SAN CRISPÍN DE VITERBO CAPUCHINO. «El poder de Dios nos crea, su sabiduría nos gobierna, la misericordia nos salva».
SAN CRISPÍN DE VITERBO
(1668-1750)
Nació en Viterbo (Lazio) el año 1668. Huérfano de padre, la
madre se ocupó de su educación religiosa. Hasta los 25 años trabajó en el
taller de un tío suyo que era zapatero. En 1693 vistió el hábito capuchino.
Optó por ser hermano lego para imitar a san Félix de Cantalicio. Estuvo en
diversos conventos ejerciendo tareas domésticas hasta que, en 1709, fue
trasladado a Orvieto, donde comenzó a ejercer el oficio de limosnero, en el que
permaneció casi cuarenta años, dando admirables ejemplos de amor a Dios,
devoción a la Madre de Jesús y caridad hacia el prójimo, en especial los
pobres. Desde siempre se le ha llamado y con razón el santo de la alegría
franciscana. Murió en Roma el 19 de mayo de 1750.
Prudencio de Salvatierra,
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La estampa de san Crispín de Viterbo no se puede contemplar
con indiferencia: la sonrisa de la figura se comunica inmediatamente al que la
mira. A san Crispín se le ha llamado, con justicia, el santo alegre; y a fe que
con dificultad se hallará quien pueda aventajarle en esta virtud eminentemente
franciscana.
De niño es el buen Perico, hablador, ocurrente, juguetón, y
al mismo tiempo piadoso y angelical. En su vida religiosa, es la alegría de los
distintos conventos en que habita y el paño de lágrimas de todos los que acuden
a él. En sus últimos días, fray Crispín, viejo y reumático, no pierde un átomo
de su buen humor y hace reír a sus mismos médicos y enfermeros.
A este santo capuchino le basta una frase chispeante para
resolver las más arduas cuestiones; con una palabra o con una sonrisa sabe
ocultar sus excelsas virtudes y sus estupendos milagros; con un chiste oportuno
sale airoso de cualquier compromiso. Una vez, sana repentinamente a un
moribundo que está ya en el sopor profundo de la agonía; los presentes aclaman
jubilosos a fray Crispín; pero él corta por lo sano todos los homenajes con
esta salida: «Bueno, el enfermo ha despertado de un largo sueño, y ahora querrá
comer. Os aseguro que yo, en su lugar, tendría tal apetito, que sería muy capaz
de tragarme la cúpula de San Pedro». Por espíritu de mortificación, tenía la
costumbre de andar siempre sin sombrero, aun en días de fuerte sol o de intenso
frío. Algunos amigos le aconsejaron que se cubriera la cabeza; pero él les
contestaba graciosamente: «Los burros no usamos sombrero».
No vaya a creerse que el espíritu jovial de san Crispín sea
una alegría vana y sin sentido; bajo el amable manto de la campechanía se
esconden virtudes admirables y heroicas, penitencias extremadas, tentaciones y
combates incesantes y dolores que anonadarían a cualquiera. Por eso, la alegría
encantadora de fray Crispín nos resulta una alegría-virtud, cualidad
santificada y sublime, que tiene su base en el amor a Dios y en el gozo de su
amistad.
* * *
El hogar en que nació nuestro simpático Pedro Fioretti debió
ser, entre las estrecheces de la pobreza, una antesala del cielo. Ubaldo y
Marcia, los padres del niño, tuvieron en abundancia dos riquezas que transmitieron
a nuestro santo: la alegría y la virtud. Marcia era una de esas laboriosas
mujeres italianas que saben vivir en continua oración, no interrumpida por el
girar de la rueca ni por el cuidado solícito de la casa y de los hijos.
En el corazón de aquella santa mujer había dos amores
dominantes, igualmente puros: el amor a Dios y la devoción a la Virgen María.
En una de las festividades de la Reina de los cielos, Marcia tomó de la mano a
su hijo y lo llevó al santuario de Nuestra Señora de la Encina. Arrodillados
los dos ante la milagrosa imagen, la piadosa madre fue diciendo al oído del
niño con expresiva firmeza: «¿La ves, Pedrito? Es tu Madre; acabo de
consagrarte a Ella para siempre; fíjate bien, para siempre. Amala con todo tu
corazón y hónrala todos los días de tu vida».
Huelga decir que el hijo de Marcia cumplió al pie de la
letra los consejos de su santa madre.
La infancia de Pedro Fioretti tiene, en germen, todas las
esperanzas de su futura santidad. El niño se distinguía no sólo por su piedad,
sino también por su talento y por una memoria felicísima y rápida. Los Padres
jesuitas de Viterbo le enseñaron la gramática y algunas nociones de literatura
que no olvidaría jamás. Las monjas de Santa Rosa, al verle tan fervoroso ante
el tabernáculo de su iglesia, comenzaron a llamarle el buen Perico. Y tenían un
placer extraordinario en oír sus palabras edificantes y sus graciosos dichos.
La escuela y la iglesia eran los dos sitios predilectos de Pedro: el silabario
y la Imitación de Cristo fueron sus primeros libros; después aprendió, al mismo
tiempo, a escribir correctamente y a ayudar la santa misa. En la iglesia de los
Padres Conventuales era el mejor acólito y el más fiel ayudante del sacristán;
en la escuela, el discípulo más aprovechado y el brazo derecho del maestro.
Un día entró en la iglesia, y dejó sus libros en uno de los
bancos para trabajar mejor en la sacristía. Al volver a recogerlos, se encontró
con que alguien se los había llevado. El niño, desconsolado por la pérdida de
sus queridos libros, se arrodilló ante el altar de San Antonio de Padua, y le
dijo con amargo reproche: «Ya lo veis, san Antonio mío: os sirvo en la
sacristía, y, entre tanto, me roban en la iglesia. Acudid en mi ayuda y haced
que me devuelvan los libros». Esta queja era como acusar al santo de
complicidad indirecta en aquel robo, y el glorioso taumaturgo volvió por su
honra inmediatamente: el ladrón, arrepentido de su falta, restituyó los libros
el mismo día.
* * *
Cuando Pedro creció unos centímetros más, un tío suyo se lo
llevó a su casa para enseñarle el oficio de zapatero; y allí pasó el joven
algunos meses claveteando cueros y adquiriendo nuevas virtudes. Pero, al mismo
tiempo, aparecieron ciertos defectillos que ponían de muy mal humor al honrado
zapatero. El primer pecado del joven aprendiz era su excesiva prodigalidad: el
escaso jornal iba a parar siempre al altar de la Virgen, ya en un bello
ramillete de flores, ya en un hermoso cirio que Pedro compraba en el mercado.
Otro defecto aun más grave fue su desmedida afición al ayuno
y a la penitencia. El zapatero no podía consentir que Pedro se fuera
enflaqueciendo por su propia culpa; aquellos ayunos debían terminar
inmediatamente. Se presentó ante los padres del joven y les dijo ásperamente:
«Vosotros sabréis criar gallinas, pero no sabéis educar a los hijos. Yo no sé
quién ha enseñado a Pedro esos ayunos de los sábados, esas vigilias y esas
disciplinas. En adelante, exigiré que me obedezca en todo y que coma lo que yo
le mande». En efecto, Pedro obedeció a su tío y dejó sus penitencias; pero no
ganó en colores ni adelantó en salud: parecía que la comida buena y abundante
le quitaba las fuerzas y la alegría. Su mismo tío, convencido de tan extraña
fenómeno, dijo a la madre del muchacho: «Dejémosle ayunar, Marcia. Más vale
tener en casa un santo flaco que un pecador gordo». Y Pedro siguió cada vez más
animoso por los caminos de la piedad y de la mortificación.
Un día hubo en Viterbo una solemne procesión, a la que
nuestro amigo no podía faltar. Iba cantando y rezando entre la devota
concurrencia, cuando de repente sus ojos se fijaron en las filas de novicios
capuchinos que pasaban junto a él. Pedro se quedó extasiado ante aquellos
frailecitos: el andar pausado, los ojos recogidos, los pies descalzos, las
manos ocultas en las mangas, la barbita incipiente sombreando los rostros de
niños; en todo se fijó atentamente y todo le agradó, produciendo en su espíritu
una especie de envidia y de santo arrobamiento. La gracia divina le llamaba con
voz misteriosa; y en su alma nacía una ilusión que no le dejaría sosegar hasta
conseguirla. «Capuchino, capuchino -pensaba Pedro-; eso es lo que Dios quiere
de mí».
Antes de entrar en el convento se preparó con largos días de
oración, de penitencia y de estudio. Se proporcionó un ejemplar de la Regla de
san Francisco, y la leyó tantas veces que se la aprendió de memoria: aquel
librito, médula del Evangelio, como decía el Seráfico Patriarca, fue un tesoro
y un descubrimiento para el joven aspirante. Para tenerlo siempre presente, lo
cosió bajo sus vestidos, junto al corazón, y solía decir a sus amigos: «Pronto
me alistaré en una santa milicia; llevo ya la cruz de la orden en mi pecho».
Dejó su taller de zapatero, sus leznas, hormas y martillos,
y se despidió de sus padres y parientes con una alegría contagiosa que disipó
todas las objeciones que le quisieron presentar.
* * *
Al trasponer el umbral del convento, Pedro Fioretti respiró
lleno de satisfacción y de contento. Pero la cruz estaba cerca de la puerta, y
era un símbolo de lo que había de sucederle a los pocos pasos. El P. Guardián
miró al joven de pies a cabeza: aquel muchacho que pedía el hábito capuchino no
tenía estampa de fraile. Pequeño, flaco, moreno, de aspecto enfermizo, más
parecía candidato a un hospital que apto para la vida penitente del claustro.
Los otros religiosos que lo vieron fueron del mismo parecer. Pedro se echó a
llorar desconsolado, y pidió a los Padres que no le abandonaran, que le
admitieran una temporada de prueba, asegurándoles que él, a pesar de su
pequeñez y aparente debilidad, era tan fuerte como el que más.
El corazón de los buenos religiosos no era de bronce;
consintieron en admitir al postulante durante algún tiempo, hasta que el P.
Provincial resolviera la situación. Y el futuro santo se quedó en la hospedería
del convento, resuelto a conseguir del cielo la gracia que iba a decidir de
toda su vida. El hermano portero pudo ver, por las hendiduras de la celda del
joven, sus continuas lágrimas y plegarias, sus ayunos y disciplinas, su piedad
ejemplar; y todos se convencieron de que realmente el pequeño y enclenque
muchacho era un trabajador incansable que sabía derrochar fuerza y entusiasmo
en todos los quehaceres que le imponían. Y el P. Provincial, edificado de la
excelente voluntad del joven, mandó que le dieran el santo hábito
inmediatamente.
El novicio quedó contentísimo con su nuevo nombre, Fr.
Crispín, que le recordaba al santo patrono de su antiguo oficio de zapatero.
Fray Crispín comenzó su vida religiosa en el noviciado de la Palanzana, en su
pueblo natal de Viterbo.
Era un trabajador animoso y alegre que no podía estar ocioso
un momento. En el huerto y en la limosna, se esmeraba en proporcionar a los
religiosos los mejores alimentos que la pobreza seráfica le permitía. Las
fatigas no se habían hecho para fray Crispín. Uno de los padres del convento,
al verle siempre solícito y ocupado en favor de sus hermanos, puso al novicio
un poético sobrenombre, "la rondinella di Dio", la golondrina de
Dios.
* * *
Acabado el año del noviciado, fray Crispín pasó al convento
de la Tolfa, con el cargo de cocinero.
El lema de su nueva actividad, entre ollas y pucheros, era
éste: «pobreza y limpieza». Apenas tomó posesión de la cocina, fray Crispín la
transformó en un paraíso: todos los objetos empezaron a brillar con una
pulcritud extremada; hasta las viejas sartenes parecían ascuas de oro. Pero
donde el santo cocinero puso toda su alma y su gusto artístico fue en un
altarcito de la Virgen, que presidía, como Reina en su trono, todo cuanto se
hacía y se hablaba en aquel lugar. Fray Crispín no podía apartar los ojos ni el
corazón de su Madre celestial; si echaba la sal a la olla, se la ofrecía antes
a la Virgen; si limpiaba las verduras, se acordaba de la limpieza inmaculada de
la Azucena de Dios; el fuego le hablaba del amor inmenso de María; el agua, de
su castidad; el humo, de su perfumada belleza.
Ante el altar de la Virgen de la cocina, fray Crispín era
músico, poeta y serafín. En los dos años que permaneció el santo en el convento
de la Tolfa consiguió que su querida Virgen fuese conocida y venerada por todos
los amigos y bienhechores de la comunidad. A veces llegaban algunos a pedir a
fray Crispín oraciones para los enfermos; y el santo cocinero tomaba un puñado
de aceitunas o de castañas, se las presentaba a la Virgen para que las
bendijera y las daba como medicinas para todas las dolencias: «Come esto, hijo
mío, que lo ha bendecido la Señora; pronto te pondrás bueno».
Los efectos eran maravillosos. De boca en boca solían correr
expresiones como ésta: «¿Para qué médicos y medicinas? Las aceitunas y las
frutas de fray Crispín valen más que todas las recetas de los doctores».
* * *
Seguramente nadie imaginaba lo que aquellas curaciones
milagrosas costaban a fray Crispín. Por sus queridos enfermos oraba sin
descanso, ayunaba a pan y agua, se ofrecía a Dios para tomar sobre sí todas las
dolencias y desgarraba su cuerpo inocente con disciplinas y cilicios.
Hubo en la comarca una epidemia que diezmó a los habitantes
y llenó de lágrimas muchos hogares. A fray Crispín se le partía el alma
contemplando la angustia de tantos buenos amigos, y se propuso conseguir del
cielo el rápido término del terrible azote. Su vivo ingenio le sugirió un
invento nuevo y, a su parecer, prodigiosamente eficaz. Se lo presentó al P.
Superior, pidiéndole licencia para aplicárselo aquel mismo día. Era una
disciplina con fragmentos de vidrio y puntas de cobre, clavos y espinas. El
padre Guardián, horrorizado, le negó el permiso. Fray Crispín insistió una y
otra vez, asegurando que la epidemia no cesaría hasta que su invento se
aplicara. El guardián, en un momento de debilidad o de esperanza, cedió y
consintió en que fray Crispín efectuase la prueba. Los resultados fueron tan
desastrosos para el inventor, que le pusieron al borde del sepulcro. Después de
muchos días, el siervo de Dios convaleció, y el P. Guardián le impuso formal
prohibición de usar jamás aquellas disciplinas. Fray Crispín contestó
sonriente: «Sí, Padre, sí; eso excede los límites». Pero la epidemia cesó
inmediatamente, gracias a las oraciones y a la sangre de fray Crispín.
Se comprende fácilmente la aflicción del pueblo de la Tolfa
cuando corrió la noticia de que el santo cocinero de los capuchinos iba a ser
trasladado al convento de Roma. Para poder cumplir la orden de los superiores,
fray Crispín tuvo que salir secretamente de aquel pueblo que le amaba como a su
salvador, burlando la vigilancia de sus numerosos amigos.
En Roma, en el gran convento de la Inmaculada, fray Crispín
pasó varios meses en el oficio de enfermero. Su caridad inagotable le hacía
múltiplicarse para atender a todos; y los prodigios que brotaban de sus manos
hicieron de él un médico ideal y un compañero inseparable de los dolientes y de
los afligidos. Pero al mismo tiempo el excesivo trabajo le rindió de tal
manera, que contrajo una grave enfermedad, y se vio obligado a dejar su puesto
de médico para ocupar el de moribundo. Sin embargo, fray Crispín no perdía sus
ánimos, y venció todos los males a fuerza de descanso y de cuidados. Salió de
la enfermería más fuerte que nunca.
La obediencia le mandó al convento de Albano a reanudar sus
proezas en la cocina. Cuando lo supo fray Crispín, exclamó en el colmo de la
felicidad: «Los superiores han reconocido por fin que soy una bestia
recalcitrante que se enferma con el descanso. Estoy frío en el amor de Dios y
del prójimo, y necesito el calor del fuego o del sol: la cocina o el huerto».
* * *
La cocina de Albano volvió a ser, como la de la Tolfa, un
prodigio de limpieza y un templo de la Virgen. Las flores que fray Crispín
ponía en el altar de la cocina eran un remedio admirable contra todos los males
de alma y cuerpo. A un médico que le manifestaba su asombro por las curaciones
que hacían aquellas flores, le contestó el santo: «Tened entendido que mi
Señora sabe mucho más que vos y que todos los médicos juntos».
Un día, el santo cocinero se sorprendió al ver que las
flores y los cirios del altarcito habían desaparecido misteriosamente. Se
arrodilló ante la imagen y empezó a decir a la Virgen con infantil y
graciosísimo enojo: «Madre mía, de una vez os roban cirios y flores. Sois
demasiado buena; el día menos pensado os quitarán el Hijo que lleváis en los
brazos, y os quedaréis tan tranquila. Señora, bien pudierais guardar un poco
mejor vuestro altar, a lo menos cuando yo no estoy presente».
La fama de la Virgen de fray Crispín se extendió rápidamente
por todas partes: príncipes, magistrados, militares y campesinos venían a
visitar la cocina de Albano, y traían copiosos ramos de flores, que fray
Crispín recibía gozoso. El Sumo Pontífice Clemente XI era uno de los más
fervientes devotos de aquella imagen y uno de los mejores amigos del santo
capuchino. Con frecuencia le mandaba cirios para su altar, y conversaba con el
humilde lego pidiéndole oraciones para tener acierto en el gobierno de la
Iglesia y éxito en todos sus trabajos.
* * *
Fray Crispín tenía también sus ribetes de literato, y
recitaba con mucha gracia poesías e himnos que eran para él un nuevo
instrumento de apostolado. Aprendió de memoria los más bellos pasajes de la
Jerusalén libertada de Torquato Tasso, y los solía recitar en las casas de los
amigos, sacando de los magníficos versos del Tasso un caudal abundante de
enseñanzas y de buenos consejos. Fue famosa aquella salutación alegre y
triunfal del amable lego capuchino: «¡Amico, hai vinto!", amigo, venciste,
frase que él había leído una vez en su poeta predilecto y que desde entonces
empleaba a toda hora y en cualquiera ocasión. Con esas breves palabras dominaba
las propias pasiones, saludaba a los niños en la calle, bendecía a los enfermos
y se burlaba de los asaltos del demonio. Y hasta delante del sagrario o de una
estatua de María, sus labios repetían sin cesar la frase favorita que expresaba
todos los arrobamientos del fervor y todas las efusiones del alma: «¡Amico, hai
vinto!».
* * *
Del convento de Albano pasó fray Crispín al de
Monte-Rotondo, mandado por los superiores para el cultivo del huerto. Su afán
por el trabajo y su odio a la ociosidad estaban condensados en aquellas
palabras que se decía a sí mismo y a los demás: «El paraíso no se ha hecho para
los cobardes». El primer cuidado del nuevo hortelano fue levantar, en el rincón
más hermoso y apacible, una capillita a la Santísima Virgen para poder trabajar
con más entusiasmo en tan buena compañía. Clavó en el suelo unas cañas, las
entretejió con ramas y juncos, y en pocas horas tuvo terminada una rústica
cabaña con una imagencita en su interior. «Es la casa de mi Madre», decía
orgulloso fray Crispín. Pero los religiosos se burlaban de él, y le aseguraban
que aquello no duraría mucho tiempo. Soplaron los huracanes, rugieron las
borrascas, cayeron árboles corpulentos; pero la capillita del huerto se mantuvo
firme en su debilidad por un nuevo prodigio del amor de fray Crispín.
Cuando trabajaba en el huerto, por cada planta solía rezar
una avemaría; y los frutos que cosechaba decían claramente el fervor de
aquellos obsequios. Y cuando tenía que alejarse de la Virgen, derramaba puñados
de trigo a los pies de la santa imagen, para que los pajarillos vinieran a
acompañarla y a cantarle en su ausencia. A todos los que encontraba les decía
algo de la belleza y bondad de su Señora, con tal insistencia y gracia, y con
tanto celo, que en todas partes se le llamaba el apóstol de la Virgen. Las
curaciones prodigiosas que hacía en sus enfermos, la conversión de muchas almas
extraviadas y otros favores que dieron a fray Crispín fama universal de santo
eran fruto de sus filiales ternuras con María.
* * *
Hasta aquí, fray Crispín ha vivido en varios conventos,
permaneciendo cortas temporadas en cada uno y edificando a religiosos y
seglares con su sencillez, con su piedad y con su alegría. Estamos en 1702. Los
superiores de varias casas se disputan la posesión del santo hermanito lego.
Todos lo quieren para sí porque saben que con fray Crispín entran en el
convento la paz y la bendición de Dios. El superior de Orvieto es ahora el
afortunado: consigue del Capítulo Provincial que le den la joya solicitada, y desde
ahora el pueblo de Orvieto será, por espacio de cuarenta y seis años y con
breves interrupciones, el feliz poseedor del amable santo.
Fray Crispín llegó a Orvieto con un nuevo y penoso cargo:
será el limosnero de la comunidad en el pueblo y en los campos circunvecinos.
Carga con sus alforjas y sale a mendigar por las calles, esparciendo por
doquier los tesoros de su alegría y de su caridad. «¡Aquí viene fray Crispín!
¡Aquí viene nuestro santo!», dicen al verle niños y grandes, los sacerdotes,
los canónigos y hasta el mismo obispo de la ciudad. En Orvieto, las virtudes de
fray Crispín son ya frutos maduros y jugosos, dan toda su fragancia, llegan a
la más alta perfección. Es el personaje más popular y más querido: su palabra
es irresistible, su alma penetra como un dardo en las almas de los demás, sabe
ejercitar un apostolado intenso, variado y atrayente: el apostolado de la
alegría franciscana.
Fray Crispín es amigo de todos, hasta de los más grandes
pecadores. Un día se detuvo en la calle para saludar amablemente a varios
policías, gente que, por lo general, era mirada con especial desagrado. El
gobernador de Orvieto, que vio la animada charla de fray Crispín con tales
personas, le dijo más tarde: «¿No os avergonzáis de tratar con sujetos tan
viles y de estrecharles la mano? ¿Dónde habéis dejado vuestro decoro?». El
santo limosnero le miró con cierta picardía y le contestó: «Señor gobernador:
mi Padre san Francisco en su Regla no dice una palabra acerca de ese decoro;
pero, en cambio, nos manda amar al prójimo sin distinción y en todas partes».
La locuacidad de fray Crispín no era esa gárrula palabrería
de los espíritus frívolos; venía directamente de un corazón abrasado en amor de
Dios y del prójimo. En él se cumplía, de manera admirable, la conocida sentencia:
«De la abundancia del corazón habla la boca». El espíritu del santo capuchino
estaba sin cesar elevado en Dios, vivía en continua oración; y sus dichos
traducían fielmente esa vida extática que jamás se interrumpía. El cardenal
Gualtieri pudo decir del humilde lego esta frase exacta y elocuente: «Fray
Crispín es un solitario en medio de la ciudad». Y todos los que conocían al
santo limosnero sabían que sus palabras, lejos de ser vanas u ociosas, eran
siempre una invitación al amor y a la virtud.
* * *
Durante cinco meses, fray Crispín estuvo ausente de Orvieto,
mandado por sus superiores al convento de Bassano. Los orvietenses no pudieron
resignarse a perder su tesoro y su ídolo, y para recuperarlo acudieron a un
medio singularmente eficaz. Se decretó suspender las limosnas al convento de
los capuchinos hasta el regreso del siervo de Dios. «O fray Crispín o el
hambre», era el terrible dilema, cuya segunda parte comenzó a cumplirse
inmediatamente. Aquello iba de veras: los religiosos no recibían ni un pedazo
de pan; el ayuno forzoso se iba prolongando demasiado; y los superiores,
vencidos por argumento tan terminante, volvieron a mandar a fray Crispín al
convento de Orvieto.
* * *
En su vida religiosa, nuestro santo tocaba los límites más
altos que podemos imaginar. Era el fraile severo y penitente que desprecia y
castiga su cuerpo para que la carne no impida los vuelos del espíritu. Su cama,
indigna de tal nombre, era más parecida a un instrumento de suplicio que a un
lecho de descanso: dos tablas desnudas y sobre ellas una manta con muchos
agujeros y poca lana. Fray Crispín no entendía de regalos; la ventana abierta
en invierno y en estío; tres o cuatro horas para dormir, y el resto de la
noche, oración y penitencia. Fray Crispín descansaba trabajando: era
infatigable en ayudar a las misas, y en ello encontraba el mayor deleite de su
espíritu; pasaba arrodillado ante el tabernáculo todas las horas que sus
quehaceres le dejaban libre, con los ojos clavados en la puerta del sagrario,
extático, como la estatua de un serafín. Y cuando comulgaba, hasta su cara
morena se veía resplandeciente y luminosa, delatando los ardores que llevaba en
el corazón; y salía de la iglesia rejuvenecido de tal suerte, que todos notaban
su agilidad y destreza en las más pesadas labores.
La Orden Capuchina, madre fecunda de santos, pocas veces ha
tenido un hijo más fiel ni un discípulo más aprovechado. Fray Crispín debió
proponerse como modelo a los más perfectos religiosos de su Orden: san
Francisco de Asís como fundador y san Félix de Cantalicio como tipo acabado de
capuchino, eran para nuestro santo los ejemplares que tenía siempre ante los
ojos.
Sabía armonizar, con admirable unión, la clásica pobreza
franciscana con la caridad, la limpieza, la cortesía y otras virtudes no menos
difíciles. Su hábito, pulcro, viejo y remendado, era un milagro; ni roturas ni
manchas entre tanta pobreza; parecía como si los mismos ángeles lo zurcieran y
limpiaran con sus manos inmaculadas.
La castidad de fray Crispín era otro prodigio semejante.
Tuvo tentaciones y combates; el demonio y las pasiones no dormían; pero jamás
se vio la más pequeña mancilla en la túnica blanquísima de su pureza. Cuanto
mayores eran los peligros y más recios los ataques, fray Crispín los espantaba
como se espantan los importunos insectos; y los instrumentos que empleaba para
ello eran las letanías de la Virgen y las disciplinas sangrientas.
La obediencia, eje y fundamento de la vida claustral, tenía
en nuestro santo un entusiasta adalid. Un día en que el superior le consultó
antes de darle un mandato difícil, preguntándole cuál era su voluntad, fray
Crispín le contestó: «¿Mi voluntad? Padre, no tengo voluntad: la dejé en
Viterbo cuando me hice capuchino». «Padre Guardián -decía en otra ocasión-,
fray Crispín es, un asno; pero las riendas que lo conducen están en vuestras
manos. Según queráis que marche o se detenga, aflojad o apretad las riendas».
Le preguntaron una vez qué medios empleaba para acomodarse con tanta facilidad
al diverso genio de todos los superiores que iban sucediéndose en el convento
de Orvieto; y el santo contestó rápidamente: «Yo estoy en las manos de mi
superior y cumplo su voluntad, como este bastón hace en mis manos todo lo que
yo quiero. Si lo levanto, se levanta; si lo inclino, se inclina, y si lo dejo
en el suelo, allí se queda».
* * *
Empleaba el santo con mucha frecuencia una palabra extraña
que traía intrigados a cuantos la oían: «Mi Sibila me ayuda. La Sibila me tiene
el paraguas para que no me moje. La Sibila me alimenta», eran las frases que
solía decir con su acostumbrada jovialidad. El P. Provincial le preguntó un día
quién era esa famosa Sibila. «Padre -contestó el santo-, mi Sibila es la
caridad fraterna». Entonces se comprendieron todos los prodigios de su caridad
inagotable y solícita. Fray Crispín desafiaba las borrascas, el hambre, el
cansancio y cualquiera incomodidad en tratándose de visitar a un enfermo o de
socorrer a un pobre. Sus manos esparcían tesoros de bondad; no podía ver la
miseria del prójimo sin acudir en su auxilio; y la compañera cariñosa en tantas
fatigas era siempre la Sibila inseparable... Todos los que tenían alguna
desgracia, ya sabían que en el santo limosnero capuchino hallarían pronto y
excelente remedio. Un escritor ha podido afirmar con gráfica expresión que
«todas las miserias y todas las tribulaciones de Orvieto se daban cita a los
pies de fray Crispín».
* * *
Nuestro santo tiene ya muchos años y muchos achaques: el
reumatismo ha hecho presa en su cuerpo, ha contraído sus manos y sus pies, y
apenas le permite andar unos pasos, apoyado en un pobre y nudoso bastón. Él
mismo dice que ya no es más que «un burro viejo y cojo que no vale para nada».
Los superiores, con ternura maternal, le mandan al convento de Roma para que se
entretenga en sus oraciones y ayude a la misa cuando pueda; quieren darle una
vejez tranquila y reposada.
La partida de Orvieto tuvo que hacerse de noche y con
innumerables precauciones. Si la noticia se divulgaba, los amigos de fray
Crispín, que eran todos los habitantes del pueblo y sus contornos, serían muy
capaces de hacer una barbaridad para retenerlo consigo. Sólo cuando el santo
viejo estaba ya en Roma se supo la triste nueva en Orvieto. Y durante todo el
año que duró la ausencia del querido limosnero, un bloqueo absoluto y cruel
cayó otra vez sobre los capuchinos: ni limosnas, ni predicaciones, ni
amistades.
Y nuevamente vencieron los testarudos orvietenses, y
consiguieron sacar al anciano de una vida de tranquilidad y de oración que era
toda su delicia. ¡Tanto como le agrada a fray Crispín ayudar a las numerosas
misas del convento de la Inmaculada de Roma! Pero, a la voz de la obediencia,
regresa feliz a su querido Orvieto. Era la despedida...
La enfermedad avanzaba con paso seguro en aquel cuerpo
minado por los años y por la penitencia. Siempre alegre y fervoroso, el santo
viejo no hacía más que ayudar a misa, recibir innumerables visitas y rezar día
y noche. Era una figura atrayente que se deslizaba trémula por los claustros,
con su barbita blanca, con sus manos temblorosas, con el encanto de una sonrisa
perenne en los labios. Tuvo que dejar las tablas desnudas de su cama y
resignarse a dormir en un blando y mullido colchón.
A los amigos que le visitaban les anunciaba la buena nueva
de su próxima muerte; pero añadía con espíritu profético: «No moriré en
Orvieto».
Los superiores, deseando prolongar la preciosa vida que se
extinguía por momentos, le trasladaron a la enfermería del convento de Roma. El
pueblo de Orvieto se convenció por fin de que nada podría hacer para impedir el
cumplimiento de aquella orden.
En Roma tuvo fray Crispín una breve mejoría que le permitió
dedicarse intensamente a sus obras de caridad y de apostolado. La fama de sus
virtudes y milagros llegó hasta las más altas esferas. Varios cardenales y
obispos y hasta algún teólogo eminente venían a la celda del anciano a pedirle
consejos y luces en arduas cuestiones y a recrearse con su amena charla llena
de alegría y de fervor.
Por fin, en los primeros días de mayo de 1750, cayó en cama
definitivamente. Su agonía fue un éxtasis continuo, eucarístico y mariano.
Estaba impaciente por volar al cielo...
El día 18, festividad de san Félix de Cantalicio, «la fiesta
del viejecito», como decía fray Crispín, se creyó que no llegaría vivo a la
noche. Pero él repetía con su eterno buen humor: «No, hoy no; yo no quiero
echar a perder la fiesta de san Félix».
Y en las primeras horas del día 19, fijando sus ojos en las
imágenes de Jesús y de María, se quedó inmóvil y sonriente... Su alma estaba ya
en la gloria del paraíso. Tenía ochenta y dos años de edad y cincuenta y siete
de vida capuchina.
[En Prudencio de Salvatierra, OFMCap, Las grandes figuras
capuchinas. Madrid, Ed. Studium, 1957, 2.ª ed.; pp. 249-267]
* * * * *
SAN CRISPÍN DE VITERBO (1668-1750)
Pedro Langa, OSA
Crispín de Viterbo, Pedro Fioretti en el siglo, religioso
italiano de la Primera orden de san Francisco, nacido en la ciudad de su
apellido el 13 de noviembre de 1668, fue canonizado en Roma por Su Santidad
Juan Pablo II el 20 de junio de 1982: primera canonización de su pontificado.
Descendiente de modesta familia, fray Crispín recibió en el bautismo el nombre
de Pedro, y de sus padres Ubaldo y Marcia Fioretti, una profunda, esmerada,
fina educación cristiana. Frecuentó en su infancia la escuela del pueblo y,
aunque débil de constitución, empezó luego a imponerse duras penitencias
privadas y, en el humilde trabajo de zapatero, a darle con ahínco, en calidad
de aprendiz, al martillo, la lezna, las suelas y el tacón. Huérfano pronto de
padre, corrió con su educación religiosa de niñez la madre. Como un redivivo
Jesús de Nazaret, su vida transcurrió hasta los 25 años en el taller de un tío
suyo que era zapatero.
Cuentan las crónicas capuchinas el testimonio siguiente
puesto en boca del protagonista, con estilo, por cierto, sencillo y desenfadado
y casi como de novela:
«A pesar de que me consideran un santo alegre, la impresión
que me queda de mi infancia es la muerte de mi padre, Ubaldo. Menos mal que mi
tío Francisco -su hermano- me quería mucho y me envió, primero, a la escuela de
los jesuitas para que aprendiera gramática y, después, me acogió como aprendiz
en su taller de zapatero, donde estuve hasta los veinticinco años en que me fui
a los frailes. Recuerdo que, de pequeño, me daba por ayudar en las misas y
ayunar; y como era de natural delgaducho y enfermizo, mi tío solía decirle a mi
madre: "Tú vales para criar pollos, pero no hijos. ¿No ves que el niño no
crece porque no come?". Y en adelante él se fue encargando de hacerme
comer; pero al ver que seguía igual de pequeño y escuchimizado se dio por
vencido y le dijo a mi madre: "Déjale que haga lo que quiera, porque mejor
será tener en casa un santo delgado que un pecador gordo"».
El hecho es que, deseoso de llevar vida austera y consagrada
por entero a Dios, el 22 de julio de 1693 el joven ingresa en el noviciado del
convento de los Hermanos menores capuchinos de Palanzana, cerca de su ciudad
natal. Hecha al año siguiente la profesión religiosa, le llega su primer
destino: ayudante de cocina en el convento de la Tolfa. La profesión es
pretexto, entre otras cosas, para cambiar el nombre de Pedro por el de Crispín
en homenaje a san Crispín, patrono de los zapateros. Conventual en diversos
conventos, suena en 1709 la hora del traslado a Orvieto. Allí desempeña el
oficio de limosnero, y en aquellas tierras orvietanas permanece casi cuarenta
años. En estos destinos supo siempre dar muestras de alegría y destreza para
ejercer los oficios encomendados por los superiores. De austerísima pobreza,
ferviente oración y profunda humildad, asiduo en trabajos y ayunos, maceró su
cuerpo con aspérrimos cilicios y frecuentes disciplinas.
Su personalidad ascética, su comportamiento como juglar del
buen Dios y su aire a lo trovador de nuestra Señora dejaron luego entrever al
celebrado instrumento de la Providencia. Amante de la pobreza, dotado de un
ánimo generoso y sensible a las manifestaciones jubilosas, pleno de caridad y
claridad y de fraterna preocupación por los pecadores, pobres, encarcelados,
niños sin hogar, se las ingeniaba para ser útil y obsequioso con todos sin
excepción, y lo sabía ser, además, desde los diversos oficios: lo mismo
probando a cultivar berzas y garbanzos en calidad de hortelano, que ejerciendo
de enfermero, cocinero y limosnero.
Jovial por temperamento y en armonía con el carisma de Asís,
ponía todo su empeño en hacer amar la virtud y alegrar al triste: con
edificante simplicidad de espíritu entonaba canciones, construía altarcitos
para honrar a nuestra Señora, «Madre y Señora dulcísima» solía llamarla, y, si
hacía al caso, le daba contento y feliz al endecasílabo componiendo inspirados
versos o simplemente recitándolos sin arredrarse. A un hermano de la comunidad
que un día se atrevió a reprocharle este modo de actuar como inconveniente a su
estado, le respondió resuelto: «¡Yo soy el heraldo del gran Rey! Déjame cantar
como cantaba san Francisco. Estos cantos producirán bien en el ánimo de quien
escuche. Pero siempre con la ayuda de Dios y de su gran Madre».
Dotado de un especial don para enjugar lágrimas, consolar a
los enfermos y subvenir al desvalimiento de los débiles, él por su parte tenía
también tacto y finura bastante como para que sus paisanos se le hiciesen
cariñoso y alegre auditorio en derredor, pendientes de su palabra o atraídos
por su actitud; quién más, quién menos, personas todas menesterosas de su
oración y de su consejo. Su ilimitada confianza en la Providencia, fruto de una
estrechísima unión con Dios, se vio a menudo recompensada del cielo con
milagros y carismas. Buscaba él, pues, y por doquier era buscado.
Hasta prelados, nobles y doctos llamaban a su puerta en pos
de la luz que su interior irradiaba, en busca de su alma traslúcida, hecha
sugerencia y puro exhorto, el típico de la sabiduría que atesoran los humildes.
De ahí que tampoco su actitud modesta y sencilla cambiase por ello en modo
alguno. Al término de jornadas agotadoras, extenuantes, cuando a uno ya no le
quedan arrestos para nada, su refugio solía ser la oración ante el Santísimo
Sacramento o a los pies de la Virgen María. El mismo papa Clemente XI se
deleitaba en afable coloquio con el humilde capuchino. Roto por el cansancio y
las penitencias, pasó los últimos años de su vida en Roma, convento de la
Santísima Concepción, Via Vittorio Véneto.
Refieren los biógrafos de nuestro humilde Crispín que el
cardenal Trémonille, embajador del rey de Francia, hallándose gravemente
enfermo, hizo llamar ante sí al santo religioso, quien lo curó luego con sus
oraciones. Asimismo, que mientras un día el Papa escuchaba la misa en la iglesia
de los capuchinos, su camarero fue aquejado de gravísimos dolores, fenómeno que
le sucedía con frecuencia y que ningún médico había sido capaz de remediar.
Crispín lo condujo al altar de la Virgen y la curación fue instantánea. A los
ochenta y dos años, un 19 de mayo de 1750, la llama viva de su vida se apagó
serenamente en el citado convento romano, camino de la luz. A partir de ese
instante una turba incontable de fieles y devotos acudió presurosa para orar
ante sus restos, y con ánimo, por supuesto que también, de hacerse con alguna
reliquia. Los milagros empezaron a multiplicarse, diríase que por ver de
ensalzar más y más al siervo de Dios, pues desde entonces no hicieron sino
acreditar y acrecentar la fama de santo que había sido el distintivo de su
vida.
Al poco tiempo de su piadosa muerte, fue incoado el proceso
informativo sobre la fama de santidad y de las virtudes. [...]
Volviendo a las crónicas y florecillas franciscanas
autobiográficas, he aquí otro retazo semejante al anterior, con ese estilo
impropio de la época, pero muy pegadizo y ágil para el momento actual:
«La gota que colmó el vaso para que me decidiera a hacerme
capuchino -refiere fray Crispín- fue el ver a un grupo de novicios que había
bajado a la iglesia con motivo de unas rogativas para pedir la lluvia. En
realidad ya lo había pensado mucho y había leído y releído la Regla de san
Francisco, por lo que mi opción era madura. Además, no quería ser sacerdote
sino, como san Félix de Cantalicio, hermano laico. De modo que inmediatamente
me fui a hablar con el Provincial, quien me admitió en la Orden, pensando que
ya estaba todo superado, pero no fue así».
«Los primeros que se opusieron -y sigue dándole vueltas a
las peripecias de la vocación- fueron mis familiares, empezando por mi madre.
La pobre ya era mayor y con una hija soltera a su cargo; además, no comprendía
que, habiendo hecho los estudios con los Jesuitas, quisiera ser laico y no
sacerdote. Sin embargo, la decisión estaba tomada. Procuré que las atendieran
unas personas del pueblo y me marché al noviciado. Cuál no sería mi sorpresa al
comprobar que, a pesar de haberme admitido ya el Provincial, el maestro de
novicios se negaba a recibirme. Ante mi insistencia me contestó: "Bueno,
si al Provincial le compete el recibir a los novicios, a mí me toca
probarlos". Y bien que me probó».
El estilo directo y narrativo continúa:
«Lo primero que hizo fue darme una azada y enviarme al
huerto a cavar mañana y tarde. En vista de que yo resistía, me manda como
ayudante del limosnero para que cargara con la alforja, a ver si aguantaba las
caminatas bajo el sol y la lluvia. Y las aguanté. Por último, no se le ocurrió
mejor cosa que nombrarme enfermero para que atendiera a un fraile tuberculoso.
No lo debí de hacer del todo mal, pues tanto el enfermo como el maestro de
novicios se ufanaban, cuando ya eran viejos, de haberme tenido como enfermero y
como novicio. Una vez profeso, me enviaron por distintos conventos, hasta que
recalé en Orvieto. Allí estuve durante cuarenta años de limosnero; es decir,
toda mi vida, pues sólo me llevaron a Roma para morir».
El remate a esta faena de sinceridad y sinceración
autobiográficas termina como sigue:
«Durante los cincuenta años que estuve con los frailes hice
de todo menos de zapatero, que era mi profesión. Fui cocinero, enfermero,
hortelano y limosnero; y es que yo no era una bestia para estar en la sombra,
sino al fuego y al sol; es decir, que debía estar o en la cocina o en la
huerta. Sin embargo la mayoría de mi vida se quemó buscando comida para los
frailes y atendiendo las necesidades de la gente».
El testimonio del humilde hermano se pierde para cualquier
lector curioso y ávido de noticias por los vericuetos de una sencilla narración
lírica que suena como venida del cielo gracias a la pluma de algún
contemporáneo que hace de amanuense, es decir, de inspirado recopilador de
estas simpáticas historias.
Sabemos así que lo primero que hacía antes de salir del
convento era cantar el Ave, maris stella. Y después, rosario en mano, a
prodigarse en el santo ejercicio de la limosna. Para no perder tiempo le pedía
antes al cocinero qué necesitaba, y de ese modo se limitaba a pedir únicamente
lo necesario. Como abundaban los pobres, ¡y cuándo no!, procuraba dirigir las
limosnas sobrantes a una casa del pueblo para que desde allí se
redistribuyesen. Ello le permitía satisfacer a la vez la solidaridad de los
pudientes y la necesidad de los indigentes. Convencido de que gran parte de la
miseria proviene de la injusticia, le faltaba tiempo para llegarse hasta los
patronos a protestar de sus abusos. Su visita a los enfermos y encarcelados no
sólo iba acompañada de buenos consejos sino, dentro de lo posible, claro es,
del remedio a sus necesidades.
La gente salía de su presencia con la sensación del milagro.
Hasta trozos del manto le cortaban a veces para reliquia, lo que una vez
arrancó este grito de su profunda humildad: «Pero ¿qué hacéis? Cuánto mejor
sería que le cortaseis la cola a un perro [...]. ¿Estáis locos? ¡Tanto alboroto
por un asno que pasa!».
Mucho le ayudó la Virgen en su opción por Cristo. Él se lo
agradecía con detalles, como cuando, en un arranque de puro y simple
franciscanismo, colocó una imagen de la Señora en una pequeña cabaña, y delante
esparció restos de semillas y migajas de pan para que se acercasen los pájaros,
se alimentasen y cantasen para alabanza de toda la creación a la Madre de Dios.
El reuma y la gota dieron con sus huesos en la enfermería de
Roma. Pero ni allí dejaba de acudir gente cada día. Se dice que para no
estropear la fiesta de san Félix le aseguró al enfermero que no se moriría ni
el 17 ni el 18. Y, efectivamente, el Señor se lo llevó el 19 de mayo de 1750.
«Quien ama a Dios con pureza de corazón -había sentenciado a
menudo-, vive feliz y muere contento».
Y también:
«El poder de Dios nos crea, su sabiduría nos gobierna, la
misericordia nos salva».
En la homilía de canonización, Juan Pablo II fue tejiendo la
dorada aureola de esta espléndida biografía de sencillez franciscana, para
regocijo y honra de los Frailes Menores Capuchinos en el año conmemorativo del
VIII centenario del nacimiento de san Francisco. La Iglesia nos asegura que
combatió la buena batalla, mantuvo la fe, perseveró en la caridad y alcanzó la
corona de justicia que le había preparado el Señor (cf. 2 Tim 4,7-8).
Perseveró, sí, ante el Señor y en su servicio durante la vida terrena, y el
Señor ahora es su herencia feliz para siempre (cf. Dt 10,8-9).
Por seguir a Cristo Jesús se negó a sí mismo y tomó su cruz,
la tribulación diaria, sus limitaciones personales y las ajenas, preocupado
sólo de imitar al divino Maestro, y así salvó perfecta y definitivamente su
vida (cf. Mt 16,23-25). El mensaje de santidad de fray Crispín de Viterbo
pregona desde el marco de aquellos tiempos del absolutismo del Estado, de
luchas políticas, nuevas ideologías filosóficas, inquietudes religiosas
(piénsese en el jansenismo), de alejamiento progresivo de los argumentos
esenciales del cristianismo, para que sigamos alerta y no bajemos nunca la
guardia frente al consumismo y bienestar de esta sociedad nuestra,
periódicamente tentada de falsa autonomía y de oposición a las categorías
evangélicas, y por ello necesitada de Santos, o sea, de modelos que expresen
concretamente con la vida la realidad de la trascendencia y el valor del Reino.
En el llamado siglo de las luces, rebosante de
autosuficiencia, ésta fue la misión de san Crispín de Viterbo, sencillo
religioso en quien encontraron pragmatismo elocuente las palabras proféticas de
Jesús: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has
ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a pequeños.
Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito» (Mt 11,25-26). Dios hace maravillas
por obra de los humildes, incultos y pobres, para que se reconozca que todo
progreso salvífico, incluso terreno, responde a un designio de su amor.
El primer aspecto de santidad que Juan Pablo II quiso
resaltar en san Crispín ese día fue la alegría. Alegría franciscana,
ciertamente, comunicativa y abierta en su caso a la poesía, nacida sobre todo
de un amor grande al Señor y de una confianza invencible en su Providencia. El
segundo fue su heroica disponibilidad para con los hermanos y también para con
los pobres y necesitados de todas las categorías, de suerte que mientras él
pedía humildemente medios de subsistencia para su familia conventual, su tarea
principal consistía en prestar ayuda espiritual y material hasta transformarse
en expresión viviente de caridad. ¡Casi nada! Se comprende que su incansable
dedicación, en el campo religioso, al empeño caritativo por la paz, la justicia
y la prosperidad, despertase reconocimiento y buen corazón de parte de sus
beneficiados.
Destacó también el Papa la catequesis itinerante del
hermano, un «lego docto» que cultivaba la doctrina cristiana con los medios a
su disposición, sin descuidar instruir a los otros en la misma verdad. El
tiempo de pedir limosna era, para él, providencial espacio de evangelización
con aquel lenguaje suyo directo, sencillo, inconfundible, agradable, lleno de
máximas y aforismos. Una sabia catequesis la suya, encantadora y atractiva para
eminentes eclesiásticos y personajes de la vida civil. Las máximas le brotaban
de un corazón iluminado por la fe, robustecido por la esperanza y enardecido
por el amor.
Tampoco podía faltar la devoción a María Santísima, tierna y
vigorosa a un mismo tiempo. «Señora Madre mía» hemos dicho que la llamaba. Sí,
a su poderosa intercesión confió siempre nuestro sencillo y ocurrente trovador
mariano su actividad limosnera, comprendidas las encomiendas de quienes, a
cambio de la dádiva, le rogaban a él la otra limosna, la de su oración por
casos y situaciones graves. Súplica que arrancaba este habitual comentario:
«Déjame hablar un poco con mi Señora Madre y después vuelve».
Admirable lección de vida escondida y obediente, enjoyada de
caridad y sabiduría estimulante, la de san Crispín. Mensaje para la humanidad
de hoy en la más pura linea franciscana. Y para esta generación en ocasiones
fría y proteica, ejemplo de humilde y confiada entrega a Dios, de amor a la
pobreza y a los pobres, de pasión por la Iglesia y de confianza en María. La
itinerancia de san Crispín puede servir, en suma, de acicate para cumplir,
entre gozos y dolores, fatigas y esperanzas, la voluntad del Dios Trinidad.
La confidencia de Juan Pablo II luego, durante el rezo del
Ángelus, es significativa:
«Hoy me ha sido concedido inscribir en el catálogo de los
Santos a uno de ellos: san Crispín de Viterbo. Es la primera vez que durante mi
servicio en la sede de San Pedro tengo la gozosa suerte de llevar a cabo una
canonización [...] El santo de cuya elevación a los altares hoy se regocija la
Iglesia, ¿no pertenece quizá a la particular familia franciscana de santidad?
Cuán bello es que justamente con ocasión del VIII centenario del nacimiento del
Serafín de Asís ella obtenga una nueva contraseña de santidad [...]
Efectivamente, también el santo proclamado hoy, fray Crispín de Viterbo, aun
siendo hijo fiel y seguidor coherente de san Francisco, presenta una fisonomía
suya personal y una singular respuesta a su propia vocación religiosa. Amante
de la pobreza y de los pobres, lleno de confiado abandono en la Providencia, ejemplar
en su servicio a todos los necesitados, se distinguió por la sabiduría de sus
inspirados consejos y por una catequesis itinerante ejercida con virtuosa
modestia y serenidad excepcional».
[En Año cristiano. Mayo. Madrid, BAC, 2004, pp. 422-430]
* * * * *
SAN CRISPÍN DE VITERBO
LA ALEGRÍA FRANCISCANA
por Mariano de Alatri,
ofmcap
La vida de fray Crispín se nos presenta rica de anécdotas
pintorescas y de dichos agudos y profundos. El primero en quedar fascinado es
el mismo biógrafo, quien se siente casi obligado a escribir basándose en ellos,
puesto que caracterizan y presentan tan adecuadamente a su protagonista. Sin
embargo, bien pensadas las cosas, anécdotas y aforismos pueden desorientarnos,
ya que, al mismo tiempo que acentúan ciertos aspectos, pueden aislarlos del
contexto tal cual es y dejar en la oscuridad la trama de todos los días. Es
este un prenotando necesario, puesto que, tratándose de santos, hay siempre el
peligro de idealizarlos, es decir, de no entender la realidad misma de su vida diaria,
la vida de verdad, la que vivieron en contacto con los hombres y en las
circunstancias concretas que les obligaron a actuar.
ENTRE LA ESCUELA Y EL
TALLER
Crispín nació en Viterbo, en la calle llamada del Botarone,
el 13 de noviembre de 1668, y fue bautizado con el nombre de Pedro en la
parroquia de San Juan de Zoccoli. En el acta del bautismo constan también los
nombres de su madre Marcia, de su padre Ubaldo Fioretti y de su padrino Ángel
Martinelli. Ubaldo, que se había casado con Marcia, viuda y con una hija, era
artesano, y pronto abandonará la escena dejando huérfano a Pedro todavía en
corta edad y viuda por segunda vez a Marcia. Su puesto será ocupado por su
hermano Francisco, un zapatero que le quería de verdad, de quien destacan las
crónicas su interés por el sobrino, al que hizo frecuentar las aulas de los
jesuitas hasta completar la gramática, y al que después acogió como aprendiz en
su taller de zapatero.
Marcia era una mujer profundamente piadosa, que no se limitó
a enseñar a rezar a Pedro las oraciones acostumbradas. Cuando éste tenía cerca
de cinco años, visitando una vez el santuario de Quercia, lo ofreció a la
Señora. Señalando al niño la imagen de la Virgen, le había dicho: «Mira,
aquélla es tu madre y señora; en adelante ámala y hónrala como a tal». Lo
acostumbró también a ayunar y a frecuentar las iglesias, pues lo vemos a menudo
ayudando a misa y adornando altares con flores compradas con el dinero que le
daba su tío. Según muchos testimonios, su niñez fue una niñez piadosa, la de un
«santito» que, por lo demás, no derrochaba salud. Posiblemente nació enfermizo,
pues, ya de anciano, habrá de confesar: «No quise morir de pequeño». Y
ciertamente que las privaciones y los ayunos no debieron contribuir a
robustecerlo.
Las crónicas han recogido una intervención de su tío, que
habría imprecado a Marcia de esta manera: «Tú vales para criar pollos, pero no
hijos. ¿No ves que Pedro no crece porque no come?». Y él mismo se encargó de
hacerle comer. Pero, a pesar de todos sus empeños, Pedro seguía siempre igual,
pequeño y delgado, como lo había de ser durante toda su vida. Por fin tuvo que
ceder el buen hombre con una reflexión que ponía al descubierto su buen fondo
cristiano. Dándose por vencido dijo a Marcia: «Déjalo ayunar, que, a fin de cuenta,
mejor será tener en casa un santo delgado que un pecador gordo».
Pedro permaneció en la tienda de su tío hasta la edad de 25
años, y fue bastante más que un muchacho inteligente, trabajador y honrado. En
1721, cuando ya Crispín gozaba de fama de santidad, el canónigo Jozzi, de la
nobleza de Viterbo, hablando con el padre Gabriel de Ischia, que predicaba en
la catedral de Viterbo, exclamó: «¡Oh, qué buen muchacho era en el mundo!».
UN NOVICIO BIEN PROBADO
Pedro Fioretti al parecer decidió a hacerse capuchino cuando
vio desfilar por las calles de Viterbo a un grupo de novicios, que habían
bajado del convento de la Palanzana para tomar parte en una procesión
penitencial que se había organizado a fin de impetrar la lluvia en un momento
de especial sequía. Pero aquella fue tan sólo la clásica gota de agua que hace
desbordar un vaso. En la franciscana Viterbo sus encuentros con los hijos del
Poverello se remontaban a los primeros recuerdos de su niñez, como se desprende
del episodio de los libros robados en la iglesia de San Francisco de Rocca. Tal
decisión de hacerse franciscano habría ido madurando en él poco a poco, pues
había leído la Regla de san Francisco y llevaba consigo un pequeño ejemplar de
la misma. No sólo eso, sino que, a la hora de hacer una elección concreta, optó
conscientemente por el estado de hermano, queriendo así imitar al entonces
beato Félix de Cantalicio.
Con este propósito se presentó al ministro provincial, P.
Ángel de Rieti, de visita en el convento de San Pablo, quien le concedió
inmediatamente las letras de admisión en la Orden. Quizás llegó a pensar, con
gran consuelo de su espíritu, que se le iban a abrir sin más las puertas del
noviciado. Pero no fue así. Ante todo se opusieron sus mismos familiares,
comenzando por su madre, ya avanzada en años y necesitada de ayuda, con una
hija soltera a su cuidado, y contrariada al ver que su hijo, con los estudios
hechos, se decidía por la humildad y las penosidades propias del estado laical.
Si nos hemos de atener a lo que refieren los procesos de beatificación, Pedro
habría vencido las lágrimas y la resistencia de su madre diciéndole: «Pero qué
cara tienes, madre mía. ¿No recuerdas... que me consagraste a la Señora?». A lo
que la pobre mujer habría respondido: «Vete, pues, a servir a la Señora».
Es difícil negar el contenido de esta conversación. Diríase
que jamás se desvaneció su eco en los oídos y, menos aún, en el corazón de
Pedro, quien había de conseguir de algunas personas caritativas de Orvieto que
acogiesen, al menos por un tiempo, a su madre y a su hermana. Esta última
sobrevivió a su hermano, permaneció soltera, fue terciaria dominica y sirvió en
la familia de Juan Bautista Leporelli, quien le ayudó hasta el final de su
vida. Era «una santita» que, habiendo quedado ciega e inválida, tuvo que vivir
de limosna. Crispín estuvo en comunicación con ella, quizás no sin dolor, hasta
el último momento. De hecho, a un joven piadoso, José María Fracassini, que
deseaba hacerse capuchino, le aconsejó quedarse en el mundo para cuidar de su
madre.
Imprevistamente, a pesar de las letras del ministro
provincial, Pedro encontró dificultad para entrar en el noviciado. El maestro
de novicios, viéndolo pequeño y enfermizo, le habló de volver a casa, si bien
llegó por fin a consentir que se quedara en calidad de huésped, a la espera de
una respuesta del ministro provincial. Éste, no sin una punta de despecho,
contestó diciendo que a él le correspondía recibir a los novicios para la Orden
y al maestro probarlos.
En efecto, el maestro comenzó a probar a nuestro Pedro no
bien le hubo impuesto el hábito capuchino el 22 de julio de 1963, fiesta de la
Magdalena, y el nombre con el que será conocido en la historia de la santidad,
Crispín de Viterbo. Se lo impuso en honor de san Crispín, patrono de los
zapateros. Sin embargo, no ejercerá nunca en el convento tal arte, quizás por
considerarla demasiado liviana para quien debía ser sometido a prueba. De
hecho, fue enviado inmediatamente a trabajar a la huerta mañana y tarde;
después fue encomendado como compañero al limosnero, a fin de comprobar si era
capaz de caminar jornadas enteras cargado de pesadas alforjas bajo el azote del
sol y de la lluvia. Crispín superó la prueba no sin admiración de quien lo
había juzgado inepto. Entretanto, edifica a novicios y religiosos con su
bondad, piedad, austeridad y jovialidad. Poco a poco cambió de opinión el
rígido maestro y, con él, toda la comunidad. Cuando más tarde fue preciso
asignar un ayudante a un tuberculoso grave, el P. César Vecchearelli de Rieti,
que, por consejo del médico, había subido a la Palanzana en busca de aires más
saludables, la elección recayó en fray Crispín. Y el padre César, en el momento
de abandonar Palanzana, tuvo que confesar que fray Crispín no era un novicio,
sino un ángel. De ello se había convencido el padre José de Paliano, que, hasta
el final de su vida, se ufanaría de haberlo tenido de novicio. También durante
muchos años se seguiría recordando a fray Crispín en el noviciado de Palanzana
como un novicio modelo.
DE CAMINO
Terminado el año de prueba, e inmediatamente después de la
profesión, el 22 de julio de 1694 fue trasladado fray Crispín a Tolfa, donde
permaneció casi tres años, hasta el mes de abril de 1697. Enviado a Roma, se
detuvo allí nada más que unos meses. Desde 1697 hasta abril de 1703 residió en
Albano, de donde pasó a Monte Rotondo. Aquí permaneció más de seis años sin
interrupción, hasta octubre de 1709. Después se trasladó a Orvieto, donde
ejerció de hortelano hasta enero de 1710, año en que comenzó su oficio de
limosnero. De esta manera se iniciaban sus cuarenta años de vida en Orvieto,
interrumpidos por una breve permanencia en Bassano (últimos meses de 1715) y en
Roma (desde mediados de mayo hasta finales de octubre de 1744). Finalmente, el
13 de mayo de 1748 fue la salida definitiva hacia la enfermería de Roma, donde
moriría el 19 de mayo de 1750.
Esta es la cronología de fray Crispín, reconstruida, no sin
dificultad, recurriendo a los testimonios procesales y a la vida escrita por el
padre Alejandro de Bassano. Durante los cincuenta años que vivió de capuchino,
fray Crispín fue cocinero en Tolfa, enfermero en Roma, de nuevo cocinero en
Albano, hortelano en Monte Rotondo y limosnero en Orvieto durante casi cuarenta
años. Como hermano que era, se condujo siempre por el imperativo de la
«obediencia». Tan sólo en dos ocasiones pidió y obtuvo ser trasladado a otro
lugar. En Roma, los superiores advirtieron su mala salud (sufrió de emotisis
impresionante) y lo enviaron a respirar aires más sanos. Pero él se encontraba
a disgusto entre médicos, medicinas y libros de consultas. El se había hecho
capuchino para ser útil a los demás, por lo que le parecía una traición estarse
cruzado de brazos. Según él, «no era una bestia para estar a la sombra, sino al
fuego y al sol; es decir, que debía estar o en la cocina o en la huerta».
Más difícil le fue conseguir el traslado del convento de
Albano, donde la presencia de fray Crispín se juzgaba necesaria, y no sólo por
los servicios que prestaba a la numerosa comunidad y a los todavía más
numerosos y considerados huéspedes que allí concurrían, sino principalmente por
la estima y veneración que le dispensaban teólogos, poetas, nobles, ministros
de estado y eclesiásticos del más alto rango, comenzando por el papa Clemente
XI, que enviaba a fray Crispín velas para que las encendiese ante la imagen de
la Señora y tordos para la comida de los frailes. En cambio le pedía oraciones
por él y por el feliz estado de la Iglesia. Por esta razón el futuro cardenal de
la Iglesia, Francisco María Casini, entonces definidor general y predicador
apostólico, se oponía al traslado de fray Crispín; sin embargo, le fue
concedido por el ministro general, P. Agustín de Latisana, y fue así como fray
Crispín se libró de una popularidad que él juzgaba peligrosa para la salvación
de su alma.
La popularidad de fray Crispín no era debida solamente a su
cortesía a la hora de hablar o de recitar las octavas de Tasso. Lo mismo que en
Tolfa, también aquí se le atribuían hechos prodigiosos. Tenía recetas
inexplicablemente eficaces para los males del cuerpo y del espíritu. Era
general la convicción de que con castañas, higos secos, arrayán, moho, o
también tocando a los enfermos con la medalla de su rosario, efectuaba
curaciones sorprendentes. En los procesos el anecdotario es abundante y
variado, y lo que más sorprende es la naturalidad con que actuaba fray Crispín.
Casi se diría que actuaba como quien está jugando, quizás con la intención de
distraer la atención hacia su persona. Naturalmente que sin conseguirlo. Así un
día después de haber curado a Marco Antonio Adriani, camarero secreto de
Clemente XI, se vio de pronto interpelado por el célebre y desairado Juan María
Lancisi: «¿Es que vuestra triaca tiene más eficacia que la nuestra de
médicos?». Y fray Crispín dio con el modo de desarmar al genial y sombrío
médico del papa: «Señor mío -le respondió-, vos sois sabio, y como tal os
reconoce toda Roma; pero mi Señora sabe más que vos y que todos los médicos
juntos». El razonamiento no podía molestar a un médico del papa, que, por lo
demás, era también un hombre de fe.
Sí, fray Crispín lo atribuía todo a la Señora, a la que,
tanto en Tolfa como en Albano, había levantado un altarcito, ante el cual nunca
faltaban flores, velas y oraciones. En Monte Rotondo, donde trabajaba de
hortelano, colocó la imagen de la Señora en una pequeña cabaña a un lado de la
huerta. Delante de ella derramaba restos de semillas y migajas de pan para que
se acercasen los pájaros y se alimentasen y cantasen, ya que «habría querido
que todas las criaturas del universo se juntasen para alabar en todo momento a
la gran Madre de Dios».
Para resumir los primeros dieciséis años (1693-1709) que
fray Crispín vivió entre los capuchinos nos es insuficiente su lema programático
de «pobreza y limpieza», pues éste está formado por la tríada «oración, trabajo
y penitencia». A propósito de esta última tenemos testimonios por cierto bien
elocuentes. Ya de anciano «solía decir que las penitencias deben ser hechas
mientras se es joven, pues cuando se llega a viejo no se puede hacer lo que se
quiere». Y a fray Mariano de Viterbo le confió más de una vez lo que él había
hecho «de joven». Son datos que se hallan ampliamente confirmados en los
relatos de los testigos en los procesos canónicos.
De todas formas el campo de trabajo de fray Crispín fue
mucho más amplio. Así, con ocasión de una epidemia, se ofreció espontáneamente
para ir a cuidar a los hermanos enfermos de los conventos de Farnese, Gallese y
Bracciano. Al que trataba de disuadirlo advirtiéndole del peligro de un
contagio, le respondía con alegría: «La obediencia ahuyenta los malos aires». O
también: «Yo voy en compañía de un supermédico (san Francisco) y me he provisto
de un buen vaso de óptima triaca (la obediencia) contra la malaria». Pero en el
caso de Bracciano no fue profeta. Sirvió con total dedicación y pronto los
frailes se restablecieron. Pero él cayó gravemente enfermo y fue necesario
trasladarlo a la enfermería de Roma, donde llegó a temerse por su vida. Fue
durante el provincialato del P. Leonardo de Viterbo (1704-1708).
EL LIMOSNERO
Parece ser que a fray Crispín no lo destinaron a Orvieto
como limosnero. De hecho, los últimos meses de 1709 estuvo en la huerta del
convento. Sólo a principios de 1710 fue a la ciudad a pedir pan, vino y aceite
para sus hermanos, cosa que había de seguir haciendo durante treinta y ocho
años enteros, no cuarenta, pues deben tenerse en cuenta dos interrupciones,
acaecida una en 1715 (cuando su alejamiento a Bassano) y otra en 1744 (cuando
estuvo internado en la enfermería de Roma); fue en esta ocasión cuando los
capuchinos, puestos ante el dilema de «o fray Crispín o el hambre», se vieron
obligados a hacer volver a quien ya los habitantes de Orvieto llamaban «nuestro
san Félix». Lo cual demuestra que fray Crispín se había conquistado la simpatía
y la veneración del pueblo ya desde su primera salida a la ciudad, y ello tanto
por su estilo de vida, como por lo que pedía y lo que daba.
Dada la distancia existente entre el convento y Orvieto, y
el camino sumamente dificultoso que debía recorrer, el limosnero disponía de
una pequeña residencia dentro de los muros de la ciudad. En tiempo de fray
Crispín hubo el ofrecimiento de otra más amplia, que después fue ocupada por
los franciscanos reformados; pero él desaconsejó su aceptación para no faltar a
la pobreza. Por tanto, la mayor parte del tiempo lo pasaba en medio del pueblo,
mezclado con él en las misas, en las predicaciones, en los funerales y en las
distintas funciones acostumbradas en las iglesias de la ciudad.
Todos le conocían a él, y él, a su vez, conocía a todos. A
todos saludaba con su «adiós, santito», tanto que cada uno se tenía por
especial amigo suyo. Esto no obstante, el cardenal Felipe Antonio Gualtieri lo
llamaba «el solitario de la ciudad», y no pocas veces sucedía que su compañero
le debía tirar del manto para que correspondiese al que le saludaba. Más de un
testigo advierte que, a pesar de conocer la vida y milagros de personas y
familias, nunca comentaba nada de esto en el convento. Con los frailes era
reservado; aún en las recreaciones, «apenas se hacía ver de los demás, decía
cualquier palabra de cortesía y después desaparecía rápidamente». El padre
Miguel Ángel de Reggio Emilia, que, sin conocerlo, lo había encontrado en la
plaza de la catedral, lo calificó de «alegre, pero serio; devoto, pero sin
afectación».
Antes de salir del convento cantaba el Ave, maris stella;
después, rosario en mano, se dirigía a la limosna, que, de ordinario, no le
llevaba mucho tiempo; de hecho le sobraba para visitar enfermos y encarcelados.
Le solía decir al compañero: «¿Es que nosotros no debemos hacer algún acto de
caridad para con los pobres?».
Como limosnero se sentía en la obligación de procurar las
cosas necesarias para los frailes. Por eso, antes de salir de casa, pedía al
cocinero le dijese qué se necesitaba en el convento, en la confianza de poder
conseguirlo. Y así en la limosna se limitaba a solicitar lo necesario y nada
más. Muchas veces se le ofrecía más de lo que demandaba la necesidad. Entonces
él, agradeciéndolo, respondía: «Guárdalo, pues ahora no lo necesito; volveré
otra vez a recogerlo». Un testigo precisa: «Buscaba lo necesario y nada más.
Pero no había nada que se le negase a fray Crispín». A quien, movido de
generosidad, le obligaba a aceptar algo, le respondía jocosamente: «¿Es que
quieres ir tú sólo al cielo? Da también a los demás la oportunidad de hacer
limosna. Cuando tenga necesidad de la tuya te la pediré». Cuando el que le
ofrecía limosna vivía en condiciones de penuria, la rehusaba «con buenas
maneras», diciéndole que volvería en caso de necesidad.
En el convento fray Crispín tenía una pequeñita huerta en la
que cultivaba todo género de verduras para ser después distribuidas en la
portería o regalarlas a los bienhechores. Además, en circunstancias especiales,
solía invitar a los bienhechores al convento y les trataba con cortesía y
jovialidad.
En los procesos para la beatificación se leen otras muchas
cosas sobre lo que podríamos llamar el estilo de fray Crispín como limosnero.
Así, se le veía caminar con las alforjas al hombro y como oculto debajo de
ellas, sin que nunca las cediese al compañero, aunque éste fuese joven y
fuerte. Uno de ellos confesará que «ir de compañero de fray Crispín era como
salir de recreo». Andaba siempre descalzo y con la cabeza descubierta. En
determinadas ocasiones daba también la vuelta por la montaña de Orvieto,
naturalmente a pie y cargado de sus inseparables alforjas. Cuando se le ofrecía
un refresco respondía jocosamente: «Otra vez será, hoy no es mi día». Pero su
día no llegó nunca. Trataba familiarmente hasta con los judíos, de los cuales
también recibía limosnas.
LO QUE DABA FRAY CRISPÍN
Los niños le hacían fiestas y le llamaba «san Crispín»; los
de Viterbo reprochaban a los de Orvieto que les hubiesen arrebatado su
«santito»; los de Orvieto hablaban de su «san Félix» y de la «religión de fray
Crispín». Pero por encima de todo esto estaba su fama de taumaturgo.
Efectivamente, dadas las multiplicaciones de vino, harina y pan, y las
curaciones y profecías que se le atribuían, fray Crispín era tenido en concepto
de milagroso. Pero no lo vamos a seguir por este camino, ya que, aun sabiendo
que el milagro es un acto de amor realizado a favor de los hermanos
necesitados, terminaríamos alejando de nosotros a fray Crispín, precisamente
cuando tratamos de acercarnos a él y penetrar en el significado profundo de su
experiencia religiosa y humana.
Examinando atentamente la amplia documentación llegada hasta
nosotros, resulta incuestionable que el empeño principal de fray Crispín no
consistió en procurar los medios de subsistencia para la pequeña familia que
vivía en el convento, sino, más bien, en la solicitud que prodigó a favor de
esa otra gran familia formada por los habitantes de Orvieto y de sus
alrededores. Es increíble la labor que realizó en el campo asistencial y
religioso y a favor de la paz y de la justicia. Nadie queda al margen de su
celo: enfermos, pecadores públicos y privados, religiosas, prostitutas, madres
solteras, niños abandonados, familias reducidas a la miseria, almas
desesperadas por la duda. Para remediar estos y otros males fray Crispín llama
a su alforja y a su buen corazón, recurriendo también, cuando es del todo
necesario, al milagro. El anecdotario es abundantísimo y confirma ampliamente
los testimonios genéricos aportados por los testigos en los procesos. Pero
¿cómo reseñar en tan breve espacio las catorce obras de misericordia corporales
y espirituales que fray Crispín ejerció a diario en las largas jornadas de
Orvieto?
La visita a los enfermos y encarcelados entraba en las
tareas diarias de fray Crispín. Consolaba, y no sólo de palabra, a los unos y a
los otros. Se solía prestar mucha atención a lo que le decía a un enfermo.
Cuando decía «amigo, has vencido», anunciaba la curación. Si, en cambio,
exhortaba diciendo «encomendémonos al Señor», había que prepararse para la
muerte. Otras veces era más explícito, como sucedió con un joven «sano, robusto
y extravagante». «Amigo -le dijo- no quiero lisonjearte con falsas
apariencias...». Pero, de ordinario, predecía la curación, como podía deducirse
de su manera de saludar: «Tío Carlos, mañana ya no habrá nada». O también:
«Amigo, toma una presa de tabaco...». No pocas veces, sin embargo, fray Crispín
llevaba también un auxilio concreto. Hasta para el compañero era un misterio lo
bien informado que estaba de los enfermos y de sus necesidades. Una vez el
hermano que le acompañaba le oyó decir: «Vayamos a visitar a una viejecita
enferma cerca de aquí». Y le llevaba carne, galletas y rosquillas regaladas por
las monjas. Cuando enfermaban los frailes, quería que se los trasladasen mejor
a la residencia, que a la enfermería de Viterbo; y los cuidaba con la máxima
solicitud. Durante mucho tiempo visitó y socorrió a un religioso enfermo de
otra orden, tristemente abandonado por los suyos. A las monjas les insistía
sobre el cuidado de las hermanas enfermas, y les decía que lo debían anteponer
a las mismas prácticas de piedad.
El interés de fray Crispín por los pobres y encarcelados iba
mucho más allá de la palabra o del trozo de pan. Especialmente en años de
carestía reunió cantidad de grano y otros artículos de primera necesidad en las
casas de los señores Francisco Barbareschi, José Piermattei, Bucciosanti y
Rosati, para que los distribuyesen a los pobres que el mismo fray Crispín les
enviaba provistos de un vale. A veces las limosnas le llegaban de lejos, como
por ejemplo del general de los jesuitas. Pero en su mayor parte procedían de
los gobernadores y obispos que se sucedieron en Orvieto, y que se servían de
fray Crispín como de su camarero secreto. El obispo José de Marsciano, que
gobernó la diócesis los años 1734-1754, relató este razonamiento que le hizo
fray Crispín: «Señor mío, yo para los frailes me las arreglo de un lado para
otro por estos pueblos; pero desearía ayudar también a tantos seglares pobres y
a familias en penuria; por eso, si le pluguiese darme lo que fuese para
socorrerles, sería gran caridad». Caridad que él ejercía en alto grado desde la
puerta de la residencia; ni permitía que nadie se fuese de la portería del
convento sin ser atendido.
Sus visitas a la cárcel eran casi diarias; en ellas
consolaba a los detenidos, intercedía por ellos y recomendaba a los
funcionarios delicadeza y respeto hacia los mismos. De esta manera a muchos
encarcelados se les acortaron las penas, mientras que otros, hombres y mujeres,
fueron puestos en libertad. A fray Crispín no se le negaba nada que fuera
humanamente posible. No bastándole con ofrecer pan, castañas o una ración de
tabaco a aquellos desgraciados, comprometió a numerosas familias para que llevaran,
por turno, la comida a los encarcelados. Uno de los testigos, después de haber
descrito la habilidad que para esto tenía fray Crispín, concluye: «De este modo
no les faltaba cada día esta limosna».
Otra plaga de aquel tiempo vino a apremiar la caridad de
fray Crispín. Uno de los testigos refiere: cuando «se daba el caso de niños
abandonados en la puerta del convento o de la residencia de los capuchinos,
como suele suceder con frecuencia, Crispín los recogía, los guardaba con gran
caridad durante la noche y los llevaba después, sin avergonzarse, al hospital
de Santa María de la Stella, donde suelen ser atendidos». No faltaron
situaciones embarazosas, que fray Crispín, con su buen humor, supo convertir en
episodios dignos de las «Florecillas». A algunos de estos «expósitos» los
siguió después con particular interés cuidando de que aprendiesen algún oficio.
Fray Crispín estaba convencido de que gran parte de las
miserias materiales y morales que cada día contemplaba con sus ojos provenían
de la injusticia. Por eso él, de ordinario tan apacible, clamaba con fuerza
contra el «grave pecado del que defrauda en su salario a los trabajadores».
Conminaba a los comerciantes para que fuesen justos. Procuraba que los
trabajadores que a veces eran llamados a trabajar en el convento, fuesen
tratados bien, de modo que todos «fuesen al trabajo de buena gana». El
predicador capuchino padre Ángel Antonio de Viterbo declaró en los procesos
cómo fue exhortado por fray Crispín «para hacer también yo lo que él hacía. Me
dijo que, cuando topaba con uno de estos defraudadores, se lo echaba en cara».
Así lo hizo con un noble que, habiendo caído enfermo, le pedía su curación. Él
le dijo que, «si quería la salud del cuerpo, mirase primero por la del alma; y
que, cuando pagase lo que debía a sus acreedores y a su servidumbre, entonces
él rogaría a María santísima por la salud de su cuerpo».
Con la misma libertad reprendía siempre y en cualquier lugar
a los blasfemos. «Dejaba la alforja -declara un testigo-, iba al encuentro del
blasfemo y lo corregía severamente».
Como se lo decía un día el profesor padre Luis de Belluno,
fray Crispín era «un hermano docto»; porque no sólo había estudiado de joven,
sino que leía, meditaba, escuchaba las predicaciones, y, a una inteligencia
despierta y vivaz, se añadía en él una memoria indeleble, capaz de repetir a la
letra toda una predicación; cosa que solía hacer, sobre todo cuando se trataba
de temas de especial interés para la vida cristiana. Tenía conciencia de ser un
misionero (había pedido en vano ir entre infieles), especialmente entre los
pobres ignorantes. Los párrocos de Orvieto «lo llamaban el apóstol y el
misionero» de la montaña. De hecho, en sus recorridos de limosnero por los
lugares y aldeas de la región de Orvieto, instruía, especialmente por la tarde,
«a los muchachos y a los pobres campesinos en los misterios principales de la
fe y en la doctrina cristiana con gran aprovechamiento de aquellos ignorantes,
pues les hacía repetir una y otra vez las mismas cosas, hasta que le constase
que las habían aprendido». Sus enseñanzas no solamente resultaban amenas, sino
que también eran «solicitadas»; los días de fiesta venían «a buscarlo,
especialmente los humildes campesinos; y él, sin más», los seguía catequizando.
Pero no eran sólo los campesinos los que venían a llamar a
la puerta de la residencia. Un testigo declara en los procesos: «Por cualquier
suceso, aun insignificante, que ocurriese en Orvieto, se recurría
inmediatamente a fray Crispín». Estos sucesos a los que se refiere el testigo
eran pleitos entre hermanos, entre esposos, entre ciudadanos particulares,
entre pandillas y entre autoridades civiles y religiosas. Pasando por alto los
muchos y curiosos ejemplos que podrían aducirse, aludimos solamente a lo que
manifestó el obispo José de Marsciano con lágrimas en los ojos: que «habiéndose
marchado fray Crispín, había perdido al pacificador y la paz misma de la ciudad
y de la diócesis».
Eran muchísimos los que, de cerca y de lejos, acudían a fray
Crispín en busca de consejo, como se suele hacer con el más avezado director de
almas. Se quería saber de él hasta qué punto era conveniente un matrimonio y
con quién, o cómo solucionar los problemas familiares. Si alguien vivía
obsesionado por la idea de la condenación, le decía: «Basta con que observéis
los mandamientos de Dios y de la Iglesia para que vayáis al cielo derechos,
derechos». A su compañero fray Domingo Canepina, que se imaginaba vivir
prisionero en la angosta residencia de Orvieto, oscura y sin aires, y que por
este motivo proyectaba pedir ser trasladado a otra parte, le dijo: «¿Qué es lo
que pensáis? ¿Qué pensamiento os cruza por la mente? Oh, desechad esas
tentaciones, pesares y disgustos y ateneos a la santa obediencia».
Como ha podido verse, a veces aconsejaba y amonestaba sin
ser requerido. Y no sólo a los frailes. Una mujer rica de Orvieto, Livia
Stellini, refirió que, «sin ningún respeto humano, le dijo muchas cosas sobre
su conducta a fin de que se corrigiese...; porque no iría al cielo bailando,
danzando y perdiendo el tiempo en vanas conversaciones». Cuando la encontraba
por la calle le repetía en alta voz: «Vanidad de vanidades y todo vanidad».
Pero aquella mujer, exitosa y casquivana, no se decidía a desprenderse del
fasto y de los jóvenes que la cortejaban. A fin de doblegarla le jugó una buena
partida. Durante una misión popular se las apañó con el predicador «mañanero» para
que llamase de esta forma bajo la ventana de la mujer: «Alma, conviértete hoy,
que mañana será tarde». La mujer, tomando aquellas palabras como dichas para
ella, se decidió a poner en la puerta a sus amantes. A la mañana siguiente,
encontrándola fray Crispín, le dijo: «Está bien, Dios os ha ganado y el diablo
os ha perdido». Y el cambio fue radical, pues la mujer, siguiendo los consejos
de fray Crispín, comenzó a visitar y socorrer a los enfermos del hospital,
entre los cuales se encontraba Orsola Pisana, «cubierta de fétidos males», y
Rosa Grepelli, «seducida en la vida».
Fray Crispín visitaba los numerosos monasterios de Orvieto,
y no sólo por su oficio de limosnero, sino porque el obispo se servía de él
«para poner remedio a las disensiones que surgían en los mismos monasterios».
Tenía en la mayor consideración la vida consagrada de aquellas mujeres y
orientó más de una vocación hacia el estado monástico. Tuvo ferviente amistad
con muchas religiosas, a las que visitó y animó hasta los últimos días de su
vida. Sin embargo, en muchas páginas de los procesos aparece en actitud severa
y recelosa hacia las que moran en los monasterios. Un testigo manifestaba:
«Decía pocas palabras y graves, y a veces las reprendía». Con frecuencia les
amonestaba a huir «del ocio de las rejas, pues de ellas no se consigue sino
afición al mundo... su mayor abismo».
Nos ha llegado también el eco de las palabras, serenas y
clarificadoras, que fray Crispín no temía dirigir a sacerdotes y teólogos.
Respondía así al padre Miguel Ángel de Reggio Emilia, predicador apostólico y
examinador de obispos: «Amemos, carísimo padre, amemos a Dios con todo el
corazón y nos salvaremos». Y al abate Pamilli, que se resistía a aceptar el
arciprestazgo de San Epidio: «Poneos en camino e id a trabajar en la viña del
Señor, que, salvando las almas de los demás, salvaréis también la vuestra». El
párroco de San Venancio, de la diócesis de Orvieto, se mostraba pesimista
respecto a la salvación de muchos cristianos. Dudando de su disposición
interna, llegaba incluso a negar los sacramentos en el momento de la muerte.
Estando una vez en su casa, fray Crispín logró derivar la conversación hacia el
angustioso problema; y después de haber escuchado al sacerdote, le rogó que
administrase los sacramentos, como era su «obligación», y que no quisiese
«saber más, ya que la divina misericordia instituyó los sacramentos y la divina
misericordia será su complemento».
VIRTUD PROBADA
A pesar de tantas demostraciones de veneración y afecto, no
le faltaron en Orvieto a fray Crispín asechanzas, humillaciones y
persecuciones, tanto fuera como dentro del convento. Dos veces al menos se
atentó contra la pureza de su vida tendiéndole las redes de dos «mujeres
desvergonzadas». En el monasterio de las conversas, una religiosa de allende
los Alpes se empeñó en insultarlo durante más de treinta años cada vez que
venía a la portería por la limosna. En una familia vivían dos hermanos, uno de
los cuales le daba limosna, mientras el otro le insultaba. Este llegó a
escribir al ministro general Buenaventura Barberini de Ferrara (1733-1740)
pidiéndole la remoción de fray Crispín. En el mismo Orvieto el canónigo Pedro
Bucciosanti lo tildaba de hipócrita. Y, como él, también otros le gritaban a la
cara: «Eres un hipócrita, un gran hipócrita».
Ni siquiera en el convento le faltaron de parte de sus
hermanos incomprensiones y cruces, que, en cierto sentido, eran de prever. Fray
Crispín fue un religioso empeñado en realizar, consciente y libremente, un
ideal. Ello le suponía no sólo estar en el centro de la atención de los demás,
sino también vivir en conflicto permanente con la realidad ambiente, aun cuando
este aspecto sólo en algunos casos especiales lo hemos podido captar con
claridad.
Su oficio lo mantenía casi siempre fuera del convento, en
contacto estrechísimo con «su gran familia orvietana», cuya vida y milagros
conocía. Pues bien, al regresar al convento, no faltaba quien le requiriese
noticias. Entonces fray Crispín, pronto y decidido, respondía: «Tengo algo más
que hacer que vivir preocupado por esas cosas».
Hubo allí un guardián que tenía la obsesión de la
observancia. Por la tarde quería a todos los frailes en el convento, incluido
el mismo fray Crispín, que, con gran sacrificio, debía renunciar y servirse de
la residencia para comer un bocado de pan y descansar un poco. Pero si nada le
importaba cuando era a costa de su sacrificio personal, se mostraba en cambio
irreductible ante cuestiones de principio que ponían en peligro su ideal. Así
sucedió en 1715, cuando su nuevo guardián, el padre Francisco Antonio de
Port'Ercole, al asumir el gobierno del convento, ordenó a fray Crispín que
postulase dinero. En Port'Ercole, fortaleza española, el guardián había crecido
entre cuarteles; no estaba, por lo tanto, acostumbrado a transigir y menos aún,
a ser desobedecido. Por eso, ante la resistencia de fray Crispín, decidido a no
quebrantar la Regla, logró alejarlo de Orvieto. Fray Crispín salió para
Bassano, de donde, casi a los tres meses, fue de nuevo reclamado desde Orvieto
por la comunidad. En el convento mandaba todavía el padre Francisco Antonio de
Port'Ercole, el cual, obligado a abandonar sus pretensiones, terminó
miserablemente fuera de la Orden.
Para fray Crispín la penitencia era un ingrediente esencial
de la vida religiosa. Por eso no era extraño que dijese «que el buen vino no
estaba bien en la mesa de los capuchinos, sino en la mesa de los señores»; o
bien que llevase al convento «el pan de peor calidad», es decir, el peor hecho
de Orvieto -y que él pedía de limosna a los campesinos- a fin de que
«recordasen los religiosos -decía con frecuencia- que eran capuchinos pobres».
Sucedía también que, cuando oía alabar la calidad del vino, corría a la bodega
a «bautizarlo». De aquí el enfado de algunos religiosos pobres de espíritu. Los
más se limitaban a refunfuñar; pero alguno se le enfrentaba reprochándole que
no fuese capaz de servirlo como venía a las necesidades de la comunidad.
¿Y fray Crispín? A veces confesaba ser «un siervo inútil de
los frailes»; pero con frecuencia lo convertía todo en broma. «Respondía que
todos estamos bautizados, que es ésta una gracia de Cristo señor, y cosas por
el estilo». Al que se malhumoraba «cuando llegaba a la mesa el pan florecido,
es decir, enmohecido, le decía riendo: qué obligados debemos sentirnos a
nuestro seráfico padre san Francisco, que no nos abandona nunca, y que hace
florecer para nosotros todas las cosas, pan y vino, legumbre, tocino y cuanto
necesitamos».
Se podría uno preguntar por el estado de ánimo y por los
sentimientos de fray Crispín cuando pronunciaba estas frases. Estamos
acostumbrados a mirarlo como un juglar alegre del buen Dios, como una mezcla
feliz de ingenuidad, de mansedumbre y de cortesía caballeresca. ¿Pero era
realmente así? El padre Jacinto de Belluno, que fue guardián suyo y lo conoció
a fondo, declaró en los procesos que fray Crispín ejerció en grado heroico la
virtud de la fortaleza «en saber reprimir y amansar aquel natural suyo (quería
decir temperamento), fuerte y encendido, que yo descubrí en él y que él
procuraba atemperar, unas veces callando ante la adversidad y otras disimulando
ante lo desapacible, y siempre con aquella jovialidad y alegría que acostumbraba
incluso en lo que le era indiferente». Un día confesó a su compañero fray
Santiago de Adorno, que, aunque Dios proveyese a los capuchinos tan sólo «de
pan y agua sucia, nos debiéramos alegrar lo mismo por tal providencia divina».
Por eso sus respuestas eran jocosas tan sólo en apariencia, ya que nacían de
convicciones profundas; además, en la intención del que las profería, iba a
ayudar a los hermanos a reflexionar sobre la propia vocación.
Frailes descontentadizos Crispín los encontrará hasta el día
de su muerte. En la enfermería de Roma, algunos de éstos, molestos por su fama
de santidad, le endosaron el apodo de «santo comemilagros», sin duda aludiendo
al vino y otros artículos multiplicados por él. A los tales solía responder con
un verso de Tasso, que le había sido particularmente querido y familiar durante
toda su vida; «¡Amigo, has vencido, yo te perdono, perdona!». Y, para afianzar
el perdón, distribuía entre los que refunfuñaban rosquillas y otras chucherías
que le regalaban a él. En el fondo era un modo como otro cualquiera de
cerrarles la boca a fin de que no faltasen a la caridad fraterna, al menos
mientras comían.
SUS AFORISMOS
En un bosquejo biográfico de fray Crispín de Viterbo
quedaría una laguna difícil de llenar si no se mencionaran sus aforismos:
dichos, sentencias, máximas, reflexiones o exclamaciones, en los que él, como
auténtico maestro, sabía condensar el jugo de sus convicciones más profundas y
de sus sentimientos. Hombre reflexivo y cortés, sentía gusto por las semejanzas
y las imágenes, y era habilísimo en desviar una conversación cuando era
necesario superar una situación fastidiosa o cuando quería sustraerse a las
alabanzas que se le dirigían. Sobre todo sabía encontrar palabras y modos
adecuados cuando se trataba de «hacer una advertencia» a cualquier clase de
personas. Lo observó con feliz intuición el hermano fray Domingo de Canepina,
de cuarenta y tres años, quien declaró en los procesos: «Cuando hacía una
piadosa advertencia usaba un modo dulce y cortés, aparentando bromear santamente
y como dirigiendo el razonamiento a una tercera persona, a fin de lograr su
intento mejor y más prudentemente...».
Algunos de los aforismos de fray Crispín se siguieron
repitiendo mucho tiempo. De ello dan fe no sólo los procesos, donde se citan en
gran número, sino también el hecho de ser oídos en las calles y en las casas.
Tan es así que un capuchino, el padre José Antonio de Valtellina, predicando
una cuaresma en las aldeas de la región de Orvieto (Lugano, Torre, Sala, Prodo
y San Venancio), creyó oportuno comentar «dichos y máximas» de fray Crispín; y
la gente acudía, para oírselos repetir, incluso porque estaba convencida de su
eficacia.
Vamos a citar también aquí algunos de ellos, sin la
pretensión de ser completos, ni de encuadrarlos en el contexto en que fueron
dichos, cosa que requeriría demasiado espacio.
A menudo, levantando los ojos al cielo, fray Crispín
exclamaba: «¡Oh bondad divina!». O bien, invitando a admirar la naturaleza,
decía: «¡Qué grande es Dios, qué grande es Dios!». Con frecuencia suspiraba:
«Oh, Señor, ¿por qué no te conoce todo el mundo y te ama?». Y exhortaba:
«Amemos a este Dios, porque se lo merece»; «Ama a Dios y no te equivocarás; haz
el bien y deja que hablen». A los comerciantes le amonestaba: «Pensad, no seáis
egoístas, que Dios nos ve». Y además: «El que no ama a Dios está loco»; «El que
ama a Dios con pureza de corazón, vive feliz y después muere contento»; «Al que
hace la voluntad del Señor nada le desazona».
En tiempo de especial carestía exhortaba de esta manera a la
confianza en la divina providencia: «Pon en Dios tu esperanza y gozarás de
abundancia»; «La divina providencia piensa en nosotros más que nosotros
mismos». En aquella misma ocasión, a uno que le preguntaba cómo pensaba
solucionar los problemas del convento, pues la comunidad había aumentado con
otros siete estudiantes, fray Crispín le respondió «que no pensaba nada, pero
que tenía tres grandes proveedores»: Dios, la Señora y san Francisco.
Cuando oía tocar la campana para la oración, se despedía
diciendo que «le llamaba su Señor padre». Y a fray Francisco Antonio de Viterbo
le declaró: «Paisano, todo lo que hacemos lo debemos hacer por amor de Dios...
Yo no levantaría ni siquiera una paja si no fuera para gloria del Señor», pues
obrando de otro modo «sería un mártir del demonio».
Casi siempre llevaba fray Crispín en los labios «sus santas
máximas» sobre la Virgen, a la que llamaba «mi Señora madre»: «No se puede
perder el que es devoto de María santísima»; «El que ama a la Madre y ofende al
Hijo es un amante fingido»; «El que ofende al Hijo no ama a la Madre»; «No es
verdadero devoto de María el que disgusta con sus pecados a su divino Hijo». Y
enseñaba a repetir: «María santísima, sé para mí luz y amparo, sobre todo en el
momento de mi muerte». Cuando se le pedía que rogase a la Virgen por alguna
necesidad importante (ordinariamente se le pedía un milagro), solía decir:
«Déjame hablar un poco con mi Señora madre; después vuelvo»; o bien: «Mandaré
una instancia a mi Señora madre y después veremos la respuesta»; y no siempre
la respuesta era la deseada, como en el caso de Francisco Laschi, a quien le
dijo: «Mi Señora madre no ha confirmado la instancia que le he enviado por la
salud» de tu hijo.
Son muy numerosos los dichos referentes a los novísimos.
Fray Crispín realiza todos sus actos a la luz de la eternidad que le espera, y
quiere que nadie pierda de vista esta realidad, feliz o terrible, según la vida
que se haya llevado. A sor María Constancia le anuncia el fin próximo e
imprevisible con estas palabras: «Todo el que nace, muere». Al que se entregaba
a las vanidades del mundo le recordaba: «Cada día se va un día». Animaba a
enfermos y atribulados diciéndoles: «El sufrimiento es breve, pero el gozo es
eterno»; o bien: «Tanto es el bien que espero, que en la pena me deleito»;
«Dios me lo ha dado, Dios me aliviará; hágase su santísima voluntad». Al que le
compadecía por sus sufrimientos le respondía alegremente: «¿Cuándo quieres
padecer por el amor de Dios, cuando estés muerto?». Y también: «¿Pues qué,
queremos esperar a sufrir cuando estemos en el hoyo?»; y por «hoyo» entendía la
fosa del cementerio. Más a menudo advertía: «Al paraíso no se va en carroza»;
«El paraíso no se ha hecho para los perezosos»; «Al paraíso no se va en
zapatillas».
El pensamiento del infierno le hacía exclamar a menudo:
«¡Oh, eternidad, eternidad!»; si bien estaba convencido de que «hay que
aguantar más para ir al infierno que para ganar el cielo con santas obras». Y
añadía: «La muerte es una escuela de hacer entrar en juicio a cuantos locos se
afanan por el mundo». Y él ayudaba a los locos que encontraba a entrar en razón
a tiempo. A los comerciantes les decía: «Pensad que Dios ve el contrato y la
paga». «Aún estás a tiempo de cambiar de calle si quieres cambiar de suerte para
el cielo y para la tierra». Y advertía: «Lo mundano no conduce a Dios»; «El
avaricioso se condena». Pero la mayoría de las veces procuraba infundir
sentimientos de confianza. Así a los que le preguntaban por su salvación «les
respondía inmediatamente que, si tenían esperanza de salvarse, se salvarían».
«Siempre daba a entender que la misericordia de Dios es infinita». «La
misericordia de Dios, señora, es grande. Deje su mala conducta con una buena
confesión». «El poder de Dios nos crea, su sabiduría nos gobierna, su
misericordia nos salva». A la señora Paula Schiavetti, atormentada de
escrúpulos, le respondió: «Cuando el hombre hace de su parte todo lo que sabe y
puede, en todo lo demás debe arrojarse al mar de la misericordia de Dios».
Son especialmente abundantes los dichos de fray Crispín
sobre la vida religiosa de los capuchinos, sobre la cual exclama: «Oh, cuán
obligados estamos al Señor, que nos ha llamado a la santa religión». En ella
sirvió él llevando alforjas y garrafones como si fuesen «sus cruces», «pero
cuánto mayor fue la cruz de Cristo». Más de una vez dijo que las cruces de los
religiosos «eran de paja en comparación con las de los seglares; y que las de
los seglares, aunque de hierro, en nada podían compararse con la que llevó»
Cristo. Tenía, por tanto, una visión más bien pesimista de la vida religiosa,
tal como se vivía en su tiempo. Quería que fuese comprometida, austera y
operativa. Solía repetir: «Hijos, trabajad mientras sois jóvenes y sufrid de
buena gana, pues cuando se llega a viejo no queda ya más que la buena
voluntad». Tan agradable como era en el modo de «advertir», cuando se trataba
de religiosos dejaba a un lado de buen grado imágenes y alegorías. Así a fray
Francisco Antonio de Viterbo, que se había peleado con el guardián, le dijo con
toda claridad: «Paisano, si quieres salvar tu alma has de hacer lo siguiente:
amar a todos, hablar bien de todos y hacer bien a todos». A otro le sugirió:
«Si queréis vivir contento en la comunidad, debéis practicar, entre otras,
estas tres cosas: sufrir, callar y orar».
Era particularmente severo con el que descuidaba el voto de
obediencia. Solía advertir: «El que no obedece es un alma muerta ante Dios y
ante el padre san Francisco y un cuerpo inútil para la religión»; «... es
semejante a un joven sin juicio, mentecato y perturbado en una familia, que no
vive más que para molestar e incomodar a los demás y provocar desórdenes»; «...
es como un cuerpo muerto en una casa, que no hace otra cosa que apestarla con
su hedor».
Exhortaba a socorrer a los pobres que se acercaban a la
portería; y decía que Dios proveería en abundancia «cuando tuviéramos abiertas
las dos puertas, a saber, la del coro para mayor gloria del Señor, y la de la
portería para bien de los pobres»; y también: «la portería mantiene al
convento».
Fray Crispín era exigente con los religiosos, pero no era
pesimista respecto de la Orden. Consideraba gran merced poder servir en ella a
Dios. Encontrando una vez a un niño orvietano, Jerónimo, hijo de Magdalena Rosati,
le predijo que llegaría a ser capuchino tarareándole: «Sin pan y sin vino,
hermano de fray Crispín». El muchacho se hizo fraile con el nombre de fray
Jacinto de Orvieto y murió en Palestina en 1749 siendo todavía clérigo y sin
cumplir los veintiún años de edad.
Pero hay también toda una serie de aforismos que se diría
expresivos del temperamento natural de fray Crispín. Con ellos bromea
alegremente sobre acontecimientos y situaciones no pocas veces dolorosas y con
un sentido de humor inagotable. El droguero orvietano Francisco Barbarechi,
atormentado por la gota, solía ser jocosamente invitado por fray Crispín «a
tomar el talón de Aquiles, esto es, la azada y trabajar en la villa
crispiniana, que así llamaba a su pequeña huerta, en la que ponía lechugas y
plantaba las verduras para los bienhechores». Restallante como un latigazo en
la cara fue la respuesta dada a otro que le pedía le curase del mismo mal:
«Vuestra gota es más de manos que de pies, pues no pagáis lo que debéis;
vuestros trabajadores y criados están llorando». A la princesa Barberini, que
quería ver curado inmediatamente a su hijo Carlos, le respondió: «¿No te basta
con que se cure durante el Año Santo? ¿O es que quieres tener sujeto al Señor
por la barba? Hay que recibir las gracias de Dios cuando Él las quiera
conceder». A Cosimo Puerini, que se apenaba de haber dado de limosna una
botella de buen vino, le dijo fray Crispín: «¿Es que quieres hacer el
sacrificio de Caín?». Cuando un capuchino se libró milagrosamente de la muerte
al intentar atravesar un río crecido, fray Crispín tarareó: «Turbia se ve,
turbia baja; soy un gran loco si se pasa».
Muchas veces se veía obligado a hablar fray Crispín de sí
mismo... para ayudar a los demás a hacerse una idea de él más acorde con la
verdad. Eso, al menos, pensaba él, que de buen grado les seguía el aire a sus
difamadores diciéndoles: «Soy de la peor especie, pues de algunas se consigue
al menos un poco de jugo; pero de mí ¿qué se puede esperar?». Para huir de
alabanzas y encomios fray Crispín recurría a menudo a imágenes y semejanzas. Si
alguno le decía que no estropease la comida con ajenjo, le respondía: «Todo lo
amargo es digno de aprecio»; o bien: «Este ajenjo, si no le hace bien al
paladar, le hace bien al espíritu». Al que le compadecía viéndolo caminar bajo
la lluvia, le decía: «Amigo, yo sé andar entre una gota y otra»; o si no, ponía
en danza a su «sibila», que le sostenía «el paraguas sobre la cabeza» o le
llevaba las pesadas alforjas. Visitando al cardenal Felipe Antonio Gualtieri,
éste le preguntó por qué en algunas ocasiones no se ponía un hábito y un manto
mejores. Y fray Crispín, «extendiendo el manto, respondió como de costumbre con
un chiste, diciéndole que éste relucía por todas partes, queriendo dar a
entender que estaba usado y desgastado». Al que se entusiasmaba con sus
milagros le decía: «¡Eh, fuera! ¿De qué os asombráis? No es nada nuevo que Dios
haga milagros» «¿Y no sabes amigo que san Francisco sabe hacer milagros?». En
Montefiascone, al pueblo que le cortaba trozos del manto para hacerse con ellos
reliquias, le gritaba: «Pero, ¿qué hacéis, pobres gentes? Cuánto mejor sería
que le cortaseis la cola a un perro... ¿Estáis locos? ¡Tanto alboroto por un
asno que pasa! Id a la iglesia a rezar a Dios».
La humilde bestia de carga aparecía muchas veces sin
afectación en los razonamientos y en las frases de fray Crispín. Un día le dijo
al padre Juan Antonio: «Padre guardián, fray Crispín es un asno y las riendas
que lo guían están en vuestras manos; por eso, cuando queráis que camine o se
pare, tirad o aflojad las riendas». Cuando pedía ayuda para echarse las
alforjas al hombro, decía todo alegre y jovial: «Carga el asno, que él irá a la
feria»; y a quien le preguntaba por qué no se cubría la cabeza contra la lluvia
o el sol, respondía alegremente: «¿No sabes que un asno no lleva sombrero, y
que yo soy el asno de los capuchinos?». Pero algunas veces añadía con seriedad:
«¿Sabes por qué no llevo la cabeza cubierta? Porque pienso que estoy siempre en
la presencia de Dios».
LAS CARTAS DE FRAY
CRISPÍN
Fray Crispín mantuvo correspondencia epistolar con muchas
personas: párrocos, monjas, frailes, representantes de la nobleza y gente
corriente. Ellos un día le habían dado el pan y el vino, y ahora, en momentos
de necesidad, venían a llamar al buen corazón del que había encontrado a Dios,
en busca de una oración o de una palabra reconfortante.
Sus cartas fueron muchas. En el decreto de aprobación de los
escritos de fray Crispín, emanado de la Congregación de Ritos el 23 de
diciembre de 1767, se mencionan 553, que fueron encontradas en las ciudades de
Bagnoreggio, Città della Pieve, Civitacastellana, Montefiascone, Montepulciano,
Orvieto, Roma, Tívoli y Viterbo. Pero de ellas sólo una mínima parte ha llegado
hasta nosotros. El padre Isidoro de Alatri recogió en su vida del beato 43,
escritas entre 1726 y 1750, es decir, hasta pocos meses antes de su muerte.
Lástima que sus biógrafos les hayan prestado tan poca atención. En ellas está
fray Crispín de cuerpo entero, con su santidad humilde y humana, nada
complicada, transparente como un tersísimo cristal. Se diría que cada carta es
como una instantánea del alma del hermano de Viterbo.
Muchas de ellas son de humilde cortesía. Los amigos le
escribían para mandarle saludos; éstos, sobre todo cuando ya era anciano, iban
muchas veces acompañados de pequeños obsequios. Y fray Crispín cogía la pluma,
y con la mano cansada por la fatiga y por la enfermedad, esbozaba una tarjeta
de agradecimiento. Se siente agradecido por el recuerdo que los amigos
conservan «de un pobre pecador... de un miserable... de un pobrecito». Sabe
agradecer un regalo: «Le agradezco sinceramente las hermosas escobas enviadas a
este indigno». Da las gracias al que le ha enviado «un pollo», «sabrosas»
pastas, «excelente» vino. Y como sucede con la gente del pueblo, que, por
tenerlas que sudar penosamente, sabe bien el precio de las cosas, fray Crispín
no quiere ser gravoso para nadie: «Por lo que se refiere al vino, os suplico no
me lo enviéis... cuando lo necesite os lo comunicaré». Y sabiendo que sus
amigos deseaban ocupar un lugar en su corazón, les aseguraba que sigue
alimentando hacia ellos la misma «antigua» e «indeleble» amistad, traducida
ahora en oraciones incesantes. Se interesa por sus amigos, los anima,
tranquiliza y exhorta; pero, sobre todo, los eleva a una atmósfera más alta, al
cielo de la voluntad salvadora de Dios, tantas veces dolorosa y sangrante para
la pobre naturaleza humana.
De hecho fray Crispín sabe inculcar las verdades cristianas,
aun cuando pesen como una carga: «Con alegría de espíritu... bese la mano
amorosa de Dios, que lo azota como padre para no castigarlo como juez». En la
lógica crispiniana los sufrimientos son «holocaustos perfumados que se elevan
hasta el Altísimo»; y la aceptación de la voluntad divina es «señal evidente de
predestinación».
Para que todo ello resulte más suave, fray Crispín
recomienda la oración recurriendo a Dios con frecuencia y con confianza; pero
de modo especial a su madre María: «Si quieren ir al cielo sean cada vez más
devotas de la santísima Virgen». No hay una sola carta donde no lo vuelva
recordar. Por otra parte los amigos pueden tener la seguridad de no estar
solos, pues él no cesa de pedir por ellos: «Como lo hago siempre en mis pobres
oraciones»; «Jamás me olvido de rezar... por toda la ciudad de Orvieto». Muchos
le consultaban sobre la práctica de la oración mental; por ejemplo, cómo
meditar con fruto sobre la pasión de Jesús. Y fray Crispín les responde que
tengan presente «quién padece, qué padece y por quién padece». Y aduce
abundantes consideraciones con la convicción que proporcionan las cosas
largamente rumiadas. En realidad «la pasión dolorosa de Cristo es suficiente
para librarnos a todos del infierno».
A fray Crispín no se le ocultaba nada, ni siquiera por
carta: enfermedades, preocupaciones por los hijos, pruebas espirituales,
dificultades en las comunidades religiosas, partos dificultosos, «¿Debo casarme
otra vez?» («Sí, para la salvación de tu alma»), recomendaciones (el mundo ha
sido siempre igual), congojas de confesores ante las más graves calumnias...
Ninguna carta queda sin respuesta, pues ni siquiera la
humildad es capaz de excusar a fray Crispín del ejercicio de las obras de
misericordia. Esta es la respuesta que dio al menor de dos hermanos, después de
haberle advertido, con una punta de ironía, que no se debe pedir consejo al
asno del convento: «A fin de que no surjan contratiempos después del
matrimonio, como suele suceder con frecuencia en tales casos, para mí que debe
casarse el hermano mayor». Y a éste le escribe con toda claridad «que no dé
oídos a nadie que le quiera coaccionar a hacer donaciones», porque se
arrepentirá. «¡Pero basta! Vuestra señoría tiene criterio... Sólo le digo que
se acuerde de salvar su alma».
A veces escribe con autoridad: «Sea más atento al servicio
de Dios». «Sobre todo sea humilde, pues es éste el fundamento de todas las
virtudes». «Solamente os pido que penséis bien en todo lo que os he dicho».
Pero fray Crispín no vive en las nubes; es realista y sabe que el Señor puede escuchar
una oración, de la misma manera que los hombres pueden hacerla inútil. Así,
después de haber rogado al Señor por sus amigos, escribe que ahora «queda
solamente que el Dios de las misericordias quiera escucharme a mí, indigno
pecador». Una persona encomendada a sus oraciones «no quiere enmendarse después
de tantas súplicas»; y fray Crispín termina con tristeza: «Señal evidente de un
corazón empedernido».
No se doblega ante los poderosos. Por el contrario, ellos
son los únicos con los que el humilde hermano usa un modo de hablar que podría
incluso tildarse de duro: «Si quiere que Dios le haga favor y salve su
alma...», ¡restituya! «Inspirado por mi amado Jesús le digo... que reprima sus
pasiones». Y tan sólo una vez, si bien con la discreción y brevedad
acostumbradas, llegó a fustigar las turbias corrientes de vicios que brotaban
de aquella fuente envenenada.
En cambio sabe compadecer al que sufre tentaciones. Así a un
buen sacerdote de Bagnoreggio, atormentado por la duda sobre la validez de su
ordenación, le ruega que deseche tan molestos pensamientos, «pues se trata de
una quimera, urgida por el enemigo infernal, que usted ha introducido en su
corazón».
A un buen párroco, afligido por fuertes ansiedades de
espíritu, fray Crispín le aconseja como no lo haría mejor un experto director
de almas: «Ensanche y robustezca ese espíritu... Cumpla con alegría sus
deberes, de ordinario tan delicados, y no haga caso de esas turbaciones...
Procure... mantenerse alegre en el Señor» y estar ocupado en cosas de su
afición, que sean acordes con su vocación. «Nuestra vida es una guerra
continua», pero ello «es señal de que estamos destinados, por la misericordia
de Dios, a ser los grandes príncipes del cielo». Este es un pensamiento que
vuelve de continuo a las cartas del hermano de Viterbo: que el cristiano debe
distinguirse por su «alegría de espíritu» a causa de la «eternidad gloriosa»
que le espera. Esta es la última carta y la más larga de las publicadas. Se
advierte en ella cultura bíblica, delicadeza de trato, penetración psicológica
y seguridad en el manejo del timón para guiar el alma humana entre las más
insidiosas tempestades del espíritu; y no se trata sólo del mencionado
anteriormente, pues hasta los mejores cristianos tienen que vérselas «con el
espíritu heredado de Adán».
Esta carta puede ser considerada como el testamento de fray
Crispín, y, a la vez, como uno de los retratos más expresivos de su fisonomía
espiritual.
CORTÉS HASTA EL FIN
Fray Crispín cae gravemente enfermo en Orvieto en el
invierno de 1747-1748. El reúma y la gota de manos y de pies, acompañados de
fiebres altísimas, lo inmovilizaron en el lecho. Sucedió en la residencia, y
tuvo que ser atendido por algunos seglares hasta que fueron destinados dos
hermanos que lo cuidasen de día y de noche. A don Ercole Salviati, que le había
preguntado cómo podía mantenerse alegre entre tantas penalidades, le respondió
«que su mal no le causaba malestar». Pero después, haciendo que se acercase a
su lecho, le susurró al oído: «¿Sabes qué es lo que me apena? Me apena que
estos hermanos sufran por mí».
A pesar de haber asistido él, en tiempos pasados, en la
residencia a tantos capuchinos enfermos, no se le concedía ahora, para mayor
desdicha suya, ser atendido en ella durante su grave enfermedad. Por lo demás
fray Crispín estaba convencido de que había de morir en Roma después de haber
ganado la indulgencia del Año Santo de 1750. Así lo había confiado a más de un
visitante. Por consiguiente, el padre guardián fue preparando el terreno,
conquistándose la voluntad de «algunos principales de la ciudad», quienes le
dejaron salir «secretamente y sin que el pueblo se apercibiese».
Partió del convento, a donde había vuelto para algunos días,
a las primeras luces del alba del 13 de mayo de 1748. Lo hizo en un carruaje
puesto a su disposición por la familia Falzacappa, la misma que le había
hospedado una vez en Tarquinia y que, sin que él lo advirtiese, había
conseguido que se le hiciese un retrato.
Contra toda esperanza, en Roma se restableció un tanto. Allí
era ya conocido de antes. Un testigo refiere haber visto cómo, a su llegada en
1744, «toda Roma se echó a la calle», lo que demuestra la fama que ya entonces
le precedía. Fray Crispín se lamentará un día con el padre Ángel Antonio de
Viterbo: «Oh Dios, yo no sé por qué viene a mi tanta gente. No soy santo, no
soy profeta...». Y comenzó la procesión de nobles y de gente sencilla hacia el
convento; pero, lo que era más penoso para el buen anciano, comenzaron también
sus visitas a los enfermos por toda Roma. Muchos mandaban su carruaje; pero él,
en cuanto le era posible, prefería ir a pie «diciendo que eso era más propio
del asno de san Francisco». Por lo demás, a cuantos recurrían a él los recibía
en la iglesia, junto a la puerta, donde solía permanecer hasta la hora de
comer, y después de vísperas en adelante. Un día, ante una de tantas peticiones
de visita domiciliaria, el padre guardián, José María de Nizza, protestó: «Pero
¿cómo es posible que todos quieran a fray Crispín y nadie tenga compasión de
fray Crispín?». Mientras estaba diciendo esto, se le acercó fray Crispín y le
dijo: «Padre superior, si la dificultad está sólo en mi debilidad, consolemos
cuanto antes a este prójimo nuestro, pues me siento con fuerzas suficientes
para ir a visitar enfermos».
La última enfermedad, una pulmonía, se cebó en fray Crispín
el 13 de mayo de 1750. Antes de aquella fecha se había ido despidiendo de sus
amigos. Al príncipe Barberini le dijo: «Debemos ir, debemos ir a nuestra morada
eterna». El buen hombre, creyendo que lo decía por él, se asustó; pero fray
Crispín aclaró al momento el equívoco. Un día un paisano suyo le sugirió que
recordase la Pasión, a lo que él respondió: «Ah, sí, padre Ángel Antonio, en
ella tengo puesta toda mi esperanza». Cuando el enfermero le advirtió que la
muerte estaba ya cercana, prorrumpió en estas palabras: Laetatus sum in his,
quae dicta sunt mihi, «¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!»
(Sal 121). No obstante, le aseguró al enfermero y a otros que no moriría ni el
17 ni el 18 de mayo para «no estropear la fiesta de san Félix». Y,
efectivamente, murió el 19 de mayo de 1750 a las dos y media de la tarde.
Durante los últimos días solía repetir muchas veces esta oración: «Concluye, oh
Dios mío, la obra de tu misericordia; y, por los méritos de la santísima pasión
de mi señor Jesucristo, salva mi alma».
Fue indescriptible la concurrencia de gentes que se
acercaban a venerar su cadáver. Uno de los soldados que atendieron al orden,
Guillermo Marini, habla con expresiones pintorescas de «aquella muchedumbre del
mundo» y de «una avalancha de pueblo». Otro soldado, Juan Uberti, cuenta su
emoción al ver a nobles de las familias Falconieri, Bernini, Barberini,
Altieri, y de otras más arrodillarse para besar, llorando, el cuerpo de fray
Crispín. Y concluye: creo que «aquel día... me salieron de los ojos lágrimas a
cántaros».
El cuerpo de fray Crispín fue enterrado a los seis días en
la iglesia de la Concepción, en la llamada «capilla secreta», en «una cámara
baja sobre el suelo». Al no decrecer su fama de santidad, durante los años
1755-1757 se instruyó el proceso informativo en Orvieto y en Roma. En tal
ocasión declaró el padre Alejandro de Bassano: «Se han impreso diversos
retratos del siervo de Dios; solamente en Roma se han hecho ocho o diez series;
en otras regiones se han hecho algunas más, y es imposible resistirse a
satisfacer la devoción del pueblo distribuyendo imágenes...».
Fray Crispín fue beatificado el 7 de septiembre de 1806.
Finalmente, el 28 de febrero de 1923 se abría la causa de canonización, y el 13
de julio de 1979 se publicaba el decreto de aprobación de un milagro atribuido
a su intercesión. Juan Pablo II lo canonizó el 20 de junio de 1982, en la
basílica de San Pedro del Vaticano, después de haber sido, durante 175 años,
venerado como «beato».
[AA. VV., «... el Señor me dio hermanos...». Biografías de
santos, beatos y venerables capuchinos. Tomo I. Sevilla, Conferencia Ibérica de
Capuchinos, 1993, págs. 345-374.
Nota del Ed.: Muchos de los datos de este reseña biográfica
están tomados de las actas de los procesos de beatificación y canonización]
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