Lectio Divina Dpmingo XX del Tiempo Ordinario A. Jesús predicaba la buena nueva del Reino y curaba a la gente de toda enfermedad.

 

Con el Señor viene la misericordia, y la abundancia de su redención.

Isaías: 56, 1. 6- 7     Romanos 11,13-15.29-32   Mateo 15,21-28

 

 

LECTIO

 

PRIMERA LECTURA

Conduciré a los extranjeros a mi monte santo.

Del libro del profeta Isaías: 56, 1. 6- 7

 

Esto dice el Señor: "Velen por los derechos de los demás, practiquen la justicia, porque mi salvación está a punto de llegar y mi justicia a punto de manifestarse. A los extranjeros que se han adherido al Señor para servirlo, amarlo y darle culto, a los que guardan el sábado sin profanarlo y se mantienen fieles a mi alianza, los conduciré a mi monte santo y los llenaré de alegría en mi casa de oración. Sus holocaustos y sacrificios serán gratos en mi altar, porque mi templo será casa de oración para todos los pueblos".

 

Palabra de Dios.

Te alabamos, Señor.

 

Con esta página comienza la tercera parte del libro de Isaías, introducida con un oráculo que se remonta al regreso de Israel del destierro babilónico (538 a. de C.). La salvación llega, y con ella la justicia y el derecho. Será dichoso quien «observe el sábado», el mandamiento principal de la normativa judía y la señal elocuente de la justa relación del hombre con Dios, sobre el que tanto insisten los guías de Israel durante el período postexílico. Ni el extranjero (el prosélito reclutado entre los paganos) que se adhieran al Señor, ni el eunuco (el judío nacido de un matrimonio ilegítimo contraído con extranjeros) que observe el sábado serán excluidos de la salvación. Así resuenan los vv. 2-5 omitidos en la lectura de la liturgia. Extranjeros y eunucos entrarán en la alianza y se reunirán en el templo, que se llamará «casa de oración para todos los pueblos» (cf. Mc 11,17). El culto sacrificial ofrecido por quienes antes estaban excluidos es ahora aceptado. Un signo profético del pueblo de la alianza, llamado a promover la alianza de los pueblos (A. Chouraqui).

 

SEGUNDA LECTURA

Dios no se arrepiente de sus dones ni de su elección.

De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 11, 13-15. 29-32

 

Hermanos: Tengo algo que decirles a ustedes, los que no son judíos, y trato de desempeñar lo mejor posible este ministerio. Pero esto lo hago también para ver si provoco los celos de los de mi raza y logro salvar a algunos de ellos. Pues, si su rechazo ha sido reconciliación para el mundo, ¿qué no será su reintegración, sino resurrección de entre los muertos? Porque Dios no se arrepiente de sus dones ni de su elección. Así como ustedes antes eran rebeldes contra Dios y ahora han alcanzado su misericordia con ocasión de la rebeldía de los judíos, en la misma forma, los judíos, que ahora son los rebeldes y que fueron la ocasión de que ustedes alcanzarán la misericordia de Dios, también ellos la alcanzarán. En efecto, Dios ha permitido que todos cayéramos en la rebeldía, para manifestarnos a todos su misericordia.

 

Palabra de Dios.

Te alabamos, Señor.

 

Después de resaltar el rechazo del Mesías-Cristo por Israel, Pablo se pregunta si un acto así conlleva el repudio de Israel por parte del Dios de la alianza. Una vez dicho que es imposible, queda por explicar la razón de un hecho de tal importancia: la razón consiste en los «celos» que habría provocado en el pueblo elegido el traspaso de las promesas de los judíos a los paganos, estimulando, de esta manera, la fidelidad al Dios de los Padres y a sus designios salvíficos. Pablo, por el contrario, escribe que el rechazo de Cristo por parte de Israel ha significado la reconciliación del mundo. Pero cuando Israel reconozca que en Cristo «tiene su cumplimiento la Ley» (Rom 10,4), entonces será «como un volver de los muertos a la vida», un acontecimiento estrepitoso que sólo la potencia divina puede realizar.

Para clarificar mejor su reflexión, el apóstol desarrolla (en la sección omitida por la liturgia) la metáfora del acebuche (los paganos) injertado en el olivo (los judíos) y concluye diciendo: «Si tú has sido cortado de un olivo silvestre, al que por naturaleza pertenecías, y has sido injertado contra tu naturaleza en el olivo bueno, ¡con cuánta mayor facilidad podrán ser injertadas las ramas originales en el propio olivo!» (v. 24). En este punto Pablo habla de «misterio», del plan providencial de Dios, que espera el ingreso de todos en el Reino mesiánico, y, por supuesto, el acceso está abierto para Israel. Ninguno de los dos pueblos -judíos y paganos, puede arrogarse derechos de progenitura, porque a entrambos cruza la desobediencia y ambos son llamados a experimentar la misericordia divina.

 

EVANGELIO

Mujer, ¡qué grande es tu fe!

Del santo Evangelio según san Mateo: 15, 21-28

 

En aquel tiempo, Jesús se retiró a la comarca de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea le salió al encuentro y se puso a gritar: "Señor, hijo de David, ten compasión de mí. Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio". Jesús no le contestó una sola palabra; pero los discípulos se acercaron y le rogaban: 'Atiéndela, porque viene gritando detrás de nosotros". Él les contestó: "Yo no he sido enviado sino a las ovejas descarriadas de la casa de Israel". Ella se acercó entonces a Jesús y, postrada ante él, le dijo: "¡Señor, ayúdame!". Él le respondió: "No está bien quitarles el pan a los hijos para echárselo a los perritos".

Pero ella replicó: "Es cierto, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de sus amos". Entonces Jesús le respondió: "Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas". Y en aquel mismo instante quedó curada su hija.

 

Palabra del Señor.

Gloria a ti, Señor Jesús.

 

Después de una serie de gestos y palabras que tienen por escenario el lago de Tiberíades, Cristo se adentra en territorio pagano, en la comarca fenicia que forma parte de Siria y es limítrofe con Galilea. Al encuentro le sale una mujer cananea (Marcos habla de una mujer «sirofenicia») y le dirige una súplica en la que reconoce implícitamente el mesianismo («Hijo de David») y el señorío de Cristo.

Habría bastado esta premisa, máxime sabiendo que se trataba de una posesión diabólica (los paganos estaban considerados bajo el dominio de Satanás) y que estaba acompañada de la invocación de la piedad divina, para ganarse favorablemente la voluntad de Cristo.

Sin embargo, aunque Jesús haya venido «para destruir las obras del diablo» (1 Jn 3,8), declara su preferencia actual por «las ovejas perdidas del pueblo de Israel» (cf. Mt 10,6).

La insistencia y los razonamientos de la mujer obtienen el resultado esperado y el Señor le descubre a la cananea la grandeza de su fe: «¡Qué grande es tu fe!» muy superior a la de los observantes judíos, que desde el rechazo y la incomprensión «se sentían ofendidos al oír las palabras» del Señor (Mt 15,12).

 

MEDITATIO

 

Con el episodio de la cananea, la Iglesia de los orígenes afrontaba una cuestión de capital importancia, y no menos decisiva para la Iglesia de hoy: la salvación del que todavía no ha sido alcanzado por el Evangelio de Jesús. La intervención de la mujer se puede formular de la siguiente manera: «La salvación pasa por el reconocimiento del mesianismo y el señorío de Cristo». El mismo Mateo nos enseña en el gran cuadro del juicio universal (c. 25) que tal reconocimiento puede ser implícito, ya que está más ligado al amor al prójimo que a la pertenencia formal a la Iglesia. Con eso se salvaguarda la unicidad de la salvación, que tiene en Cristo muerto y resucitado a su artífice, y, al mismo tiempo, la apertura universal a los dones divinos.

Tal apertura ya fue anunciada proféticamente para la era mesiánica: ver el templo de Dios abierto a toda la gente. Este «nuevo templo» es la humanidad misma de Cristo, como recordará la Carta a los Hebreos, donde habita la divinidad, de modo que cada hombre que ore puede considerarse, según Pablo, «templo de Dios», llamado a insertarse como miembro vivo en el cuerpo de Cristo.

Toda la familia humana tiene cabida en el misterio divino que comporta la recapitulación de cada criatura en Jesucristo, el Señor. Así lo enseña el Concilio Vaticano II: «Una sola es la vocación última de todos los hombres, es decir, la vocación divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo que sólo Dios conoce, se asocien a su misterio pascual» (Concilio Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, n. 22, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid -1976, 289-291).

 

ORATIO

 

Señor Jesucristo, hijo de David, acoge nuestra súplica. Aunque no venimos de tierras paganas sometidas por el maligno, siempre somos ovejas extraviadas de tu rebaño. En nuestros corazones pende un pasado de idolatría e infidelidad. Ciertamente, no somos dignos de sentarnos a la mesa de los hijos, pero una migaja de tu pan celeste puede redimirnos de nuestras perversiones y proporcionarnos el don de la salvación. Suscita en nosotros una «fe grande», como la de la cananea, de modo que podamos testimoniar entre los hombres los prodigios de tu amor.

 

CONTEMPLATIO

 

La verdad es que Cristo había salido de sus términos y la mujer de los suyos, y de este modo pudieron encontrarse uno con otro. Comienza el evangelista por acusar a la mujer, a fin de poner más de relieve la maravilla y proclamarla luego con más gloria. Al oír ese nombre de «cananea», acordaos de aquellas naciones inicuas que fundamentalmente trastornaron aun las mismas leyes de la naturaleza. Y con ese recuerdo, considerad el poder de la presencia de Cristo. Porque los que habían sido expulsados de la tierra para que no extanto más aptos que los judíos, que salen de sus propios términos para acercarse a Cristo, mientras aquéllos lo arrojan de los suyos cuando va a ellos.

Acercándose, pues, a Jesús, la mujer cananea se contenta con decirle: «¡Ten piedad de mí!», y pronto con sus gritos reúne en torno a sí todo un corro de espectadores. A la verdad, tenía que ser un espectáculo lastimoso ver a una mujer gritando con aquella compasión, y una mujer que era madre, que suplicaba en favor de su hija, y de una hija tan gravemente atormentada por el demonio. Porque ni siquiera se había atrevido a traer a la enferma en presencia del Señor, sino que, dejándola en casa, ella dirige la súplica y sólo le expone la enfermedad y nada más añade.

La cananea, después de contar su desgracia y lo grave de la enfermedad, sólo apela a la compasión del Señor y la reclama a grandes gritos. Y notemos que no dice: «Ten piedad de mi hija», sino «¡Ten piedad de mí!». Mi hija en realidad no se da cuenta de lo que sufre. «Mas él no le respondió palabra», ¿Qué novedad, qué extrañeza es ésta? ¡Y ni respuesta se le concede! Tal vez, muchos de los que la oyeron se escandalizaron, pero ella no se escandalizó. Yo creo que los mismos discípulos del Señor tuvieron alguna compasión de la desgracia de la mujer y hasta se turbaron y entristecieron un poco. Y, sin embargo, ni aun turbados se atrevieron a decirle al Señor: «Concédele esta gracia». No. «Y llegándose sus discípulos, le rogaban, diciendo: Despáchala, porque viene gritando detrás de nosotros». Pero Cristo les respondió: «Dios me ha enviado sólo a las ovejas perdidas del pueblo de Israel».

¿Qué hace, pues, la mujer? ¿Se calló por ventura al oír esa respuesta? ¿Se retiró? ¿Aflojó en su fervor? ¡De ninguna manera! Lo que hizo fue insistir con más ahínco. Realmente, no es eso lo que nosotros hacemos. Apenas vemos que no alcanzamos lo que pedimos, desistimos de nuestras súplicas cuando, por eso mismo, más debiéramos insistir. A la verdad, ¿a quién no hubiera desanimado la Palabra del Señor? El silencio mismo pudiera haberla hecho desesperar de su intento, y mucho más aquella respuesta. Y, sin embargo, la mujer no se desconcertó. Ella, que vio que sus intercesores nada podían, se desvergonzó con la más bella desvergüenza.

Cuanto más la mujer intensifica su súplica, con más fuerza también él se la rechaza. Ya no llama ovejas a los israelitas, sino hijos; a ella, en cambio, sólo le llama cachorrillo. ¿Qué hace entonces la mujer? De las palabras mismas del Señor sabe ella componer su defensa. He ahí por qué difirió Cristo la gracia: él sabía lo que la mu jer había de contestar. Así puntualmente con esta cananea. No quería el Señor que quedara oculta virtud tan grande de esta mujer. De modo que sus palabras no procedían del ánimo de insultarla, sino de convidarla, del deseo de descubrir aquel tesoro escondido en su alma.

Por eso no le dijo Cristo: «Quede curada tu hija», sino «Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que te suceda lo que pides». Con lo que nos da a entender que sus palabras no se decían sin motivo, ni para adular a la mujer, sino para indicarnos la fuerza de la fe (Juan Crisóstomo, «Homilías sobre el evangelio de san Mateo», 52,1-2, en Obras de san Juan Crisóstomo, II, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1956, 105-106).

 

ACTIO

 

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Ten piedad de mí, Señor, Hijo de David» (Mt 15,22).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

La mujer de la región de Tiro y Sidón ora forzada y empujada por la necesidad... No puede hacer otra cosa, porque su hija está «poseída», expresión que, entre otras cosas, significa que la comprensión entre ella y su hija hace tiempo se ha roto, que ha cesado desde mucho tiempo atràs al inteligencia del mundoy que ya no es posible volver a reconocer el alma de la otra detroasde las manifestaciones externas de los gestos y las palabras; como bajo la influencia de un poder extraño, la persona de la otra escapa a la percepción. Eso es lo que la Biblia designa con la terrible palabra «demonismo» (Dämonie). Teniendo presente el tormento de semejante enfermedad, la mujer se dirige a Jesús y, bajo la presión de la necesidad, nada podrá detenerla. Impulsada por los desvelos y la preocupación por su hija, no se deja apartar como una pesada, como pretenden los discípulos.

Abraza cualquier forma de humillación y se abandona a una forma de súplica que se podría calificar de perruna, si no se  viese en ella precisamente la grandeza de su hmildad.

Así de poderosos pueden llegar a ser los lazos del amor en la súplica de unos por otros (E. Drewermann, El mensaje de las mujeres. La ciencia del amor, Herder, Barcelona 1996, 134 - 135; traducción, Claudio Gancho).

 

 

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