Lectio Divina Martes XXXIII del Tiempo Ordinario A. El Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido.

 Nadie tiene un amor más grande, que el que da la vida por sus amigos.

Apocalipsis del apóstol San Juan: 3, 1-6.14-22. Lucas 19,1-10

 

LECTIO

 

PRIMERA LECTURA


Del libro del Apocalipsis del apóstol san Juan: 3, 1-6.14-22


Yo, Juan, oí que el Señor me decía: "Escribe al encargado de la comunidad cristiana de Sardes: Esto dice el que tiene los siete espíritus de Dios y las siete estrellas: 'Conozco tus obras. En apariencia estás vivo, pero en realidad estás muerto. Ponte alerta y reaviva lo que queda y está a punto de morir, pues tu conducta delante de mi Dios no ha sido perfecta. Recuerda de qué manera recibiste y escuchaste mi palabra; cúmplela y enmiéndate. Porque si no estás alerta, vendré como un ladrón, sin que sepas la hora en que voy a llegar. Tienes, sin embargo, en Sardes, algunas pocas personas que no han manchado sus vestiduras; ellos me acompañarán vestidos de blanco, pues lo merecen. El que venza también se vestirá de blanco. No borraré jamás su nombre del libro de la vida y lo reconoceré ante mi Padre y sus ángeles'. El que tenga oídos, que oiga lo que el Espíritu dice a las comunidades cristianas. Escribe al encargado de la comunidad cristiana de Laodicea:

Esto dice el que es el Amén, el testigo fiel y veraz, el origen de todo lo creado por Dios: 'Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. Ojalá fueras frío o caliente. Pero porque eres tibio y no eres ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca. Dices que eres rico, que has acumulado riquezas y que ya no tienes necesidad de nada, pero no sabes que eres un desdichado, miserable, pobre, ciego y desnudo. Por eso te aconsejo que vengas a comprarme oro purificado por el fuego, para que te enriquezcas; vestiduras blancas, para que te las pongas y cubras tu vergonzosa desnudez, y colirio, para que te lo pongas en los ojos y puedas ver. Yo reprendo y corrijo a todos los que amo. Reacciona, pues, y enmiéndate. Mira que estoy aquí, tocando la puerta; si alguno escucha mi voz y me abre, entraré a su casa y cenaremos juntos. Al que venza lo sentaré conmigo en mi trono; lo mismo que yo, cuando vencí, me senté con mi Padre en su trono'. El que tenga oídos, que oiga lo que el Espíritu dice a las comunidades cristianas". 

 

Palabra de Dios. 

R/. Te alabamos, Señor.

 

Tras las siete cartas que Juan envía a las siete Iglesias, la liturgia de hoy nos presenta un par de ellas: del tenor de estas dos cartas podemos intuir el mensaje que el apóstol quiere enviar a cada comunidad cristiana. Podemos considerar estas cartas como dirigidas a nosotros, en la medida en que nos hagamos cargo de vivir el Evangelio en el que creemos. De estas misivas podemos obtener una variada tipología de comunidades creyentes: algunas están muertas desde el punto de vista espiritual, otras están sólo tibias, otras se encuentran amenazadas con la pérdida del sentido de novedad que nos aporta la fe en Cristo, otras, por último, están cerradas en sus falsas seguridades. Son todas las situaciones que, a lo largo de los siglos, se han ido perpetuando, y a nadie le está permitido aparentar que no está implicado personalmente.

Para una lectura global de las siete cartas es útil indicar la estructura de fondo que caracteriza a todas: en primer lugar aparecen las señas de cada Iglesia particular y la invitación a escuchar a aquel que es la Palabra y cuyo mensaje nos trae la salvación. En segundo lugar aparece la afirmación «Conozco tus obras», destinada a indicar que no sólo cada creyente, sino cada comunidad creyente es para el Señor como un cuaderno abierto. Sigue, después, la exhortación a la vigilancia y al ánimo, tanto para desmantelar y expulsar el mal que amenaza la vida espiritual de la comunidad como para renovar su compromiso.

 

EVANGELIO

Del santo Evangelio según san Lucas: 19, 1-10

 

En aquel tiempo, Jesús entró en Jericó, y al ir atravesando la ciudad, sucedió que un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de conocer a Jesús, pero la gente se lo impedía, porque Zaqueo era de baja estatura. Entonces corrió y se subió a un árbol para verlo cuando pasara por ahí. Al llegar a ese lugar, Jesús levantó los ojos y le dijo: "Zaqueo, bájate pronto, porque hoy tengo que hospedarme en tu casa".

El bajó enseguida y lo recibió muy contento. Al ver esto, comenzaron todos a murmurar diciendo: "Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador". Zaqueo, poniéndose de pie, dijo a Jesús: "Mira, Señor, voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes, y si he defraudado a alguien, le restituiré cuatro veces más". Jesús le dijo: "Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también él es hijo de Abraham, y el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que se había perdido". 

 

Palabra; del Señor. 

R/. Gloria a ti, Señor Jesús.

 

Jesús ha entrado en Jericó y está atravesando la ciudad cuando se encuentra con Zaqueo, un hombre bastante rico y jefe de publicanos (vv. 1ss). El itinerario de este hombre merece también que nos ocupemos de él. Ya es relevante el hecho de «que quería ver a Jesús» (v. 3): no era sólo su pequeña estatura lo que se lo impedía, sino también su lejanía psicológica y espiritual. De todos modos, es cierto que Zaqueo aparece desde el principio como un hombre que busca. 

Que buscaba de verdad lo sabemos a través del desarrollo de esta perícopa evangélica, en la que percibimos de inmediato la iniciativa de Jesús, que levanta la mirada e invita a Zaqueo a que baje del árbol (v. 5). También Jesús, por consiguiente, desea conocer profundamente a Zaqueo y satisfacer su búsqueda. Su encuentro se convierte de inmediato en momento de gracia: «Hoy tengo que alojarme en tu casa... Hoy ha llegado la salvación a esta casa» (vv. 5.9). En este «hoy» no podemos dejar de reconocer, por un lado, la realización de la misión de Jesús y, por otro, la apertura de todo verdadero buscador al don de la salvación. Permanecer abiertos al hoy de Dios, percibir la presencia de Dios en el hoy del hombre, constituye el gran secreto de quien está verdaderamente dispuesto a caminar detrás de Jesús. Para decirlo con sus propias palabras, Jesús «ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (v. 10): a cada uno se le ofrece la oportunidad de verle, de encontrarle y de reconocerle por lo que es verdaderamente.

 

MEDITATIO

 

La liturgia de la Palabra que nos propone hoy la Iglesia presenta las dos dimensiones de la salvación en Cristo Jesús: la estrictamente personal y la comunitaria. Bien estará que detengamos nuestra reflexión sobre estos dos momentos del único itinerario que va desde la fe al testimonio de vida.

Por un lado, tenemos a Zaqueo, que, tras haber reconocido a Jesús y haberlo recibido en su casa «muy contento» e indiferente a las murmuraciones de la gente que le considera «un pecador» público, decide dar la mitad de sus bienes a los pobres y, en caso de fraude, restituir «cuatro veces más». Así pues, su fe es una fe eficaz, una fe que no tarda en traducirse en opciones concretas y en gestos de benevolencia con el prójimo, sobre todo con los pobres. Sabemos muy bien que si la fe no se traduce en «buenas obras» no es auténtica, no es creíble, no es camino.

Por otro lado, tenemos las comunidades cristianas a las que se dirige el apóstol Juan en la primera lectura: su comportamiento deja mucho que desear en diferentes aspectos y el apóstol no puede callar: sería caer en connivencia, sería comprometerse él mismo. Por eso

hace lo contrario: les indica a las comunidades la necesidad de traducir en gestos concretos y creíbles la fe que profesan públicamente. Un compromiso como ése tiene dos aspectos: el primero es negativo y consiste en la necesidad de eliminar de la vida comunitaria todo lo que

pueda comprometer su salud espiritual; el segundo es positivo y consiste en cultivar con alegría y un sentido de gran responsabilidad el don de la fe. Como perspectiva última de este compromiso, el apóstol habla del premio reservado a todos los que, con Jesús y como Jesús,

podrán ser reconocidos como «vencedores».

 

ORATIO

 

¡Señor Jesús, cuántos muertos andantes por uno solo que vive! Está muerto quien se alimenta del alboroto babélico que le rodea. Un alboroto hecho a base de televisión, discotecas, rumor, curiosidades inútiles. Está vivo el que, alejado de una propaganda interesada, es capaz de mantenerse en silencio para ir en busca de la verdad. Está muerto quien corre de una manera frenética, sin meta, hipnotizado por la moda, drogado por la diversión y la actividad desenfrenada. Está vivo quien es capaz de cultivar una libertad interior que le permite comprar «oro acrisolado en el fuego» para ir contra la corriente hacia el verdadero bien; «vestidos blancos» para convertirse en personas reflexivas y capaces de vencer una superficialidad que se propaga; «colirio» para recuperar la vista y estar así en condiciones de llevar a cabo decisiones equilibradas y responsables.

Está muerto quien, radiante del poder y de la neurosis del beneficio, se acomoda en su bienestar, indiferente a las tragedias humanas, impermeable a las llamadas de la justicia. Está vivo quien no ignora el mal que ha hecho ni se esconde o huye, sino que intenta restituir cuatro veces más para restablecer a la persona ofendida. ¡Señor Jesús, cuántos muertos andantes por uno solo que vive!

 

CONTEMPLATIO

 

Y ahora, Señor, mi Dios, enseña a mi corazón dónde y cómo buscarte, dónde y cómo encontrarte.

Señor, si no estás aquí, ¿dónde te buscaré, estando ausente? Si estás por doquier, ¿cómo no descubro tu presencia? Cierto es que habitas en una claridad inaccesible. Pero ¿dónde se halla esa inaccesible claridad? ¿Cómo me acercaré a ella? ¿Quién me conducirá hasta ahí para verte en ella? Y luego, ¿con qué señales, bajo qué rasgo te buscaré? Nunca te vi, Señor, Dios mío; no conozco tu rostro.

¿Qué hará, altísimo Señor, éste tu desterrado tan lejos de ti? ¿Qué hará tu servidor, ansioso de tu amor, y tan lejos de tu rostro? Anhela verte, pero tu rostro está muy lejos de él. Desea acercarse a ti, pero tu morada es inaccesible. Arde en el deseo de encontrarte, pero ignora dónde vives. No suspira más que por ti, pero jamás ha visto tu rostro.

Señor, tú eres mi Dios, mi dueño, pero, con todo, nunca te vi. Tú me has creado y renovado, me has concedido todos los bienes que poseo, pero aún no te conozco. Me creaste, en fin, para verte, pero todavía nada he hecho de aquello para lo que fui creado.

Entonces, Señor, ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo te olvidarás de nosotros, apartando de nosotros tu rostro? ¿Cuándo, por fin, nos mirarás escucharás? ¿Cuándo llenarás de luz nuestros ojos y nos mostrarás tu rostro? ¿Cuándo volverás a nosotros?

Miranos, Señor; escúchanos, ilumínanos, muéstrate a nosotros. Manifiéstanos de nuevo tu presencia para que todo nos vaya bien; sin eso, todo será malo. Ten piedad de nuestros trabajos y esfuerzos para llegar a ti, porque sin ti nada podemos.

Enséñame a buscarte y muéstrate a quien te busca, porque no puedo ir en tu busca a menos que tú me ensenes, y no puedo encontrarte si tú no te manifiestas. Deseando te buscaré, buscando te desearé, amando te hallaré y hallándote te amaré (Anselmo de Canterbury, Proslogion, capítulo 1).

 

ACTIO

 

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

« Mira que estoy llamando a la puerta» (Ap 3,20).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

Aunque no siempre de una manera consciente y clara, en el corazón del hombre existe una profunda nostalgia de Dios, que san Ignacio de Antioquía expresó así, de una manera elocuente: «Un aguaviva susurra en mí y me dice por dentro: "Ven al Padre"» (Ad Rom 7). «Señor, muéstrame tu gloria» suplica Moisés en la montaña (Ex 33,18).

«A Dios nadie lo vio jamás, el Hijo único, que es Dios y que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer» (Jn 1,18). ¿Es, por tanto, suficiente con conocer al Hijo para conocer al Padre? Felipe no se deja convencer fácilmente: «Muéstranos al Padre», pide. Su insistencia nos obtiene una respuesta que supera nuestras expectativas: «Llevo tanto tiempo con vosotros, ay aún no me conoces, Felipe? El que me ve a mí ve al Padre» (Jn 14,8-11).

Tras la encarnación, existe un rostro de hombre en el que es posible ver a Dios: «Debéis creerme cuando afirmo que yo estoy en el Padre y el Padre está en mi», dice Jesús no sólo a Felipe, sino a todos los que crean (Jn 14,11). Desde entonces, quien acoge al Hijo de Dios acoge a aquel que le ha enviado (Juan Pablo Il).

 

De una Carta del director espiritual de santa Isabel, Conrado de Marburgo, presbítero

(Carta al papa Gregorio IX, año 1232: A. Wyss, Hessisches Urkundenbuch 1, Leipzig 1879, pp. 31-35)

 

Isabel reconoció y amó a Cristo en la persona de los pobres

 

Pronto Isabel comenzó a destacar por sus virtudes, y, así como durante toda su vida había sido consuelo de los pobres, comenzó luego a ser plenamente remedio de los hambrientos. Mandó construir un hospital cerca de uno de sus castillos y acogió en él gran cantidad de enfermos e inválidos; a todos los que allí acudían en demanda de limosna les otorgaba ampliamente el beneficio de su caridad, y no sólo allí, sino también en todos los lugares sujetos a la jurisdicción de su marido, llegando a agotar de tal modo todas las rentas provenientes de los cuatro principados de éste, que se vio obligada finalmente a vender en favor de los pobres todas las joyas y vestidos lujosos.

 

Tenía la costumbre de visitar personalmente a todos sus enfermos, dos veces al día, por la mañana y por la tarde, curando también personalmente a los más repugnantes, a los cuales daba de comer, les hacía la cama, los cargaba sobre sí y ejercía con ellos muchos otros deberes de humanidad; y su esposo, de grata memoria, no veía con malos ojos todas estas cosas. Finalmente, al morir su esposo, aspirando a la máxima perfección, me pidió, con lágrimas abundantes que le permitiese ir a mendigar de puerta en puerta.

 

En el mismo día del Viernes santo, mientras estaban desnudados los altares, puestas las manos sobre el altar de una capilla de su ciudad, en la que había establecido frailes menores, estando presentes algunas personas, renunció a su propia voluntad, a todas las pompas del mundo y a todas las cosas que el Salvador, en el Evangelio, aconsejó abandonar. Después de esto, viendo que podía ser absorbida por la agitación del mundo y por la gloria mundana de aquel territorio en el que, en vida de su marido, había vivido rodeada de boato, me siguió hasta Marburgo, aun en contra de mi voluntad: allí, en la ciudad, hizo edificar un hospital, en el que dio acogida a enfermos e inválidos, sentando a su mesa a los más míseros y despreciados.

 

Afirmo ante Dios que raramente he visto una mujer que a una actividad tan intensa juntara una vida tan contemplativa, ya que algunos religiosos y religiosas vieron más de una vez cómo, al volver de la intimidad de la oración, su rostro resplandecía de un modo admirable y de sus ojos salían como unos rayos de sol.

 

Antes de su muerte, la oí en confesión, y, al preguntarle cómo había de disponer de sus bienes y de su ajuar, respondió que hacía ya mucho tiempo que pertenecía a los pobres todo lo que figuraba como suyo, y me pidió que se lo repartiera todo, a excepción de la pobre túnica que vestía y con la que quería ser sepultada. Recibió luego el cuerpo del Señor y después estuvo hablando, hasta la tarde, de las cosas buenas que había oído en la predicación: finalmente, habiendo encomendado a Dios con gran devoción a todos los que la asistían, expiró como quien se duerme plácidamente.




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