Lectio Divina Domingo XXII del Tiempo Ordinario A. Señor, mi alma tiene sed de ti.

 Dios mío, ten piedad de mí, pues sin cesar te invoco: Tú eres bueno y clemente, y rico en misericordia con quien te invoca.

Jeremías 20,7-9         Romanos 12,1-2        Mateo: 16,21-27



 

LECTIO

 

PRIMERA LECTURA

Soy objeto de burla por anunciar lo Palabra del Señor

Del libro del profeta Jeremías: 20, 7-9

 

Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; fuiste más fuerte que yo y me venciste. He sido el hazmerreír de todos; día tras día se burlan de mí. Desde que comencé a hablar, he tenido que anunciar a gritos violencia y destrucción. Por anunciar la palabra del Señor, me he convertido en objeto de oprobio y de burla todo el día. He llegado a decirme: "Ya no me

acordaré del Señor ni hablaré más en su nombre".

Pero había en mí como un fuego ardiente, encerrado en mis huesos; yo me esforzaba por contenerlo y no podía. 

 

Palabra de Dios. 

Te alabamos, Señor.

 

El texto está tomado de la última de las «Confesiones» de Jeremías, interpoladas entre los capítulos precedentes del libro (cc. 11; 15; 17; 18), donde mejor aflora la compleja personalidad del profeta, incomprendido y perseguido. Una lectura completa de la perícopa,

hasta el v. 18, ilustraría mejor la variedad de sentimientos que afligen y desgarran al profeta (algo irrefrenable: «dentro de mí era como un fuego devorador», cf. v. 9). Describe a Dios como un seductor violento y poderoso; según el profeta, Dios, y no otro, es el origen y la causa de todas las desdichas de su vida («maldito el día en que nací», v. 14). Aquella palabra irresistible, que en otro tiempo Jeremías devoraba con avidez y era la delicia de su corazón (Jr 15,16), ahora se ha convertido en motivo de burla e irrisión. Desertar de la misión profética es como querer apagar en su propio corazón el ardor de la llama divina: es imposible.

 

SEGUNDA LECTURA

Ofrézcanse ustedes mismos como una ofrenda viva.

De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 12, 1-2

 

Hermanos: Por la misericordia que Dios les ha manifestado, los exhorto a que se ofrezcan ustedes mismos como una ofrenda viva, santa y agradable a Dios, porque en esto consiste el verdadero culto. No se dejen transformar por los criterios de este mundo, sino dejen que una nueva manera de pensar los transforme internamente, para que sepan distinguir cuál es la voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto. 

 

Palabra de Dios. 

Te alabamos, Señor.

 

Al final de la sección dedicada al tema de la salvación, Pablo concluía que la misericordia divina es el motor del plan salvador de Dios para judíos y gentiles, para todos. Ahora, en nombre de la misericordia de Dios -gancho introductorio de la última parte de la carta, de índole exhortativa-, y en respuesta a la gracia recibida, Pablo anima a los hermanos en la fe para que le den a la vida una dimensión sacra y sacrificial. El culto espiritual (literalmente, loghikós; «según el Logos»!), realizado en el Espíritu del Resucitado, conlleva que nos presentemos delante del Señor (el verbo tiene resonancias esponsalicias) en la globalidad y en la concreción («cuerpo») de lo que somos, como sacrificio «vivo, santo y agradable a Dios». No se trata de ofrecer sacrificios sustitutivos de víctimas animales en lugar de ofrendas humanas, sino de ofrecerse en sacrificio, y el Espíritu de adopción filial, infundido en nuestros corazones, transformará el «sacrificio» en «santo y agradable a Dios». Las consecuencias de una orientación de vida semejante nos defienden, por un lado, del «conformismo» frente a la mentalidad del mundo presente, que se sitúa en las antípodas de las enseñanzas evangélicas, y, por el otro, nos permiten realizar la «metamorfosis», que comporta la renovación de la mente (la metánoia evangélica). Así se consigue el auténtico discernimiento, cuyo fruto consiste en hacer cuanto es bueno, agradable y perfecto ante Dios; esto es, el cumplimiento de la voluntad divina.

 

EVANGELIO

El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo.

Del santo Evangelio según san Mateo: 16,21-27

 

En aquel tiempo, comenzó Jesús a anunciar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén para padecer allí mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que tenía que ser condenado a muerte y resucitar al tercer día.

Pedro se lo llevó aparte y trató de disuadido, diciéndole: "No lo permita Dios, Señor. Eso no te puede suceder a ti". Pero Jesús se volvió a Pedro y le dijo: "¡Apártate de mí, Satanás, y no intentes hacerme tropezar en mi camino, porque tu modo de pensar no es el de Dios, sino el de los hombres!".

Luego Jesús dijo a sus discípulos: "El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar uno a cambio para recobrarla?

Porque el Hijo del hombre ha de venir rodeado de la gloria de su Padre, en compañía de sus ángeles, y entonces le dará a cada uno lo que merecen sus obras". 

 

Palabra del Señor. 

Gloria a ti, Señor Jesús.

 

Con el reconocimiento del mesianismo de Jesús se abre una nueva etapa en el camino del evangelio. Mateo lo subraya: «Desde entonces comenzó Jesús...» (v. 21) a mostrarles con claridad el destino que le esperaba: el rechazo («sufrir mucho») por parte de las autoridades

judías que constituían el sanedrín («los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la Ley»), la muerte ignominiosa («lo matarían») y, finalmente, la resurrección (v. 21).

Afrontar un destino semejante es un deber («tenía que ir a...»), una necesidad ineludible que entra en la lógica de la encarnación: compartir hasta el final el camino del hombre pecador. Jesús reproduce con exactitud la antigua profecía del siervo sufriente.

La primera oposición a la meta de Jesús nace desde dentro del grupo de los discípulos. Antes, Pedro, por revelación del Padre, se erigió en portavoz del mesianismo de Jesús; ahora, haciendo valer sus credenciales ante el Maestro, explaya su humanidad («carne y sangre», Mt 16,17), pretende evitar una misión cuyo resultado es tan desconcertante como ofensivo. Y reacciona «tomándolo aparte» (v. 22); Cristo quiere restituir la situación y, públicamente, corrige al apóstol. Reconoce en la propuesta de Pedro la presencia del Tentador y rechaza la tentación con la misma rotundidad que lo había hecho durante su estancia en el desierto: «¡Satanás! Eres para mí un obstáculo» (v. 23; cf. Mt 4,10).

La incomprensión de los discípulos pende como una espada de Damocles sobre el seguimiento y culminará con la traición de Judas y la negación de Pedro, quien en esta ocasión «no ha tenido los sentimientos que corresponden a quienes están unidos a Cristo Jesús» (cf. Flp 2,5). Llegado el momento, Cristo explica su elección: la vida (¡el alma!) se salva haciéndola don y ofrenda. Si la vida tiene un valor absoluto, la vida es la condición imprescindible del seguimiento (cf. Mt 10,38ss, donde aparecen los mismos versículos).

 

MEDITATIO

 

Podemos releer el presente fragmento evangélico a la luz del testimonio de Jeremías y la exhortación de Pablo y transformar la vida en un sacrificio espiritual en constante discernimiento.

Cristo, figura del profeta perseguido (cf. Mt 16,14: ...otros que Jeremías»), después del discernimiento madurado en la soledad del desierto y del reconocimiento de su mesianismo por boca de Pedro, quiere abrir la mente de los apóstoles al sentido profundo de su misión, según el oráculo del siervo sufriente de Isaías. El camino de la salvación nunca puede ser el de la perdición, pues la desobediencia primera ha sido reemplazada con la obediencia incondicional al designio divino, que ha tomado cuerpo con la encarnación.

El Verbo hecho carne, una vez que asume la naturaleza humana y se adentra en la maraña de la historia, tiene que acoger hasta el final la trayectoria connatural de los acontecimientos humanos. En el caminar de su vida ve reflejado el significado profundo de la existencia humana, llamada a realizarse en la donación de sí misma. Y es en esta ofrenda, realizada en la cotidianeidad de la vida, donde el hombre celebra el auténtico culto espiritual.

 

ORATIO

 

Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad,

mi memoria, mi entendimiento, toda mi voluntad,

todo mi haber y poseer.

Vos me lo disteis, a vos, Señor, lo torno.

Todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad.

Dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta.

(Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, 234).

 

CONTEMPLATIO

 

Hijo, no puedes poseer libertad perfecta si no te niegas del todo a ti mismo.

En prisiones están todos los ricos y amadores de sí mismos, los codiciosos, ociosos y vagabundos, y los que buscan siempre las cosas de gusto y no las de Jesucristo, sino que antes componen e inventan muchas veces lo que no ha de durar.

Porque todo lo que no procede de Dios perecerá.

Imprime en tu alma esta breve y perfectísima máxima: Déjalo todo, y lo hallarás todo; deja tu apetito, y hallarás sosiego.

Reflexiona bien esto y, cuando lo cumplieres, lo entenderás todo.

Señor, no es ésta obra de un día, ni juego de niños; antes en tan breve sentencia se encierra toda la perfección religiosa.

Hijo, no debes volver atrás, ni decaer presto en oyendo el camino de los perfectos; antes debes esforzarte para cosas más altas o, a lo menos, aspirar a ellas con deseo.

¡Ojalá hubieses llegado a tanto que no fueses amador de ti mismo y estuvieses dispuesto puramente a mi voluntad y a la del superior que te he dado! Entonces me agradarías sobremanera y toda tu vida correría gozosa y pacífica.

Aún tienes mucho que dejar; que si no lo renuncias enteramente, no alcanzarás lo que me pides (Tomás de Kempis, Imitación de Cristo, III, 32,1-3).

 

ACTIO

 

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

 

«Dame, Señor, los mismo sentimientos de Cristo Jesús » (cf. Flp 2,5).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

«Aprende a despreciar las cosas exteriores y dirigirte a las interiores y verás venir el Reino de Dios a ti» (Imitación de Cristo, 2,1). Se trata de separarse, y con fuerza, de esa exterioridad en que queda aprisionada y reducida la vida del hombre, para volverse y renovar el interior, esa interioridad que caracteriza al hombre. El logro de una conquista semejante requiere distanciamiento de las cosas exteriores, ya que mientras estés ocupado en ellas no puedes pensar en ti: Cristo vendrá a ti si le has preparado en tu interior una digna vivienda; por eso el autor de la Imitación te sugiere insistentemente: hazle sitio en tu interior a Cristo y niégale la entrada a todo lo demás. ¡Cuántos desapegos no están incluidos en «todo lo demás!

Desapego de las cosas, de todas las cosas a las que a veces se apega nuestro corazón inadvertidamente y que nos impiden adherirnos totalmente a Cristo; desapego de los lugares a los que fácilmente el corazón se vincula bajo la apariencia de bien; desapego de las personas, en el sentido de que los afectos no obstaculicen el triunfo de Cristo en nosotros ni se lo impidan a los demás... (G. Lazzati, II Regno di Dio è in mezzo a noi, I, Milán, 1976, 19ss).

 

 

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