San Lorenzo de Brindis Capuchino
"Doctor Apostólico"
Lorenzo de Brindis, San. Brindis (Italia), 22.VII.1559 – Lisboa (Portugal), 22.VII.1619. Capuchino (OFMCap.), santo, doctor de la Iglesia, teólogo, diplomático y predicador.
Nació en Brindis, en la Apulia, el 22 de julio de 1559. Era hijo de Guillermo Russo e Isabel Masella y recibió el bautismo en la catedral de la ciudad al día siguiente. Se conservan muy pocas noticias de su infancia, que transcurrió en su ciudad natal, donde realizó sus primeros estudios, quedó huérfano de padre y fue acogido entre los niños oblatos de los franciscanos conventuales de Brindis, donde realizó provechosamente sus estudios. Siendo todavía adolescente, falleció su madre, por lo que se trasladó a vivir a Venecia con un tío sacerdote que regentaba una escuela. Allí profundizó su formación espiritual e intelectual. Fue en dicha ciudad donde conoció a los capuchinos, que residían en un sencillo convento junto a la iglesia de Santa María de los Ángeles, en la isla de la Gidecca.
Se sintió muy pronto atraído por su vida pobre y austera, por lo que solicitó ingresar en la Orden.
Recibió el hábito capuchino en Verona el 19 de febrero de 1575, cuando contaba dieciséis años, recibiendo el nombre de fray Lorenzo. El noviciado culminó el 24 de marzo de 1576 con su profesión religiosa. Concluida la etapa de identificación con su nueva familia, fue enviado a Padua, donde realizó los estudios de Lógica, pasando luego a Venecia para realizar los estudios de Filosofía y Teología. Desde el primer momento se descubrió en él una excepcional agudeza intelectual y una insaciable sed de saber.
Confirió especial importancia a la Sagrada Escritura, que aprendió de memoria, llegando incluso a lograr un profundo conocimiento de las lenguas bíblicas que estudió de manera autodidacta. Hasta los propios rabinos que lo trataron, años más tarde, quedaban estupefactos de sus conocimientos. Sus biógrafos refieren cómo esta aptitud singular para el estudio se veía primada por una especial perfección religiosa en perfecta línea con la escuela bonaventuriana. Así, algunos biógrafos señalan que ni él mismo sabía dónde terminaba el estudio y dónde comenzaba la oración. Concluido el rezo nocturno de maitines, se quedaba en la iglesia hasta el alba, especialmente cuando iba a comulgar.
Después de la ordenación sacerdotal, recibida el 18 de diciembre de 1582, de manos del patriarca de Venecia Juan Trevisan, se entregó a la predicación; actividad propia de los capuchinos, y que fue la que más larga e intensamente ejerció. El ministerio de la palabra le acompañó durante toda su vida. Pero su tarea como predicador había comenzado incluso ya antes de la ordenación sacerdotal, pues siendo diácono había ya predicado toda una cuaresma en la iglesia de San Juan Nuevo, en el corazón de Venecia. Su éxito fue tan grande que le pidieron la predicación para la cuaresma del siguiente año en la misma iglesia. Recibida la ordenación, su actividad se convirtió en algo frenético, recorriendo toda Italia empeñado en el anuncio de la palabra de Dios. Sus dotes intelectuales le sirvieron para ser un magnífico orador, identificado por una predicación fundada en la Escritura, pronunciada con gran lucidez y erudición expresiva. Su predicación tenía una preparación en la que Lorenzo hacía prolongados ratos de oración. Al mismo tiempo, cada sermón comportaba un acercamiento serio y riguroso al Evangelio de la fiesta o del día. Son numerosos los episodios de conversiones que se realizan a su alrededor, frecuentemente entre aquellos que no eran cristianos. Así se relata de su predicación en Roma, entre 1592 y 1594, a los judíos por encargo de la autoridad pontificia.
Su gran talla humana así como su don especial de predicador habían hecho que Lorenzo fuera conocido más allá de las fronteras de Venecia, por lo que fue llamado a ocupar cargos de gobierno en la estructura de su Orden. De 1583 a 1586 ocupó el oficio de lector y, tres años más tarde, fue nombrado guardián y maestro de novicios. En 1589 le llamaron a predicar en la ciudad de Cosenza, en Calabria. Al terminar su ministerio, el ministro general, Jerónimo de Pollizi lo retuvo a su lado. El general estaba en abierta confrontación con el cardenal protector Julio Antonio Sartori, que se quería inmiscuir en el gobierno de los religiosos. La labor desempeñada por Lorenzo supuso un apaciguamiento del problema, mostrando unas buenas dotes diplomáticas, ante una realidad en la que era preciso actuar con rapidez y decisión. Con estos antecedentes, a finales de 1590 fue elegido vicario provincial de Toscana, aun en contra de la voluntad del cardenal protector. De 1594 a 1597 fue nombrado provincial de Venecia y, en 1598, fue nuevamente elegido para el gobierno, aunque esta vez será para la provincia de Suiza. Al mismo tiempo, en 1596 había sido ya nombrado definidor general.
Varios años antes, en 1593, ante la insistencia del archiduque Fernando de Austria y su mujer Ana Catalina de Gonzaga, se había fundado un convento de capuchinos en Innsbruck, capital del Tirol. Era el primer paso en la expansión capuchina en Centroeuropa. Tres años más tarde, siendo provincial de Venecia, promovió la fundación del convento de Salzburgo, por invitación del príncipe Wolfgang Teodorico von Raitenau.
Un año más tarde se fundó en Trento, territorio imperial, un nuevo convento. Poco a poco iban llegando peticiones de misioneros desde aquellos países, especialmente apremiante fue la del arzobispo de Praga Zbynek Berka von Duba hecha al Capítulo General de 1599, en el que se decidió que fray Lorenzo marchara a fundar a Bohemia con un grupo de compañeros.
Desde el primer momento, esta fundación vivió grandes dificultades, causadas especialmente por los bohemios que, en su gran mayoría, eran afines a la reforma y anticatólicos, la vida del clero era algo escandalosa y su atención al ministerio, bastante negligente.
La expansión de la herejía se sentía de modo particular en Praga, sede de Rodolfo II y capital del Imperio. La tarea desarrollada por Lorenzo en este momento, se caracterizó por una atención singular a la predicación y al diálogo abierto y familiar con todos; el resultado fue, además de la fundación del convento, el retorno a la fe católica de mucha gente, que se sintió conquistada por una argumentación sencilla, convincente y fraterna, donde el capuchino gozaba ya de fama de santidad. Por su eficaz intervención, un año más tarde, se fundaron los conventos de Graz y Viena. En 1601 Lorenzo desarrolló una actividad que se convertirá en característica de los capuchinos en años sucesivos, la atención espiritual de las tropas en la cruzada contra el turco. Aún con la ineptitud de los que dirigían las tropas imperiales, el coraje y estímulo espiritual del capuchino permitió obtener la victoria de las tropas en octubre de 1601 en Albareale (Hungría).
Meses después, el 24 de mayo de 1602, en el Capítulo General, Lorenzo fue elegido como ministro general de los capuchinos. Esta nueva tarea supuso para él un cambio de vida, ya que se le encomendaba la tarea de visitar a todas las provincias, especialmente las transalpinas, que esperaban la visita de un general desde mucho tiempo atrás. La Orden se encontraba dividida en treinta provincias con casi nueve mil religiosos, esparcidos por toda Europa a los que Lorenzo tenía que visitar en un trienio, viajando siempre a pie. El general remontó Italia, visitó Suiza, pasó por el Franco Condado y la Lorena; a mediados de septiembre visitó los Países Bajos, Bruselas y Amberes. Pasó el invierno visitando las provincias francesas de París, Lyon, Marsella y Toulouse. En la primavera de 1603 llegó a España, donde se encontró un amplio territorio, que iba desde el Rosellón a Valencia, y de Cataluña a Aragón.
Aprovechando su presencia, el 20 de junio se celebró el Capítulo Provincial en Barcelona. En poco menos de un año había cumplido la tarea más difícil y ardua de su generalato: la visita a las provincias transalpinas.
Volvió a Italia y visitó la provincia de Génova. En septiembre de ese mismo año estaba en Sicilia, de donde pasó a la Italia meridional. Sólo le quedaron por visitar personalmente las provincias de Bolonia, Milán y Venecia.
Esta amplísima actividad y disciplina no impidió que mantuviera siempre la observancia rigurosa de las normas de la Orden, así como prolongados ayunos y una severa abstinencia, detalles que no dejarían de afectar rigurosamente a su vida.
Su trienio como general concluyó el 27 de mayo de 1605, con lo que pudo descansar unos meses antes de emprender su nuevo ministerio. A instancias de Pablo V se encaminó nuevamente al Norte. En Múnich conoció a Maximiliano el Grande, duque de Baviera y cabeza de los católicos alemanes. A su llegada a Praga fue acogido con amplias muestras de afecto, lo que le estimuló a consagrarse de lleno a la tarea de la predicación.
Al mismo tiempo que la actividad apostólica, desarrolló una eficaz tarea diplomática entre el duque de Baviera y la autoridad imperial. Esta obra la realizó fundamentalmente desde el púlpito, ya que la iglesia de los capuchinos se encontraba junto a la residencia del Emperador y era lugar de encuentro para diplomáticos y embajadores. En la misma iglesia tenían su puesto el nuncio apostólico, los ministros católicos y los embajadores.
Predicar desde aquel púlpito equivalía a predicar a los principales personajes de la política imperial y a los representantes de los principales príncipes católicos de Europa. Fue en este ambiente de confrontación en el que, en el año 1607, escribió Lutheranismi hypotyposis, en respuesta al predicador de la reforma Policarpo Laiser.
Trabajó con vigor y tesón, concluyendo su obra para fines de 1608. La obra nunca llegó a imprimirse, ni tan siquiera pasó por una última revisión de Lorenzo.
Sus críticas no fueron suficientes para reorganizar la estructura del Gobierno imperial fuertemente enfrentado.
Ante la situación de división que se vivía en Europa, el duque de Baviera decidió crear una Liga católica opuesta a la Unión evangélica, existente entre luteranos y calvinistas, y que tenía como fin dividir los estados católicos para obtener ventajas territoriales.
Para esta tarea Lorenzo fue llamado a Múnich y, después de cumplir todos los formalismos, partió para Génova y se embarcó para España, donde consiguió convencer a Felipe III de la necesidad de apoyar a la Liga y ayudar a su sostenimiento económico. A principios de febrero de 1610 llegó a Roma, donde consiguió la promesa del Pontífice de ayudar también a la Liga. A finales de mayo y de regreso en Alemania, hubo de actuar como embajador poniendo remedio a algunas situaciones que habían surgido entre Múnich y Praga. En agosto la Liga estaba consolidada y la labor del capuchino se había convertido en algo fundamental para la misma. Los tres años siguientes, a requerimiento de Maximiliano el Grande y por mandato de Pablo V, permaneció en Múnich desempeñando ante el duque, aunque sin título oficial, el cargo de nuncio papal o representante de la Santa Sede. En estos años, todos los asuntos despachados por el duque eran tratados confidencialmente con Lorenzo.
En el Capítulo General de 1613 fue elegido, por tercera vez, definidor general, siendo enviado como visitador a la provincia de Génova, donde venía aclamado como provincial. En 1616 regresó a su provincia de Venecia, donde consiguió dedicarse a un período más intenso de retiro y oración.
Su aspiración a llevar una vida retirada debió ser abandonada por órdenes del Papa, que solicitó sus servicios para misiones diplomáticas que finalizaron con el logro de la paz y la concordia. Así sucedió en 1614 con la rendición de los piamonteses asediados en Oneglia, o dos años más tarde, cuando intervino para lograr un acuerdo entre españoles y piamonteses en Candia Lomellina. En 1618 logró que se firmase la paz entre el gobernador de Milán Pedro de Toledo y el gran duque de Saboya, Carlos Manuel I. En el otoño de ese mismo año se encontró implicado en la tentativa de devolver serenidad y paz al reino de Nápoles, donde el desenfrenado y prepotente virrey Pedro Téllez Girón, duque de Osuna, cometía constantes abusos y vejaciones a sus súbditos. Representantes de la nobleza y del pueblo se dirigieron en secreto al santo capuchino, que debió someterse una vez más, a las dificultades de un largo viaje a la Corte de Felipe III a presentar sus quejas y conseguir la destitución del virrey. Provisto de la debida autorización partió del puerto de Torre del Greco, eludiendo la estrecha vigilancia del duque de Osuna. El viaje fue una batalla constante contra las trampas y peligros urdidos por el virrey de Nápoles. Aunque tuvo que detenerse en Génova algunos meses, a finales de mayo de 1619, alcanzó al Soberano en la Corte de Lisboa, adonde se había dirigido para asistir a la coronación de su hijo Felipe IV como rey de Portugal. Cuando las negociaciones estaban a punto de tener un efecto positivo, Lorenzo enfermó gravemente. Acabado por las fatigas y sufrimientos, a pesar de la asistencia de los médicos del Rey, murió el 22 de julio de 1619 en Lisboa, el día en que cumplía sesenta años. Su cuerpo fue transportado, por mandato de Pedro de Toledo, a la capital de su marquesado, Villafranca del Bierzo, donde fue sepultado en la iglesia del monasterio de las franciscanas descalzas, fundado algunos años antes por su hija.
Características particulares de su espiritualidad, típicamente franciscana y cristocéntrica, fueron el culto a la eucaristía y la devoción mariana. La misa, por él celebrada con gran devoción, se prolongaba normalmente por una, dos o tres horas, y frecuentemente, gracias a una concesión de Pablo V, también en torno a ocho, diez y doce horas. A la Virgen María atribuía todo don y toda gracia, y utilizaba todos sus medios para difundir su devoción. Fruto de esta sensibilidad fue en el campo intelectual su Mariale.
Sus objetos personales fueron saqueados por aquellos que lo veneraban como santo, especialmente los pañuelos empapados en lágrimas durante la misa.
Cuatro años después de su muerte, la ingente relación de milagros a él atribuidos impulsaron a Clemente de Noto, general de los capuchinos, a iniciar su canonización. Cuando el proceso estaba ya ultimado, Urbano VIII publicó los decretos por los que prohibía la introducción de causas hasta que pasaran cincuenta años del fallecimiento. La causa se concluirá con la beatificación, durante el pontificado de Pío VI, el 23 de mayo de 1783. La canonización también tuvo que pasar significativas dificultades, especialmente por la supresión de entidades religiosas, llegando a su conclusión el 8 de diciembre de 1881, de manos de un admirador suyo, León XIII.
Si sus coetáneos admiraban su santidad, no lo hacían menos respecto de su sabiduría y ciencia sagrada. Así lo atestiguaban aquellos que se acercaban con detención a su doctrina. Esta idea queda demostrada con la publicación de su Opera omnia, llevada a cabo entre 1928 y 1956, labor que culminaría tres años más tarde (19 de marzo de 1959) con la proclamación de doctor de la Iglesia, bajo el título de “Doctor Apostólico”.
Sus obras pueden dividirse en cuatro grandes grupos, con diverso valor e interés para los investigadores: obras de predicación, que son las más numerosas.
Contienen sermones para los diversos tiempos litúrgicos; el Santoral, el Marial, con una gran colección de sermones marianos diversos; obras de la Escritura, la Explanatio in Genesim, exponiendo los once primeros capítulos del Génesis, así como algún otro opúsculo; una obra de apologética contra la reforma, Lutheranismi hypotyposis, compuesta entre 1607 y 1609. Es la única que fue escrita para ser impresa y difundida; escritos de carácter personal y autobiográfico, especialmente un opúsculo redactado por orden de sus superiores De rebus Austriae et Bohemiae, donde narra su experiencia en tierras alemanas entre 1599 y 1612.
Obras de ~: Laurentius a Brindisi, De rebus Austriae et Bohemiae, 1599-1612, commentariorum autographum, ed. de E. Alenconiensis, Romae 1910; S. Laurentius a Brundusio (OFMCap.), Opera omnia a patribus minoribus capuccinis provinciae Venetae e textu originali nunc primum in lucem edita notisque illustrata, 1-X/2, Patavii, Officina typographica Seminarii, 1928-1956: I Mariale, 1928; II/1-3 Lutheranismi hypotyposis, 1930-1933; III Explanatio in Genesim, 1935; IV Quadragesimale primum, 1936; V/1-3 Quadragesimale secundum, 1938-1940; VI Quadragesimale tertium, 1941; VII Adventus, 1942; VIII Dominicalia, 1943; IX Sanctorale, 1944; X/1 Quadragesimale quartum, 1954; X/2 Sermones de tempore adiectis opusculis: I. De rebus Austriae et Bohemiae, II. De numeris amorosis, 1956; Breviario laurenziano. Meditazioni quotidiane dagli scritti di San Lorenzo da Brindisi, ed. de L. da Fara y R. Battel, Padova, Messaggero, 1999; Marial: María de Nazaret, “Virgen de la plenitud”, ed. de B. de Armellada, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2004.
Bibl.: Decretum brundusina canonizationis B. Laurentii a Brundusio Sacerdotis, et Concionatoris Ordinis Minorum S. Francisci Capuccinorum, Romae, 1785; F. de Ajofrín, Vida, virtudes, y milagros del Beato Lorenzo de Brindis general que fue de los PP. Capuchinos fundador de esta santa provincia de Castilla, Barcelona, Imprenta y Librería de la Inmaculada Concepción, 1881; H. Bortignon, De S. Laurentii a Brundusio Ordinis Minorum Capuccinorum activitate a apostolica ac operibus. Testimoniorum elenchus, Venecia, 1937; F. de Fuentarrabía, “Argumentación bíblica de S. Lorenzo de Brindis en sus controversias”, en Estudios Franciscanos (EF), 54 (1953), págs. 321-366; L. M. de San Bartolomé, “San Lorenzo de Brindis frente a la Inmaculada Concepción”, en Estudios Marianos, 13 (1953), págs. 333-344; B. de Carrocera, “San Lorenzo de Brindis: España y los capuchinos españoles”, en Naturaleza y Gracia (NyG), 7 (1957), págs. 133-195; VV. AA., Commentarii Laurentiani historici quarto revoluto saeculo ab ortu Sancti Laurentii Brundusini novi Ecclesiae doctoris, Romae, Institutum historicum, 1959; F. da Mareto, “De S. Laurentio a Brundusio biographiae editae”, en Collectanea Franciscana (CF), 29 (1959), págs. 463-507; Methodius a Nembro, “L’attuazione missionaria in S. Lorenzo da Brindisi”, en CF, 30 (1960), págs. 146-175; I. de Villapadierna, “La actividad diplomática de san Lorenzo de Brindis. Dos embajadas a la corte española”, en EF, 61 (1960), págs. 287-311; A. M. da Carmignano di Brenta, San Lorenzo da Brindisi, Dottore della Chiesa universale (1559-1619), 4 vols., Venezia/Mestre, Curia Provinciale dei FF. MM. Cappuccini, 1960-1963; F. da Mareto, Bibliographia Laurentiana opera complectens an. 1611-1961 edita de sancto Laurentio a Brindisi doctore apostolico, Roma, Institutum historicum Ord. Fr. Min. Cap., 1962; Stanislaus a Campagnola, “Bibliografia di san Lorenzo da Brindisi, dottore della Chiesa”, en Laurentianum (L), 4 (1963), págs. 132-137; Hilarius a Wingene, “Spiritualitatis laurentianae lineamenta fundamentalia”, en L, 10 (1969), págs. 413-433; J. L. Hass, The Theological significance of some biblical symbols in the Mariale of Saint Lawrence of Brindisi, Romae, 1994; G. Basso, Bibliografia laurenziana. Opere scritte dal 1961-1994 su san Lorenzo da Brindisi, Città del Vaticano, Scuole Vaticane di Biblioteconomia, 1995; G. Carlini, “S. Lorenzo da Brindisi, vicario provinciale in Toscaza. Riflessioni storico-critiche”, en Fra noi, 13 (1996), págs. 221-236; 37; B. de Armellada, “La spiritualità di S. Lorenzo da Brindisi, dottore apostolico della Chiesa”, en L, 41 (2000), págs. 111-149; “La figura e l’opera di S. Lorenzo da Brindisi”, en L, 41 (2000), págs. 3-21; “Lo Spirito Santo nel pensiero di San Lorenzo da Brindisi”, en L (2002), págs. 255-272; Amor esponsal del Dios-Trinidad a la Virgen María (siguiendo el “Mariale” de San Lorenzo de Brindis), en P. Maranesi (ed.), Negotium fidei, Roma, Istituto Storico dei Cappuccini, 2002, págs. 287-313; B. de Armellada, “Le vie della bellezza verso Maria nel ‘Mariale’ di San Lorenzo da Brindisi”, en CF, 72 (2002), págs. 231-249.
Miguel Anxo Pena González, OFMCap.
«Doctor Apostólico»
Arturo M de Carmignano di Brenta
Con san Lorenzo de Brindis, Doctor
Apostolico, la Orden capuchina alcanza una de sus cimas más altas y una de sus
expresiones más completas Robusta. figura de orador y misionero, de escritor y
polemista, superior y diplomatico, de contemplativo y mistico, san Lorenzo
encarna y compendia las características más bellas y originales, y los ideales
más elevados de la reforma capuchina, y su figura se yergue precisamente al
comienzo del siglo de oro de la Orden.
Los primeros años
San Lorenzo nació en Brindis, en Apulia,
el 22 de julio de 1559, hijo de Guillermo Russo e Isabel Masella. Al día
siguiente se le administro el bautismo en la catedral de la ciudad, y se le
impuso el nombre de Julio César.
Poco se conoce de su infancia; pero es lo
suficiente para que intuyamos en el un alma sensibilisima y docil al toque de la
gracia. Fallecido su padre, fue acogido por los menores conventuales entre los niños
oblatos y dotado de una inteligencia pronta y vivaz, frecuentó su escuela
con gran provecho.
Muerta más tarde también su madre, se
traslado, todavia adolescente, a Venecia, a casa de un tio sacerdote, que
dirigia con serie dad y competencia una escuela privada; el tío supo comprender
y alentar las profundas aspiraciones del muchacho hacia la perfección y
santidad.
En Venecia tuvo la oportunidad de conocer y tratar a los
capuchinos que vivían en un humilde convento cerca de la pequeña iglesia de
Santa María de los Angeles, en la isla de la Giudecca.
Atraído por su vida austerísima y recogida, pidió la gracia de
ingresar en la Orden.
Joven capuchino
Vistió el hábito religioso en Verona el 19
de febrero de 1575, recibiendo el nombre de fray Lorenzo. Tuvo algunas
dificultades debidas a su delicada salud; con todo, superó felizmente y con
intenso fervor el año de noviciado, bajo la dirección de religiosos prudentes y
santos. El 24 de marzo de 1576 emitió la profesión religiosa.
Inmediatamente, comenzó los estudios de
lógica en Padua, y después, en Venecia, los cursos de filosofía y teología. Su
excepcional agudeza de mente y su insaciable sed de conocimientos lo
estimularon a aplicarse con empeño a desentrañar los problemas del pensamiento
humano y de la teología. Enamorado de la Sagrada Escritura, la estudió y la
meditó de tal manera que llegó a sabérsela de memoria. El mismo dijo
confidencialmente a un religioso que, si por un imposible, la Biblia se
perdiera, él sería capaz de reescribirla toda completamente. Y no se contentó
con el texto sagrado, sino que estudió por su cuenta las lenguas bíblicas, y
las aprendió tan perfectamente que hasta los propios rabinos, que lo trataron más
tarde, quedaron estupefactos.
No fue menor el interés con que se dedicó
a la adquisición de la virtudes religiosas. La misma orientación bonaventuriana
seguida entonces por los capuchinos en los estudios era la más propicia para la
elevación del espíritu: la unción del alma y el fervor de la voluntad eran más
importantes que la ilustración de la inteligencia y la adquisición del saber;
más que a la verdad lógica, se rendía a la visión y a la experiencia mística.
Según atestiguan los condiscípulos de
Lorenzo, ni él mismo sabía dónde terminaba el estudio y dónde comenzaba la
oración. «Más que estudiar, parecía que oraba». Además del tiempo establecido para
la oración común, dedicaba a la contemplación «muchas horas del día y de la
noche». Después del rezo nocturno de maitines, frecuentemente se quedaba en la
iglesia hasta el alba, especialmente los días que iba a comulgar.
Añadía a la oración mortificaciones y
penitencias. Y no le bastaban las austeridades y rigores de la Orden, ya de por
sí numerosos y severos, sino que se cargaba con otros todavía más exigentes, incluso
con riesgo de su salud.
De este modo, con empeño y fervor
excepcionales, se preparó intelectual y espiritualmente para el sacerdocio.
Juan Trevisan, patriarca de Venecia, le confirió las sagradas órdenes el 18 de
diciembre de 1582.
Predicador
La predicación fue la actividad que más
larga e intensamente ejerció san Lorenzo durante su vida. Tenía tan alto
concepto de la predicación que llegó a definirla: «misión grande, más que humana,
angélica, mejor divina», ya que tiene por objeto proclamar la palabra de Dios,
que es «el tesoro que compendia todo bien». Otras actividades lo tuvieron
ocupado períodos más o menos largos de su multiforme y ajetreada existencia;
pero el ministerio de la palabra lo tuvo ocupado a lo largo de toda su vida
sacerdotal. Mejor dicho, lo ocupó aun antes de ser sacerdote.
A instancias de sus maestros, había
comenzado en Brindis a predicar pequeños sermones en la catedral de la ciudad y
en otras partes. Más tarde, en 1582, todavía diácono, predicó una cuaresma completa
en la iglesia de San Juan Nuevo, en el corazón de Venecia, a pocos pasos de la
célebre plaza de San Marcos, y quienes le escucharon aseguran que despertó
«gran admiración en toda la ciudad por la profundidad de los temas que
predicaba»; y habló «con tanto celo, espíritu y fervor, que parecía salirse
fuera de sí, y, llorando él, conmovía también al pueblo hasta las lágrimas». No
sin motivo fue requerido inmediatamente para la cuaresma próxima en la misma
iglesia.
Es sabido que en el siglo XVI, antes del
concilio de Trento, la predicación dejaba mucho que desear, tanto por el
contenido como por la forma. Según los historiadores parece que los
predicadores no trataban de anunciar a Cristo y las verdades eternas. Contra este
proceder reaccionaron decididamente los capuchinos desde sus comienzos y,
ateniéndose a la letra de la Regla franciscana, volvieron al Evangelio en la
forma y en el fondo. Y quizás es éste el principal motivo que dio a su
predicación un amplio éxito en toda Italia.
La formación intelectual y espiritual de
Lorenzo coincidió con aquel período en que el influjo y el fervor de los
pioneros de la reforma capuchina se mantenían aún vivísimos, y en el que se
resumían y sistematizaban las múltiples experiencias de la primera y segunda
generación de la Orden.
Por otra parte, Lorenzo estaba dotado para
la predicación de un conjunto de cualidades físicas e intelectuales capaces de
convertirlo en un verdadero orador: robustez física y armonía de proporciones
que le prestaban una belleza digna y varonil; gran riqueza
de sentimientos y una espontánea distinción que atraían y a la vez
imponían respeto y reverencia; una mirada luminosa y profunda capaz de
traspasar y conmover a las almas; una voz que podía traducir las más delicadas
vibraciones del espíritu y, a la vez, cuando era necesario, tronaba con fuerza
y vehemencia; un gesto natural y enérgico que podía adoptar una expresión
dramática.
No menos favorables eran sus dotes
intelectuales: una memoria imborrable que le asistía siempre y donde quiera;
una agilidad y lucidez de pensamiento y de palabra que le permitían improvisar con
gran facilidad y eficacia; sólida preparación remota y una erudición tan amplia
que suscitaban la admiración de cuantos le escuchaban. Su santidad manifiesta añadía
a todo esto el acento de una profunda persuasión y una unción singular.
Predicaba «con tanto amor de Dios que parecía derretirse; con tanto ardor
contra el pecado que conmovía hasta las fibras más íntimas del corazón». Y con frecuencia
las palabras iban acompañadas de lágrimas. Un testigo nos dice refiriéndose a
un sermón predicado a los religiosos: «A todos nos hizo llorar, y él mismo
lloraba a lágrima viva».
Se preparaba con prolongadas oraciones y
penitencias. Cada sermón iba precedido de «tres horas seguidas de oración, con
llantos y suspiros, de modo que empapaba hasta tres pañuelos». Meditaba en el
evangelio de la fiesta o del día que tenía que predicar. «Nunca estudiaba otro
libro que la Sagrada Escritura, arrodillado siempre ante una imagen de la
Virgen bienaventurada, con lágrimas, sollozos y suspiros...; y a medida que
Dios le inspiraba, mientras estaba de rodillas, escribía las ideas que luego
predicaba, sin estudiar otro libro. Y levantándose de la oración, hacía una
profundísima adoración a la bienaventurada Virgen. Y su comida de cuaresma se
reducía a hierbas cocidas, y ensalada con algún rábano y, a veces, un poco de
pescado». Este es el testimonio de uno que vivió cerca de él durante muchos
años. Hoy tenemos la suerte de poder leer las «anotaciones que el santo
escribía durante su oración, y constituyen la parte más notable de sus
escritos. Son reflexiones riquísimas y muy atinadas sobre los evangelios de
cuaresma, del adviento, de los domingos, de las fiestas de los santos y de la
Virgen.
Después de todo lo dicho, no nos maravilla
que las gentes corriesen en masa a escucharle y que las iglesias fuesen
insuficientes para tanta multitud. Las conversiones, clamorosas a veces, se
multiplicaban a su paso.
Además de dirigirse a los cristianos,
Lorenzo tenía un interés especial en dedicarse a los hebreos; y éste fue un
aspecto característico de su actividad apostólica. Sabemos, que especialmente
al comienzo de la segunda mitad del siglo XVI, esta forma de apostolado era muy
recomendada y hasta urgida por los sumos pontífices y por las disposiciones
sinodales; pero no era muy practicada por falta de personas preparadas. San
Lorenzo, en cambio, estaba perfectamente equipado gracias a su profundo
conocimiento de la Biblia, de las lenguas escriturísticas y de los escritos
talmúdicos y rabínicos. A esto se dedicó por propia iniciativa desde joven en
Venecia y dondequiera que se le presentaba ocasión. Más tarde, de 1592 a 1594,
por encargo de la autoridad pontificia, predicó a los judíos de la misma ciudad
de Roma. Pero lo más importante es que demostró siempre gran paciencia y
caridad, aun cuando la actitud de sus oyentes no fuese siempre, como es
natural, la más propicia para captar la benevolencia del predicador. Tampoco
entre los judíos faltaron las conversiones.
Primeros cargos
Fue la predicación lo que más contribuyó a
que Lorenzo fuera conocido más allá de las fronteras de la región veneciana.
Después de haber ejercido el oficio de
lector durante un trienio (1583-1586), y de desempeñar durante otros tres años
(1586-1589) los cargos de guardián y de maestro de novicios, el año 1589 fue
llama do a predicar la cuaresma en la ciudad de Consenza, en Calabria. Después
el general de la Orden, padre Jerónimo de Pilizzi, no le permitió volver a su
provincia porque quería tenerlo como colaborador.
Por aquellos años se debatía una sorda
lucha entre el general de la Orden y el cardenal protector Julio Antonio
Santori, porque este último pretendía inmiscuirse en el gobierno de los
religiosos, provocando inquietudes y desórdenes. En la lucha se vio envuelto también
Lorenzo, a quien el padre general encargó un cometido que exigia rapidez y
decisión, y que Lorenzo llevó a cabo del mejor modo posible, ganándose cada vez
más la confianza y la estima del superior.
Y quizás por este motivo fue elegido, al
final del mismo año, vicario provincial de Toscana, en contra de la voluntad
del cardenal protector.
Había comenzado ya el camino de los
«honores y, bien que a su pesar, tuvo que recorrerlo hasta el fin. De 1594 a
1597 fue provincial de Venecia, y en 1598 fue elegido provincial de Suiza. Además
el año 1596 fue nombrado definidor general.
Misionero
En 1593, por las constantes peticiones del
archiduque Fernando de Austria y su mujer Ana Catalina de Gonzaga, se había
fundado un convento de capuchinos en Innsbruck, capital del Tirol. Era el primer
paso de la Orden hacia el centro de Europa, hacia el corazón del Sacro Romano
Imperio. Tres años después, en 1596, fue Lorenzo, a la sazón provincial de
Venecia, quien dio el segundo paso, aceptando una nueva fundación en Salzburgo
por invitación del príncipe arzobispo Wolfgang Teodorico von Raitenau.
Las dos casas religiosas dependían de la
provincia de Venecia, y era presumible que otras nuevas fundaciones surgirían
en breve. Por eso era oportuno prepararse para una cadena de conventos que, a través
del valle del Adigio, uniese el Véneto con el Trentino y el Tirol. Fue
precisamente Lorenzo quien inició esa cadena. Ya existía un convento en
Rovereto; él aceptó otro en Trento en 1597, y quizás se interesó también por
otras fundaciones.
Los países del centro de Europa entraron
definitivamente dentro del radio de acción de la Orden en 1599, cuando san
Lorenzo recibió el encargo de conducir allá a un grupo de doce misioneros.
Desde hacía algunos años llegaban de
aquellos países peticiones cada vez más insistentes de misioneros capuchinos.
La más reciente era la del arzobispo de Praga Zbynek Berka von Duba. Angustiado
por las desoladoras condiciones religiosas de su diócesis y de sus fieles,
acosados por el recrudecimiento de la herejía, y completamente abandonados por
un clero negligente y escandaloso, el prelado no veía otra salvación que la
vida ejemplar y el celo apostólico de los capuchinos.
Hay que reconocer que las condiciones
político-religiosas de Bohemia y, en general, del Imperio, bajo el acoso de los
herejes, eran cada vez más preocupantes; sobre todo por la debilidad y el
descuido del emperador Rodolfo II y por la ineficacia de sus ministros. No
menos deplorables eran las condiciones intelectuales y morales del clero tanto
diocesano como regular. Existía el serio peligro de que el catolicismo fuera
definitivamente arrollado y desapareciese del todo en aquellos países.
La presión de los herejes se sentía de
modo particular en Praga, sede de Rodolfo II y capital del Imperio. Por fortuna
estaban allí los jesuitas, quienes con su colegio, el Clementinum, constituían desde
1556 un vigoroso baluarte; pero eran insuficientes para tantas necesidades. Así
se explica que el pensamiento del arzobispo Zbynek se volviese con esperanza
hacia los capuchinos, quienes al final del siglo XVI eran, junto con los
jesuitas, los misioneros más prestigiosos y renombrados de Europa, y los más
fieles portaestandartes de la ofensiva católica contra la invasión de la
herejía.
Pero el envío de religiosos a lugares tan
lejanos y diferentes planteaba problemas nuevos y muy graves; y los superiores
estaban indecisos. Una orden de Clemente VII despejó las dudas. Así en el
capítulo general de 1599 Lorenzo, que había sido reelegido definidor, fue
encargado de guiar al otro lado de los Alpes a un puñado de hermanos elegidos
de varias provincias.
A principios de julio partió a pie y,
atravesando el Tirol, llegó a Viena el día 28 de agosto. Aquí, a causa de las
penurias padecidas en el camino, cayó enfermo con casi todos sus compañeros; y
como en el país se propagaba la peste, se sospechó que también ellos estaban
contagiados; y se vieron abandonados y rechazados por todos, en un estado de
suma indigencia. Pero habría hecho falta mucho más para acobardar a quien
llegaba con la esperanza de padecer el martirio por amor a Cristo. Sanaron por
fin, y a principios de noviembre, emprendieron el camino hacia Praga, recibidos
en todas partes con injurias, insultos, improperios y pedradas. No les preocupó
el recibimiento; ya se lo esperaban de una gente en gran parte herética y
acaloradamente anticatólica, y que se sentía más audaz y descarada por la
ausencia del emperador y de casi todas las autoridades. Estas se habían refugiado
en Pilsen, aterrorizadas por el espectro de la peste, que en los meses
anteriores se había acrecentado y que todavía no acababa de extinguirse.
Uno de los pocos que acogió
humanitariamente a los capuchinos fue el arzobispo, que los alojó
provisionalmente en un hospital diocesano con iglesia. Aquí, sin perder tiempo
y sin dejarse intimidar ni por los hombres, ni por el contagio, ni por el frío
«que fue rigurosísimo aquel año», Lorenzo, ayudado por sus hermanos, comenzó
una intensa actividad y, especialmente con su predicación, empezó pronto a
atraerse un número siempre creciente de personas. Entraba también en las casas
de los católicos donde sabía que podía encontrar algunos herejes, y en diálogo
abierto y familiar, dilucidaba la verdad y disipaba las dudas, facilitando el
retorno a la fe católica.
En contrapartida, se agudizaba la
hostilidad de los adversarios. Cuando salían de casa, los frailes tenían que
encomendar su alma a Dios. «Cada día -cuenta uno de ellos, cuando se iba
afuera, se volvía a casa con muchas pedradas y muchas veces con las cabezas
rotas. También a su persona (la de Lorenzo) descalabraron los herejes y tiraron
por tierra». Todavía no era el martirio, pero falta poco. Lo peor vino más
tarde, cuando los herejes lograron infundir en la mente del emperador graves
sospechas contra los religiosos, que estuvieron a punto de ser expulsados de
Bohemia. Pero, gracias a Dios, al final se arregló todo, y los capuchinos
pudieron construir su convento cerca del palacio imperial, desarrollando con renovado
celo su misión pastoral.
Lorenzo fundó al año siguiente (1600) un
segundo convento en Viena y otro en Graz, en la Stiria: tres conventos que,
andando el tiempo, serían el centro de tres provincias religiosas.
Alba Real
Contribuyó mucho a acrecentar el prestigio
del santo y a suscitar nuevas simpatías hacia los capuchinos la intervención de
san Lorenzo en la victoria del ejército imperial contra los turcos en Hungría
en octubre de 1601.
Ya desde 1593 el emperador se encontraba
en guerra con la Medialuna. La lucha proseguía con diversa fortuna, dirigida por
jefes mediocres y cobardes. El archiduque Matías, hermano de Rodolfo II, se
destacaba entre todos por su ineptitud, impericia militar y falta de prestigio.
Y era precisamente el archiduque quien estaba en 1601 al mando del ejército
imperial.
Por suerte, a mediados de septiembre, una
partida de soldados consiguió apoderarse de Alba Real, antigua sede de los
reyes húngaros, y ciudad que se encontraba en el centro de aquella región. Tal pérdida
dolió a los turcos como un hierro ardiente en carne viva y mandaron contra el
lugar todas las tropas disponibles. Así, a principios de octubre, frente a los
imperiales, que podría sumar de 16 a 18.000 hombres, se presentaron no menos de
60.000 turcos, armados hasta los dientes.
El choque, que pudo ser un desastre para
los imperiales, se convirtió en un éxito. El mérito principal no fue
ciertamente de los jefes militares, irresolutos e incapaces como siempre; sino
que, a juicio de los entendidos, el triunfo debe atribuirse en buena parte a
san Lorenzo. Desde que llegó al campamento, aunque al principio fue acogido con
silbidos y escarnios por una parte de la soldadesca, no cesó de inflamar con
ardorosos discursos a las tropas cristianas desmoralizadas; llegado el momento,
acompañaba a los combatientes en los mayores peligros; algunas veces iba
intrépidamente por delante, con el crucifijo en la mano, bendiciéndolos e
invocando los nombres de Jesús y María. Parecía invulnerable, incluso cuando estaba
cercado por una nube de saetas y proyectiles enemigos; ni los golpes de las
cimitarras podían con él. Por todas partes le arropaba una fuerza invisible. El
consejero imperial de guerra, Jerónimo Dentico, experto en asuntos militares,
escribe en una relación oficial al nuncio pontificio: «Estaba aquel buen padre
con ánimo intrepidísimo y firmísimo, como lo haría el mejor soldado y el más curtido
del mundo». Y añadía que la victoria tenía algo de milagroso, y que todo había
que atribuirlo a las oraciones de los buenos «y a las de este buen padre siervo
de Dios que está con nosotros, como ya lo dice todo este ejército, incluidos
los herejes más principales».
En cuanto a los herejes, algunos de ellos
quedaron tan impresionados de cuanto sucedió en torno a Lorenzo que se
convirtieron al catolicismo. Dejando de lado otros testimonios, bastará decir
que el mismo santo, más tarde, reconoció que «verdaderamente Dios nuestro Señor
había obrado cosas tan maravillosas que se podían parangonar con las maravillas
que se cuentan en la Escritura».
El general santo
Algunos meses después de estos sucesos,
Lorenzo, vuelto a Italia, fue elegido general de la Orden (24 de mayo de 1602).
Con esta elección los religiosos le daban una gran prueba de estima, pero le
cargaban con un pesado cometido: visitar todas las provincias, especialmente
las transalpinas, que desde hacía mucho tiempo esperaban la visita de un padre
general. Solamente otro superior, Jerónimo de Sorbo, había logrado hacer algo
parecido; pero en un tiempo en que la Orden tenía una extensión más reducida, y
valiéndose, con las debidas licencias, de una cabalgadura.
Ahora, en 1602, los capuchinos estaban
repartidos en treinta provincias con casi nueve mil religiosos, diseminados por
gran parte de la Europa católica. Lorenzo debía visitarlos a todos, en un solo
trienio, viajando siempre a pie. Era una empresa ardua incluso
para él, aunque sólo tuviera cuarenta y tres años.
Terminados los trabajos capitulares, sin
pérdida de tiempo, se puso en camino. Recorrió el norte de Italia, visitó
Suiza, pasó por el Franco Condado y Lorena y, en la segunda mitad de septiembre
se encontraba ya en los Países Bajos, en Bruselas y Amberes. Después, sin
desanimarse por los malos caminos, por los hielos invernales y la nieve,
continuó su marcha, visitando las amplísimas provincias de Francia: París,
Lyon, Marsella y Toulousse. En la primavera de 1603, se encontraba entre los
capuchinos de España, dispersos en un extenso territorio, que iba desde
Rosellón a Valencia, de Cataluña a Aragón; y el día 20 de junio celebraba
capítulo provincial en Barcelona.
En menos de un año había terminado la
parte más difícil y pesada del cargo que se le había confiado: la visita de las
provincias transalpinas.
Vuelto a Italia, se detuvo brevemente en
Génova; después, en septiembre, llegaba a Sicilia de donde subió a la Península,
continuando sus visitas. Las únicas provincias que no llegó a visitar
personalmente fueron las de Bolonia, Milán y Venecia. Después de todo esto, a
comienzos de 1605, todavía tuvo tiempo para bajar a Nápoles a predicar
diariamente la cuaresma en la iglesia del Espíritu Santo; y no se contentó con
un solo sermón al día, sino que quiso predicar también por la tarde, sobre el
Ave María, para difundir más la devoción a la Virgen.
Su recorrido fue verdaderamente gigantesco, de miles y miles de
kilómetros, siempre a pie, en verano y en invierno, bajo el golpeteo de la
lluvia o el azote del sol, atravesando ríos y cenagales, montes y llanuras,
nieves y hielos, sin un momento de reposo. Un compañero de viaje afirma:
«Anduvo siempre a pie; ni siquiera quería pasar a caballo los ríos, donde una
vez casi nos ahogamos todos; y él siempre alegre». A veces recorría en un solo
día más de veinticinco y treinta millas. Sólo un obstáculo era capaz de detenerlo:
la enfermedad que, a veces, lo redujo a punto de muerte. Pero aun entonces, en
cuanto podía ponerse en pie, reemprendía audaz mente el viaje.
Por penosas que fuesen las caminatas,
continuaba observando rigurosamente las severas costumbres de la Orden, los
prolongados ayunos y las rigurosas abstinencias. A veces llegaba agotado a los
conventos, en un estado que daba pena. Y ni aun entonces aceptaba distinciones
ni tratos de favor. En la mesa no quería más que la comida común; como lecho el
jergón de paja, y por la noche se levantaba a maitines. Un compañero suyo nos cuenta:
«Yo que sentía tanto cansancio y que me parecía imposible ir a maitines después
de tanto viaje, me levantaba para ver qué haría el padre general, e
infaliblemente lo encontraba en el coro para maitines y la oración».
Es natural que semejantes ejemplos
suscitasen la admiración y el asombro de los religiosos y de sus propios
compañeros de viaje. Era también admirable su trato con todos los hermanos, su
cariño y solicitud incluso para el último fraile del convento; su humildad que
lo llevaba a lavar los cacharros de la cocina. Dedicaba un afecto especial a
los enfermos y se enternecía ante sus sufrimientos, «y hacía todo lo posible
para ayudar y consolar a las personas dolientes».
Pero a él, general de la Orden, no podía
bastarle el ejemplo. El cargo que desempeñaba lo impulsaba a ser el custodio
del espíritu de san Francisco. Las Ordenaciones que dejó en varios lugares nos
demuestran cuán vivo llevaba ese espíritu en el corazón. Era constante,
enérgico, insistente su llamada a la observancia de la Regla y Constituciones,
a las austeridades tradicionales de la Orden, especialmente a la pobreza más
rigurosa. Y contra quien faltaba demasiado fácilmente sabía mostrarse hombre
enérgico, especialmente si se trataba de superiores. «Tenía tacto con grandes y
pequeños, abrazando y favoreciendo a los hermanos fervorosos y que juzgaba útiles
en la Orden, y reprendiendo con energia a quienes no consideraba tales, aunque
se tratase de padres de importancia». Sus exhortaciones eran conmovedoras. «En
sus pláticas parecía que el corazón se le salía del pecho». Todo esto, unido a
los prestigios que se sucedían a su paso, explicaba suficientemente que fuese
llamado
por todos el general santo.
Polemista
Al terminar su generalato (27 de mayo de
1605) no permaneció san Lorenzo mucho tiempo inactivo. En Praga había dejado
una huella profunda, y muchos deseaban su regreso. Recurrieron al papa Pablo V,
quien a principios de 1606 le ordenó encaminarse hacia el norte.
Pasando por el Tirol, llegó a Munich,
donde conoció personalmente a Maximiliano el Grande, duque de Baviera y cabeza de
los católicos alemanes. Fue el primer encuentro de dos grandes espíritus,
llamados a comprenderse, a estimarse recíprocamente y a cooperar activamente en
favor de la Iglesia católica en el Imperio.
A su llegada a Praga, Lorenzo fue acogido
con calurosas manifestaciones de simpatía y se consagró celosamente a la
predicación. No se trataba de una actividad de poca monta. La iglesia y el
convento de capuchinos se encontraban junto a la residencia del emperador y se
habían convertido en lugar de encuentro para diplomáticos y embajadores,
ministros y cortesanos, quienes, después de las funciones religiosas, se
detenían con discreción para tratar sus asuntos sin llamar la atención. En la
iglesia de capuchinos tenían su propio puesto el nuncio apostólico, los
ministros católicos y los embajadores. Por eso predicar desde aquel púlpito
equivalía a predicar a los principales personajes de la política imperial y a
los representantes de los príncipes católicos de Europa; y las palabras que
allí se pronunciaban podían tener una enorme resonancia, como se puede
comprobar hoy examinando los despachos que aquellos años llegaban desde Praga a
las cancillerías de Venecia, Florencia, Roma, Madrid, etc. Ahora bien, si había
un hombre que por la competencia teológica, por la valentía oratoria y la
creciente fama de santidad podía subir dignamente a aquel púlpito, éste era sin
duda Lorenzo de Brindis. Y una voz como la suya, en aquellos momentos, era ciertamente
providencial. No eran tiempos fáciles para el catolicismo. Aprovechándose de la
debilidad del emperador y del apoyo más o menos descubierto de los ministros y
otros personajes, los herejes ejercían crecientes presiones en detrimento de
los católicos. Pero Lorenzo, que tenía sus informadores, lograba estar al tanto
de cualquier maquinación, y no tenía empacho en denunciar desde el púlpito todo
tipo de concesiones y compromisos.
A él se debe en gran parte el mérito de
que en diciembre de 1607 se publicase el bando imperial contra la ciudad de
Donauwörth que, desde hacía tiempo, conculcaba los derechos de los católicos. El
duque de Baviera fue el encargado de ejecutarlo y procedió con mucha decisión y
rapidez. «Todos supieron que no se habría hecho nada de no estar en Praga fray
Lorenzo, quien, con gran bochorno de los ministros del emperador, les echó en
cara repetidas veces desde el púlpito el poco celo que tenían de la religión
católica».
No menos vigorosa fue su intervención en
julio del mismo año durante la visita que hizo al emperador el duque de Sajonia
Cristián II.
Entre las cuatrocientas personas de su
séquito se encontraba el predicador áulico, Policarpo Laiser, uno de los más
conocidos teólogos y de los más afamados representantes de la reforma luterana.
Según las prescripciones entonces en vigor, en Praga y en toda Bohemia, no se
admitían más que dos confesiones religiosas: la católica y la husita. No
obstante, Laiser quiso predicar dos veces desde las ventanas del palacio en que
se hospedaba. Las dos prédicas, convenientemente anunciadas de antemano a bombo
y platillo, metieron ruido porque trataban de la salvación sin necesidad de
buenas obras y de la justificación: dos temas particularmente gratos para los
luteranos. Se trataba de un descarado desafío a los católicos. «Me sentí
abrasado de tanto celo que no supe contenerme», escribe Lorenzo. Contraatacó a
su manera con fuerza y vehemencia. «Llevó al púlpito la Biblia en tres lenguas (hebreo,
caldeo y griego), y al final del sermón dijo: Quiero que sepáis qué clase de
gran hombre es ese charlatán que ha tenido la osadía de predicar contra nuestra
religión católica... Coged estos libros...; veréis que ni siquiera sabrá leerlo».
Y con gesto enérgico los lanzó en medio del auditorio. La impresión fue enorme;
el secretario imperial, Juan Barvizio, recogió los volúmenes para llevárselos a
Laiser. Pero éste no aceptó el reto y, «más mudo que un pez», se batió en
retirada. Más tarde, en Dresde, para remediar el descalabro sufrido, dio a la
imprenta los dos sermones, precedidos de un prólogo y seguidos de un epílogo, en
los que atacaba personalmente al capuchino y a un padre jesuita.
Lorenzo tomó rápidamente la pluma y
escribió un esbozo de respuesta, que llamó Apologeticum. Pero poco a poco el
trabajo fue engrosando hasta convertirse en una refutación universal, viva y
palpitante, aunque sintética, de todo el luteranismo y sus errores: la Lutheranismi
hypotyposis. Trabajó activamente, y para finales de 1608 la obra estaba ya
ultimada en sus líneas generales. Por desgracia nunca pudo darle la última mano
ni llegó a imprimirla por contratiempos que luego veremos y por la muerte de
Laiser; no quería dar la impresión de «combatir contra los muertos ni pelear
contra sombras».
La elaboración de su importante y genial obra, que lo tuvo ocupado
varios meses, no le impidió ejercer el ministerio de la predicación que por su
calidad se hacía cada vez más importante. Y a la predicación añadía la obra de
persuación mediante entrevistas personales y coloquios frecuentes, que sostenía
con los principales personajes de la corte y de la política. Además hay que
contar el nombramiento de comisario o superior de sus religiosos, en la primavera
de 1608. Tenía el encargo de separar de la misión los conventos de Stiria,
erigiéndolos en comisariato independiente: el comisariato de Graz.
Las denuncias y críticas de Lorenzo no
bastaban para mover la oxidada y casi paralizada máquina del gobierno imperial.
A la indolencia de Rodolfo II se contraponía el dinamismo creciente de los
calvinistas que, dirigidos por el elector palatino Federico IV, se habían
coaligado secretamente en la Unión evangélica. La situación se tornó más
grave todavía cuando en abril de 1608, el archiduque Matías se levantó contra
su hermano Rodolfo II, obligándole a cederle las provincias de Austria y
Moravia y la corona real de Hungría. Los protestantes aprovecharon la ocasión
para sacar la mayor tajada posible, y arrancaron al archiduque concesiones cada
vez más perjudiciales para la Iglesia católica. Peor todavía: muerto sin herederos
el príncipe Juan Guillermo von Mark, quedaban vacantes los ducados de Jülich,
Cleves y Berg. Emplazados entre Francia, Países Bajos y Alemania meridional,
estos territorios se encontraban en una posición estratégica y delicada.
Enrique IV, rey de Francia, estaba dispuesto a todo con tal de que no cayeran
en manos de los Habsburgo; por eso daba todo su apoyo a los calvinistas.
Ante tan grave situación, el duque de
Baviera decidió no esperar la catástrofe cruzado de manos. Mientras trabajaba
secretamente organizando una Liga de principes católicos para contrarrestar la Unión
evangélica, pensó enviar a España y a Roma un embajador que solicitara el apoyo
financiero y militar de Felipe III y Pablo V. El embajador fue Lorenzo de Brindis,
con quien el duque, ya de tiempo atrás, mantenía una asidua y confidencial correspondencia.
El duque sabía, por experiencia personal, que el capuchino estaba «informadísimo»
de los asuntos de Alemania, que conocía hasta los «últimos entresijos», y por
lo tanto estaba capacitado para informar adecuadamente al rey de España.
Además, su gran prestigio y su fuerza de persuasión le abrirían muchas puertas
en Madrid.
Y el nuncio de Praga estaba de acuerdo con Maximiliano.
Lorenzo fue llamado a Munich. Después de
haberse entendido perfectamente con el duque y con las debidas licencias,
partió para Génova y se embarcó rumbo a España. Llegó a Madrid el día 10 de
septiembre.
Bien pronto, como lo había previsto el
duque, Lorenzo se ganó la benevolencia de todos, especialmente del rey y de la
reina, a quienes podía visitar libremente cuando quería; otras veces eran los
reyes mismos quienes lo llamaban. Así, superadas todas las dificultades, consiguió
cuanto pedía: 300.000 ducados anuales para la Liga católica y el compromiso por
parte del rey de pertenecer a la misma. Consiguió además algo que no habían
logrado todavía sus hermanos de hábito: la fundación de un convento de
capuchinos en Madrid.
Partió para Roma. Llegó a principios de
febrero de 1610. Aquí se encontró con los enviados de los príncipes alemanes, y
junto con ellos consiguió del papa una promesa firme de ayudar a la Liga. Similares
propósitos obtuvo a continuación en Florencia, Modena y Parma. A finales de
mayo estaba de regreso en Alemania, dondetuvo que trabajar durante otros dos
meses como embajador volante entre Munich y Praga para solucionar algunas
graves dificultades que habían surgido entre tanto; sólo a mediados de agosto
se pudo decir que la Liga católica estaba consolidada. Maximiliano y los príncipes
católicos podían estar seguros de haber plantado un firme puntal contra la
superchería de los herejes y al progresivo deterioro del catolicismo en el
Imperio. En cuanto a la intervención de Lorenzo, confesó el duque de Baviera
que «toda Alemania y la cristiandad entera debían agradecer al padre Brindis,
porque gracias a él se había formado la Liga católica de la que había derivado
tanto provecho».
En los tres años siguientes, a
requerimiento de Maximiliano y por mandato de Pablo V, san Lorenzo tuvo que
permanecer en Munich y desempeñar ante el duque, aun sin ostentar el título
oficial, el cargo de representante de la Santa Sede o nuncio papal. Su amistad
con Maximiliano fue cada vez más íntima y se convirtió en una verdadera
paternidad espiritual. No había asunto grande o pequeño, privado o público,
religioso o político que el duque no lo tratara confidencialmente con él. El
convento de capuchinos se alzaba sobre un baluarte de los muros de la ciudad, y
mediante un pasadizo subterráneo, comunicaba con el palacio ducal. Por él
pasaba Maximiliano cuando iba a consultar a san Lorenzo o a asistir, cada vez con
más frecuencia, junto con su esposa, a la misa que celebraba el santo en un
oratorio privado: una misa que duraba horas.
La presencia de Lorenzo en Munich, en una
época en la que Baviera adquiría cada vez más importancia y se convertía en el
eje de la defensa católica en el Imperio, resultó providencial, especialmente
en ciertas cuestiones graves, y proporcionó notables beneficios tanto a la
Santa Sede como al mismo duque.
Maximiliano habría querido tener más
tiempo a su amigo a su lado; pero Lorenzo, en la primavera de 1613, regresó a
Italia para tomar parte en el capítulo general y, por varias razones, no volvió
a cruzar los Alpes. Los países septentrionales por su clima frío e inclemente
no sentaban bien a su ya avanzada edad, aquejada de indisposiciones cada vez más
graves, con frecuentes e implacables ataques de gota que le afectaban a pies y
manos, que le hacían gritar de dolor.
Nuevos encargos y nuevas cruces
En el capítulo general de 1613 fue elegido
definidor por terceravez y enviado a visitar la provincia de Génova.
Esta provincia comprendía también la
Liguria y el Piemonte, es decir, cobijaba religiosos de índole muy diferente
que pertenecían a dos estados distintos. Esto explica que en el interior de los
conventos hubiera cierta desazón, aumentada por el hecho de que los
capuchinos piemonteses, o mejor, algunos de los más exaltados,
estaban decididos a erigirse en provincia autónoma; para conseguirlo habían
recurrido a su soberano Carlos Emanuel I de Saboya. Este estuvo muy decidido a
apoyar la iniciativa e hizo saber a los superiores que en su Estado no quería
saber nada de «extranjeros», es decir, frailes ligures.
Pero el capítulo general de 1613 no había
permitido la desmembración y por toda respuesta envió a san Lorenzo como
visitador. Después de recorrer la provincia, dándose cuenta del problema, convocó
capítulo provincial en Pavía para el 13 de septiembre. Los religiosos, que en
su mayoría estaban por la paz y la concordia, y que habían podido admirar el
equilibrio y la virtud del visitador, pensaron que era él el más capaz para gobernarlos
en aquellas difíciles circunstancias. Y contra expresa voluntad, lo nombraron
superior a viva voz y casi por unanimidad. A sus protestas respondieron entonando
el Te Deum.
Quien no cantó el Te Deum fue el
duque de Saboya. Indignado por la fallida erección de la provincia, prohibió al
nuevo superior pisar su territorio y cerró la entrada a los religiosos ligures.
De hecho, durante todo el trienio, Lorenzo no pudo dirigirse allá. Esta contrariedad
y otras que le ocasionaron los «independentistas» fue la cruz más pesada que
tuvo que llevar durante estos años. Los habitantes de la Rivera trataron de
resarcirle de esta pena; siempre
y en todas partes lo acogían con manifestaciones de veneración;
acudían en masa a escuchar su palabra, especialmente cuando predicó la cuaresma
en la catedral de Génova. Por lo demás, no es de extrañar que la gente se
apiñase en torno a un hombre a cuyo paso las gracias y portentos florecían
prodigiosamente.
El santo franciscano
Al terminar su provincialato en la
Liguria, en agosto de 1616, regresó Lorenzo a su provincia de Venecia y pudo
por fin gozar de un intervalo de tranquilidad y de paz.
Después de haberse detenido algún tiempo
en Verona, se retiró a Bassano, al pie del gigantesco macizo de Grappa, donde
se enfrascó enteramente en las cosas de Dios. Pero para conocer mejor su vida
en este tiempo feliz y para comprender el secreto de toda su existencia y de su
actividad, es oportuno recoger, aunque sea de pasada, alguna de las
características fundamentales de su espiritualidad y su santidad.
Ante todo, no hay duda de que san Lorenzo
fue un santo enteramente franciscano. Crecido desde joven entre los capuchinos,
asimiló integramente la espiritualidad cristocéntrica y templó su espíritu en
el clima de fervor suscitado en el Véneto por los iniciadores de la nueva
reforma franciscana.
Enamorado de la pobreza como Francisco de
Asís, la practicó sin componendas; cuando fue superior, se preocupó de su más
estricta observancia, aceptando y haciendo aceptar todos los sacrificios y
renuncias que comporta. Esto no le impidió mostrarse caritativo con sus
hermanos. Durante su provincialato en Venecia (1594-1597) le llamaban «el
consuelo de todos los religiosos». Y tampoco fue óbice para estar siempre
alegre. «En todos sus rigores y asperezas -asegura uno de sus compañeros- se
manifestaba siempre alegre»; «pero era una alegría que arrastraba a la
devoción, viendo con qué sencillez, sinceridad y pureza trataba».
Con el mismo empeño practicaba la pobreza
interior que consiste en la humildad. Nunca hablaba de sí mismo; había que
tirarle de la lengua para que soltase prenda. En cuanto a su ciencia sagrada,
«si no era provocado y más que provocado, no decía ni una palabra que diese a
entender que sabía algo». Sufría profundamente al verse aclamado por las
gentes, tenido por santo, promovido a los más altos cargos de la Orden. De
haber dependido de su voluntad, habría vivido completamente feliz en la
obediencia. Fray Juan de Monteforte, que le asistió en la última etapa de su vida,
asegura que, aun siendo definidor general, «se me sometía y quería hacer mi
voluntad y no la suya, y lo hacía con tal humildad que causaba
asombro».
Pero la nota que caracteriza mejor su
espiritualidad y su personalidad es su riqueza de sentimiento y su capacidad de
amor que parecen no tener límites.
Todavía adolescente, en Venecia, en casa
de su tío sacerdote, su contemplación iba acompañada de impresionantes
fenómenos místicos y de incontenibles efusiones de afecto y de lágrimas. Más
tar de, entre los capuchinos, especialmente en su edad madura, cuando se ponía
en oración, daba la sensación de estar arrebatado por una fuerza irresistible:
la cara se le encendía poco a poco, respiraba con dificultad como sacudido por
una violencia misteriosa; de pronto, los suspiros y gemidos se convertían en
una respiración de fuego e, incapaz de contenerse, prorrumpia en auténticos
gritos de júbilo o de dolor, de amor y de ternura, de tal manera que «parecía
que le estallaba el corazón en pedazos; y los gritos no eran escuchados solamente
por los frailes, sino también por los seglares».
Había especialmente dos realidades sobre
las que volcaba el torrente de su amor y que manifestaban su espiritualidad
eminentemente cristocéntrica: la santa misa y la madre de Dios.
En cuanto a la misa, puede decirse que san
Lorenzo constituye un fenómeno único en la historia de la hagiografía. Después
de su ordenación sacerdotal y, especialmente a partir de los cuarenta años, fue
sucesivamente prolongando el tiempo de la celebración hasta una, dos y tres
horas. Obtenido más tarde un permiso de Pablo V, la prolongaba cada vez más,
hasta ocho, diez y más de doce horas. También cuando la gota lo torturaba hasta
el punto de impedirle apoyar los pies en el suelo -y después de 1613 esto le
sucedía con frecuencia- se hacía llevar en volandas al altar, donde parecía
recobrar las fuerzas, y allí permanecía dos, tres, cuatro horas. Durante todo
este tiempo se abandonaba a fervores incontenibles, prorrumpiendo en
exclamaciones y ardientes invocaciones, de modo que parecía sacudido en todo su
ser, y se le oía desde muy lejos aun celebrando en lugares cerrados.
Recurriendo a las palabras de quien lo conoció, parecía «que el aire abrasaba a
su alrededor». También: «Parecía que se quemaba todo y, suspirando, lanzaba
como llamas que hacían arder el corazón de los que estaban presentes».
Frecuentemente caía en manifestaciones ingenuas y conmovedoras: «¡Oh, oh,
Jesús, María!», exclamaba; y aplaudía y, «como ébrio del amor divino,
prorrumpía a veces en palabras como si hablase con Jesucristo o con su
santísima Madre». Y no hablemos de la abundancia de sus lágrimas, que era tal
que empapaba cuatro, seis y más pañuelos; bañaba también los ornamentos, el
corporal y los manteles del altar. Y después de la misa se entretenía durante
algunas horas en ardiente acción de gracias.
No menos profundo y ardoroso era el amor
que profesaba a la madre de Dios. Celebraba casi siempre la misa de la Virgen y
a ella atribuía todos los dones y gracias. Hablaba de Ella como un serafín y se
llenaba de gozo con sólo pensar en Ella. Durante los viajes, «cantaba loas a la
Virgen y en particular la de Petrarca Vergine bella, o el Stabat Mater, o las
letanías lauretanas, con tanto sentimiento que muchas veces andaba como fuera
de sí». Hemos visto como en Nápoles, en 1605, además del sermón cuaresmal de la
mañana, predicó otro por la tarde para ganar nuevos devotos de la Virgen. Es
superfluo recordar las mortificaciones y demás obsequios que le ofrecía,
especialmente los sábados y las vísperas de sus festividades. Cuando se le
presentaba la ocasión de visitar algún santuario no dejaba de aprovecharla.
Sentía particular devoción por el santuario de Loreto, en el que pasó una cuaresma
completa el año 1602, antes de ser elegido general de la Orden, y al que
retornó en 1605, al término del pesado cargo. También las bendiciones
prodigiosas que impartía a todos, especialmente a los enfermos, las daba
siempre en el nombre de la Virgen; y en su honor escribió una de sus obras más
hermosas: el Mariale, donde no hay dogma, privilegio o tema mariano que no
toque, aclare o defienda. Y lo hace con su estilo peculiar: con claridad y
equilibrio, con apasionado amor y entusiasmo poético.
Mediador de paz
San Lorenzo tuvo que interrumpir su
tranquilo retiro de Bassano por mandato del papa, que lo enviaba a Milán como
mediador de paz.
No era la primera vez que debía asumir el
papel de pacificador. En noviembre de 1614, para ahorrar a los ciudadanos
sufrimientos inútiles, se había ofrecido para acordar la rendición de los
piemonteses fortificados en Oneglia, asediados por los españoles. Dos años
más tarde, por deseos del legado pontificio Alejandro Ludovisi (el
futuro Papa Gregorio XV) intervino ante Candia Lomellina para buscar un acuerdo
entre españoles y piamonteses, aunque el intento falló a causa de los últimos.
Ahora, a principios de 1618, recibía la
orden de dirigirse a Milán para convencer al gobernador español don Pedro de
Toledo, para que aceptase la paz con Carlos Emanuel I, restituyéndole la plaza
fuerte de Vercelli. No fue tarea fácil persuadir al astuto y caprichoso
gobernador; pero al fin, con su prestigio, su tacto y su santidad, consiguió lo
que otros muchos habían intentado en vano. Mucho más dramáticas fueron las
circunstancias en las que se vio envuelto durante el otoño del mismo año, al
intentar restablecer la serenidad y la paz en el reino de Nápoles.
Después de ser reelegido definidor en el
capítulo general (Roma, 1 de junio de 1618), bajó a Nápoles desde donde pensaba
dirigirse a Brindis, su ciudad natal, para visitar un monasterio de clarisas que
el duque de Baviera había mandado edificar sobre su casa
paterna.
A la sazón era virrey de Nápoles don Pedro
Téllez de Girón, duque de Osuna, hombre de grandes cualidades, pero también de grandísimos
defectos: impulsivo, libidinoso, bravucón, desmedidamente ambicioso y de una
prepotencia y desenfreno sin límites. Con su comportamiento caprichoso e
independiente era causa, desde hacía tiempo, de preocupaciones e inquietudes
para varios estados de Italia, especialmente para Venecia, que el duque odiaba
de corazón. En Nápoles, en donde era virrey desde 1616, para dominar más fácilmente
a los súbditos y obrar a su gusto, no había encontrado nada mejor que incitar a
una parte de la población contra la otra. Amenazas y abusos, arbitrariedades e
injusticias estaban a la orden del día. No había casa, ni lugares sagrados, ni
siquiera monasterios de monjas que se vieran libres de las lujuriosas hazañas
del virrey y de sus soldados. De ahí las exasperaciones, represalias y
venganzas cada vez más sangrientas.
Cuando se presentó san Lorenzo, la tensión
rayaba en la desesperación. Para librarse de Osuna, los ciudadanos más
responsables se dirigieron en secreto al santo, cuya virtud conocían y también sus
dotes de diplomático y la amistad que lo unía a Felipe III; y lo convencieron
para que fuera a la corte de España a presentar sus quejas y conseguir la
destitución del virrey antes de que fuera demasiado tarde. El santo no supo
negarse y, provisto de la debida autorización, partió de incógnito del
puertecillo de Torre del Greco, en una noche de tormenta, eludiendo la estrecha
vigilancia del de Osuna. Durante el viaje logró evitar no pocos peligros y toda
una red de trampas que le tendió el virrey; y aunque tuvo que detenerse en
Génova algunos meses, a finales de mayo de 1619, pudo alcanzar al soberano en
Lisboa, adonde se había dirigido el monarca para asistir a la coronación de su
hijo Felipe IV como rey de Portugal. En repetidos encuentros le informó de
todo; pero cayó enfermo a mediados de junio, cuando ya los asuntos tomaban un
cariz favorable. No obstante la asistencia que le prestaron los médicos del
rey, consumido por las fatigas y sufrimientos, murió el 22 de julio de 1619, a
los sesenta años justos de edad, después de haber recibido, con conmovedora
devoción y en presencia de numerosos personajes, los últimos sacramentos.
Fue grande la condolencia del rey, de la
corte y de cuantos lo habían conocido. Don Pedro de Toledo, que se encontraba
entre el séquito del soberano, se apresuró en hacer embalsamar el cadáver y
trasladarlo a Villafranca del Bierzo (León), capital de su marquesado, donde
fue sepultado en la iglesia del monasterio de las franciscanas descalzas, fundado
por su hija, sor María de la Trinidad. También los objetos de su uso personal
fueron saqueados por la gran veneración que le profesaban, especialmente los
pañuelos empapados en lágrimas durante la misa. En particular su corazón fue embalsamado
y repartido entre quienes le habían profesado más afecto. Lo veneraban como
santo.
Santo y doctor de la Iglesia
Muchísimos fueron los milagros y las
gracias que se atribuyeron a Lorenzo durante su vida. Pero no menos numerosos
fueron los atribuidos después de la muerte; y si aquéllos le habían valido el
apelativo de «padre santo», éstos impulsaron al general de la Orden, Clemente
de Noto, a introducir el proceso de canonización cuatro años después de su muerte.
Desgraciadamente, cuando el proceso estaba ya ultimado, se publicaron los
conocidos decretos de Urbano VIII que prohibían la introducción de las causas
hasta que pasaran cincuenta años a partir del fallecimiento. También la causa
de Lorenzo quedó congelada y, por diversas razones, no fue reemprendida hasta
un siglo más tarde. Fue beatificado el 23 de
mayo de 1783 por Pío VI. Sucesivamente otros impedimentos, y en
particular las repetidas supresiones de entidades religiosas, retrasaron
también mucho la canonización, que por fin tuvo lugar el 8 de diciembre de 1881
por obra de León XIII, gran admirador suyo.
Pero los contemporáneos de Lorenzo no sólo
admiraron su santidad sino también su ciencia sagrada. En los procesos de
canonización, numerosísimos testigos elogiaron su profundidad y su riqueza. La
destacaron los biógrafos y no faltaron artistas que plasmaron
al santo en el momento de escribir sus voluminosas obras bajo la inspiración
del cielo. Más tarde, quien por deber de oficio, se acercaba a sus escritos,
quedaba admirado y declaraba que Lorenzo era digno de ser contado entre los
doctores de la Iglesia. No se trataba de una exageración, como lo demostró la
publicación de su Opera omnia, llevada a cabo entre 1928 y 1956; y como lo
demostró sobre todo la proclamación del santo brindisino como Doctor de la
Iglesia (19 de marzo de 1959).
El documento pontificio, con el que Juan
XXIII le confirió el título de Doctor Apostólico, define sus escritos como
«verdaderos tesoros de sabiduría» y muestra la admiración de que un hombre, tan
consagrado a la predicación y a otras tareas apostólicas, haya podido encontrar
tiempo para escribir obras que abarcan toda la gama de la ciencia sagrada. Se
trata de quince gruesos volúmenes. Y no encierran todo lo que brotó de su
pluma. Algunos escritos han desaparecido sin dejar rastro; de otros quedan acá
y allá algunos retazos.
Las obras del santo pueden dividirse en cuatro clases:
1. Obras de predicación: son las más
numerosas. Contienen sermones de cuaresma, de adviento, homilías dominicales;
el Santoral, con una nutrida serie de panegiricos para las fiestas y el Común
de varios santos. El Marial con colección riquísima de sermones
sobre la Salve, el Magnificat, el Ave María y
festividades de la Virgen.
2. Obras escriturísticas: la Explanatio
in Genesim con la exposición de los once primeros capítulos del Génesis; De
numeris amo rosis que es un opúsculo sobre el significado místico y cabalístico
del nombre hebreo de Dios.
3. Una obra de controversia religiosa: Lutheranismi
hypotyposis, compuesta entre el 1607 y el 1609.
4. Escritos de carácter personal y
autobiográfico: el opúsculo De rebus Austriae et Bohemiae, redactado por
orden de los superiores, narra las peripecias que vivió en tierras alemanas
entre 1599 y 1612. Y un grupo de cartas.
Se ha hablado mucho sobre el valor de cada
una de estas obras, y no es fácil formular una valoración exhaustiva. Lo cierto
es que las obras principales son el Mariale, la Explanatio in
Genesim y la Lutheranismi hypotyposis.
Ya nos hemos referido al Mariale al
hablar de la devoción del santo a la Virgen, de la que es un elocuente
documento. Pero es, a la vez, una verdadera mariología, rica, sólida, completa,
escrita en estilo oratorio. En ella se encuentra afirmadas con claridad, e iluminadas
magistralmente, incluso verdades que en tiempo de Lorenzo no estaban todavía
definidas como la Inmaculada, la
Asunción, la mediación universal de María—. Bien puede decirse que el santo
brindisino, con esta obra, merece figurar entre los más grandes mariólogos que
hubo hasta su tiempo.
La Explanatio in Genesim nos revela
en el santo al escriturista. La diligencia y meticulosidad con que indaga y
determina el sentido literal de la Escritura, el conocimiento que demuestra de
los Santos Padres y el dominio de las lenguas bíblicas manifiestan sus notables
dotes de exegeta. Y la seriedad del método empleado puede servir de ejemplo aun
después de casi cuatro siglos.
La Lutheranismi hypotyposis,
escrita contra Laiser, puede considerarse como su obra principal y más
orgánica. San Lorenzo se manifiesta en ella como uno de los polemistas más
destacados del período postridentino. Se trata de una completa refutación del
luteranismo, considerado desde tres puntos de vista: el histórico, es decir, en
la realidad viva o hipotiposis del fundador, Lutero; desde el punto de vista
doctrinal: en los errores y tergiversación de la
verdad cristiana por parte de la Iglesia luterana; desde el punto
de vista práctico: en la realidad permanente de sus secuaces, de los que Laiser
es prototipo. El aspecto más insólito y genial de la obra estriba en que
compendia las ventajas ofrecidas por los polemistas anteriores, es decir, las
ventajas de la controversia histórico-personal, y a la vez las de la
controversia doctrinal; ofrece una visión sintética y universal de los errores
luteranos y proporciona los argumentos esenciales para refutarlos; es un
compendio de la apologética culta y de la divulgación popular.
En cuanto a las obras destinadas a la
predicación, aun dejando de lado otras consideraciones, no se puede menos que
poner de relieve el uso magistral que el santo hace en ellas de la sagrada
Escritura; profundiza tanto en el texto que la Escritura parece ser el alma, la
vida, la sustancia misma de sus sermones. Leyéndolo, se siente uno frente a un
hombre que piensa con la Biblia, discurre con la Biblia, se expresa con el
lenguaje mismo de la Biblia, se emborracha de Biblia como una alondra se
emborracha de cielo y de sol. Esto imprime a sus discursos un aliento
extraordinario y un sabor profundamente sagrado; y al mismo tiempo corrobora
todo cuanto los compañeros de Lorenzo afirman unánimemente en
los procesos: que sabía de memoria la Biblia.
Y no hay que olvidar otro aspecto especial. Ninguna de sus obras,
salvo la Lutheranismi hypotyposis, estaba destinada a la imprenta. Esto
nos hace admirar todavía más el vigor y la profundidad de pensamiento que
encontramos en sus páginas, la solidez teológica que lo distingue, la claridad
y elegancia de su expresión.
Después de todo lo que llevamos dicho
sobre la vida y actividad de san Lorenzo de Brindis, encaja perfectamente el
juicio sintético y expresivo que encontramos en el decreto con que la Sagrada Congregación
de Ritos reconocía su doctorabilidad el 28 de noviembre de 1958: «Con su
actividad tan eficaz y amplia, armoniosa y oportunamente unida a una doctrina
singular, refulgió como luz espléndida en medio de la Iglesia, iluminó
admirablemente el tesoro de la fe, disperso las tinieblas de los errores,
aclaró las cosas oscuras, disipó las dudas, abrió los arcanos de la Escritura,
así que con
razón puede ser proclamado «Doctor Apostólico».
NOTA BIBLIOGRAFICA
OBRAS DE SAN LORENZO DE BRINDIS:
S. Laurentius a Brundusio, O.F.M.Cap., Opera omnia a
patribus minoribus capuccinis provinciae Venetae e textu originali nunc primum
in lucem edita notisque illustrata, 1-X/2, Patavii 1928-1956: 1. Mariale, 1928; II/1-3. Lutheranismi hypotyposis, 1930-1933: III. Explanatio
in Genesim, 1935; IV. Quadragesimale primum, 1936; V/1-3. Quadragesimale
secundum, 1938-1940; VI. Quadragesimale tertium, 1941; VII. Adventus,
1942; VIII. Dominicalia, 1943; IX. Sanctorale,
1944; X/1. Quadragesimale quartum, 1954; X/2. Sermones de
tempore adiectis opusculis: I. De rebus Austriae et Bohemiae, II. De
numeris amorosis, 1956.
FUENTES HISTORICO-JURIDICAS:
Brundisina beatificationis et canonizationis
ven. servi Dei p. Laurentii a Brundusio... Summarium super dubio
an contest de virtutibus theologalibus fide spe et charitate erga Deum et
proximum
etc., Roma 1756.
Acta et decreta causarum beatificationis
et canonizationis O.F.M.Cap..., cura et studio Silvini a Nadro, Romae-Mediolani 1964, 991-1043.
PRINCIPALES BIOGRAFIAS:
Angelo M. de Rossi, Vita del ven. servo
di Dio p. Lorenzo da Brindisi generale de' frati minori cappuccini di s.
Francesco, Roma 1710.
Bonaventura da Coccaglio, Vita virtú e miracoli
del beato Lorenzo da Brindisi..., Venezia 1783.
Francisco de Ajofrín, Vida virtudes y
milagros del beato Lorenzo de Brindis..., Venezia 1784; 2. ed. Barcelona
1889; 3. ed. Madrid 1904.
Laurent
d'Aoste, Le bienhereux Laurent de Brindes..., Parigi 1867. Anthony
Brenna, Life of saint Lawrence apostle and diplomat, Londres 1911
L. M. Núñez, Los procesos de 1630 y
1677 para la beatificación de san Lorenzo de Brindisen Archivo
Ibero-Americano 12 (1919) 312-389.
Andrés de Palma de Mallorca, Palá de Torroella
y el recuerdo de san Lorenzo de Brindis, Barcelona 1948.
Arturo M. da Carmignano di Brenta, San
Lorenzo da Brindisis dottore della Chiesa universale, 5 voll., Padova
1960-1963.
Dado que la bibliografía sobre la vida y
actividades del santo es muy abundante, consúltese la siguiente obra que nos
presente un elenco general:
Felice da Mareto, Bibliographia
Laurentiana opera complectens an. 1611-1961 edita de sancto Laurentio a
Brindisi doctore apostolico, Roma 1962.
Comentarios
Publicar un comentario