SAN CRISPÍN DE VITERBO CAPUCHINO. «El poder de Dios nos crea, su sabiduría nos gobierna, la misericordia nos salva».


SAN CRISPÍN DE VITERBO (1668-1750)



Nació en Viterbo (Lazio) el año 1668. Huérfano de padre, la madre se ocupó de su educación religiosa. Hasta los 25 años trabajó en el taller de un tío suyo que era zapatero. En 1693 vistió el hábito capuchino. Optó por ser hermano lego para imitar a san Félix de Cantalicio. Estuvo en diversos conventos ejerciendo tareas domésticas hasta que, en 1709, fue trasladado a Orvieto, donde comenzó a ejercer el oficio de limosnero, en el que permaneció casi cuarenta años, dando admirables ejemplos de amor a Dios, devoción a la Madre de Jesús y caridad hacia el prójimo, en especial los pobres. Desde siempre se le ha llamado y con razón el santo de la alegría franciscana. Murió en Roma el 19 de mayo de 1750.

Prudencio de Salvatierra, ofmcap

La estampa de san Crispín de Viterbo no se puede contemplar con indiferencia: la sonrisa de la figura se comunica inmediatamente al que la mira. A san Crispín se le ha llamado, con justicia, el santo alegre; y a fe que con dificultad se hallará quien pueda aventajarle en esta virtud eminentemente franciscana.

De niño es el buen Perico, hablador, ocurrente, juguetón, y al mismo tiempo piadoso y angelical. En su vida religiosa, es la alegría de los distintos conventos en que habita y el paño de lágrimas de todos los que acuden a él. En sus últimos días, fray Crispín, viejo y reumático, no pierde un átomo de su buen humor y hace reír a sus mismos médicos y enfermeros.

A este santo capuchino le basta una frase chispeante para resolver las más arduas cuestiones; con una palabra o con una sonrisa sabe ocultar sus excelsas virtudes y sus estupendos milagros; con un chiste oportuno sale airoso de cualquier compromiso. Una vez, sana repentinamente a un moribundo que está ya en el sopor profundo de la agonía; los presentes aclaman jubilosos a fray Crispín; pero él corta por lo sano todos los homenajes con esta salida: «Bueno, el enfermo ha despertado de un largo sueño, y ahora querrá comer. Os aseguro que yo, en su lugar, tendría tal apetito, que sería muy capaz de tragarme la cúpula de San Pedro». Por espíritu de mortificación, tenía la costumbre de andar siempre sin sombrero, aun en días de fuerte sol o de intenso frío. Algunos amigos le aconsejaron que se cubriera la cabeza; pero él les contestaba graciosamente: «Los burros no usamos sombrero».

No vaya a creerse que el espíritu jovial de san Crispín sea una alegría vana y sin sentido; bajo el amable manto de la campechanía se esconden virtudes admirables y heroicas, penitencias extremadas, tentaciones y combates incesantes y dolores que anonadarían a cualquiera. Por eso, la alegría encantadora de fray Crispín nos resulta una alegría-virtud, cualidad santificada y sublime, que tiene su base en el amor a Dios y en el gozo de su amistad.

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El hogar en que nació nuestro simpático Pedro Fioretti debió ser, entre las estrecheces de la pobreza, una antesala del cielo. Ubaldo y Marcia, los padres del niño, tuvieron en abundancia dos riquezas que transmitieron a nuestro santo: la alegría y la virtud. Marcia era una de esas laboriosas mujeres italianas que saben vivir en continua oración, no interrumpida por el girar de la rueca ni por el cuidado solícito de la casa y de los hijos.

En el corazón de aquella santa mujer había dos amores dominantes, igualmente puros: el amor a Dios y la devoción a la Virgen María. En una de las festividades de la Reina de los cielos, Marcia tomó de la mano a su hijo y lo llevó al santuario de Nuestra Señora de la Encina. Arrodillados los dos ante la milagrosa imagen, la piadosa madre fue diciendo al oído del niño con expresiva firmeza: «¿La ves, Pedrito? Es tu Madre; acabo de consagrarte a Ella para siempre; fíjate bien, para siempre. Amala con todo tu corazón y hónrala todos los días de tu vida».

Huelga decir que el hijo de Marcia cumplió al pie de la letra los consejos de su santa madre.

La infancia de Pedro Fioretti tiene, en germen, todas las esperanzas de su futura santidad. El niño se distinguía no sólo por su piedad, sino también por su talento y por una memoria felicísima y rápida. Los Padres jesuitas de Viterbo le enseñaron la gramática y algunas nociones de literatura que no olvidaría jamás. Las monjas de Santa Rosa, al verle tan fervoroso ante el tabernáculo de su iglesia, comenzaron a llamarle el buen Perico. Y tenían un placer extraordinario en oír sus palabras edificantes y sus graciosos dichos. La escuela y la iglesia eran los dos sitios predilectos de Pedro: el silabario y la Imitación de Cristo fueron sus primeros libros; después aprendió, al mismo tiempo, a escribir correctamente y a ayudar la santa misa. En la iglesia de los Padres Conventuales era el mejor acólito y el más fiel ayudante del sacristán; en la escuela, el discípulo más aprovechado y el brazo derecho del maestro.

Un día entró en la iglesia, y dejó sus libros en uno de los bancos para trabajar mejor en la sacristía. Al volver a recogerlos, se encontró con que alguien se los había llevado. El niño, desconsolado por la pérdida de sus queridos libros, se arrodilló ante el altar de San Antonio de Padua, y le dijo con amargo reproche: «Ya lo veis, san Antonio mío: os sirvo en la sacristía, y, entre tanto, me roban en la iglesia. Acudid en mi ayuda y haced que me devuelvan los libros». Esta queja era como acusar al santo de complicidad indirecta en aquel robo, y el glorioso taumaturgo volvió por su honra inmediatamente: el ladrón, arrepentido de su falta, restituyó los libros el mismo día.

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Cuando Pedro creció unos centímetros más, un tío suyo se lo llevó a su casa para enseñarle el oficio de zapatero; y allí pasó el joven algunos meses claveteando cueros y adquiriendo nuevas virtudes. Pero, al mismo tiempo, aparecieron ciertos defectillos que ponían de muy mal humor al honrado zapatero. El primer pecado del joven aprendiz era su excesiva prodigalidad: el escaso jornal iba a parar siempre al altar de la Virgen, ya en un bello ramillete de flores, ya en un hermoso cirio que Pedro compraba en el mercado.

Otro defecto aun más grave fue su desmedida afición al ayuno y a la penitencia. El zapatero no podía consentir que Pedro se fuera enflaqueciendo por su propia culpa; aquellos ayunos debían terminar inmediatamente. Se presentó ante los padres del joven y les dijo ásperamente: «Vosotros sabréis criar gallinas, pero no sabéis educar a los hijos. Yo no sé quién ha enseñado a Pedro esos ayunos de los sábados, esas vigilias y esas disciplinas. En adelante, exigiré que me obedezca en todo y que coma lo que yo le mande». En efecto, Pedro obedeció a su tío y dejó sus penitencias; pero no ganó en colores ni adelantó en salud: parecía que la comida buena y abundante le quitaba las fuerzas y la alegría. Su mismo tío, convencido de tan extraña fenómeno, dijo a la madre del muchacho: «Dejémosle ayunar, Marcia. Más vale tener en casa un santo flaco que un pecador gordo». Y Pedro siguió cada vez más animoso por los caminos de la piedad y de la mortificación.

Un día hubo en Viterbo una solemne procesión, a la que nuestro amigo no podía faltar. Iba cantando y rezando entre la devota concurrencia, cuando de repente sus ojos se fijaron en las filas de novicios capuchinos que pasaban junto a él. Pedro se quedó extasiado ante aquellos frailecitos: el andar pausado, los ojos recogidos, los pies descalzos, las manos ocultas en las mangas, la barbita incipiente sombreando los rostros de niños; en todo se fijó atentamente y todo le agradó, produciendo en su espíritu una especie de envidia y de santo arrobamiento. La gracia divina le llamaba con voz misteriosa; y en su alma nacía una ilusión que no le dejaría sosegar hasta conseguirla. «Capuchino, capuchino -pensaba Pedro-; eso es lo que Dios quiere de mí».

Antes de entrar en el convento se preparó con largos días de oración, de penitencia y de estudio. Se proporcionó un ejemplar de la Regla de san Francisco, y la leyó tantas veces que se la aprendió de memoria: aquel librito, médula del Evangelio, como decía el Seráfico Patriarca, fue un tesoro y un descubrimiento para el joven aspirante. Para tenerlo siempre presente, lo cosió bajo sus vestidos, junto al corazón, y solía decir a sus amigos: «Pronto me alistaré en una santa milicia; llevo ya la cruz de la orden en mi pecho».

Dejó su taller de zapatero, sus leznas, hormas y martillos, y se despidió de sus padres y parientes con una alegría contagiosa que disipó todas las objeciones que le quisieron presentar.

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Al trasponer el umbral del convento, Pedro Fioretti respiró lleno de satisfacción y de contento. Pero la cruz estaba cerca de la puerta, y era un símbolo de lo que había de sucederle a los pocos pasos. El P. Guardián miró al joven de pies a cabeza: aquel muchacho que pedía el hábito capuchino no tenía estampa de fraile. Pequeño, flaco, moreno, de aspecto enfermizo, más parecía candidato a un hospital que apto para la vida penitente del claustro. Los otros religiosos que lo vieron fueron del mismo parecer. Pedro se echó a llorar desconsolado, y pidió a los Padres que no le abandonaran, que le admitieran una temporada de prueba, asegurándoles que él, a pesar de su pequeñez y aparente debilidad, era tan fuerte como el que más.

El corazón de los buenos religiosos no era de bronce; consintieron en admitir al postulante durante algún tiempo, hasta que el P. Provincial resolviera la situación. Y el futuro santo se quedó en la hospedería del convento, resuelto a conseguir del cielo la gracia que iba a decidir de toda su vida. El hermano portero pudo ver, por las hendiduras de la celda del joven, sus continuas lágrimas y plegarias, sus ayunos y disciplinas, su piedad ejemplar; y todos se convencieron de que realmente el pequeño y enclenque muchacho era un trabajador incansable que sabía derrochar fuerza y entusiasmo en todos los quehaceres que le imponían. Y el P. Provincial, edificado de la excelente voluntad del joven, mandó que le dieran el santo hábito inmediatamente.

El novicio quedó contentísimo con su nuevo nombre, Fr. Crispín, que le recordaba al santo patrono de su antiguo oficio de zapatero. Fray Crispín comenzó su vida religiosa en el noviciado de la Palanzana, en su pueblo natal de Viterbo.

Era un trabajador animoso y alegre que no podía estar ocioso un momento. En el huerto y en la limosna, se esmeraba en proporcionar a los religiosos los mejores alimentos que la pobreza seráfica le permitía. Las fatigas no se habían hecho para fray Crispín. Uno de los padres del convento, al verle siempre solícito y ocupado en favor de sus hermanos, puso al novicio un poético sobrenombre, "la rondinella di Dio", la golondrina de Dios.

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Acabado el año del noviciado, fray Crispín pasó al convento de la Tolfa, con el cargo de cocinero.

El lema de su nueva actividad, entre ollas y pucheros, era éste: «pobreza y limpieza». Apenas tomó posesión de la cocina, fray Crispín la transformó en un paraíso: todos los objetos empezaron a brillar con una pulcritud extremada; hasta las viejas sartenes parecían ascuas de oro. Pero donde el santo cocinero puso toda su alma y su gusto artístico fue en un altarcito de la Virgen, que presidía, como Reina en su trono, todo cuanto se hacía y se hablaba en aquel lugar. Fray Crispín no podía apartar los ojos ni el corazón de su Madre celestial; si echaba la sal a la olla, se la ofrecía antes a la Virgen; si limpiaba las verduras, se acordaba de la limpieza inmaculada de la Azucena de Dios; el fuego le hablaba del amor inmenso de María; el agua, de su castidad; el humo, de su perfumada belleza.

Ante el altar de la Virgen de la cocina, fray Crispín era músico, poeta y serafín. En los dos años que permaneció el santo en el convento de la Tolfa consiguió que su querida Virgen fuese conocida y venerada por todos los amigos y bienhechores de la comunidad. A veces llegaban algunos a pedir a fray Crispín oraciones para los enfermos; y el santo cocinero tomaba un puñado de aceitunas o de castañas, se las presentaba a la Virgen para que las bendijera y las daba como medicinas para todas las dolencias: «Come esto, hijo mío, que lo ha bendecido la Señora; pronto te pondrás bueno».

Los efectos eran maravillosos. De boca en boca solían correr expresiones como ésta: «¿Para qué médicos y medicinas? Las aceitunas y las frutas de fray Crispín valen más que todas las recetas de los doctores».

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Seguramente nadie imaginaba lo que aquellas curaciones milagrosas costaban a fray Crispín. Por sus queridos enfermos oraba sin descanso, ayunaba a pan y agua, se ofrecía a Dios para tomar sobre sí todas las dolencias y desgarraba su cuerpo inocente con disciplinas y cilicios.

Hubo en la comarca una epidemia que diezmó a los habitantes y llenó de lágrimas muchos hogares. A fray Crispín se le partía el alma contemplando la angustia de tantos buenos amigos, y se propuso conseguir del cielo el rápido término del terrible azote. Su vivo ingenio le sugirió un invento nuevo y, a su parecer, prodigiosamente eficaz. Se lo presentó al P. Superior, pidiéndole licencia para aplicárselo aquel mismo día. Era una disciplina con fragmentos de vidrio y puntas de cobre, clavos y espinas. El padre Guardián, horrorizado, le negó el permiso. Fray Crispín insistió una y otra vez, asegurando que la epidemia no cesaría hasta que su invento se aplicara. El guardián, en un momento de debilidad o de esperanza, cedió y consintió en que fray Crispín efectuase la prueba. Los resultados fueron tan desastrosos para el inventor, que le pusieron al borde del sepulcro. Después de muchos días, el siervo de Dios convaleció, y el P. Guardián le impuso formal prohibición de usar jamás aquellas disciplinas. Fray Crispín contestó sonriente: «Sí, Padre, sí; eso excede los límites». Pero la epidemia cesó inmediatamente, gracias a las oraciones y a la sangre de fray Crispín.

Se comprende fácilmente la aflicción del pueblo de la Tolfa cuando corrió la noticia de que el santo cocinero de los capuchinos iba a ser trasladado al convento de Roma. Para poder cumplir la orden de los superiores, fray Crispín tuvo que salir secretamente de aquel pueblo que le amaba como a su salvador, burlando la vigilancia de sus numerosos amigos.

En Roma, en el gran convento de la Inmaculada, fray Crispín pasó varios meses en el oficio de enfermero. Su caridad inagotable le hacía múltiplicarse para atender a todos; y los prodigios que brotaban de sus manos hicieron de él un médico ideal y un compañero inseparable de los dolientes y de los afligidos. Pero al mismo tiempo el excesivo trabajo le rindió de tal manera, que contrajo una grave enfermedad, y se vio obligado a dejar su puesto de médico para ocupar el de moribundo. Sin embargo, fray Crispín no perdía sus ánimos, y venció todos los males a fuerza de descanso y de cuidados. Salió de la enfermería más fuerte que nunca.

La obediencia le mandó al convento de Albano a reanudar sus proezas en la cocina. Cuando lo supo fray Crispín, exclamó en el colmo de la felicidad: «Los superiores han reconocido por fin que soy una bestia recalcitrante que se enferma con el descanso. Estoy frío en el amor de Dios y del prójimo, y necesito el calor del fuego o del sol: la cocina o el huerto».

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La cocina de Albano volvió a ser, como la de la Tolfa, un prodigio de limpieza y un templo de la Virgen. Las flores que fray Crispín ponía en el altar de la cocina eran un remedio admirable contra todos los males de alma y cuerpo. A un médico que le manifestaba su asombro por las curaciones que hacían aquellas flores, le contestó el santo: «Tened entendido que mi Señora sabe mucho más que vos y que todos los médicos juntos».

Un día, el santo cocinero se sorprendió al ver que las flores y los cirios del altarcito habían desaparecido misteriosamente. Se arrodilló ante la imagen y empezó a decir a la Virgen con infantil y graciosísimo enojo: «Madre mía, de una vez os roban cirios y flores. Sois demasiado buena; el día menos pensado os quitarán el Hijo que lleváis en los brazos, y os quedaréis tan tranquila. Señora, bien pudierais guardar un poco mejor vuestro altar, a lo menos cuando yo no estoy presente».

La fama de la Virgen de fray Crispín se extendió rápidamente por todas partes: príncipes, magistrados, militares y campesinos venían a visitar la cocina de Albano, y traían copiosos ramos de flores, que fray Crispín recibía gozoso. El Sumo Pontífice Clemente XI era uno de los más fervientes devotos de aquella imagen y uno de los mejores amigos del santo capuchino. Con frecuencia le mandaba cirios para su altar, y conversaba con el humilde lego pidiéndole oraciones para tener acierto en el gobierno de la Iglesia y éxito en todos sus trabajos.

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Fray Crispín tenía también sus ribetes de literato, y recitaba con mucha gracia poesías e himnos que eran para él un nuevo instrumento de apostolado. Aprendió de memoria los más bellos pasajes de la Jerusalén libertada de Torquato Tasso, y los solía recitar en las casas de los amigos, sacando de los magníficos versos del Tasso un caudal abundante de enseñanzas y de buenos consejos. Fue famosa aquella salutación alegre y triunfal del amable lego capuchino: «¡Amico, hai vinto!", amigo, venciste, frase que él había leído una vez en su poeta predilecto y que desde entonces empleaba a toda hora y en cualquiera ocasión. Con esas breves palabras dominaba las propias pasiones, saludaba a los niños en la calle, bendecía a los enfermos y se burlaba de los asaltos del demonio. Y hasta delante del sagrario o de una estatua de María, sus labios repetían sin cesar la frase favorita que expresaba todos los arrobamientos del fervor y todas las efusiones del alma: «¡Amico, hai vinto!».

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Del convento de Albano pasó fray Crispín al de Monte-Rotondo, mandado por los superiores para el cultivo del huerto. Su afán por el trabajo y su odio a la ociosidad estaban condensados en aquellas palabras que se decía a sí mismo y a los demás: «El paraíso no se ha hecho para los cobardes». El primer cuidado del nuevo hortelano fue levantar, en el rincón más hermoso y apacible, una capillita a la Santísima Virgen para poder trabajar con más entusiasmo en tan buena compañía. Clavó en el suelo unas cañas, las entretejió con ramas y juncos, y en pocas horas tuvo terminada una rústica cabaña con una imagencita en su interior. «Es la casa de mi Madre», decía orgulloso fray Crispín. Pero los religiosos se burlaban de él, y le aseguraban que aquello no duraría mucho tiempo. Soplaron los huracanes, rugieron las borrascas, cayeron árboles corpulentos; pero la capillita del huerto se mantuvo firme en su debilidad por un nuevo prodigio del amor de fray Crispín.

Cuando trabajaba en el huerto, por cada planta solía rezar una avemaría; y los frutos que cosechaba decían claramente el fervor de aquellos obsequios. Y cuando tenía que alejarse de la Virgen, derramaba puñados de trigo a los pies de la santa imagen, para que los pajarillos vinieran a acompañarla y a cantarle en su ausencia. A todos los que encontraba les decía algo de la belleza y bondad de su Señora, con tal insistencia y gracia, y con tanto celo, que en todas partes se le llamaba el apóstol de la Virgen. Las curaciones prodigiosas que hacía en sus enfermos, la conversión de muchas almas extraviadas y otros favores que dieron a fray Crispín fama universal de santo eran fruto de sus filiales ternuras con María.

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Hasta aquí, fray Crispín ha vivido en varios conventos, permaneciendo cortas temporadas en cada uno y edificando a religiosos y seglares con su sencillez, con su piedad y con su alegría. Estamos en 1702. Los superiores de varias casas se disputan la posesión del santo hermanito lego. Todos lo quieren para sí porque saben que con fray Crispín entran en el convento la paz y la bendición de Dios. El superior de Orvieto es ahora el afortunado: consigue del Capítulo Provincial que le den la joya solicitada, y desde ahora el pueblo de Orvieto será, por espacio de cuarenta y seis años y con breves interrupciones, el feliz poseedor del amable santo.

Fray Crispín llegó a Orvieto con un nuevo y penoso cargo: será el limosnero de la comunidad en el pueblo y en los campos circunvecinos. Carga con sus alforjas y sale a mendigar por las calles, esparciendo por doquier los tesoros de su alegría y de su caridad. «¡Aquí viene fray Crispín! ¡Aquí viene nuestro santo!», dicen al verle niños y grandes, los sacerdotes, los canónigos y hasta el mismo obispo de la ciudad. En Orvieto, las virtudes de fray Crispín son ya frutos maduros y jugosos, dan toda su fragancia, llegan a la más alta perfección. Es el personaje más popular y más querido: su palabra es irresistible, su alma penetra como un dardo en las almas de los demás, sabe ejercitar un apostolado intenso, variado y atrayente: el apostolado de la alegría franciscana.

Fray Crispín es amigo de todos, hasta de los más grandes pecadores. Un día se detuvo en la calle para saludar amablemente a varios policías, gente que, por lo general, era mirada con especial desagrado. El gobernador de Orvieto, que vio la animada charla de fray Crispín con tales personas, le dijo más tarde: «¿No os avergonzáis de tratar con sujetos tan viles y de estrecharles la mano? ¿Dónde habéis dejado vuestro decoro?». El santo limosnero le miró con cierta picardía y le contestó: «Señor gobernador: mi Padre san Francisco en su Regla no dice una palabra acerca de ese decoro; pero, en cambio, nos manda amar al prójimo sin distinción y en todas partes».

La locuacidad de fray Crispín no era esa gárrula palabrería de los espíritus frívolos; venía directamente de un corazón abrasado en amor de Dios y del prójimo. En él se cumplía, de manera admirable, la conocida sentencia: «De la abundancia del corazón habla la boca». El espíritu del santo capuchino estaba sin cesar elevado en Dios, vivía en continua oración; y sus dichos traducían fielmente esa vida extática que jamás se interrumpía. El cardenal Gualtieri pudo decir del humilde lego esta frase exacta y elocuente: «Fray Crispín es un solitario en medio de la ciudad». Y todos los que conocían al santo limosnero sabían que sus palabras, lejos de ser vanas u ociosas, eran siempre una invitación al amor y a la virtud.

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Durante cinco meses, fray Crispín estuvo ausente de Orvieto, mandado por sus superiores al convento de Bassano. Los orvietenses no pudieron resignarse a perder su tesoro y su ídolo, y para recuperarlo acudieron a un medio singularmente eficaz. Se decretó suspender las limosnas al convento de los capuchinos hasta el regreso del siervo de Dios. «O fray Crispín o el hambre», era el terrible dilema, cuya segunda parte comenzó a cumplirse inmediatamente. Aquello iba de veras: los religiosos no recibían ni un pedazo de pan; el ayuno forzoso se iba prolongando demasiado; y los superiores, vencidos por argumento tan terminante, volvieron a mandar a fray Crispín al convento de Orvieto.

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En su vida religiosa, nuestro santo tocaba los límites más altos que podemos imaginar. Era el fraile severo y penitente que desprecia y castiga su cuerpo para que la carne no impida los vuelos del espíritu. Su cama, indigna de tal nombre, era más parecida a un instrumento de suplicio que a un lecho de descanso: dos tablas desnudas y sobre ellas una manta con muchos agujeros y poca lana. Fray Crispín no entendía de regalos; la ventana abierta en invierno y en estío; tres o cuatro horas para dormir, y el resto de la noche, oración y penitencia. Fray Crispín descansaba trabajando: era infatigable en ayudar a las misas, y en ello encontraba el mayor deleite de su espíritu; pasaba arrodillado ante el tabernáculo todas las horas que sus quehaceres le dejaban libre, con los ojos clavados en la puerta del sagrario, extático, como la estatua de un serafín. Y cuando comulgaba, hasta su cara morena se veía resplandeciente y luminosa, delatando los ardores que llevaba en el corazón; y salía de la iglesia rejuvenecido de tal suerte, que todos notaban su agilidad y destreza en las más pesadas labores.

La Orden Capuchina, madre fecunda de santos, pocas veces ha tenido un hijo más fiel ni un discípulo más aprovechado. Fray Crispín debió proponerse como modelo a los más perfectos religiosos de su Orden: san Francisco de Asís como fundador y san Félix de Cantalicio como tipo acabado de capuchino, eran para nuestro santo los ejemplares que tenía siempre ante los ojos.

Sabía armonizar, con admirable unión, la clásica pobreza franciscana con la caridad, la limpieza, la cortesía y otras virtudes no menos difíciles. Su hábito, pulcro, viejo y remendado, era un milagro; ni roturas ni manchas entre tanta pobreza; parecía como si los mismos ángeles lo zurcieran y limpiaran con sus manos inmaculadas.

La castidad de fray Crispín era otro prodigio semejante. Tuvo tentaciones y combates; el demonio y las pasiones no dormían; pero jamás se vio la más pequeña mancilla en la túnica blanquísima de su pureza. Cuanto mayores eran los peligros y más recios los ataques, fray Crispín los espantaba como se espantan los importunos insectos; y los instrumentos que empleaba para ello eran las letanías de la Virgen y las disciplinas sangrientas.

La obediencia, eje y fundamento de la vida claustral, tenía en nuestro santo un entusiasta adalid. Un día en que el superior le consultó antes de darle un mandato difícil, preguntándole cuál era su voluntad, fray Crispín le contestó: «¿Mi voluntad? Padre, no tengo voluntad: la dejé en Viterbo cuando me hice capuchino». «Padre Guardián -decía en otra ocasión-, fray Crispín es, un asno; pero las riendas que lo conducen están en vuestras manos. Según queráis que marche o se detenga, aflojad o apretad las riendas». Le preguntaron una vez qué medios empleaba para acomodarse con tanta facilidad al diverso genio de todos los superiores que iban sucediéndose en el convento de Orvieto; y el santo contestó rápidamente: «Yo estoy en las manos de mi superior y cumplo su voluntad, como este bastón hace en mis manos todo lo que yo quiero. Si lo levanto, se levanta; si lo inclino, se inclina, y si lo dejo en el suelo, allí se queda».

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Empleaba el santo con mucha frecuencia una palabra extraña que traía intrigados a cuantos la oían: «Mi Sibila me ayuda. La Sibila me tiene el paraguas para que no me moje. La Sibila me alimenta», eran las frases que solía decir con su acostumbrada jovialidad. El P. Provincial le preguntó un día quién era esa famosa Sibila. «Padre -contestó el santo-, mi Sibila es la caridad fraterna». Entonces se comprendieron todos los prodigios de su caridad inagotable y solícita. Fray Crispín desafiaba las borrascas, el hambre, el cansancio y cualquiera incomodidad en tratándose de visitar a un enfermo o de socorrer a un pobre. Sus manos esparcían tesoros de bondad; no podía ver la miseria del prójimo sin acudir en su auxilio; y la compañera cariñosa en tantas fatigas era siempre la Sibila inseparable... Todos los que tenían alguna desgracia, ya sabían que en el santo limosnero capuchino hallarían pronto y excelente remedio. Un escritor ha podido afirmar con gráfica expresión que «todas las miserias y todas las tribulaciones de Orvieto se daban cita a los pies de fray Crispín».

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Nuestro santo tiene ya muchos años y muchos achaques: el reumatismo ha hecho presa en su cuerpo, ha contraído sus manos y sus pies, y apenas le permite andar unos pasos, apoyado en un pobre y nudoso bastón. Él mismo dice que ya no es más que «un burro viejo y cojo que no vale para nada». Los superiores, con ternura maternal, le mandan al convento de Roma para que se entretenga en sus oraciones y ayude a la misa cuando pueda; quieren darle una vejez tranquila y reposada.

La partida de Orvieto tuvo que hacerse de noche y con innumerables precauciones. Si la noticia se divulgaba, los amigos de fray Crispín, que eran todos los habitantes del pueblo y sus contornos, serían muy capaces de hacer una barbaridad para retenerlo consigo. Sólo cuando el santo viejo estaba ya en Roma se supo la triste nueva en Orvieto. Y durante todo el año que duró la ausencia del querido limosnero, un bloqueo absoluto y cruel cayó otra vez sobre los capuchinos: ni limosnas, ni predicaciones, ni amistades.

Y nuevamente vencieron los testarudos orvietenses, y consiguieron sacar al anciano de una vida de tranquilidad y de oración que era toda su delicia. ¡Tanto como le agrada a fray Crispín ayudar a las numerosas misas del convento de la Inmaculada de Roma! Pero, a la voz de la obediencia, regresa feliz a su querido Orvieto. Era la despedida...

La enfermedad avanzaba con paso seguro en aquel cuerpo minado por los años y por la penitencia. Siempre alegre y fervoroso, el santo viejo no hacía más que ayudar a misa, recibir innumerables visitas y rezar día y noche. Era una figura atrayente que se deslizaba trémula por los claustros, con su barbita blanca, con sus manos temblorosas, con el encanto de una sonrisa perenne en los labios. Tuvo que dejar las tablas desnudas de su cama y resignarse a dormir en un blando y mullido colchón.

A los amigos que le visitaban les anunciaba la buena nueva de su próxima muerte; pero añadía con espíritu profético: «No moriré en Orvieto».

Los superiores, deseando prolongar la preciosa vida que se extinguía por momentos, le trasladaron a la enfermería del convento de Roma. El pueblo de Orvieto se convenció por fin de que nada podría hacer para impedir el cumplimiento de aquella orden.

En Roma tuvo fray Crispín una breve mejoría que le permitió dedicarse intensamente a sus obras de caridad y de apostolado. La fama de sus virtudes y milagros llegó hasta las más altas esferas. Varios cardenales y obispos y hasta algún teólogo eminente venían a la celda del anciano a pedirle consejos y luces en arduas cuestiones y a recrearse con su amena charla llena de alegría y de fervor.

Por fin, en los primeros días de mayo de 1750, cayó en cama definitivamente. Su agonía fue un éxtasis continuo, eucarístico y mariano. Estaba impaciente por volar al cielo...

El día 18, festividad de san Félix de Cantalicio, «la fiesta del viejecito», como decía fray Crispín, se creyó que no llegaría vivo a la noche. Pero él repetía con su eterno buen humor: «No, hoy no; yo no quiero echar a perder la fiesta de san Félix».

Y en las primeras horas del día 19, fijando sus ojos en las imágenes de Jesús y de María, se quedó inmóvil y sonriente... Su alma estaba ya en la gloria del paraíso. Tenía ochenta y dos años de edad y cincuenta y siete de vida capuchina.

[En Prudencio de Salvatierra, OFMCap, Las grandes figuras capuchinas. Madrid, Ed. Studium, 1957, 2.ª ed.; pp. 249-267]

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SAN CRISPÍN DE VITERBO (1668-1750)
Pedro Langa, OSA

Crispín de Viterbo, Pedro Fioretti en el siglo, religioso italiano de la Primera orden de san Francisco, nacido en la ciudad de su apellido el 13 de noviembre de 1668, fue canonizado en Roma por Su Santidad Juan Pablo II el 20 de junio de 1982: primera canonización de su pontificado. Descendiente de modesta familia, fray Crispín recibió en el bautismo el nombre de Pedro, y de sus padres Ubaldo y Marcia Fioretti, una profunda, esmerada, fina educación cristiana. Frecuentó en su infancia la escuela del pueblo y, aunque débil de constitución, empezó luego a imponerse duras penitencias privadas y, en el humilde trabajo de zapatero, a darle con ahínco, en calidad de aprendiz, al martillo, la lezna, las suelas y el tacón. Huérfano pronto de padre, corrió con su educación religiosa de niñez la madre. Como un redivivo Jesús de Nazaret, su vida transcurrió hasta los 25 años en el taller de un tío suyo que era zapatero.

Cuentan las crónicas capuchinas el testimonio siguiente puesto en boca del protagonista, con estilo, por cierto, sencillo y desenfadado y casi como de novela:

«A pesar de que me consideran un santo alegre, la impresión que me queda de mi infancia es la muerte de mi padre, Ubaldo. Menos mal que mi tío Francisco -su hermano- me quería mucho y me envió, primero, a la escuela de los jesuitas para que aprendiera gramática y, después, me acogió como aprendiz en su taller de zapatero, donde estuve hasta los veinticinco años en que me fui a los frailes. Recuerdo que, de pequeño, me daba por ayudar en las misas y ayunar; y como era de natural delgaducho y enfermizo, mi tío solía decirle a mi madre: "Tú vales para criar pollos, pero no hijos. ¿No ves que el niño no crece porque no come?". Y en adelante él se fue encargando de hacerme comer; pero al ver que seguía igual de pequeño y escuchimizado se dio por vencido y le dijo a mi madre: "Déjale que haga lo que quiera, porque mejor será tener en casa un santo delgado que un pecador gordo"».

El hecho es que, deseoso de llevar vida austera y consagrada por entero a Dios, el 22 de julio de 1693 el joven ingresa en el noviciado del convento de los Hermanos menores capuchinos de Palanzana, cerca de su ciudad natal. Hecha al año siguiente la profesión religiosa, le llega su primer destino: ayudante de cocina en el convento de la Tolfa. La profesión es pretexto, entre otras cosas, para cambiar el nombre de Pedro por el de Crispín en homenaje a san Crispín, patrono de los zapateros. Conventual en diversos conventos, suena en 1709 la hora del traslado a Orvieto. Allí desempeña el oficio de limosnero, y en aquellas tierras orvietanas permanece casi cuarenta años. En estos destinos supo siempre dar muestras de alegría y destreza para ejercer los oficios encomendados por los superiores. De austerísima pobreza, ferviente oración y profunda humildad, asiduo en trabajos y ayunos, maceró su cuerpo con aspérrimos cilicios y frecuentes disciplinas.

Su personalidad ascética, su comportamiento como juglar del buen Dios y su aire a lo trovador de nuestra Señora dejaron luego entrever al celebrado instrumento de la Providencia. Amante de la pobreza, dotado de un ánimo generoso y sensible a las manifestaciones jubilosas, pleno de caridad y claridad y de fraterna preocupación por los pecadores, pobres, encarcelados, niños sin hogar, se las ingeniaba para ser útil y obsequioso con todos sin excepción, y lo sabía ser, además, desde los diversos oficios: lo mismo probando a cultivar berzas y garbanzos en calidad de hortelano, que ejerciendo de enfermero, cocinero y limosnero.

Jovial por temperamento y en armonía con el carisma de Asís, ponía todo su empeño en hacer amar la virtud y alegrar al triste: con edificante simplicidad de espíritu entonaba canciones, construía altarcitos para honrar a nuestra Señora, «Madre y Señora dulcísima» solía llamarla, y, si hacía al caso, le daba contento y feliz al endecasílabo componiendo inspirados versos o simplemente recitándolos sin arredrarse. A un hermano de la comunidad que un día se atrevió a reprocharle este modo de actuar como inconveniente a su estado, le respondió resuelto: «¡Yo soy el heraldo del gran Rey! Déjame cantar como cantaba san Francisco. Estos cantos producirán bien en el ánimo de quien escuche. Pero siempre con la ayuda de Dios y de su gran Madre».

Dotado de un especial don para enjugar lágrimas, consolar a los enfermos y subvenir al desvalimiento de los débiles, él por su parte tenía también tacto y finura bastante como para que sus paisanos se le hiciesen cariñoso y alegre auditorio en derredor, pendientes de su palabra o atraídos por su actitud; quién más, quién menos, personas todas menesterosas de su oración y de su consejo. Su ilimitada confianza en la Providencia, fruto de una estrechísima unión con Dios, se vio a menudo recompensada del cielo con milagros y carismas. Buscaba él, pues, y por doquier era buscado.

Hasta prelados, nobles y doctos llamaban a su puerta en pos de la luz que su interior irradiaba, en busca de su alma traslúcida, hecha sugerencia y puro exhorto, el típico de la sabiduría que atesoran los humildes. De ahí que tampoco su actitud modesta y sencilla cambiase por ello en modo alguno. Al término de jornadas agotadoras, extenuantes, cuando a uno ya no le quedan arrestos para nada, su refugio solía ser la oración ante el Santísimo Sacramento o a los pies de la Virgen María. El mismo papa Clemente XI se deleitaba en afable coloquio con el humilde capuchino. Roto por el cansancio y las penitencias, pasó los últimos años de su vida en Roma, convento de la Santísima Concepción, Via Vittorio Véneto.

Refieren los biógrafos de nuestro humilde Crispín que el cardenal Trémonille, embajador del rey de Francia, hallándose gravemente enfermo, hizo llamar ante sí al santo religioso, quien lo curó luego con sus oraciones. Asimismo, que mientras un día el Papa escuchaba la misa en la iglesia de los capuchinos, su camarero fue aquejado de gravísimos dolores, fenómeno que le sucedía con frecuencia y que ningún médico había sido capaz de remediar. Crispín lo condujo al altar de la Virgen y la curación fue instantánea. A los ochenta y dos años, un 19 de mayo de 1750, la llama viva de su vida se apagó serenamente en el citado convento romano, camino de la luz. A partir de ese instante una turba incontable de fieles y devotos acudió presurosa para orar ante sus restos, y con ánimo, por supuesto que también, de hacerse con alguna reliquia. Los milagros empezaron a multiplicarse, diríase que por ver de ensalzar más y más al siervo de Dios, pues desde entonces no hicieron sino acreditar y acrecentar la fama de santo que había sido el distintivo de su vida.

Al poco tiempo de su piadosa muerte, fue incoado el proceso informativo sobre la fama de santidad y de las virtudes. [...]

Volviendo a las crónicas y florecillas franciscanas autobiográficas, he aquí otro retazo semejante al anterior, con ese estilo impropio de la época, pero muy pegadizo y ágil para el momento actual:

«La gota que colmó el vaso para que me decidiera a hacerme capuchino -refiere fray Crispín- fue el ver a un grupo de novicios que había bajado a la iglesia con motivo de unas rogativas para pedir la lluvia. En realidad ya lo había pensado mucho y había leído y releído la Regla de san Francisco, por lo que mi opción era madura. Además, no quería ser sacerdote sino, como san Félix de Cantalicio, hermano laico. De modo que inmediatamente me fui a hablar con el Provincial, quien me admitió en la Orden, pensando que ya estaba todo superado, pero no fue así».

«Los primeros que se opusieron -y sigue dándole vueltas a las peripecias de la vocación- fueron mis familiares, empezando por mi madre. La pobre ya era mayor y con una hija soltera a su cargo; además, no comprendía que, habiendo hecho los estudios con los Jesuitas, quisiera ser laico y no sacerdote. Sin embargo, la decisión estaba tomada. Procuré que las atendieran unas personas del pueblo y me marché al noviciado. Cuál no sería mi sorpresa al comprobar que, a pesar de haberme admitido ya el Provincial, el maestro de novicios se negaba a recibirme. Ante mi insistencia me contestó: "Bueno, si al Provincial le compete el recibir a los novicios, a mí me toca probarlos". Y bien que me probó».

El estilo directo y narrativo continúa:

«Lo primero que hizo fue darme una azada y enviarme al huerto a cavar mañana y tarde. En vista de que yo resistía, me manda como ayudante del limosnero para que cargara con la alforja, a ver si aguantaba las caminatas bajo el sol y la lluvia. Y las aguanté. Por último, no se le ocurrió mejor cosa que nombrarme enfermero para que atendiera a un fraile tuberculoso. No lo debí de hacer del todo mal, pues tanto el enfermo como el maestro de novicios se ufanaban, cuando ya eran viejos, de haberme tenido como enfermero y como novicio. Una vez profeso, me enviaron por distintos conventos, hasta que recalé en Orvieto. Allí estuve durante cuarenta años de limosnero; es decir, toda mi vida, pues sólo me llevaron a Roma para morir».

El remate a esta faena de sinceridad y sinceración autobiográficas termina como sigue:

«Durante los cincuenta años que estuve con los frailes hice de todo menos de zapatero, que era mi profesión. Fui cocinero, enfermero, hortelano y limosnero; y es que yo no era una bestia para estar en la sombra, sino al fuego y al sol; es decir, que debía estar o en la cocina o en la huerta. Sin embargo la mayoría de mi vida se quemó buscando comida para los frailes y atendiendo las necesidades de la gente».

El testimonio del humilde hermano se pierde para cualquier lector curioso y ávido de noticias por los vericuetos de una sencilla narración lírica que suena como venida del cielo gracias a la pluma de algún contemporáneo que hace de amanuense, es decir, de inspirado recopilador de estas simpáticas historias.

Sabemos así que lo primero que hacía antes de salir del convento era cantar el Ave, maris stella. Y después, rosario en mano, a prodigarse en el santo ejercicio de la limosna. Para no perder tiempo le pedía antes al cocinero qué necesitaba, y de ese modo se limitaba a pedir únicamente lo necesario. Como abundaban los pobres, ¡y cuándo no!, procuraba dirigir las limosnas sobrantes a una casa del pueblo para que desde allí se redistribuyesen. Ello le permitía satisfacer a la vez la solidaridad de los pudientes y la necesidad de los indigentes. Convencido de que gran parte de la miseria proviene de la injusticia, le faltaba tiempo para llegarse hasta los patronos a protestar de sus abusos. Su visita a los enfermos y encarcelados no sólo iba acompañada de buenos consejos sino, dentro de lo posible, claro es, del remedio a sus necesidades.

La gente salía de su presencia con la sensación del milagro. Hasta trozos del manto le cortaban a veces para reliquia, lo que una vez arrancó este grito de su profunda humildad: «Pero ¿qué hacéis? Cuánto mejor sería que le cortaseis la cola a un perro [...]. ¿Estáis locos? ¡Tanto alboroto por un asno que pasa!».

Mucho le ayudó la Virgen en su opción por Cristo. Él se lo agradecía con detalles, como cuando, en un arranque de puro y simple franciscanismo, colocó una imagen de la Señora en una pequeña cabaña, y delante esparció restos de semillas y migajas de pan para que se acercasen los pájaros, se alimentasen y cantasen para alabanza de toda la creación a la Madre de Dios.

El reuma y la gota dieron con sus huesos en la enfermería de Roma. Pero ni allí dejaba de acudir gente cada día. Se dice que para no estropear la fiesta de san Félix le aseguró al enfermero que no se moriría ni el 17 ni el 18. Y, efectivamente, el Señor se lo llevó el 19 de mayo de 1750.

«Quien ama a Dios con pureza de corazón -había sentenciado a menudo-, vive feliz y muere contento».

Y también:

«El poder de Dios nos crea, su sabiduría nos gobierna, la misericordia nos salva».

En la homilía de canonización, Juan Pablo II fue tejiendo la dorada aureola de esta espléndida biografía de sencillez franciscana, para regocijo y honra de los Frailes Menores Capuchinos en el año conmemorativo del VIII centenario del nacimiento de san Francisco. La Iglesia nos asegura que combatió la buena batalla, mantuvo la fe, perseveró en la caridad y alcanzó la corona de justicia que le había preparado el Señor (cf. 2 Tim 4,7-8). Perseveró, sí, ante el Señor y en su servicio durante la vida terrena, y el Señor ahora es su herencia feliz para siempre (cf. Dt 10,8-9).

Por seguir a Cristo Jesús se negó a sí mismo y tomó su cruz, la tribulación diaria, sus limitaciones personales y las ajenas, preocupado sólo de imitar al divino Maestro, y así salvó perfecta y definitivamente su vida (cf. Mt 16,23-25). El mensaje de santidad de fray Crispín de Viterbo pregona desde el marco de aquellos tiempos del absolutismo del Estado, de luchas políticas, nuevas ideologías filosóficas, inquietudes religiosas (piénsese en el jansenismo), de alejamiento progresivo de los argumentos esenciales del cristianismo, para que sigamos alerta y no bajemos nunca la guardia frente al consumismo y bienestar de esta sociedad nuestra, periódicamente tentada de falsa autonomía y de oposición a las categorías evangélicas, y por ello necesitada de Santos, o sea, de modelos que expresen concretamente con la vida la realidad de la trascendencia y el valor del Reino.

En el llamado siglo de las luces, rebosante de autosuficiencia, ésta fue la misión de san Crispín de Viterbo, sencillo religioso en quien encontraron pragmatismo elocuente las palabras proféticas de Jesús: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito» (Mt 11,25-26). Dios hace maravillas por obra de los humildes, incultos y pobres, para que se reconozca que todo progreso salvífico, incluso terreno, responde a un designio de su amor.

El primer aspecto de santidad que Juan Pablo II quiso resaltar en san Crispín ese día fue la alegría. Alegría franciscana, ciertamente, comunicativa y abierta en su caso a la poesía, nacida sobre todo de un amor grande al Señor y de una confianza invencible en su Providencia. El segundo fue su heroica disponibilidad para con los hermanos y también para con los pobres y necesitados de todas las categorías, de suerte que mientras él pedía humildemente medios de subsistencia para su familia conventual, su tarea principal consistía en prestar ayuda espiritual y material hasta transformarse en expresión viviente de caridad. ¡Casi nada! Se comprende que su incansable dedicación, en el campo religioso, al empeño caritativo por la paz, la justicia y la prosperidad, despertase reconocimiento y buen corazón de parte de sus beneficiados.

Destacó también el Papa la catequesis itinerante del hermano, un «lego docto» que cultivaba la doctrina cristiana con los medios a su disposición, sin descuidar instruir a los otros en la misma verdad. El tiempo de pedir limosna era, para él, providencial espacio de evangelización con aquel lenguaje suyo directo, sencillo, inconfundible, agradable, lleno de máximas y aforismos. Una sabia catequesis la suya, encantadora y atractiva para eminentes eclesiásticos y personajes de la vida civil. Las máximas le brotaban de un corazón iluminado por la fe, robustecido por la esperanza y enardecido por el amor.

Tampoco podía faltar la devoción a María Santísima, tierna y vigorosa a un mismo tiempo. «Señora Madre mía» hemos dicho que la llamaba. Sí, a su poderosa intercesión confió siempre nuestro sencillo y ocurrente trovador mariano su actividad limosnera, comprendidas las encomiendas de quienes, a cambio de la dádiva, le rogaban a él la otra limosna, la de su oración por casos y situaciones graves. Súplica que arrancaba este habitual comentario: «Déjame hablar un poco con mi Señora Madre y después vuelve».

Admirable lección de vida escondida y obediente, enjoyada de caridad y sabiduría estimulante, la de san Crispín. Mensaje para la humanidad de hoy en la más pura linea franciscana. Y para esta generación en ocasiones fría y proteica, ejemplo de humilde y confiada entrega a Dios, de amor a la pobreza y a los pobres, de pasión por la Iglesia y de confianza en María. La itinerancia de san Crispín puede servir, en suma, de acicate para cumplir, entre gozos y dolores, fatigas y esperanzas, la voluntad del Dios Trinidad.

La confidencia de Juan Pablo II luego, durante el rezo del Ángelus, es significativa:

«Hoy me ha sido concedido inscribir en el catálogo de los Santos a uno de ellos: san Crispín de Viterbo. Es la primera vez que durante mi servicio en la sede de San Pedro tengo la gozosa suerte de llevar a cabo una canonización [...] El santo de cuya elevación a los altares hoy se regocija la Iglesia, ¿no pertenece quizá a la particular familia franciscana de santidad? Cuán bello es que justamente con ocasión del VIII centenario del nacimiento del Serafín de Asís ella obtenga una nueva contraseña de santidad [...] Efectivamente, también el santo proclamado hoy, fray Crispín de Viterbo, aun siendo hijo fiel y seguidor coherente de san Francisco, presenta una fisonomía suya personal y una singular respuesta a su propia vocación religiosa. Amante de la pobreza y de los pobres, lleno de confiado abandono en la Providencia, ejemplar en su servicio a todos los necesitados, se distinguió por la sabiduría de sus inspirados consejos y por una catequesis itinerante ejercida con virtuosa modestia y serenidad excepcional».

[En Año cristiano. Mayo. Madrid, BAC, 2004, pp. 422-430]

* * * * *

SAN CRISPÍN DE VITERBO
LA ALEGRÍA FRANCISCANA
por Mariano de Alatri, ofmcap



La vida de fray Crispín se nos presenta rica de anécdotas pintorescas y de dichos agudos y profundos. El primero en quedar fascinado es el mismo biógrafo, quien se siente casi obligado a escribir basándose en ellos, puesto que caracterizan y presentan tan adecuadamente a su protagonista. Sin embargo, bien pensadas las cosas, anécdotas y aforismos pueden desorientarnos, ya que, al mismo tiempo que acentúan ciertos aspectos, pueden aislarlos del contexto tal cual es y dejar en la oscuridad la trama de todos los días. Es este un prenotando necesario, puesto que, tratándose de santos, hay siempre el peligro de idealizarlos, es decir, de no entender la realidad misma de su vida diaria, la vida de verdad, la que vivieron en contacto con los hombres y en las circunstancias concretas que les obligaron a actuar.

ENTRE LA ESCUELA Y EL TALLER

Crispín nació en Viterbo, en la calle llamada del Botarone, el 13 de noviembre de 1668, y fue bautizado con el nombre de Pedro en la parroquia de San Juan de Zoccoli. En el acta del bautismo constan también los nombres de su madre Marcia, de su padre Ubaldo Fioretti y de su padrino Ángel Martinelli. Ubaldo, que se había casado con Marcia, viuda y con una hija, era artesano, y pronto abandonará la escena dejando huérfano a Pedro todavía en corta edad y viuda por segunda vez a Marcia. Su puesto será ocupado por su hermano Francisco, un zapatero que le quería de verdad, de quien destacan las crónicas su interés por el sobrino, al que hizo frecuentar las aulas de los jesuitas hasta completar la gramática, y al que después acogió como aprendiz en su taller de zapatero.

Marcia era una mujer profundamente piadosa, que no se limitó a enseñar a rezar a Pedro las oraciones acostumbradas. Cuando éste tenía cerca de cinco años, visitando una vez el santuario de Quercia, lo ofreció a la Señora. Señalando al niño la imagen de la Virgen, le había dicho: «Mira, aquélla es tu madre y señora; en adelante ámala y hónrala como a tal». Lo acostumbró también a ayunar y a frecuentar las iglesias, pues lo vemos a menudo ayudando a misa y adornando altares con flores compradas con el dinero que le daba su tío. Según muchos testimonios, su niñez fue una niñez piadosa, la de un «santito» que, por lo demás, no derrochaba salud. Posiblemente nació enfermizo, pues, ya de anciano, habrá de confesar: «No quise morir de pequeño». Y ciertamente que las privaciones y los ayunos no debieron contribuir a robustecerlo.

Las crónicas han recogido una intervención de su tío, que habría imprecado a Marcia de esta manera: «Tú vales para criar pollos, pero no hijos. ¿No ves que Pedro no crece porque no come?». Y él mismo se encargó de hacerle comer. Pero, a pesar de todos sus empeños, Pedro seguía siempre igual, pequeño y delgado, como lo había de ser durante toda su vida. Por fin tuvo que ceder el buen hombre con una reflexión que ponía al descubierto su buen fondo cristiano. Dándose por vencido dijo a Marcia: «Déjalo ayunar, que, a fin de cuenta, mejor será tener en casa un santo delgado que un pecador gordo».

Pedro permaneció en la tienda de su tío hasta la edad de 25 años, y fue bastante más que un muchacho inteligente, trabajador y honrado. En 1721, cuando ya Crispín gozaba de fama de santidad, el canónigo Jozzi, de la nobleza de Viterbo, hablando con el padre Gabriel de Ischia, que predicaba en la catedral de Viterbo, exclamó: «¡Oh, qué buen muchacho era en el mundo!».

UN NOVICIO BIEN PROBADO

Pedro Fioretti al parecer decidió a hacerse capuchino cuando vio desfilar por las calles de Viterbo a un grupo de novicios, que habían bajado del convento de la Palanzana para tomar parte en una procesión penitencial que se había organizado a fin de impetrar la lluvia en un momento de especial sequía. Pero aquella fue tan sólo la clásica gota de agua que hace desbordar un vaso. En la franciscana Viterbo sus encuentros con los hijos del Poverello se remontaban a los primeros recuerdos de su niñez, como se desprende del episodio de los libros robados en la iglesia de San Francisco de Rocca. Tal decisión de hacerse franciscano habría ido madurando en él poco a poco, pues había leído la Regla de san Francisco y llevaba consigo un pequeño ejemplar de la misma. No sólo eso, sino que, a la hora de hacer una elección concreta, optó conscientemente por el estado de hermano, queriendo así imitar al entonces beato Félix de Cantalicio.

Con este propósito se presentó al ministro provincial, P. Ángel de Rieti, de visita en el convento de San Pablo, quien le concedió inmediatamente las letras de admisión en la Orden. Quizás llegó a pensar, con gran consuelo de su espíritu, que se le iban a abrir sin más las puertas del noviciado. Pero no fue así. Ante todo se opusieron sus mismos familiares, comenzando por su madre, ya avanzada en años y necesitada de ayuda, con una hija soltera a su cuidado, y contrariada al ver que su hijo, con los estudios hechos, se decidía por la humildad y las penosidades propias del estado laical. Si nos hemos de atener a lo que refieren los procesos de beatificación, Pedro habría vencido las lágrimas y la resistencia de su madre diciéndole: «Pero qué cara tienes, madre mía. ¿No recuerdas... que me consagraste a la Señora?». A lo que la pobre mujer habría respondido: «Vete, pues, a servir a la Señora».

Es difícil negar el contenido de esta conversación. Diríase que jamás se desvaneció su eco en los oídos y, menos aún, en el corazón de Pedro, quien había de conseguir de algunas personas caritativas de Orvieto que acogiesen, al menos por un tiempo, a su madre y a su hermana. Esta última sobrevivió a su hermano, permaneció soltera, fue terciaria dominica y sirvió en la familia de Juan Bautista Leporelli, quien le ayudó hasta el final de su vida. Era «una santita» que, habiendo quedado ciega e inválida, tuvo que vivir de limosna. Crispín estuvo en comunicación con ella, quizás no sin dolor, hasta el último momento. De hecho, a un joven piadoso, José María Fracassini, que deseaba hacerse capuchino, le aconsejó quedarse en el mundo para cuidar de su madre.

Imprevistamente, a pesar de las letras del ministro provincial, Pedro encontró dificultad para entrar en el noviciado. El maestro de novicios, viéndolo pequeño y enfermizo, le habló de volver a casa, si bien llegó por fin a consentir que se quedara en calidad de huésped, a la espera de una respuesta del ministro provincial. Éste, no sin una punta de despecho, contestó diciendo que a él le correspondía recibir a los novicios para la Orden y al maestro probarlos.

En efecto, el maestro comenzó a probar a nuestro Pedro no bien le hubo impuesto el hábito capuchino el 22 de julio de 1963, fiesta de la Magdalena, y el nombre con el que será conocido en la historia de la santidad, Crispín de Viterbo. Se lo impuso en honor de san Crispín, patrono de los zapateros. Sin embargo, no ejercerá nunca en el convento tal arte, quizás por considerarla demasiado liviana para quien debía ser sometido a prueba. De hecho, fue enviado inmediatamente a trabajar a la huerta mañana y tarde; después fue encomendado como compañero al limosnero, a fin de comprobar si era capaz de caminar jornadas enteras cargado de pesadas alforjas bajo el azote del sol y de la lluvia. Crispín superó la prueba no sin admiración de quien lo había juzgado inepto. Entretanto, edifica a novicios y religiosos con su bondad, piedad, austeridad y jovialidad. Poco a poco cambió de opinión el rígido maestro y, con él, toda la comunidad. Cuando más tarde fue preciso asignar un ayudante a un tuberculoso grave, el P. César Vecchearelli de Rieti, que, por consejo del médico, había subido a la Palanzana en busca de aires más saludables, la elección recayó en fray Crispín. Y el padre César, en el momento de abandonar Palanzana, tuvo que confesar que fray Crispín no era un novicio, sino un ángel. De ello se había convencido el padre José de Paliano, que, hasta el final de su vida, se ufanaría de haberlo tenido de novicio. También durante muchos años se seguiría recordando a fray Crispín en el noviciado de Palanzana como un novicio modelo.

DE CAMINO

Terminado el año de prueba, e inmediatamente después de la profesión, el 22 de julio de 1694 fue trasladado fray Crispín a Tolfa, donde permaneció casi tres años, hasta el mes de abril de 1697. Enviado a Roma, se detuvo allí nada más que unos meses. Desde 1697 hasta abril de 1703 residió en Albano, de donde pasó a Monte Rotondo. Aquí permaneció más de seis años sin interrupción, hasta octubre de 1709. Después se trasladó a Orvieto, donde ejerció de hortelano hasta enero de 1710, año en que comenzó su oficio de limosnero. De esta manera se iniciaban sus cuarenta años de vida en Orvieto, interrumpidos por una breve permanencia en Bassano (últimos meses de 1715) y en Roma (desde mediados de mayo hasta finales de octubre de 1744). Finalmente, el 13 de mayo de 1748 fue la salida definitiva hacia la enfermería de Roma, donde moriría el 19 de mayo de 1750.

Esta es la cronología de fray Crispín, reconstruida, no sin dificultad, recurriendo a los testimonios procesales y a la vida escrita por el padre Alejandro de Bassano. Durante los cincuenta años que vivió de capuchino, fray Crispín fue cocinero en Tolfa, enfermero en Roma, de nuevo cocinero en Albano, hortelano en Monte Rotondo y limosnero en Orvieto durante casi cuarenta años. Como hermano que era, se condujo siempre por el imperativo de la «obediencia». Tan sólo en dos ocasiones pidió y obtuvo ser trasladado a otro lugar. En Roma, los superiores advirtieron su mala salud (sufrió de emotisis impresionante) y lo enviaron a respirar aires más sanos. Pero él se encontraba a disgusto entre médicos, medicinas y libros de consultas. El se había hecho capuchino para ser útil a los demás, por lo que le parecía una traición estarse cruzado de brazos. Según él, «no era una bestia para estar a la sombra, sino al fuego y al sol; es decir, que debía estar o en la cocina o en la huerta».

Más difícil le fue conseguir el traslado del convento de Albano, donde la presencia de fray Crispín se juzgaba necesaria, y no sólo por los servicios que prestaba a la numerosa comunidad y a los todavía más numerosos y considerados huéspedes que allí concurrían, sino principalmente por la estima y veneración que le dispensaban teólogos, poetas, nobles, ministros de estado y eclesiásticos del más alto rango, comenzando por el papa Clemente XI, que enviaba a fray Crispín velas para que las encendiese ante la imagen de la Señora y tordos para la comida de los frailes. En cambio le pedía oraciones por él y por el feliz estado de la Iglesia. Por esta razón el futuro cardenal de la Iglesia, Francisco María Casini, entonces definidor general y predicador apostólico, se oponía al traslado de fray Crispín; sin embargo, le fue concedido por el ministro general, P. Agustín de Latisana, y fue así como fray Crispín se libró de una popularidad que él juzgaba peligrosa para la salvación de su alma.

La popularidad de fray Crispín no era debida solamente a su cortesía a la hora de hablar o de recitar las octavas de Tasso. Lo mismo que en Tolfa, también aquí se le atribuían hechos prodigiosos. Tenía recetas inexplicablemente eficaces para los males del cuerpo y del espíritu. Era general la convicción de que con castañas, higos secos, arrayán, moho, o también tocando a los enfermos con la medalla de su rosario, efectuaba curaciones sorprendentes. En los procesos el anecdotario es abundante y variado, y lo que más sorprende es la naturalidad con que actuaba fray Crispín. Casi se diría que actuaba como quien está jugando, quizás con la intención de distraer la atención hacia su persona. Naturalmente que sin conseguirlo. Así un día después de haber curado a Marco Antonio Adriani, camarero secreto de Clemente XI, se vio de pronto interpelado por el célebre y desairado Juan María Lancisi: «¿Es que vuestra triaca tiene más eficacia que la nuestra de médicos?». Y fray Crispín dio con el modo de desarmar al genial y sombrío médico del papa: «Señor mío -le respondió-, vos sois sabio, y como tal os reconoce toda Roma; pero mi Señora sabe más que vos y que todos los médicos juntos». El razonamiento no podía molestar a un médico del papa, que, por lo demás, era también un hombre de fe.

Sí, fray Crispín lo atribuía todo a la Señora, a la que, tanto en Tolfa como en Albano, había levantado un altarcito, ante el cual nunca faltaban flores, velas y oraciones. En Monte Rotondo, donde trabajaba de hortelano, colocó la imagen de la Señora en una pequeña cabaña a un lado de la huerta. Delante de ella derramaba restos de semillas y migajas de pan para que se acercasen los pájaros y se alimentasen y cantasen, ya que «habría querido que todas las criaturas del universo se juntasen para alabar en todo momento a la gran Madre de Dios».

Para resumir los primeros dieciséis años (1693-1709) que fray Crispín vivió entre los capuchinos nos es insuficiente su lema programático de «pobreza y limpieza», pues éste está formado por la tríada «oración, trabajo y penitencia». A propósito de esta última tenemos testimonios por cierto bien elocuentes. Ya de anciano «solía decir que las penitencias deben ser hechas mientras se es joven, pues cuando se llega a viejo no se puede hacer lo que se quiere». Y a fray Mariano de Viterbo le confió más de una vez lo que él había hecho «de joven». Son datos que se hallan ampliamente confirmados en los relatos de los testigos en los procesos canónicos.

De todas formas el campo de trabajo de fray Crispín fue mucho más amplio. Así, con ocasión de una epidemia, se ofreció espontáneamente para ir a cuidar a los hermanos enfermos de los conventos de Farnese, Gallese y Bracciano. Al que trataba de disuadirlo advirtiéndole del peligro de un contagio, le respondía con alegría: «La obediencia ahuyenta los malos aires». O también: «Yo voy en compañía de un supermédico (san Francisco) y me he provisto de un buen vaso de óptima triaca (la obediencia) contra la malaria». Pero en el caso de Bracciano no fue profeta. Sirvió con total dedicación y pronto los frailes se restablecieron. Pero él cayó gravemente enfermo y fue necesario trasladarlo a la enfermería de Roma, donde llegó a temerse por su vida. Fue durante el provincialato del P. Leonardo de Viterbo (1704-1708).

EL LIMOSNERO

Parece ser que a fray Crispín no lo destinaron a Orvieto como limosnero. De hecho, los últimos meses de 1709 estuvo en la huerta del convento. Sólo a principios de 1710 fue a la ciudad a pedir pan, vino y aceite para sus hermanos, cosa que había de seguir haciendo durante treinta y ocho años enteros, no cuarenta, pues deben tenerse en cuenta dos interrupciones, acaecida una en 1715 (cuando su alejamiento a Bassano) y otra en 1744 (cuando estuvo internado en la enfermería de Roma); fue en esta ocasión cuando los capuchinos, puestos ante el dilema de «o fray Crispín o el hambre», se vieron obligados a hacer volver a quien ya los habitantes de Orvieto llamaban «nuestro san Félix». Lo cual demuestra que fray Crispín se había conquistado la simpatía y la veneración del pueblo ya desde su primera salida a la ciudad, y ello tanto por su estilo de vida, como por lo que pedía y lo que daba.

Dada la distancia existente entre el convento y Orvieto, y el camino sumamente dificultoso que debía recorrer, el limosnero disponía de una pequeña residencia dentro de los muros de la ciudad. En tiempo de fray Crispín hubo el ofrecimiento de otra más amplia, que después fue ocupada por los franciscanos reformados; pero él desaconsejó su aceptación para no faltar a la pobreza. Por tanto, la mayor parte del tiempo lo pasaba en medio del pueblo, mezclado con él en las misas, en las predicaciones, en los funerales y en las distintas funciones acostumbradas en las iglesias de la ciudad.

Todos le conocían a él, y él, a su vez, conocía a todos. A todos saludaba con su «adiós, santito», tanto que cada uno se tenía por especial amigo suyo. Esto no obstante, el cardenal Felipe Antonio Gualtieri lo llamaba «el solitario de la ciudad», y no pocas veces sucedía que su compañero le debía tirar del manto para que correspondiese al que le saludaba. Más de un testigo advierte que, a pesar de conocer la vida y milagros de personas y familias, nunca comentaba nada de esto en el convento. Con los frailes era reservado; aún en las recreaciones, «apenas se hacía ver de los demás, decía cualquier palabra de cortesía y después desaparecía rápidamente». El padre Miguel Ángel de Reggio Emilia, que, sin conocerlo, lo había encontrado en la plaza de la catedral, lo calificó de «alegre, pero serio; devoto, pero sin afectación».

Antes de salir del convento cantaba el Ave, maris stella; después, rosario en mano, se dirigía a la limosna, que, de ordinario, no le llevaba mucho tiempo; de hecho le sobraba para visitar enfermos y encarcelados. Le solía decir al compañero: «¿Es que nosotros no debemos hacer algún acto de caridad para con los pobres?».

Como limosnero se sentía en la obligación de procurar las cosas necesarias para los frailes. Por eso, antes de salir de casa, pedía al cocinero le dijese qué se necesitaba en el convento, en la confianza de poder conseguirlo. Y así en la limosna se limitaba a solicitar lo necesario y nada más. Muchas veces se le ofrecía más de lo que demandaba la necesidad. Entonces él, agradeciéndolo, respondía: «Guárdalo, pues ahora no lo necesito; volveré otra vez a recogerlo». Un testigo precisa: «Buscaba lo necesario y nada más. Pero no había nada que se le negase a fray Crispín». A quien, movido de generosidad, le obligaba a aceptar algo, le respondía jocosamente: «¿Es que quieres ir tú sólo al cielo? Da también a los demás la oportunidad de hacer limosna. Cuando tenga necesidad de la tuya te la pediré». Cuando el que le ofrecía limosna vivía en condiciones de penuria, la rehusaba «con buenas maneras», diciéndole que volvería en caso de necesidad.

En el convento fray Crispín tenía una pequeñita huerta en la que cultivaba todo género de verduras para ser después distribuidas en la portería o regalarlas a los bienhechores. Además, en circunstancias especiales, solía invitar a los bienhechores al convento y les trataba con cortesía y jovialidad.

En los procesos para la beatificación se leen otras muchas cosas sobre lo que podríamos llamar el estilo de fray Crispín como limosnero. Así, se le veía caminar con las alforjas al hombro y como oculto debajo de ellas, sin que nunca las cediese al compañero, aunque éste fuese joven y fuerte. Uno de ellos confesará que «ir de compañero de fray Crispín era como salir de recreo». Andaba siempre descalzo y con la cabeza descubierta. En determinadas ocasiones daba también la vuelta por la montaña de Orvieto, naturalmente a pie y cargado de sus inseparables alforjas. Cuando se le ofrecía un refresco respondía jocosamente: «Otra vez será, hoy no es mi día». Pero su día no llegó nunca. Trataba familiarmente hasta con los judíos, de los cuales también recibía limosnas.

LO QUE DABA FRAY CRISPÍN

Los niños le hacían fiestas y le llamaba «san Crispín»; los de Viterbo reprochaban a los de Orvieto que les hubiesen arrebatado su «santito»; los de Orvieto hablaban de su «san Félix» y de la «religión de fray Crispín». Pero por encima de todo esto estaba su fama de taumaturgo. Efectivamente, dadas las multiplicaciones de vino, harina y pan, y las curaciones y profecías que se le atribuían, fray Crispín era tenido en concepto de milagroso. Pero no lo vamos a seguir por este camino, ya que, aun sabiendo que el milagro es un acto de amor realizado a favor de los hermanos necesitados, terminaríamos alejando de nosotros a fray Crispín, precisamente cuando tratamos de acercarnos a él y penetrar en el significado profundo de su experiencia religiosa y humana.

Examinando atentamente la amplia documentación llegada hasta nosotros, resulta incuestionable que el empeño principal de fray Crispín no consistió en procurar los medios de subsistencia para la pequeña familia que vivía en el convento, sino, más bien, en la solicitud que prodigó a favor de esa otra gran familia formada por los habitantes de Orvieto y de sus alrededores. Es increíble la labor que realizó en el campo asistencial y religioso y a favor de la paz y de la justicia. Nadie queda al margen de su celo: enfermos, pecadores públicos y privados, religiosas, prostitutas, madres solteras, niños abandonados, familias reducidas a la miseria, almas desesperadas por la duda. Para remediar estos y otros males fray Crispín llama a su alforja y a su buen corazón, recurriendo también, cuando es del todo necesario, al milagro. El anecdotario es abundantísimo y confirma ampliamente los testimonios genéricos aportados por los testigos en los procesos. Pero ¿cómo reseñar en tan breve espacio las catorce obras de misericordia corporales y espirituales que fray Crispín ejerció a diario en las largas jornadas de Orvieto?

La visita a los enfermos y encarcelados entraba en las tareas diarias de fray Crispín. Consolaba, y no sólo de palabra, a los unos y a los otros. Se solía prestar mucha atención a lo que le decía a un enfermo. Cuando decía «amigo, has vencido», anunciaba la curación. Si, en cambio, exhortaba diciendo «encomendémonos al Señor», había que prepararse para la muerte. Otras veces era más explícito, como sucedió con un joven «sano, robusto y extravagante». «Amigo -le dijo- no quiero lisonjearte con falsas apariencias...». Pero, de ordinario, predecía la curación, como podía deducirse de su manera de saludar: «Tío Carlos, mañana ya no habrá nada». O también: «Amigo, toma una presa de tabaco...». No pocas veces, sin embargo, fray Crispín llevaba también un auxilio concreto. Hasta para el compañero era un misterio lo bien informado que estaba de los enfermos y de sus necesidades. Una vez el hermano que le acompañaba le oyó decir: «Vayamos a visitar a una viejecita enferma cerca de aquí». Y le llevaba carne, galletas y rosquillas regaladas por las monjas. Cuando enfermaban los frailes, quería que se los trasladasen mejor a la residencia, que a la enfermería de Viterbo; y los cuidaba con la máxima solicitud. Durante mucho tiempo visitó y socorrió a un religioso enfermo de otra orden, tristemente abandonado por los suyos. A las monjas les insistía sobre el cuidado de las hermanas enfermas, y les decía que lo debían anteponer a las mismas prácticas de piedad.

El interés de fray Crispín por los pobres y encarcelados iba mucho más allá de la palabra o del trozo de pan. Especialmente en años de carestía reunió cantidad de grano y otros artículos de primera necesidad en las casas de los señores Francisco Barbareschi, José Piermattei, Bucciosanti y Rosati, para que los distribuyesen a los pobres que el mismo fray Crispín les enviaba provistos de un vale. A veces las limosnas le llegaban de lejos, como por ejemplo del general de los jesuitas. Pero en su mayor parte procedían de los gobernadores y obispos que se sucedieron en Orvieto, y que se servían de fray Crispín como de su camarero secreto. El obispo José de Marsciano, que gobernó la diócesis los años 1734-1754, relató este razonamiento que le hizo fray Crispín: «Señor mío, yo para los frailes me las arreglo de un lado para otro por estos pueblos; pero desearía ayudar también a tantos seglares pobres y a familias en penuria; por eso, si le pluguiese darme lo que fuese para socorrerles, sería gran caridad». Caridad que él ejercía en alto grado desde la puerta de la residencia; ni permitía que nadie se fuese de la portería del convento sin ser atendido.

Sus visitas a la cárcel eran casi diarias; en ellas consolaba a los detenidos, intercedía por ellos y recomendaba a los funcionarios delicadeza y respeto hacia los mismos. De esta manera a muchos encarcelados se les acortaron las penas, mientras que otros, hombres y mujeres, fueron puestos en libertad. A fray Crispín no se le negaba nada que fuera humanamente posible. No bastándole con ofrecer pan, castañas o una ración de tabaco a aquellos desgraciados, comprometió a numerosas familias para que llevaran, por turno, la comida a los encarcelados. Uno de los testigos, después de haber descrito la habilidad que para esto tenía fray Crispín, concluye: «De este modo no les faltaba cada día esta limosna».

Otra plaga de aquel tiempo vino a apremiar la caridad de fray Crispín. Uno de los testigos refiere: cuando «se daba el caso de niños abandonados en la puerta del convento o de la residencia de los capuchinos, como suele suceder con frecuencia, Crispín los recogía, los guardaba con gran caridad durante la noche y los llevaba después, sin avergonzarse, al hospital de Santa María de la Stella, donde suelen ser atendidos». No faltaron situaciones embarazosas, que fray Crispín, con su buen humor, supo convertir en episodios dignos de las «Florecillas». A algunos de estos «expósitos» los siguió después con particular interés cuidando de que aprendiesen algún oficio.

Fray Crispín estaba convencido de que gran parte de las miserias materiales y morales que cada día contemplaba con sus ojos provenían de la injusticia. Por eso él, de ordinario tan apacible, clamaba con fuerza contra el «grave pecado del que defrauda en su salario a los trabajadores». Conminaba a los comerciantes para que fuesen justos. Procuraba que los trabajadores que a veces eran llamados a trabajar en el convento, fuesen tratados bien, de modo que todos «fuesen al trabajo de buena gana». El predicador capuchino padre Ángel Antonio de Viterbo declaró en los procesos cómo fue exhortado por fray Crispín «para hacer también yo lo que él hacía. Me dijo que, cuando topaba con uno de estos defraudadores, se lo echaba en cara». Así lo hizo con un noble que, habiendo caído enfermo, le pedía su curación. Él le dijo que, «si quería la salud del cuerpo, mirase primero por la del alma; y que, cuando pagase lo que debía a sus acreedores y a su servidumbre, entonces él rogaría a María santísima por la salud de su cuerpo».

Con la misma libertad reprendía siempre y en cualquier lugar a los blasfemos. «Dejaba la alforja -declara un testigo-, iba al encuentro del blasfemo y lo corregía severamente».

Como se lo decía un día el profesor padre Luis de Belluno, fray Crispín era «un hermano docto»; porque no sólo había estudiado de joven, sino que leía, meditaba, escuchaba las predicaciones, y, a una inteligencia despierta y vivaz, se añadía en él una memoria indeleble, capaz de repetir a la letra toda una predicación; cosa que solía hacer, sobre todo cuando se trataba de temas de especial interés para la vida cristiana. Tenía conciencia de ser un misionero (había pedido en vano ir entre infieles), especialmente entre los pobres ignorantes. Los párrocos de Orvieto «lo llamaban el apóstol y el misionero» de la montaña. De hecho, en sus recorridos de limosnero por los lugares y aldeas de la región de Orvieto, instruía, especialmente por la tarde, «a los muchachos y a los pobres campesinos en los misterios principales de la fe y en la doctrina cristiana con gran aprovechamiento de aquellos ignorantes, pues les hacía repetir una y otra vez las mismas cosas, hasta que le constase que las habían aprendido». Sus enseñanzas no solamente resultaban amenas, sino que también eran «solicitadas»; los días de fiesta venían «a buscarlo, especialmente los humildes campesinos; y él, sin más», los seguía catequizando.

Pero no eran sólo los campesinos los que venían a llamar a la puerta de la residencia. Un testigo declara en los procesos: «Por cualquier suceso, aun insignificante, que ocurriese en Orvieto, se recurría inmediatamente a fray Crispín». Estos sucesos a los que se refiere el testigo eran pleitos entre hermanos, entre esposos, entre ciudadanos particulares, entre pandillas y entre autoridades civiles y religiosas. Pasando por alto los muchos y curiosos ejemplos que podrían aducirse, aludimos solamente a lo que manifestó el obispo José de Marsciano con lágrimas en los ojos: que «habiéndose marchado fray Crispín, había perdido al pacificador y la paz misma de la ciudad y de la diócesis».

Eran muchísimos los que, de cerca y de lejos, acudían a fray Crispín en busca de consejo, como se suele hacer con el más avezado director de almas. Se quería saber de él hasta qué punto era conveniente un matrimonio y con quién, o cómo solucionar los problemas familiares. Si alguien vivía obsesionado por la idea de la condenación, le decía: «Basta con que observéis los mandamientos de Dios y de la Iglesia para que vayáis al cielo derechos, derechos». A su compañero fray Domingo Canepina, que se imaginaba vivir prisionero en la angosta residencia de Orvieto, oscura y sin aires, y que por este motivo proyectaba pedir ser trasladado a otra parte, le dijo: «¿Qué es lo que pensáis? ¿Qué pensamiento os cruza por la mente? Oh, desechad esas tentaciones, pesares y disgustos y ateneos a la santa obediencia».

Como ha podido verse, a veces aconsejaba y amonestaba sin ser requerido. Y no sólo a los frailes. Una mujer rica de Orvieto, Livia Stellini, refirió que, «sin ningún respeto humano, le dijo muchas cosas sobre su conducta a fin de que se corrigiese...; porque no iría al cielo bailando, danzando y perdiendo el tiempo en vanas conversaciones». Cuando la encontraba por la calle le repetía en alta voz: «Vanidad de vanidades y todo vanidad». Pero aquella mujer, exitosa y casquivana, no se decidía a desprenderse del fasto y de los jóvenes que la cortejaban. A fin de doblegarla le jugó una buena partida. Durante una misión popular se las apañó con el predicador «mañanero» para que llamase de esta forma bajo la ventana de la mujer: «Alma, conviértete hoy, que mañana será tarde». La mujer, tomando aquellas palabras como dichas para ella, se decidió a poner en la puerta a sus amantes. A la mañana siguiente, encontrándola fray Crispín, le dijo: «Está bien, Dios os ha ganado y el diablo os ha perdido». Y el cambio fue radical, pues la mujer, siguiendo los consejos de fray Crispín, comenzó a visitar y socorrer a los enfermos del hospital, entre los cuales se encontraba Orsola Pisana, «cubierta de fétidos males», y Rosa Grepelli, «seducida en la vida».

Fray Crispín visitaba los numerosos monasterios de Orvieto, y no sólo por su oficio de limosnero, sino porque el obispo se servía de él «para poner remedio a las disensiones que surgían en los mismos monasterios». Tenía en la mayor consideración la vida consagrada de aquellas mujeres y orientó más de una vocación hacia el estado monástico. Tuvo ferviente amistad con muchas religiosas, a las que visitó y animó hasta los últimos días de su vida. Sin embargo, en muchas páginas de los procesos aparece en actitud severa y recelosa hacia las que moran en los monasterios. Un testigo manifestaba: «Decía pocas palabras y graves, y a veces las reprendía». Con frecuencia les amonestaba a huir «del ocio de las rejas, pues de ellas no se consigue sino afición al mundo... su mayor abismo».

Nos ha llegado también el eco de las palabras, serenas y clarificadoras, que fray Crispín no temía dirigir a sacerdotes y teólogos. Respondía así al padre Miguel Ángel de Reggio Emilia, predicador apostólico y examinador de obispos: «Amemos, carísimo padre, amemos a Dios con todo el corazón y nos salvaremos». Y al abate Pamilli, que se resistía a aceptar el arciprestazgo de San Epidio: «Poneos en camino e id a trabajar en la viña del Señor, que, salvando las almas de los demás, salvaréis también la vuestra». El párroco de San Venancio, de la diócesis de Orvieto, se mostraba pesimista respecto a la salvación de muchos cristianos. Dudando de su disposición interna, llegaba incluso a negar los sacramentos en el momento de la muerte. Estando una vez en su casa, fray Crispín logró derivar la conversación hacia el angustioso problema; y después de haber escuchado al sacerdote, le rogó que administrase los sacramentos, como era su «obligación», y que no quisiese «saber más, ya que la divina misericordia instituyó los sacramentos y la divina misericordia será su complemento».

VIRTUD PROBADA

A pesar de tantas demostraciones de veneración y afecto, no le faltaron en Orvieto a fray Crispín asechanzas, humillaciones y persecuciones, tanto fuera como dentro del convento. Dos veces al menos se atentó contra la pureza de su vida tendiéndole las redes de dos «mujeres desvergonzadas». En el monasterio de las conversas, una religiosa de allende los Alpes se empeñó en insultarlo durante más de treinta años cada vez que venía a la portería por la limosna. En una familia vivían dos hermanos, uno de los cuales le daba limosna, mientras el otro le insultaba. Este llegó a escribir al ministro general Buenaventura Barberini de Ferrara (1733-1740) pidiéndole la remoción de fray Crispín. En el mismo Orvieto el canónigo Pedro Bucciosanti lo tildaba de hipócrita. Y, como él, también otros le gritaban a la cara: «Eres un hipócrita, un gran hipócrita».

Ni siquiera en el convento le faltaron de parte de sus hermanos incomprensiones y cruces, que, en cierto sentido, eran de prever. Fray Crispín fue un religioso empeñado en realizar, consciente y libremente, un ideal. Ello le suponía no sólo estar en el centro de la atención de los demás, sino también vivir en conflicto permanente con la realidad ambiente, aun cuando este aspecto sólo en algunos casos especiales lo hemos podido captar con claridad.

Su oficio lo mantenía casi siempre fuera del convento, en contacto estrechísimo con «su gran familia orvietana», cuya vida y milagros conocía. Pues bien, al regresar al convento, no faltaba quien le requiriese noticias. Entonces fray Crispín, pronto y decidido, respondía: «Tengo algo más que hacer que vivir preocupado por esas cosas».

Hubo allí un guardián que tenía la obsesión de la observancia. Por la tarde quería a todos los frailes en el convento, incluido el mismo fray Crispín, que, con gran sacrificio, debía renunciar y servirse de la residencia para comer un bocado de pan y descansar un poco. Pero si nada le importaba cuando era a costa de su sacrificio personal, se mostraba en cambio irreductible ante cuestiones de principio que ponían en peligro su ideal. Así sucedió en 1715, cuando su nuevo guardián, el padre Francisco Antonio de Port'Ercole, al asumir el gobierno del convento, ordenó a fray Crispín que postulase dinero. En Port'Ercole, fortaleza española, el guardián había crecido entre cuarteles; no estaba, por lo tanto, acostumbrado a transigir y menos aún, a ser desobedecido. Por eso, ante la resistencia de fray Crispín, decidido a no quebrantar la Regla, logró alejarlo de Orvieto. Fray Crispín salió para Bassano, de donde, casi a los tres meses, fue de nuevo reclamado desde Orvieto por la comunidad. En el convento mandaba todavía el padre Francisco Antonio de Port'Ercole, el cual, obligado a abandonar sus pretensiones, terminó miserablemente fuera de la Orden.

Para fray Crispín la penitencia era un ingrediente esencial de la vida religiosa. Por eso no era extraño que dijese «que el buen vino no estaba bien en la mesa de los capuchinos, sino en la mesa de los señores»; o bien que llevase al convento «el pan de peor calidad», es decir, el peor hecho de Orvieto -y que él pedía de limosna a los campesinos- a fin de que «recordasen los religiosos -decía con frecuencia- que eran capuchinos pobres». Sucedía también que, cuando oía alabar la calidad del vino, corría a la bodega a «bautizarlo». De aquí el enfado de algunos religiosos pobres de espíritu. Los más se limitaban a refunfuñar; pero alguno se le enfrentaba reprochándole que no fuese capaz de servirlo como venía a las necesidades de la comunidad.

¿Y fray Crispín? A veces confesaba ser «un siervo inútil de los frailes»; pero con frecuencia lo convertía todo en broma. «Respondía que todos estamos bautizados, que es ésta una gracia de Cristo señor, y cosas por el estilo». Al que se malhumoraba «cuando llegaba a la mesa el pan florecido, es decir, enmohecido, le decía riendo: qué obligados debemos sentirnos a nuestro seráfico padre san Francisco, que no nos abandona nunca, y que hace florecer para nosotros todas las cosas, pan y vino, legumbre, tocino y cuanto necesitamos».

Se podría uno preguntar por el estado de ánimo y por los sentimientos de fray Crispín cuando pronunciaba estas frases. Estamos acostumbrados a mirarlo como un juglar alegre del buen Dios, como una mezcla feliz de ingenuidad, de mansedumbre y de cortesía caballeresca. ¿Pero era realmente así? El padre Jacinto de Belluno, que fue guardián suyo y lo conoció a fondo, declaró en los procesos que fray Crispín ejerció en grado heroico la virtud de la fortaleza «en saber reprimir y amansar aquel natural suyo (quería decir temperamento), fuerte y encendido, que yo descubrí en él y que él procuraba atemperar, unas veces callando ante la adversidad y otras disimulando ante lo desapacible, y siempre con aquella jovialidad y alegría que acostumbraba incluso en lo que le era indiferente». Un día confesó a su compañero fray Santiago de Adorno, que, aunque Dios proveyese a los capuchinos tan sólo «de pan y agua sucia, nos debiéramos alegrar lo mismo por tal providencia divina». Por eso sus respuestas eran jocosas tan sólo en apariencia, ya que nacían de convicciones profundas; además, en la intención del que las profería, iba a ayudar a los hermanos a reflexionar sobre la propia vocación.

Frailes descontentadizos Crispín los encontrará hasta el día de su muerte. En la enfermería de Roma, algunos de éstos, molestos por su fama de santidad, le endosaron el apodo de «santo comemilagros», sin duda aludiendo al vino y otros artículos multiplicados por él. A los tales solía responder con un verso de Tasso, que le había sido particularmente querido y familiar durante toda su vida; «¡Amigo, has vencido, yo te perdono, perdona!». Y, para afianzar el perdón, distribuía entre los que refunfuñaban rosquillas y otras chucherías que le regalaban a él. En el fondo era un modo como otro cualquiera de cerrarles la boca a fin de que no faltasen a la caridad fraterna, al menos mientras comían.

SUS AFORISMOS

En un bosquejo biográfico de fray Crispín de Viterbo quedaría una laguna difícil de llenar si no se mencionaran sus aforismos: dichos, sentencias, máximas, reflexiones o exclamaciones, en los que él, como auténtico maestro, sabía condensar el jugo de sus convicciones más profundas y de sus sentimientos. Hombre reflexivo y cortés, sentía gusto por las semejanzas y las imágenes, y era habilísimo en desviar una conversación cuando era necesario superar una situación fastidiosa o cuando quería sustraerse a las alabanzas que se le dirigían. Sobre todo sabía encontrar palabras y modos adecuados cuando se trataba de «hacer una advertencia» a cualquier clase de personas. Lo observó con feliz intuición el hermano fray Domingo de Canepina, de cuarenta y tres años, quien declaró en los procesos: «Cuando hacía una piadosa advertencia usaba un modo dulce y cortés, aparentando bromear santamente y como dirigiendo el razonamiento a una tercera persona, a fin de lograr su intento mejor y más prudentemente...».

Algunos de los aforismos de fray Crispín se siguieron repitiendo mucho tiempo. De ello dan fe no sólo los procesos, donde se citan en gran número, sino también el hecho de ser oídos en las calles y en las casas. Tan es así que un capuchino, el padre José Antonio de Valtellina, predicando una cuaresma en las aldeas de la región de Orvieto (Lugano, Torre, Sala, Prodo y San Venancio), creyó oportuno comentar «dichos y máximas» de fray Crispín; y la gente acudía, para oírselos repetir, incluso porque estaba convencida de su eficacia.

Vamos a citar también aquí algunos de ellos, sin la pretensión de ser completos, ni de encuadrarlos en el contexto en que fueron dichos, cosa que requeriría demasiado espacio.

A menudo, levantando los ojos al cielo, fray Crispín exclamaba: «¡Oh bondad divina!». O bien, invitando a admirar la naturaleza, decía: «¡Qué grande es Dios, qué grande es Dios!». Con frecuencia suspiraba: «Oh, Señor, ¿por qué no te conoce todo el mundo y te ama?». Y exhortaba: «Amemos a este Dios, porque se lo merece»; «Ama a Dios y no te equivocarás; haz el bien y deja que hablen». A los comerciantes le amonestaba: «Pensad, no seáis egoístas, que Dios nos ve». Y además: «El que no ama a Dios está loco»; «El que ama a Dios con pureza de corazón, vive feliz y después muere contento»; «Al que hace la voluntad del Señor nada le desazona».

En tiempo de especial carestía exhortaba de esta manera a la confianza en la divina providencia: «Pon en Dios tu esperanza y gozarás de abundancia»; «La divina providencia piensa en nosotros más que nosotros mismos». En aquella misma ocasión, a uno que le preguntaba cómo pensaba solucionar los problemas del convento, pues la comunidad había aumentado con otros siete estudiantes, fray Crispín le respondió «que no pensaba nada, pero que tenía tres grandes proveedores»: Dios, la Señora y san Francisco.

Cuando oía tocar la campana para la oración, se despedía diciendo que «le llamaba su Señor padre». Y a fray Francisco Antonio de Viterbo le declaró: «Paisano, todo lo que hacemos lo debemos hacer por amor de Dios... Yo no levantaría ni siquiera una paja si no fuera para gloria del Señor», pues obrando de otro modo «sería un mártir del demonio».

Casi siempre llevaba fray Crispín en los labios «sus santas máximas» sobre la Virgen, a la que llamaba «mi Señora madre»: «No se puede perder el que es devoto de María santísima»; «El que ama a la Madre y ofende al Hijo es un amante fingido»; «El que ofende al Hijo no ama a la Madre»; «No es verdadero devoto de María el que disgusta con sus pecados a su divino Hijo». Y enseñaba a repetir: «María santísima, sé para mí luz y amparo, sobre todo en el momento de mi muerte». Cuando se le pedía que rogase a la Virgen por alguna necesidad importante (ordinariamente se le pedía un milagro), solía decir: «Déjame hablar un poco con mi Señora madre; después vuelvo»; o bien: «Mandaré una instancia a mi Señora madre y después veremos la respuesta»; y no siempre la respuesta era la deseada, como en el caso de Francisco Laschi, a quien le dijo: «Mi Señora madre no ha confirmado la instancia que le he enviado por la salud» de tu hijo.

Son muy numerosos los dichos referentes a los novísimos. Fray Crispín realiza todos sus actos a la luz de la eternidad que le espera, y quiere que nadie pierda de vista esta realidad, feliz o terrible, según la vida que se haya llevado. A sor María Constancia le anuncia el fin próximo e imprevisible con estas palabras: «Todo el que nace, muere». Al que se entregaba a las vanidades del mundo le recordaba: «Cada día se va un día». Animaba a enfermos y atribulados diciéndoles: «El sufrimiento es breve, pero el gozo es eterno»; o bien: «Tanto es el bien que espero, que en la pena me deleito»; «Dios me lo ha dado, Dios me aliviará; hágase su santísima voluntad». Al que le compadecía por sus sufrimientos le respondía alegremente: «¿Cuándo quieres padecer por el amor de Dios, cuando estés muerto?». Y también: «¿Pues qué, queremos esperar a sufrir cuando estemos en el hoyo?»; y por «hoyo» entendía la fosa del cementerio. Más a menudo advertía: «Al paraíso no se va en carroza»; «El paraíso no se ha hecho para los perezosos»; «Al paraíso no se va en zapatillas».

El pensamiento del infierno le hacía exclamar a menudo: «¡Oh, eternidad, eternidad!»; si bien estaba convencido de que «hay que aguantar más para ir al infierno que para ganar el cielo con santas obras». Y añadía: «La muerte es una escuela de hacer entrar en juicio a cuantos locos se afanan por el mundo». Y él ayudaba a los locos que encontraba a entrar en razón a tiempo. A los comerciantes les decía: «Pensad que Dios ve el contrato y la paga». «Aún estás a tiempo de cambiar de calle si quieres cambiar de suerte para el cielo y para la tierra». Y advertía: «Lo mundano no conduce a Dios»; «El avaricioso se condena». Pero la mayoría de las veces procuraba infundir sentimientos de confianza. Así a los que le preguntaban por su salvación «les respondía inmediatamente que, si tenían esperanza de salvarse, se salvarían». «Siempre daba a entender que la misericordia de Dios es infinita». «La misericordia de Dios, señora, es grande. Deje su mala conducta con una buena confesión». «El poder de Dios nos crea, su sabiduría nos gobierna, su misericordia nos salva». A la señora Paula Schiavetti, atormentada de escrúpulos, le respondió: «Cuando el hombre hace de su parte todo lo que sabe y puede, en todo lo demás debe arrojarse al mar de la misericordia de Dios».

Son especialmente abundantes los dichos de fray Crispín sobre la vida religiosa de los capuchinos, sobre la cual exclama: «Oh, cuán obligados estamos al Señor, que nos ha llamado a la santa religión». En ella sirvió él llevando alforjas y garrafones como si fuesen «sus cruces», «pero cuánto mayor fue la cruz de Cristo». Más de una vez dijo que las cruces de los religiosos «eran de paja en comparación con las de los seglares; y que las de los seglares, aunque de hierro, en nada podían compararse con la que llevó» Cristo. Tenía, por tanto, una visión más bien pesimista de la vida religiosa, tal como se vivía en su tiempo. Quería que fuese comprometida, austera y operativa. Solía repetir: «Hijos, trabajad mientras sois jóvenes y sufrid de buena gana, pues cuando se llega a viejo no queda ya más que la buena voluntad». Tan agradable como era en el modo de «advertir», cuando se trataba de religiosos dejaba a un lado de buen grado imágenes y alegorías. Así a fray Francisco Antonio de Viterbo, que se había peleado con el guardián, le dijo con toda claridad: «Paisano, si quieres salvar tu alma has de hacer lo siguiente: amar a todos, hablar bien de todos y hacer bien a todos». A otro le sugirió: «Si queréis vivir contento en la comunidad, debéis practicar, entre otras, estas tres cosas: sufrir, callar y orar».

Era particularmente severo con el que descuidaba el voto de obediencia. Solía advertir: «El que no obedece es un alma muerta ante Dios y ante el padre san Francisco y un cuerpo inútil para la religión»; «... es semejante a un joven sin juicio, mentecato y perturbado en una familia, que no vive más que para molestar e incomodar a los demás y provocar desórdenes»; «... es como un cuerpo muerto en una casa, que no hace otra cosa que apestarla con su hedor».

Exhortaba a socorrer a los pobres que se acercaban a la portería; y decía que Dios proveería en abundancia «cuando tuviéramos abiertas las dos puertas, a saber, la del coro para mayor gloria del Señor, y la de la portería para bien de los pobres»; y también: «la portería mantiene al convento».

Fray Crispín era exigente con los religiosos, pero no era pesimista respecto de la Orden. Consideraba gran merced poder servir en ella a Dios. Encontrando una vez a un niño orvietano, Jerónimo, hijo de Magdalena Rosati, le predijo que llegaría a ser capuchino tarareándole: «Sin pan y sin vino, hermano de fray Crispín». El muchacho se hizo fraile con el nombre de fray Jacinto de Orvieto y murió en Palestina en 1749 siendo todavía clérigo y sin cumplir los veintiún años de edad.

Pero hay también toda una serie de aforismos que se diría expresivos del temperamento natural de fray Crispín. Con ellos bromea alegremente sobre acontecimientos y situaciones no pocas veces dolorosas y con un sentido de humor inagotable. El droguero orvietano Francisco Barbarechi, atormentado por la gota, solía ser jocosamente invitado por fray Crispín «a tomar el talón de Aquiles, esto es, la azada y trabajar en la villa crispiniana, que así llamaba a su pequeña huerta, en la que ponía lechugas y plantaba las verduras para los bienhechores». Restallante como un latigazo en la cara fue la respuesta dada a otro que le pedía le curase del mismo mal: «Vuestra gota es más de manos que de pies, pues no pagáis lo que debéis; vuestros trabajadores y criados están llorando». A la princesa Barberini, que quería ver curado inmediatamente a su hijo Carlos, le respondió: «¿No te basta con que se cure durante el Año Santo? ¿O es que quieres tener sujeto al Señor por la barba? Hay que recibir las gracias de Dios cuando Él las quiera conceder». A Cosimo Puerini, que se apenaba de haber dado de limosna una botella de buen vino, le dijo fray Crispín: «¿Es que quieres hacer el sacrificio de Caín?». Cuando un capuchino se libró milagrosamente de la muerte al intentar atravesar un río crecido, fray Crispín tarareó: «Turbia se ve, turbia baja; soy un gran loco si se pasa».

Muchas veces se veía obligado a hablar fray Crispín de sí mismo... para ayudar a los demás a hacerse una idea de él más acorde con la verdad. Eso, al menos, pensaba él, que de buen grado les seguía el aire a sus difamadores diciéndoles: «Soy de la peor especie, pues de algunas se consigue al menos un poco de jugo; pero de mí ¿qué se puede esperar?». Para huir de alabanzas y encomios fray Crispín recurría a menudo a imágenes y semejanzas. Si alguno le decía que no estropease la comida con ajenjo, le respondía: «Todo lo amargo es digno de aprecio»; o bien: «Este ajenjo, si no le hace bien al paladar, le hace bien al espíritu». Al que le compadecía viéndolo caminar bajo la lluvia, le decía: «Amigo, yo sé andar entre una gota y otra»; o si no, ponía en danza a su «sibila», que le sostenía «el paraguas sobre la cabeza» o le llevaba las pesadas alforjas. Visitando al cardenal Felipe Antonio Gualtieri, éste le preguntó por qué en algunas ocasiones no se ponía un hábito y un manto mejores. Y fray Crispín, «extendiendo el manto, respondió como de costumbre con un chiste, diciéndole que éste relucía por todas partes, queriendo dar a entender que estaba usado y desgastado». Al que se entusiasmaba con sus milagros le decía: «¡Eh, fuera! ¿De qué os asombráis? No es nada nuevo que Dios haga milagros» «¿Y no sabes amigo que san Francisco sabe hacer milagros?». En Montefiascone, al pueblo que le cortaba trozos del manto para hacerse con ellos reliquias, le gritaba: «Pero, ¿qué hacéis, pobres gentes? Cuánto mejor sería que le cortaseis la cola a un perro... ¿Estáis locos? ¡Tanto alboroto por un asno que pasa! Id a la iglesia a rezar a Dios».

La humilde bestia de carga aparecía muchas veces sin afectación en los razonamientos y en las frases de fray Crispín. Un día le dijo al padre Juan Antonio: «Padre guardián, fray Crispín es un asno y las riendas que lo guían están en vuestras manos; por eso, cuando queráis que camine o se pare, tirad o aflojad las riendas». Cuando pedía ayuda para echarse las alforjas al hombro, decía todo alegre y jovial: «Carga el asno, que él irá a la feria»; y a quien le preguntaba por qué no se cubría la cabeza contra la lluvia o el sol, respondía alegremente: «¿No sabes que un asno no lleva sombrero, y que yo soy el asno de los capuchinos?». Pero algunas veces añadía con seriedad: «¿Sabes por qué no llevo la cabeza cubierta? Porque pienso que estoy siempre en la presencia de Dios».

LAS CARTAS DE FRAY CRISPÍN

Fray Crispín mantuvo correspondencia epistolar con muchas personas: párrocos, monjas, frailes, representantes de la nobleza y gente corriente. Ellos un día le habían dado el pan y el vino, y ahora, en momentos de necesidad, venían a llamar al buen corazón del que había encontrado a Dios, en busca de una oración o de una palabra reconfortante.

Sus cartas fueron muchas. En el decreto de aprobación de los escritos de fray Crispín, emanado de la Congregación de Ritos el 23 de diciembre de 1767, se mencionan 553, que fueron encontradas en las ciudades de Bagnoreggio, Città della Pieve, Civitacastellana, Montefiascone, Montepulciano, Orvieto, Roma, Tívoli y Viterbo. Pero de ellas sólo una mínima parte ha llegado hasta nosotros. El padre Isidoro de Alatri recogió en su vida del beato 43, escritas entre 1726 y 1750, es decir, hasta pocos meses antes de su muerte. Lástima que sus biógrafos les hayan prestado tan poca atención. En ellas está fray Crispín de cuerpo entero, con su santidad humilde y humana, nada complicada, transparente como un tersísimo cristal. Se diría que cada carta es como una instantánea del alma del hermano de Viterbo.

Muchas de ellas son de humilde cortesía. Los amigos le escribían para mandarle saludos; éstos, sobre todo cuando ya era anciano, iban muchas veces acompañados de pequeños obsequios. Y fray Crispín cogía la pluma, y con la mano cansada por la fatiga y por la enfermedad, esbozaba una tarjeta de agradecimiento. Se siente agradecido por el recuerdo que los amigos conservan «de un pobre pecador... de un miserable... de un pobrecito». Sabe agradecer un regalo: «Le agradezco sinceramente las hermosas escobas enviadas a este indigno». Da las gracias al que le ha enviado «un pollo», «sabrosas» pastas, «excelente» vino. Y como sucede con la gente del pueblo, que, por tenerlas que sudar penosamente, sabe bien el precio de las cosas, fray Crispín no quiere ser gravoso para nadie: «Por lo que se refiere al vino, os suplico no me lo enviéis... cuando lo necesite os lo comunicaré». Y sabiendo que sus amigos deseaban ocupar un lugar en su corazón, les aseguraba que sigue alimentando hacia ellos la misma «antigua» e «indeleble» amistad, traducida ahora en oraciones incesantes. Se interesa por sus amigos, los anima, tranquiliza y exhorta; pero, sobre todo, los eleva a una atmósfera más alta, al cielo de la voluntad salvadora de Dios, tantas veces dolorosa y sangrante para la pobre naturaleza humana.

De hecho fray Crispín sabe inculcar las verdades cristianas, aun cuando pesen como una carga: «Con alegría de espíritu... bese la mano amorosa de Dios, que lo azota como padre para no castigarlo como juez». En la lógica crispiniana los sufrimientos son «holocaustos perfumados que se elevan hasta el Altísimo»; y la aceptación de la voluntad divina es «señal evidente de predestinación».

Para que todo ello resulte más suave, fray Crispín recomienda la oración recurriendo a Dios con frecuencia y con confianza; pero de modo especial a su madre María: «Si quieren ir al cielo sean cada vez más devotas de la santísima Virgen». No hay una sola carta donde no lo vuelva recordar. Por otra parte los amigos pueden tener la seguridad de no estar solos, pues él no cesa de pedir por ellos: «Como lo hago siempre en mis pobres oraciones»; «Jamás me olvido de rezar... por toda la ciudad de Orvieto». Muchos le consultaban sobre la práctica de la oración mental; por ejemplo, cómo meditar con fruto sobre la pasión de Jesús. Y fray Crispín les responde que tengan presente «quién padece, qué padece y por quién padece». Y aduce abundantes consideraciones con la convicción que proporcionan las cosas largamente rumiadas. En realidad «la pasión dolorosa de Cristo es suficiente para librarnos a todos del infierno».

A fray Crispín no se le ocultaba nada, ni siquiera por carta: enfermedades, preocupaciones por los hijos, pruebas espirituales, dificultades en las comunidades religiosas, partos dificultosos, «¿Debo casarme otra vez?» («Sí, para la salvación de tu alma»), recomendaciones (el mundo ha sido siempre igual), congojas de confesores ante las más graves calumnias...

Ninguna carta queda sin respuesta, pues ni siquiera la humildad es capaz de excusar a fray Crispín del ejercicio de las obras de misericordia. Esta es la respuesta que dio al menor de dos hermanos, después de haberle advertido, con una punta de ironía, que no se debe pedir consejo al asno del convento: «A fin de que no surjan contratiempos después del matrimonio, como suele suceder con frecuencia en tales casos, para mí que debe casarse el hermano mayor». Y a éste le escribe con toda claridad «que no dé oídos a nadie que le quiera coaccionar a hacer donaciones», porque se arrepentirá. «¡Pero basta! Vuestra señoría tiene criterio... Sólo le digo que se acuerde de salvar su alma».

A veces escribe con autoridad: «Sea más atento al servicio de Dios». «Sobre todo sea humilde, pues es éste el fundamento de todas las virtudes». «Solamente os pido que penséis bien en todo lo que os he dicho». Pero fray Crispín no vive en las nubes; es realista y sabe que el Señor puede escuchar una oración, de la misma manera que los hombres pueden hacerla inútil. Así, después de haber rogado al Señor por sus amigos, escribe que ahora «queda solamente que el Dios de las misericordias quiera escucharme a mí, indigno pecador». Una persona encomendada a sus oraciones «no quiere enmendarse después de tantas súplicas»; y fray Crispín termina con tristeza: «Señal evidente de un corazón empedernido».

No se doblega ante los poderosos. Por el contrario, ellos son los únicos con los que el humilde hermano usa un modo de hablar que podría incluso tildarse de duro: «Si quiere que Dios le haga favor y salve su alma...», ¡restituya! «Inspirado por mi amado Jesús le digo... que reprima sus pasiones». Y tan sólo una vez, si bien con la discreción y brevedad acostumbradas, llegó a fustigar las turbias corrientes de vicios que brotaban de aquella fuente envenenada.

En cambio sabe compadecer al que sufre tentaciones. Así a un buen sacerdote de Bagnoreggio, atormentado por la duda sobre la validez de su ordenación, le ruega que deseche tan molestos pensamientos, «pues se trata de una quimera, urgida por el enemigo infernal, que usted ha introducido en su corazón».

A un buen párroco, afligido por fuertes ansiedades de espíritu, fray Crispín le aconseja como no lo haría mejor un experto director de almas: «Ensanche y robustezca ese espíritu... Cumpla con alegría sus deberes, de ordinario tan delicados, y no haga caso de esas turbaciones... Procure... mantenerse alegre en el Señor» y estar ocupado en cosas de su afición, que sean acordes con su vocación. «Nuestra vida es una guerra continua», pero ello «es señal de que estamos destinados, por la misericordia de Dios, a ser los grandes príncipes del cielo». Este es un pensamiento que vuelve de continuo a las cartas del hermano de Viterbo: que el cristiano debe distinguirse por su «alegría de espíritu» a causa de la «eternidad gloriosa» que le espera. Esta es la última carta y la más larga de las publicadas. Se advierte en ella cultura bíblica, delicadeza de trato, penetración psicológica y seguridad en el manejo del timón para guiar el alma humana entre las más insidiosas tempestades del espíritu; y no se trata sólo del mencionado anteriormente, pues hasta los mejores cristianos tienen que vérselas «con el espíritu heredado de Adán».

Esta carta puede ser considerada como el testamento de fray Crispín, y, a la vez, como uno de los retratos más expresivos de su fisonomía espiritual.

CORTÉS HASTA EL FIN

Fray Crispín cae gravemente enfermo en Orvieto en el invierno de 1747-1748. El reúma y la gota de manos y de pies, acompañados de fiebres altísimas, lo inmovilizaron en el lecho. Sucedió en la residencia, y tuvo que ser atendido por algunos seglares hasta que fueron destinados dos hermanos que lo cuidasen de día y de noche. A don Ercole Salviati, que le había preguntado cómo podía mantenerse alegre entre tantas penalidades, le respondió «que su mal no le causaba malestar». Pero después, haciendo que se acercase a su lecho, le susurró al oído: «¿Sabes qué es lo que me apena? Me apena que estos hermanos sufran por mí».

A pesar de haber asistido él, en tiempos pasados, en la residencia a tantos capuchinos enfermos, no se le concedía ahora, para mayor desdicha suya, ser atendido en ella durante su grave enfermedad. Por lo demás fray Crispín estaba convencido de que había de morir en Roma después de haber ganado la indulgencia del Año Santo de 1750. Así lo había confiado a más de un visitante. Por consiguiente, el padre guardián fue preparando el terreno, conquistándose la voluntad de «algunos principales de la ciudad», quienes le dejaron salir «secretamente y sin que el pueblo se apercibiese».

Partió del convento, a donde había vuelto para algunos días, a las primeras luces del alba del 13 de mayo de 1748. Lo hizo en un carruaje puesto a su disposición por la familia Falzacappa, la misma que le había hospedado una vez en Tarquinia y que, sin que él lo advirtiese, había conseguido que se le hiciese un retrato.

Contra toda esperanza, en Roma se restableció un tanto. Allí era ya conocido de antes. Un testigo refiere haber visto cómo, a su llegada en 1744, «toda Roma se echó a la calle», lo que demuestra la fama que ya entonces le precedía. Fray Crispín se lamentará un día con el padre Ángel Antonio de Viterbo: «Oh Dios, yo no sé por qué viene a mi tanta gente. No soy santo, no soy profeta...». Y comenzó la procesión de nobles y de gente sencilla hacia el convento; pero, lo que era más penoso para el buen anciano, comenzaron también sus visitas a los enfermos por toda Roma. Muchos mandaban su carruaje; pero él, en cuanto le era posible, prefería ir a pie «diciendo que eso era más propio del asno de san Francisco». Por lo demás, a cuantos recurrían a él los recibía en la iglesia, junto a la puerta, donde solía permanecer hasta la hora de comer, y después de vísperas en adelante. Un día, ante una de tantas peticiones de visita domiciliaria, el padre guardián, José María de Nizza, protestó: «Pero ¿cómo es posible que todos quieran a fray Crispín y nadie tenga compasión de fray Crispín?». Mientras estaba diciendo esto, se le acercó fray Crispín y le dijo: «Padre superior, si la dificultad está sólo en mi debilidad, consolemos cuanto antes a este prójimo nuestro, pues me siento con fuerzas suficientes para ir a visitar enfermos».

La última enfermedad, una pulmonía, se cebó en fray Crispín el 13 de mayo de 1750. Antes de aquella fecha se había ido despidiendo de sus amigos. Al príncipe Barberini le dijo: «Debemos ir, debemos ir a nuestra morada eterna». El buen hombre, creyendo que lo decía por él, se asustó; pero fray Crispín aclaró al momento el equívoco. Un día un paisano suyo le sugirió que recordase la Pasión, a lo que él respondió: «Ah, sí, padre Ángel Antonio, en ella tengo puesta toda mi esperanza». Cuando el enfermero le advirtió que la muerte estaba ya cercana, prorrumpió en estas palabras: Laetatus sum in his, quae dicta sunt mihi, «¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!» (Sal 121). No obstante, le aseguró al enfermero y a otros que no moriría ni el 17 ni el 18 de mayo para «no estropear la fiesta de san Félix». Y, efectivamente, murió el 19 de mayo de 1750 a las dos y media de la tarde. Durante los últimos días solía repetir muchas veces esta oración: «Concluye, oh Dios mío, la obra de tu misericordia; y, por los méritos de la santísima pasión de mi señor Jesucristo, salva mi alma».

Fue indescriptible la concurrencia de gentes que se acercaban a venerar su cadáver. Uno de los soldados que atendieron al orden, Guillermo Marini, habla con expresiones pintorescas de «aquella muchedumbre del mundo» y de «una avalancha de pueblo». Otro soldado, Juan Uberti, cuenta su emoción al ver a nobles de las familias Falconieri, Bernini, Barberini, Altieri, y de otras más arrodillarse para besar, llorando, el cuerpo de fray Crispín. Y concluye: creo que «aquel día... me salieron de los ojos lágrimas a cántaros».

El cuerpo de fray Crispín fue enterrado a los seis días en la iglesia de la Concepción, en la llamada «capilla secreta», en «una cámara baja sobre el suelo». Al no decrecer su fama de santidad, durante los años 1755-1757 se instruyó el proceso informativo en Orvieto y en Roma. En tal ocasión declaró el padre Alejandro de Bassano: «Se han impreso diversos retratos del siervo de Dios; solamente en Roma se han hecho ocho o diez series; en otras regiones se han hecho algunas más, y es imposible resistirse a satisfacer la devoción del pueblo distribuyendo imágenes...».

Fray Crispín fue beatificado el 7 de septiembre de 1806. Finalmente, el 28 de febrero de 1923 se abría la causa de canonización, y el 13 de julio de 1979 se publicaba el decreto de aprobación de un milagro atribuido a su intercesión. Juan Pablo II lo canonizó el 20 de junio de 1982, en la basílica de San Pedro del Vaticano, después de haber sido, durante 175 años, venerado como «beato».

[AA. VV., «... el Señor me dio hermanos...». Biografías de santos, beatos y venerables capuchinos. Tomo I. Sevilla, Conferencia Ibérica de Capuchinos, 1993, págs. 345-374.

Nota del Ed.: Muchos de los datos de este reseña biográfica están tomados de las actas de los procesos de beatificación y canonización]


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