Lectio Divina Nuestro Señor Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote.

 Lectio Divina Nuestro Señor Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote

Sepan que yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo (Mt 28, 20).

Hebreos 10,12-23      Lucas 22,14-20



 

LECTIO

 

De la carta a los hebreos (Heb 10,12-23)

 

Hermanos: Cristo, en cambio, ofreció un solo sacrificio por los pecadores y se sentó para siempre a la derecha de Dios; no le queda sino aguardar a que sus enemigos sean puestos bajo sus pies. Así, con una sola ofrenda, hizo perfectos para siempre a los que ha santificado.

Lo mismo atestigua el Espíritu Santo, que dice en un pasaje de la Escritura: La alianza que yo estableceré con ellos, cuando lleguen esos días, palabra del Señor, es ésta: Voy a poner mi ley en lo más profundo de su mente y voy a grabarla en sus corazones. Y prosigue después: Yo les perdonaré sus culpas y olvidaré para siempre sus pecados. Ahora bien, cuando los pecados han sido perdonados, ya no hacen falta más ofrendas por ellos.

Hermanos, en virtud de la sangre de Jesucristo, tenemos la seguridad de poder entrar en el santuario, porque él nos abrió un camino nuevo y viviente a través del velo, que es su propio cuerpo. Asimismo, en Cristo tenemos un sacerdote incomparable al frente de la casa de Dios. Acerquémonos, pues, con sinceridad de corazón, con una fe total, limpia la conciencia de toda mancha y purificado el cuerpo por el agua saludable. Mantengámonos inconmovibles en la profesión de nuestra esperanza, porque el que nos hizo las promesas es fiel a su palabra. 

 

Palabra de Dios, 

R./ Te alabamos, Señor.

 

La última frase de Hebreos 9,28, dar la salvación, recuerda el tercer tema anunciado en Hebreos 5,10, cusa de salvación eterna. Después de exponer con máxima amplitud el punto capital, la perfección del sumo sacerdote, explica ahora la eficacia de su sacrificio referido a los hombres.

Con este sacrificio Cristo deroga la ley como institución de salvación (Heb10,1.8.9), y nos proporciona, de una parte, la santificación o consagración, es decir, el paso a la esfera o modo de existencia y vida propias de Dios, el Santo; de otra, la perfección, la llegada a la meta. La misma perfección obtenida por Cristo, su consagración sacerdotal, la transformación de su humanidad en una humanidad divinizada, ha sido obtenida y conseguida también para nosotros (Heb 2,10; 5,9; 7,28). En él hemos sido santificados, consagrados, hechos sacerdotes. Nos ha hecho capaces de acceder a Dios y de configurarnos con él como intercesores por los hombres.

Esta perfección realiza la nueva alianza anunciada por Jeremías, que consiste en transformar el interior del hombre, en hacerle dócil a Dios por dentro, capaz de adherirse a él hasta el extremo, como lo fue Cristo (Heb 10,7.9.10; véase Heb 5,8). Esta condición de Cristo se hace nuestra por la fe. Y con ella se obtiene, de una vez por todas, el perdón de los pecados, la única garantía de su eliminación, de su supresión total y definitiva.

Ahora nos econtramos con una exhortación a la vida cristiana. El cambio de tono en Heb 10,19 señala el comienzo de una exhortación, que concluye esta parte central. En ella se indican las consecuencias que tiene para la existencia cristiana la situación creada por el sacrificio perfecto y perfeccionador de Cristo.

El sacrificio de Cristo y las virtudes básicas. En el primer párrafo se indican los tres rasgos que caracterizan la nueva situación: tenemos un acceso libre y seguro hasta Dios, porque ya no hay separaciones; tenemos el camino, vivo y nuevo, que es la realidad humana glorificada de Cristo; tenemos el sacerdote mediador, que nos pone en contacto con Dios, junto a él. Por eso, gozosos y confiados, sin reticencias y sin miedos, podemos y debemos avanzar, sin desmayo y sin retrocesos, en nuestra relación con Dios.

Este acceso se consigue también para nosotros no mediante ofrendas de nuevos sacrificios, repetidos y distintos, no mediante el cumplimiento de exigencias morales derivadas de prescripciones legales, sino mediante la fe, la adhesión plena, de corazón, a Cristo. Esta adhesión nos une a él y, por lo mismo, nos hace partícipes de su misma transformación existencial, cambia nuestro existir pecador. Esta fe queda sellada mediante el bautismo (Heb 10,22).

El acceso se realiza también mediante la esperanza que nos asegura la consecución de las promesas hechas por aquel que es digno de crédito. Y se realiza también mediante el amor llevado al extremo, sin límites, amor que se ejerce cuando nos responsabilizamos unos de otros, nos estimulamos a las buenas obras, y participamos en las asambleas comunitarias.

 

 

EVANGELIO

según san Lucas (Lec 22,14-20)

 

En aquel tiempo, llegada la hora de cenar, se sentó Jesús con sus discípulos y les dijo: "Cuánto he deseado celebrar esta Pascua con ustedes, antes de padecer porque yo les aseguro que ya no la volveré a celebrar, hasta que tenga cabal cumplimiento en el Reino de Dios". Luego tomó en sus manos una copa de vino, pronunció la acción de gracias y dijo: "Tomen esto y repártanlo entre ustedes, porque les aseguro que ya no volveré a beber del fruto de la vid hasta que venga el Reino de Dios". Tomando después un pan, pronunció la acción de gracias, lo partió y se lo dio diciendo: "Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía". Después de cenar, hizo lo mismo con una copa de vino, diciendo: Esta copa es la nueva alianza, sellada con mi sangre, que se derrama por ustedes . 

 

Palabra del Señor. 

R/. Gloría a ti, Señor Jesús.

 

El relato de la pasión se inicia con la última cena de Jesús, de la que se preocupa de manera especial, destacando que no es una cena como las otras: al dar las órdenes para prepararla se comporta como Dios, mostrando un conocimiento anticipado de los acontecimientos (Is 48,5).

En esta cena, Jesús hace un gesto en el que concentra todo lo que vendrá en adelante: transforma un trozo de pan en su Cuerpo y un poco de vino en su Sangre, es decir, en verdadero Cuerpo del Mesías, que, dentro de poco, se entregará en la cruz, y en su verdadera Sangre, que, dentro de poco, se derramará para vida del mundo. Por esto, la última cena de Jesús con los suyos no fue una comida cualquiera, sino la fiesta de la Pascua cristiana, que se instituye y vive en el contexto de la Pascua judía, cuando los israelitas se reunían para comer el cordero sacrificado en el Templo y celebrar la liberación de la esclavitud de Egipto (Lc 22,7; ver Éx 12,1-14.21-28).

De acuerdo con el rito judío, se bebe una primera copa con la que se da por terminada la antigua Pascua (Lc 22,17). A partir de este momento es cuando Jesús, en lugar del cordero pascual, ofrece como comida su propio Cuerpo sacrificado por la humanidad, y en lugar de la copa del recuerdo de la antigua alianza les da su propia Sangre (Lc 22,19-20), con la que se sella la nueva alianza anunciada por Dios en el profeta Jeremías (Jr 31,31). Luego ordena a sus discípulos que esto lo sigan haciendo «en memoria mía» como nueva Pascua de los cristianos (Lc 22,19).

 

MEDITATIO

 

En la narración lucana de la pasión, Jesús muestra en sí mismo la realización de cuanto había enseñado. Así, en la última cena el don total de su persona en el pan y el vino se manifiesta como el ejemplo de servicio más humilde (22,26-28). A la predicción de la negación de Pedro une la oración para que, una vez recobrado, pueda sostener a los hermanos en la fe. La pasión se enfoca como la lucha escatológica contra Satanás (22,53) que vuelve en el tiempo determinado (4,13). Jesús deja entender que esta lucha se abatirá también sobre los discípulos (22,31.36-38), victoriosos se persevera con él en la prueba o por el arrepentimiento (22,61s) que obtiene el perdón. La agonía de Getsemaní (22,44) hay que entenderla literalmente como "lucha por la victoria", una lucha anticipada en la oración intensa y sufrida, pero respetuosa ("arrodillándose...") y totalmente abandonada a la voluntad del Padre.

Jesús es el testigo (mártys) veraz, decidido en sus declaraciones ante el sanedrín y los poderosos, humilde ante los escarnios, los golpes, ante el odio creciente y enconado contra él. Profeta compasivo con las "hijas de Jerusalén", es el intercesor misericordioso de sus enemigos (23,34) y el Salvador que introduce ya desde ahora en el Reino a quien confía en él (23,42s). “Donde está Cristo, ahí está el Reino", dijo agudamente san Ambrosio.

Precisamente en la cruz se realiza en plenitud esa coincidencia, porque ahí se lleva a cabo la entrega total de Jesús en manos del Padre (23,46), y el total abandono a Dios para la conversión y salvación del mundo (23,47s).

 

ORATIO

 

"Ustedes son mis amigos." Señor, en este día ungido por tu gracia, te pido me ayudes a valorar siempre lo que hiciste y haces por mí y por el mundo entero. ¡Cuánta es tu misericordia, Creador, Dios y Señor mío! Es imposible entenderla, pero me acojo humildemente a ella porque ¡No soy dignos de ser siervo y me llama amigo! ¡Qué honor para toda la humanidad: ser amigos de Dios! Pon, Señor en mi corazón la gratitud y la benevolencia, la sencilléz y la humildad para agradecerte desde lo más profundo de mi corazó este magnífico don. Te doy gracias y reconozco la gloria de la dignidad que me has otorgado. Sé perfectamente Señor, que esa gloria pasa por hacer tu voluntad. Doblegarme a mí mismo. Tú me haz llamado y me has  convertido en tu amigo, por eso todos los dones qu me has regalado, no son mérito personal sino obra de tu amor, de tu elección amorosa para conmigo por eso, Señor hoy nuevamente te pido me conceda la gracia de renovar mi vida y mi amistad, mi amor y mi fidelidad Contigo, escuchando estas bellas palabras: "No me han elegido ustedes a mí, sino que yo los elegí a ustedes y los he destinado para que vayan y den fruto".

 

CONTEMPLATIO

El sacrificio de Cristo tiene una consistencia eterna. La cruz y resurrección, entrañadas en la cena, constituyen el memorial eterno, el origen o protohistoria de una larga metahistoria universal de reconciliación y de paz en las eucaristías de todos los tiempos y lugares. La celebración eucarística es la recapitulación de todas las cosas en Cristo como cabeza de la nueva humanidad. La eucaristía incide en el sentido más profundo de la historia, en su tensión recreadora hacia el final. Es la realización del universo y de la humanidad en su proyección filial y fraterna, anticipando los nuevos cielos y la nueva tierra. Es la reunión de todos en la mesa celeste en la que Cristo vive el abrazo eterno y absoluto con el Padre, al cual nos va reconduciendo a todos en la medida en que nos apropiamos su entrega y oblación de amor.

La eucaristía como sacrificio no es una simple reactualización de hechos pasados. Es anticipación del futuro pleno. La carta a los hebreos afirma que el sacrificio de la cruz quedó perennizado en virtud de la resurrección. Cristo, mediante su sangre derramada en la cruz, penetró de una vez para siempre en el santuario de los cielos para comparecer ante el trono de Dios en nuestro favor (Hbr 9,11-12), y "permanece para siempre como sacerdote eterno" (Hbr 7,24). Pablo afirma: "Cristo Jesús, el que murió; más aún, el que resucitó, es también el que está sentado a la derecha de Dios y quien también intercede por nosotros" (Rm 8,34).

Y san Juan dice: "Tenemos un abogado ante el Padre: a Jesucristo el justo” (1 Jn 2,1). La eucaristía es esta misma acción sacerdotal y sacrificial de Cristo, ahora eternizada en los cielos. La cruz ya no se repite. Ahora se hace presente en la eucaristía. Cristo, sacerdote y víctima, no es ofrecido pasivamente, como cosa u hostia sacrificial, por el ministerio de los sacerdotes, y ante la pasividad del pueblo. Este rasgo no tiene suficientemente en cuenta al Resucitado eterno. La eucaristía terrena es una asociación de la Iglesia a la liturgia celeste en la que Cristo mismo se ofrece y nos ofrece incorporándonos a su propio sacrificio.

Cuando la carta a los hebreos asegura que Cristo se ofreció "una sola vez" (Hbr 7,27), "una vez para siempre" (9,12), no quiere decir que se trata de un acto del pasado que ahora es irrepetible. Lo afirma como contraste con los sacrificios judíos que son realizados "cada día” (Hbr 7,27), "una vez al año" o "muchas veces" (Hbr 9,7.25). Expresa lo absoluto y definitivo de la oblación de Cristo. Es un acto que está realizado de una vez para siempre y que perdura eternamente. Es así como él puede hacernos a nosotros contemporáneos de sus misterios para incorporarnos a ellos.

 

ACTIO

 

Repite con frecuencia y vive hoy la palabra

 

“Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad” (Sal 39)

 

PARA LECTURA ESPIRITUAL

 

De la encíclica Mediátor Dei del papa Pío doce (AAS 39 [1947], 552-553)

Cristo es ciertamente sacerdote, pero lo es para nosotros, no para sí mismo, ya que él, en nombre de todo el género humano, presenta al Padre eterno las aspiraciones y sentimientos religiosos de los hombres. Es también víctima, pero lo es igualmente para nosotros, ya que se pone en lugar del hombre pecador. Por esto, aquella frase del Apóstol: Tened los mismos sentimientos propios de Cristo Jesús exige de todos los cristianos que, en la media de las posibilidades humanas, reproduzcan en su interior las mismas disposiciones que tenía el divino Redentor cuando ofrecía el sacrificio de sí mismo: disposiciones de una humilde sumisión, de adoración a la suprema majestad divina, de honor, alabanza y acción de gracias.

Les exige asimismo que asuman en cierto modo la condición de víctimas, que se nieguen a sí mismos, conforme a las normas del Evangelio, que espontánea y libremente practiquen la penitencia, arrepintiéndose y expiando los pecados.

Exige finalmente que todos, unidos a Cristo, muramos místicamente en la cruz, de modo que podamos hacer nuestra aquella sentencia de san Pablo: Estoy crucificado con Cristo.

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