LECTIO DIVINA FIESTA DE LA VISITACIÓN

 Visitación de la Virgen María

 

La fiesta de la Visitación viene siendo celebrada por los

franciscanos desde finales del siglo XIII. El papa Bonifacio IX

(1389-1404) la introdujo en el calendario universal de la

Iglesia. Clemente VII (1592-1605) compuso los textos litúrgicos del oficio que precedió a la última reforma. Sólo dos años después de

que éste empezara a usarse (1608), san Francisco de Sales ponía el nombre de Visitación a la orden monástica fundada por él en Annecy: Esta fiesta, que tradicionalmente se celebraba el 2 de julio, ha sido anticipada por el

nuevo calendario a fin de armonizarla con la memoria de los

acontecimientos del Evangelio a lo largo del año litúrgico, situándola entre la Anunciación, 25 de marzo, y el nacimiento

de Juan el Bautista, 24 de junio.

 

 

LECTIO DIVINA FIESTA DE LA VISITACIÓN

Sofonías 3, 14-18. Lucas 1, 39-56



 

 

 

LECTIO

 

PRIMERA LECTURA

 

El Señor será el rey de Israel dentro de ti.

Del libro del profeta Sofonías 3, 14-18

 

Canta, hija de Sión, da gritos de júbilo, Israel, gózate y regocíjate de todo corazón, Jerusalén. El Señor ha levantado su sentencia contra ti, ha expulsado a todos tus enemigos. El Señor será el rey de Israel en medio de ti y ya no temerás ningún mal. 

Aquel día dirán a Jerusalén: "No temas, Sión, que no desfallezcan tus manos. El Señor, tu Dios, tu poderoso salvador, está en medio de ti. Él se goza y se complace en ti; él te ama y se llenará de júbilo por tu causa, como en los días de fiesta. Apartaré de ti la desgracia y el oprobio que pesa sobre ti". 

 

Palabra de Dios.

R/. Te alabamos, Señor

 

Con el profeta Sofonías nos encontramos en el siglo VI antes de Cristo, en tiempos del rey Josías. Es un período marcado por continuas infidelidades a Dios por parte de Israel, que se ata a alianzas humanas y cede a las modas y a los cultos de los extranjeros. El profeta tiene ante sus ojos esta situación tan amarga y, aunque proclama «el día terrible de YHWH» sobre todas las naciones -incluida Judá- y sabe que el juicio de Dios pone al desnudo el pecado, es siempre una invitación a la conversión. Sofonías abre así un claro de luz y de esperanza: la «hija de Sión» es invitada a alegrarse y a exultar en vistas de «aquel día» (v. 16b), día mesiánico. Ya no es el día de la ira, sino el día de la misericordia, el día del nuevo amor entre Dios y su pueblo. Israel está llamado ahora a ver que «el Señor es rey de Israel en medio de ti» (v. 15). 

La hija de Sión debe exultar, alegrarse «de todo corazón», es decir, con todo su ser, porque -¡gran misterio!el Dios que parecía alejado ha revocado la condena. Y él goza ya con esto. Dios exulta, Dios realizará el milagro de hacer cosas nuevas, Dios se alegrará por la hija de Sión. Sólo la presencia de YHWH en medio de su pueblo es fuente y motivo de una renovada esperanza. «No tengas miedo, Sión, que tus brazos no flaqueen» (v. 16), porque Dios «es un salvador poderoso» (v. 17), «el Señor, tu Dios, en medio de ti», es el Emmanuel.

 

EVANGELIO

 

¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a verme? 

Del santo Evangelio según san Lucas 1, 39-56

 

En aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea, y entrando en la casa de Zacarías, saludó a Isabel. En cuanto ésta oyó el saludo de María, la criatura saltó en su seno. 

Entonces Isabel quedó llena del Espíritu Santo, y levantando la voz, exclamó: "¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a verme? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno. Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor". 

Entonces dijo María: "Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi salvador, porque puso sus ojos en la humildad de su esclava. 

Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede. Santo es su nombre y su misericordia llega de generación en generación a los que lo temen. 

Ha hecho sentir el poder de su brazo: dispersó a los de corazón altanero, destronó a los potentados y exaltó a los humildes. A los hambrientos los colmó de bienes y a los ricos los despidió sin nada. 

Acordándose de su misericordia, vino en ayuda de Israel, su siervo, como lo había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia, para siempre". 

María permaneció con Isabel unos tres meses, y luego regresó a su casa. 

 

Palabra del Señor.

R/. Gloria a ti, Señor Jesús.

 

Los dos fragmentos del anuncio del nacimiento de Juan el Bautista y de Jesús, en Lucas, convergen en la narración de la visita de María a Isabel. María, como Abrahán, nuestro padre en la fe, se levanta y se apresura a ir hacia la montaña (v. 39). María e Isabel son las dos mujeres que acogen la acción de Dios: la primera de modo activo, con su consentimiento; la segunda de modo pasivo. Ambas, agraciadas, experimentan la acción poderosa del Espíritu Santo. Isabel lleva en su seno al Precursor y, en virtud de esta presencia en ella, da voz al hijo que lleva en sus entrañas indicando ya en la Madre al Hijo. Proclama lo que la ha hecho grande y bienaventurada a María, la fe: «¡Dichosa tú, que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (v. 45). Al cántico de Isabel (vv. 42-45) le sigue el cántico de María, que revela la acción poderosa de Dios en ella, la misma que da cumplimiento a las antiguas promesas hechas a Abrahán en favor de Israel. Dios hace maravillas y despliega su poder a partir de la humildad -que es reconocimiento de la propia pobreza radical- de su criatura y de su pueblo (v. 48). 

El Magnificat es la primera manifestación pública de Jesús, de esta realidad aún escondida pero que se impone ya y obra en los que la acogen, como María: la realidad viva del Verbo encarnado en ella la impulsa a no detenerse en sí misma y la abre a la dimensión del servicio: «María estuvo con Isabel unos tres meses» (v. 56).

 

MEDITATIO

 

La hija de Sión de la que habla Sofonías y que experimenta la revocación de la condena es figura de María. Ésta ha sido agraciada por Dios, ha sido alcanzada en su pobreza de criatura. Así como Dios interviene con su omnipotencia en favor del pueblo de Israel a partir de la pobreza, así ocurre también con nosotros: Dios despliega su omnipotencia a partir de nuestra pobreza. 

María no ve aún la realidad de Jesús presente en ella, la realidad de la revocación de la condena, pero la creía ya presente, dentro de la historia de Israel. Son miradas de fe y también nosotros necesitamos esta mirada, una capacidad visual que penetre en lo hondo de los acontecimientos que vivimos. Un ojo que sepa reconocer que la fe, la alegría que viene del Espíritu y el servicio -los elementos que emergen de las lecturas- son como la punta iceberg. Indican que debajo hay algo grande, enorme: «Aquel a quien los cielos no pueden contener». 

Es la presencia de Dios lo que motiva y alimenta la fe, la alegría y el servicio. Sin embargo, si dejamos que las tibias aguas de la indiferencia, de la prisa, de los afanes, de nuestra propia realización, se suelten y quiten espacio en nosotros a la presencia de Dios, entonces todo se pone al revés: la fe se convierte en ideología o huida de la realidad; la exultación en el espíritu, en euforia o alegría pasajera y superficial; el servicio, en búsqueda de nosotros mismos o autoafirmación. 

Como María, verdadero modelo de discipulado, abramos la mente, el corazón, la vida, a la acogida de la Palabra en nosotros. Entonces también nosotros podremos vislumbrar y cantar con admiración la acción de Dios, que actúa en la historia de la humanidad y en nuestra historia personal. Y podremos decir, en esa caridad mutua que es servicio, que el Reino de Dios, en Cristo, está ya en medio de nosotros.

 

ORATIO

 

Daré gracias al Señor con todo el corazón (Sal 111,1a). 

¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Qué insondables son sus decisiones e inescrutables sus caminos! (Rom 11,33). 

Justo es el Señor en todos sus caminos, santo en todas sus obras (Sal 145,17). 

¿Qué devolveré al Señor por todo lo que me ha dado? (Sal 115,12, Vulgata). Entonces yo digo: Aquí estoy, para hacer lo que está escrito en el libro sobre mí. Amo tu voluntad, Dios mío, llevo tu ley en mis entrañas (Sal 40,8ss). 

Alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén (Ap 7,12).

 

CONTEMPLATIO

He aquí como la humildad está unida a la caridad en la Señora y cómo su humildad hace que se la exalte. En efecto, «Dios mira las cosas bajas» para levantarlas (Sal 93,6; 138,6); por esta razón, al ver a la santa Virgen humillarse por debajo de todas las criaturas, proyecto sus ojos sobre ella y la levantó por encima de todas. Cosa que nos manifiesta ella misma con las palabras del sagrado cántico (Lc 1,48): «Puesto que el Señor ha mirado mi pobreza, mi bajeza y mi miseria, todas las naciones me llamarán dichosa». Es como si hubiera querido decir a santa Isabel: «Tú me proclamas dichosa, у lo soy verdaderamente, pero toda mi felicidad procede del hecho de que Dios ha mirado mi nada y mi abyección». Sin embargo, nuestra Señora no se contentó con haberse humillado hasta ese punto en presencia de la divina Majestad, porque sabía bien que la humildad y la caridad no alcanzan el nivel de la perfección si no se derraman sobre el prójimo.

Del amor a Dios deriva el amor al prójimo, y el santo apóstol decía (Rom 13,8; Gal 5,14; Ef 5,1ss) que en la medida en que tu amor a Dios sea grande lo será también tu amor al prójimo. Esto es lo que nos enseña san Juan cuando dice (1 Jn 4,20): «Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve».  

Así pues, si queremos demostrar que amamos mucho a Dios y queremos que nos crean cuando lo afirmamos, debemos amar mucho a nuestros hermanos, servirles y ayudarles en sus necesidades. Así, la santa Virgen, conociendo esta verdad, «se levantó» con prontitud, dice el evangelista (Lc 1,39), y «se fue deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá» [...], para servir a su prima Isabel en su vejez y en su espera (Francisco de Sales, Le esortazioni, Roma 1992, pp. 502ss).

 

ACTIO

 

Repite con frecuencia y vive hoy las palabras de Isabel:

 

«¡Dichosa tú, que has creído!» (Lc 1,45).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

En la narración evangélica relativa a María hemos de señalar una circunstancia muy importante: ella fue, a buen seguro, iluminada interiormente por un carisma de luz extraordinario, como su inocencia y su misión debían asegurarle; en el evangelio se manifiesta la limpidez cognoscitiva y la intuición profética de las cosas divinas que inundaban su privilegiada alma. Y, sin embargo, la Señora tuvo fe, la cual supone no la evidencia directa del conocimiento, sino la aceptación de la verdad a causa de la palabra reveladora de Dios. «También la Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe», dice el Concilio (LG 58). Es el evangelio el que indica su meritorio camino, que nosotros recordaremos y celebraremos con el único elogio de Isabel, elogio estupendo y revelador de la psicología y de la virtud de María: «¡Dichosa tú, que has creído!» (Lc 1,45). 

Y podremos encontrar la confirmación de esta virtud fundamental de la Señora en todas las páginas del evangelio donde aparece lo que ella era, lo que dijo, lo que hizo, de suerte que nos sintamos obligados a sentarnos en la escuela de su ejemplo y a encontrar en las actitudes que definen la incomparable figura de María ante el misterio de Cristo, que en ella se realiza, las formas típicas para los espíritus que quieren ser religiosos según el plan divino de nuestra salvación; son formas de escucha, de exploración, de aceptación, de sacrificio; y, a continuación, también de meditación, de espera y de interrogación, de posesión interior, de seguridad calma y soberana en el juicio y en la acción, y, por último, de plenitud de oración y de comunión, propias, ciertamente, de aquella alma única llena de gracia y envuelta por el Espíritu Santo, pero formas también de fe, y por eso próximas a nosotros, no sólo admirables por nosotros, sino imitables (Pablo VI, «Audiencia general del 10 de mayo de 1967», en íd., Ave Maria, Madre della Chiesa, Casale Monf. 1988, pp. 140ss).

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