón de gozo.
Algo que ninguna filosofía humana ha sabido y ha podido hacer jamás.
La amistad de dos santos
San Felipe Neri también
había nacido en 1515. Era, por consiguiente, coetáneo de fray Félix. Pero,
¿cómo se hicieron amigos? Acaso se encontró con él junto al lecho de los
enfermos o en su visita a las siete iglesias o, a lo mejor, en los frecuentes
descansos que, rodeado de sus muchachos, hacía Felipe en la iglesia capuchina de
S. Nicolás, a las faldas de la colina del Quirinal.
Muy probablemente, todos estos encuentros
y, además otros más, dieron cauce a una amistad enteramente singular. El agudo
y bonachón cura Felipe poseía una capacidad inédita para conocer y valorar a
los hombres. Y descubrió, en el simple y humilde fray Félix, uno de aquellos
niños a los que pertenece el reino de los cielos.
Los contemporáneos no encontraron mejor
camino que transmitir a la posteridad los rasgos simpáticos de esta amistad, a
través de la pincelada plástica de la anécdota. Los dos santos se encontraban,
muchas veces, en San Gerónimo de la Caridad, junto con san Carlos Borromeo.
Entonces se pisaban el uno al otro en el arrodillarse y en el pedirse la
bendición. Frecuentemente permanecían así largo rato, sin que ni uno ni otro
osase alzar la mano. No era raro que esta misma escena se repitiese en las
calles de Roma. Entonces, los dos santos quedaban arrodillados y abrazados, sin
cruzar palabra, ante la edificación de los espectadores. En tales momentos, sus
almas se comunicaban quién sabe qué secretos, con el que, en
el cielo, debe ser el lenguaje de los ángeles.
Otras veces, Felipe, con maestría de
regidor de cine, daba al pueblo sus lecciones, utilizando a fray Félix como
actor. Así, un día, habiendo topado con Félix lo apostrofó:
- ¡Ojalá te pudiera ver quemado!
Y el limosnero, inmediatamente y
presentando apariencia de estar abrasado del todo:
- ¡Ojalá te viera descuartizado!
- ¡Quién pudiera verte ahorcado!
- ¡Y a ti picado a pedazos!
- ¡Que te corten las manos!
- ¡Y a ti que te corten la cabeza!
- ¡Que seas el hazmereir de toda Roma!
- ¡Que te arrojen al Tiber con una piedra al
cuello!
Entretanto, el gentío, divertido y
asombrado, había hecho corro en torno a ellos. Y, al final, se aclaraba el
enigma:
- Que puedas soportar todas estas cosas por amor
de Cristo.
En alguna ocasión, fray Félix debía apostar
el último toque al alma de los penitentes del sacerdote florentino. Ocurrió con
un joven que sobrevaloraba su propio tupé. San Felipe opinaba que era vanidad
un tanto culpable y, por ello, le obligó a recurrir a fray Félix. Este,
siguiendo instrucciones previas, lo rapó a cero, en cuanto se lo permitieron
sus tijeras, más aptas para desgarrar que para cortar. El joven salió curado de
toda vanidad y con el ánimo agradecido a tan excepcional barbero.
Conocidísima es la escena, inmortalizada
con posterioridad por el pintor A. M. Seitz, de san Felipe que bebe con avidez
de la calabaza de fray Félix. El buen Felipe pasaba por la vía de los Bancos cuando,
junto a la nueva Casa de la moneda, oyó que se le pedía:
- Bebe, y veré si eres de verdad mortificado.
Y el florentino empezó a beber de verdad,
mientras la gente comentaba:
- Ved a un santo que da de beber a otro
santo.
Pero después se lo hizo pagar caro al
asnillo de los frailes que reía alegremente. Le plantó su sombrero en la
cabeza, ordenándole continuar así la limosna del vino.
– Si me lo roban o me lo hacen desaparecer
-le advirtió fray Félix-, tu saldrás perdiendo.
Pero en seguida, en la alcantarilla de
santa Lucía, se le aproximó uno del Oratorio y le quitó el sombrero que habría
terminado, en todo caso, entre las cosas inútiles del convento.
Un poco del aire puro de las Florecillas no estaba, en verdad, de
más en la complicada y, en el fondo, infeliz sociedad romana del siglo XVI.
En el ósculo de nuestra buena hermana
muerte
El 30 de abril de 1587 fray Félix cayó
enfermo. Tras las gravesy crónicas fiebres del noviciado, siempre había estado
bien, si se exceptúan las molestias hepáticas que padeció en 1572. Desde aquel día
no salió ya del convento. No era necesario, por lo demás. Ya se había despedido
de sus amigos.
Así, al administrador de Alejandro
Olgiati, le había dicho:
– Juan, hermano mío, yo no vendré más a pedirte
la limosna. Te recomiendo con afecto particular a mis frailecitos.
Días antes de quedarse en la cama, el
padre guardián Santos de Roma, habiéndolo encontrado dentro del convento, le
preguntó qué hacía:
- Voy buscando la muerte.
A los que, en la última enfermedad, creían
animarlo augurándole la curación, replicaba:
- El asnillo se ha caído, y no se
levantará más.
Caído enfermo, no fue fácil retenerlo en
la cama. Apenas el mal le daba un pequeño respiro, corría a la iglesia a rezar.
Varias veces, fue preciso reconducirlo a la enfermería más muerto que vivo. Y a
los frailes, que le instaban a no moverse, contestaba:
- Perdonadme, hermanos, pues no acierto a estar
lejos de laiglesia. Con gusto obedecería tanto al médico como al enfermero, si
pudiera obedecer al mismo tiempo a Dios.
Y, como en el intervalo los hermanos lo
habían instalado en el lecho, les dice con resignada tristeza:
- ¿Queréis que yo esté aquí? Bien acomodado queda
el papa.
Su conciencia de hombre simple y austero
le hacía sentirse a disgusto en un colchón de lana. Era, en efecto, la primera
vez en su vida, que reposaba en una mullida cama. Y el maligno aprovechó para
tentarlo:
- ¡Ahora sí que de verdad estás caído!
Y fray Félix, por dos veces al menos,
esquivó el colchón, quedándose sobre las desnudas tablas. Mas el enfermero le
ordena permanecer. Y el demonio volvió a burlársele:
- ¡Y tres!
- ¡Rabia ahora, que yo estoy aquí por obediencia!
A los pocos instantes el «malafacha»
emprendió el último ataque contra el humilde frailecillo, amenazándolo con la
condenación eterna. Y fray Félix:
- Tú no eres mi juez; tú estás condenado, y yo
creo en la santa Iglesia católica.
En la mañana del 18 de mayo, después de
haber comido alguna cosilla, se puso a descansar un poco. Y en un momento
determinado, elevadas las manos al cielo y con rostro transfigurado, exclamó:
- ¡Oh, oh, oh!
Fray Urbano de Prado que le asistía, le
preguntó qué le ocurría. Y fray Félix:
- Miro a la bienaventurada Virgen María, rodeada
de un admirable cortejo de ángeles.
Y suplicó al enfermero ausentarse y cerrar
la puerta de la celdita. El padre guardián, a ruegos del mismo moribundo, le llevó, en viático, la eucaristía.
Fray Félix la saludó con la antífona «Oh sagrado convite». Y, tras haber querido que todos los presentes dijeran Deo gratias, recibió
con gran fervor y plena conciencia la extrema unción.
En el instante supremo, un sacerdote
comenzó la recomendación del alma: «Parte, alma cristiana, de este mundo...» Y
fray Félix se encarriló, como siempre, en nombre de la santa obediencia. No ya mendicante
de pan, hacia las puertas del buen pueblo romano, sino
en derechura a las puertas relucientes del cielo, donde estaba
preparado para él el Pan de vida eterna.
Era el 18 de mayo de 1587.
El sol se ocultaba tras el Janiculo,
emergiendo en sus resplandores la cúpula inacabada de Miguel Angel. El jardín
conventual rezumaba del olor de la primavera. Pero la celdilla de fray Félix estaba
vacía. Del pequeño campanario de San Nicolás de Portiis se difundía el gozoso
sonido de las campanas de Pentecostés, que aquella tarde parecía celebrar el
paso de fray Félix de la historia de los hombres a la paz de Dios, en la luz de
la eterna primavera.
Los últimos momentos habían sido serenos,
sin penalidades -tal vez porque fray Félix había vivido siempre en paz con
todos-, sin haber molestado nunca ni al más pequeño de los hermanos.
En la gloria de los santos
El fiel que entra en la iglesia de la
Concepción de vía Véneto, observa, en la segunda capilla de la izquierda, un
bello sarcófago de mármol antiguo, sobre el que se apoya la mesa del altar.
Encierra los despojos mortales de fray Félix.
El bello sarcófago fue conseguido de
limosna por él. Poco antes de su última enfermedad, se llegó a la casa del
humanista Alejandro Poggio. Este era gran amigo de fray Félix y le ofreció sus servicios.
Y el frailecillo, contra toda su costumbre, ejerció de
diplomático.
- Alejandro mío, de ti espero un servicio que te
costará mucho.
Y, una vez tranquilizado, ante el estupor
incrédulo del humanista, le pidió uno de entre los tres sarcófagos. A pesar de
la estima en que lo tenía, se lo envió al convento. Y fue éste el que acogió su
cuerpo, cuando, en febrero de 1588, estuvo expuesto a la veneración de los
fieles en la iglesia de San Nicolás.
La misma tarde del 18 de mayo, apenas
muerto fray Félix, el pueblo romano empezó a venir a verlo. El convento fue
asediado, y habiéndose cerrado las puertas, con escaleras y cuerdas fueron escalados
los muros. Fue preciso plegarse a la voluntad del pueblo y exponer en la
iglesia el cuerpo de fray Félix, desde el martes has el jueves. El concurso fue
indescriptible. La multitud de visitadores llegaba hasta la lejana plaza de los
Santos Apóstoles. Los frailes para entrar en el convento, debían escalar los
muros del huerto. Varias veces se tuvo que revestir los despojos. Hubo quien, no
quedando ya ni cabellos ni barba, llegó a cortarle los dedos, con tal de tener
alguna reliquia. Curaciones prodigiosas y milagros ocurrieron cada día. Junto
con el pueblo acudió la nobleza romana: los Colonna, los Caetanos, los Mattei,
los cardenales Santori, Cornaro. Rusticucci, la embajadora de España y Camila
Peretti, hermana de Sixto V.
Y los frailes, ¿qué pensaban? Estaban
literalmente atónitos. Sólo ahora se daban cuenta de haber tenido a un santo.
Su estado de ánimo queda descrito en las palabras del viejísimo fray Bonifacio:
- ¡Quién lo habría creído, si parecía un
hombre salvaje!
Mas no opinaba lo mismo el gran Sixto V.
Al día siguiente de la muerte de fray Félix, ordenó al guardián de Roma recoger
declaraciones sobre su vida. Y el padre Santos, que por algún tiempo había sido
su confesor, después de haber trabajado día y noche escuchando a testigos, en
la mañana del 25 de mayo hizo llegar un elenco a las manos del papa. Sixto V lo
devoró y, al atardecer, ordenó al vicegerente Julio Ricci abrir el proceso
canónico. Durante
algunos días, no obstante, no se hizo nada.
El papa se impacientó. Quería proceder a
la canonización del hermanito. Deseaba se celebrase un proceso romanamente
«caliente, caliente». No existía práctica en contra que obligase. El animoso pontífice
había declarado a sus familiares tener conocimiento de 18 milagros realizados
por fray Félix, y que estaba dispuesto a presentarse él mismo en calidad de
testigo. De esta manera, entre el 10 de junio y el 10 de noviembre de 1587, se
llevó a cabo el proceso canónico sixtino, en Roma y en Cantalice.
Pero después de la muerte de Sixto V
(1590), no se habló más de canonizar a fray Félix. Un nuevo proceso canónico
fue celebrado en los años 1614-1616. El 1 de octubre de 1625, Urbano VIII le otorgaba
el título de beato; y, el 22 de mayo de 1712, Clemente XI lo declaraba santo.
Pero hacía mucho tiempo que fray Félix era
venerado como santo. El pueblo romano lo había canonizado el mismo día de su muerte.
En esta porfía de devoción se habían unido al pueblo lo más altos prelados de
la curia romana. Así los papas Sixto V, Gregorio XV y Pablo V habían venido a
rezar a su tumba y a impetrar su protección.
El 27 de abril de 1631, el cuerpo de fray
Félix fue trasladado de la iglesia de San Nicolás al nuevo templo de la
Inmaculada Concepción.
NOTA BIBLIOGRAFICA
Al delinear estos rasgos bibliográficos,
sólo nos hemos servido de las fuentes y de los estudios sobre la vida de san
Félix, dejando al margen las numerosas vidas de carácter divulgativo.
Processus sixtinus fratris Felicis a
Cantalice cum selectis de eiusdem vita vetustissimis testimoniis, editado por Mariano
de Alatri, Romae 1964.
B. Zucchi, Vita del beato Felice Porri
cappuccino da Cantalice, Forlí 1530. Autor de esta vida fue el p. Dionisio
de Montefalco (+ 1623) que, estando en el lecho de muerte, el 14 de junio de
1622 obtuvo de fray Félix la gracia de la curación para... terminar la vida.
Zucchi la editó estampando su propio nombre, después de haber manejado la
tijera aquí y allá: y no siempre con criterio histórico. Esta vida tiene valor
documental porque fue entresacada de los procesos y de las declaraciones de muchos
testigos.
Bernardinus a Colpetrazzo, Historia
Ordinis Fratrum Minorum Capuccinorum II (Monumenta Historia Ord. F. Min.
Capuccinorum, 3) Assisi 1940. 462-482.
Jerónimo de Ecija, Compendio de la vida y
portentos de san Félix de Cantalicio Córdoba 1716.
Diego de Madrid, San Félix de
Cantalicio, en sus nadas, sus grandezas, su vida... 3 vols. Madrid
1729-1732.
Vives y Tutó, José Calasanz, Encomia
exhortatoria... Milán 1887; idem Vida de san Félix de Cantalicio,
Barcelona 1887.
De b. Felice de Cantalice, en «Acta
Sanctorum» IV (18 mayo), París y Roma 1866, 202-292: se publican, en latín,
noticias sobre la vida y milagros de Félix, transmitidas por Santos de Roma,
Matías de Saló, Juan Bautista de Perugia, Zacarías Boberio, Juan Bautista de
Collevecchio, etc.
P. Lechner, Leben des h. Felix von
Cantalice, en «Leben der heiligen aus dem Orden del Kapuziner» I 145-228,
Mónaco 1863; Félix es el humilis inceptor que ha establecido el tipo del
santo capuchino, en la imagen en que sobrevive en la tradición popular.
Jean de Dieu (da Champsecret), Les
sources de la vida de saint Félix de Cantalice capucin, en «Etudes
franciscaines> 33 (1921) 87-109; idem, Les capucins et s. Félix de
Cantalice, ivi 35 (1923) 89-99; idem, Saint Félix de Cantalice aux
couvents d’Anticoli et de Monte San Giovanni, ivi 532-546; idem, Mort et
glorieuse sépulture de saint Félix de Cantalice, ivi 48(1936)415-444:
cuidadoso examen de las fuentes para la hagiografía de san
Félix e intento de reconstrucción histórica de algunos momentos de
la vida del santo.
Ilarino da Milano, Fra Felice da
Cantalice il Santo delle vie di Roma, en «L'Italia francescana» 23 (1948)
126-141: el autor pergeña los rasgos característicos de la santidad simple y
dinámica de fray Félix sobre el transfondo de la Roma del renacimiento y de una
etapa tormentosa de la historia capuchina.
Marianus D'Alatri, Sanctus Felix de
Cantalice, unus ex capuccinae reformationis patribus, en Anal O.F.M.Cap. 94
(1978) 385-389.
[1] Conferencia Ibérica de Capuchinos, 1993 El
Señor me dio hermanos; Biografías de santos, beatos y venerables capuchinos.
Tomo I. Sevilla. El Adalid Seráfico, S. A. 1993. Pp 19-50.
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