Lectio Divina Miércoles XXXIII del Tiempo Ordinario A. Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo, el que Es, el que Era y el que vendrá

 Santo es el Señor, Dios todopoderoso, el que era, el que es y el que ha de venir.

Apocalipsis: del apóstol san Juan: 4, 1-11. Lucas: 19, 11-28



 

LECTIO

 

PRIMERA LECTURA

Del libro del Apocalipsis: del apóstol san Juan: 4, 1-11

 

Yo, Juan, tuve una visión: Vi una puerta abierta en el cielo, y la voz que había oído antes, semejante al sonido de una trompeta, me habló y me dijo: "Sube hacia acá y te enseñaré lo que va a suceder después".

Entonces fui arrebatado en espíritu y vi un trono puesto en el cielo, y alguien estaba sentado en el trono. El que estaba sentado en el trono brillaba con destellos rojos, como una piedra preciosa transparente, y un resplandor como de esmeralda rodeaba el trono.

Alrededor de este trono vi otros veinticuatro tronos, y en los tronos estaban sentados veinticuatro ancianos, vestidos con túnicas blancas y con coronas de oro sobre sus cabezas. Del trono salían relámpagos y truenos poderosos. Siete lámparas de fuego, que son los siete espíritus de Dios, ardían frente al trono, y delante de él había una especie de mar transparente, como de cristal.

En el centro, alrededor del trono, había cuatro seres vivientes, llenos de ojos por delante y por detrás. El primer ser viviente se parecía a un león; el segundo, a un toro; el tercero tenía cara de hombre, y el cuarto parecía un águila en vuelo. Los cuatro seres vivientes tenían seis alas cada uno y estaban llenos de ojos por dondequiera. Y no se cansaban de repetir día y noche: "Santo, santo, santo es el Señor, Dios todopoderoso, el que era, el que es y el que ha de venir".

Y cada vez que los seres vivientes alababan, bendecían y glorificaban al que está sentado en el trono, al que vive por los siglos de los siglos, los veinticuatro ancianos se postraban delante del que está sentado en el trono, adoraban al que vive por los siglos de los siglos, y depositaban sus coronas ante el trono, diciendo: "Señor y Dios nuestro, tú mereces recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú has creado todas las cosas: tú has querido que ellas existieran y fueron creadas". 

 

Palabra de Dios. 

R/. Te alabamos, Señor.

 

Tras las siete cartas a las siete Iglesias, prosigue el libro del Apocalipsis con dos visiones, la primera de las cuales constituye la primera lectura de esta liturgia. Por medio de algunos símbolos, bien conocidos por los que conocen el Antiguo Testamento, construye el apóstol Juan un gran escenario que tiene en su centro un trono de gloria. En este trono está sentado el Eterno, el Creador de todas las cosas (v. 2). Ante el Eterno se desarrolla una especie de procesión y se eleva una especie de himno de alabanza y de acción de gracias. Los elementos descriptivos sirven únicamente para concentrar la atención de todos -también la nuestra-sobre «aquel que está sentado en el trono», porque es Dios y sólo a él se le debe todo acto de adoración. De ahí que la visión descrita por el apóstol Juan tenga una función eminentemente práctica: la de introducirnos a cada uno de nosotros o, mejor, a la asamblea litúrgica que celebra los santos misterios, en esa liturgia celestial que constituye el modelo de toda liturgia terrestre.

Las distintas aclamaciones que suben hacia el Eterno, el «Señor Dios todopoderoso» (v. 8), constituyen la expresión de una piedad que conserva intacto su valor, tanto hoy como ayer. En primer lugar, el trisagio, el «tres veces santo», dirigido a «el que era, el que es y el que está a punto de llegar». Es fácil advertir que en esta triple indicación cronológica está sintetizada, en cierto modo, toda la historia de la humanidad, la cual, en cuanto visitada por Dios, se convierte en historia de la salvación. El otro himno de alabanza, que cierra esta primera lectura (11), reconoce en aquel que está sentado en el trono al Creador de todas las cosas y cuya voluntad está en el origen de la creación. De manera implícita captamos una invitación a no albergar temor alguno, en virtud de la protección que nos viene del Eterno.

 

EVANGELIO

Del santo Evangelio según san Lucas: 19, 11-28

 

En aquel tiempo, como ya se acercaba Jesús a Jerusalén y la gente pensaba que el Reino de Dios iba a manifestarse de un momento a otro, él les dijo esta parábola:

"Había un hombre de la nobleza que se fue a un país lejano para ser nombrado rey y volver como tal. Antes de irse, mandó llamar a diez empleados suyos, les entregó una moneda de mucho valor a cada uno y les dijo: 'Inviertan este dinero mientras regreso'.

Pero sus compatriotas lo aborrecían y enviaron detrás de él a unos delegados que dijeran: 'No queremos que éste sea nuestro rey'.

Pero fue nombrado rey, y cuando regresó a su país, mandó llamar a los empleados a quienes había entregado el dinero, para saber cuánto había ganado cada uno. Se presentó el primero y le dijo: 'Señor, tu moneda ha producido otras diez monedas'. Él le contestó: 'Muy bien. Eres un buen empleado. Puesto que has sido fiel en una cosa pequeña, serás gobernador de diez ciudades'. Se presentó el segundo y le dijo: 'Señor, tu moneda ha producido otras cinco monedas'. Y el señor le respondió: 'Tú serás gobernador de cinco ciudades'.

Se presentó el tercero y le dijo: 'Señor, aquí está tu moneda. La he tenido guardada en un pañuelo, pues te tuve miedo, porque eres un hombre exigente, que reclama lo que no ha invertido y cosecha lo que no ha sembrado'. El señor le contestó: 'Eres un mal empleado. Por tu propia boca te condeno. Tú sabías que yo soy un hombre exigente, que reclamo lo que no he invertido y que cosecho lo que no he sembrado, ¿por qué, pues, no pusiste mi dinero en el banco para que yo, al volver, lo hubiera recobrado con intereses?'.

Después les dijo a los presentes: 'Quítenle a éste la moneda y dénsela al que tiene diez'. Le respondieron: 'Señor, ya tiene diez monedas'. Él les dijo: 'Les aseguro que a todo el que tenga se le dará con abundancia, y al que no tenga, aun lo que tiene se le quitará. En cuanto a mis enemigos, que no querían tenerme como rey, tráiganlos aquí y mátenlos en mi presencia' ". Dicho esto, Jesús prosiguió su camino hacia Jerusalén al frente de sus discípulos. 

 

Palabra del Señor. 

R/. Gloria a ti, Señor Jesús.

 

Para comprender la parábola de los talentos es preciso tener presentes dos motivos fundamentales que se entrelazan en esta perícopa lucana: por un lado, Lucas quiere decir lo que significa ser discípulo; por otro, introduce el hecho del rey rechazado. El primer motivo prosigue y desarrolla el tema de las páginas precedentes, mientras que el segundo introduce el tema de las páginas que siguen. Pero es preciso que nos fijemos también en el inicio de esta parábola (v. 11), porque con ella Lucas pretende ilustrar el tema de la inminencia escatológica, enlazando así no sólo con el acontecimiento histórico de la entrada de Jesús en Jerusalén, sino también con la cuestión del «cuándo vendrá el Reino de Dios» (cf. Lc 17,20).

Del enlace de todos estos motivos es obvio que resulta una interpretación múltiple y diferenciada de la misma parábola, en la que Lucas, por otra parte, introduce algunos retoques personales. Por ejemplo, la alusión al «país lejano» (v. 12) al que se marchó el hombre noble:

de este modo indica Lucas que queda todavía una gran cantidad de tiempo antes de que vuelva el Señor. Bueno será recordar que también en 21,8 pondrá Lucas en guardia contra un posible error de valoración y de perspectiva en la espera del retorno del Señor.

Otro detalle lucano que merece ser puesto de relieve es el deber de hacer fructificar las minas o talentos. En efecto, si bien el Señor tarda en venir, no es menos cierto que vendrá

y que lo hará como juez; ante él es preciso presentarse con frutos en las manos para que

no nos diga que no nos conoce (cf. también Lc 12,4788). La exhortación evangélica llega así a todo verdadero discípulo de Jesús.

 

MEDITATIO

 

La parábola de Lucas, con su casi inagotable riqueza, nos invita a reflexionar sobre algunas actitudes típicas del discípulo al que se le dice que ha sido un criado bueno y fiel. Pero es preciso excavar en lo hondo de estos dos adjetivos calificativos para entrar en el mensaje evangélico. En efecto, Jesús no recomienda una fidelidad genérica o una bondad común, sino una fidelidad que se concreta en la obediencia a la voluntad del Señor y una bondad que se manifiesta en la disponibilidad total.

Estas dos actitudes revelan, por consiguiente, el ideal evangélico que Jesús quiere presentar y, en consecuencia, la espiritualidad propia de todo discípulo suyo. La fidelidad y la bondad son como las dos caras de una medalla; son dos aspectos de una sola personalidad que no se califica, ciertamente, por las cualidades morales, sino por el don de la gracia recibida y por el deseo constante de vivir según la voluntad del Maestro.

A diferencia de Mateo, que califica al siervo malo de «perezoso», Lucas le califica de «desobediente»: he aquí otra pequeña diferencia que sólo puede poner de relieve una comparación sinóptica entre los dos evangelistas. De este modo, el lector podrá sentirse adiestrado para seguir a cada evangelista por las pistas que le son propias y podrá componer las diferentes teselas del único retrato de Jesús. Ahora bien, si pasamos del ámbito de la redacción de ambos evangelistas al ámbito del Jesús histórico, es casi seguro que Jesús- frente al miedo de los fariseos, que habían subvertido todo el sistema de los valores- invita a sus discípulos, con esta parábola, a vencer todo miedo respecto a Dios y a alimentar una confianza profunda y total, que no teme a veces el riesgo y mantiene siempre abierto el corazón del discípulo al abandono total en su Dios.

 

ORATIO

 

Santo, santo, santo es el Señor.

Has hecho el mundo para nosotros:

las flores de mil colores para alegrarnos;

la lluvia para refrescar la tierra;

los pájaros para llenar el aire de cantos;

la luna y las estrellas para hacernos soñar.

 

Santo, santo, santo es el Señor.

Nos has creado y nos has colmado de dones:

la inteligencia para captar tus maravillas;

la voluntad para amar el universo;

la fantasía para alcanzar lo imposible;

la sonrisa para difundir tu alegría.

 

Santo, santo, santo es el Señor.

Haznos comprender:

la dimensión original e inefable de tus dones,

que escapan a cualquier juicio trivial;

la gravedad que encierra enterrar cualquier don

por miedo o por envidia,

por pereza o por favorecer nuestros planes;

la responsabilidad de hacerlos fructificar,

porque la esencia del don es ser entregado.

Santo, santo, santo es el Señor

 

CONTEMPLATIO

 

Siempre resultará provechoso esforzarse en profundizar en el contenido de la antigua tradición, de la doctrina y la fe de la Iglesia católica, tal como el Señor nos la entregó, tal como la predicaron los apóstoles y la conservaron los santos Padres. En ella, efectivamente, está fundamentada la Iglesia, de manera que todo el que se aparta de esta fe deja de ser cristiano y ya no merece el nombre de tal.

Existe, pues, una Trinidad, santa y perfecta, de la cual se afirma que es Dios en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que no tiene mezclado ningún elemento extraño o externo, que no se compone de uno que crea y de otro que es creado, sino que toda ella es creadora, es consistente por naturaleza, y su actividad es única. El Padre hace todas las cosas a través del que es su Palabra, en el Espiritu Santo. De esta manera, queda a salvo la unidad de la Santa Trinidad. Así, en la Iglesia se predica un solo Dios, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo. Lo trasciende todo, en cuanto Padre, principio y fuente; lo penetra todo, por su Palabra; lo invade todo, en el Espíritu Santo.

San Pablo, hablando a los corintios acerca de los dones del Espíritu, lo reduce todo al único Dios Padre, como al origen de todo, así: hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor, y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos.

El Padre es quien da, por mediación de aquel que es su Palabra, lo que el Espíritu distribuye a cada uno. Porque todo lo que es del Padre es también del Hijo; por esto, todo lo que da el Hijo en el Espíritu es realmente don del Padre. De manera semejante, cuando el Espíritu está en nosotros, lo está también la Palabra, de quien recibimos el Espíritu, y en la Palabra está también el Padre, realizándose así estas palabras: «El Padre y yo vendremos

a él y haremos morada en él». Porque donde está la luz, allí está también el resplandor, y donde está el resplandor, allí están también su eficiencia y su gracia esplendorosa.

            Es lo que nos enseña el mismo Pablo en su segunda Carta a los Corintios, cuando dice: «La gracia de Jesucristo, el Señor, el amor de Dios y la comunión en los dones del Espíritu Santo, estén con todos vosotros». Porque toda gracia o don que se nos da en la Trinidad se nos da por el Padre, a través del Hijo, en el Espíritu Santo. Pues así como la gracia se nos da por el Padre, a través del Hijo, así también no podemos recibir ningún don si no es en el Espíritu Santo, ya que, hechos partícipes del mismo, poseemos el amor del Padre, la gracia del Hijo y la comunión de este Espíritu (Atanasio de Alejandría).

 

ACTIO

 

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Santo, santo, santo, Señor Dios todopoderoso» (Ap 4,8).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

El trabajo es el contenido característico de la que llamamos jornada laboral o vida cotidiana. A buen seguro, es posible sublimar el trabajo y engrandecer el noble y embriagador poder creativo del hombre. También podemos abusar de él, como se hace con tanta frecuencia, para huir de nosotros mismos, del misterio y del enigma de la existencia, del ansia, que nos hacen buscar sobre todo la verdadera seguridad.

El trabajo auténtico se encuentra en medio. No es ni la cima ni el analgésico de la existencia. Es, simplemente, trabajo: duro y, sin embargo, soportable, ordinario y habitual, monótono y siempre igual, inevitable y -si no se pervierte en amarga esclavitud- prosaicamente amistoso. El conserva nuestra vida, mientras, al mismo tiempo, la consume lentamente.

El trabajo no puede gustarnos nunca del todo. Incluso cuando empieza como realización del supremo impulso creativo del hombre, se convierte, de manera inevitable, en ritmo acelerado, en gris repetición de la misma acción, en afirmación frente a lo imprevisto y a la pesadez de lo que el hombre no obra desde el interior, sino que lo sufre desde el exterior, como por obra de un enemigo. Sin embargo, el trabajo es también constantemente un tener que ponerse a disposición de los otros siguiendo un ritmo preexistente, una contribución a un fin común que ninguno de nosotros se ha buscado por sí solo. Por eso es un acto de obediencia y un perderse en lo que es general [...].

El trabajo, no por sí mismo, sino por efecto de la gracia de Cristo, puede ser «realizado en el Señor» y convertirse en ejercicio de esa actitud y de esa disposición a las que Dios puede conferir el premio de la vida eterna: ejercicio de la paciencia -que es la forma asumida por la vida cotidiana-, de la fidelidad, de la objetividad, del sentido de la responsabilidad, del desinterés que alienta el amor (K. Rahner).

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