Lectio Divina Miércoles XXXII del Tiempo Ordinario A. Andábamos perdidos, pero Cristo nos salvó por su misericordia.

 Yo les aseguro que cuando lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, conmigo lo hicieron, dice el Señor.

Tito: 3, 1-7. Lucas: 17, 11-19



 

LECTIO

 

PRIMERA LECTURA

De la carta del apóstol san Pablo a Tito: 3, 1-7


Querido hermano: Recuérdales a todos que deben someterse a los gobernantes y a las autoridades, que sean obedientes, que estén dispuestos para toda clase de obras buenas, que no insulten a nadie, que eviten los pleitos, que sean sencillos y traten a todos con amabilidad.

Porque hubo un tiempo en que también nosotros fuimos insensatos y rebeldes con Dios; andábamos descarriados y éramos esclavos de todo género de pasiones y placeres; vivíamos una vida llena de maldad y de envidia; éramos abominables y nos odiábamos los unos a los otros. Pero, al manifestarse la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor a los hombres, él nos salvó, no porque nosotros hubiéramos hecho algo digno de merecerlo, sino por su misericordia. Lo hizo mediante el bautismo, que nos regenera y nos renueva, por la acción del Espíritu Santo, a quien Dios derramó abundantemente sobre nosotros, por Cristo, nuestro Salvador. Así, justificados por su gracia, nos convertiremos en herederos, cuando se realice la esperanza de la vida eterna. 

 

Palabra de Dios. 

R/. Te alabamos, Señor.

 

Por medio de Tito, Pablo hace llegar su enseñanza a todos los miembros de la comunidad cristiana. Su intención es colaborar con el responsable de aquella comunidad en la construcción de una Iglesia que sea verdaderamente digna de este nombre y capaz de dar testimonio del Evangelio.

 

En primer lugar, explicita la dimensión pública del ser cristiano. Pretende hacer comprender que la fe en Cristo no puede ser reducida a una experiencia privada, doméstica; al contrario, ésta tiende a manifestarse en público y a penetrar en las redes de nuestras relaciones sociales. En segundo lugar, el apóstol -con una frase enormemente bella y vigorosamente expresiva- describe el paso decisivo desde un pasado envuelto de maldad y de odio a un presente iluminado ahora por la gracia de Dios: «También nosotros fuimos en otro tiempo insensatos, rebeldes, descarriados, esclavos... Pero ahora ha aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador...» (vv. 3ss). Este paso marca para Pablo, y también para nosotros, la gran novedad de Jesús, encarnación personal del amor misericordioso del Padre.

 

También nosotros, como creyentes confiados a los cuidados personales de Tito, somos destinatarios de este gran anuncio, de esta «bella noticia», que -hoy como ayer- se presenta como absolutamente gratuita e inesperada. Cada vez que nos ponemos en contacto con la

Palabra de Dios escrita se nos ofrece la oportunidad de hacer memoria viva de este gran acontecimiento, que, como un gran lavado, es capaz de regenerarnos y de renovarnos por el poder del Espíritu Santo.

 

EVANGELIO

Del santo Evangelio según san Lucas: 17, 11-19

 

En aquel tiempo, cuando Jesús iba de camino a Jerusalén, pasó entre Samaria y Galilea. Estaba cerca de un pueblo, cuando le salieron al encuentro diez leprosos, los cuales se detuvieron a lo lejos y a gritos le decían: "¡Jesús, maestro, ten compasión de nosotros!".

Al verlos, Jesús les dijo: "Vayan a presentarse a los sacerdotes". Mientras iban de camino, quedaron limpios de la lepra.

Uno de ellos, al ver que estaba curado, regresó, alabando a Dios en voz alta, se postró a los pies de Jesús y le dio las gracias. Ése era un samaritano. Entonces dijo Jesús: "¿No eran diez los que quedaron limpios? ¿Dónde están los otros nueve? ¿No ha habido nadie, fuera de este extranjero, que volviera para dar gloria a Dios?".

Después le dijo al samaritano: "Levántate y vete. Tu fe te ha salvado". 

 

Palabra del Señor. 

R/. Gloria a ti, Señor Jesús.

 

Jesús reemprende su largo viaje hacia Jerusalén (cf. Lc 9,51; 13,22), meta de su peregrinación por los caminos de Palestina, hasta llegar a la ciudad en la que también él, como los profetas, está llamado a entregar su vida.

En un determinado momento entra en un pueblo samaritano: debería encontrarse incómodo e incluso hubiera podido pasar de largo, evitando todo encuentro y todo diálogo. Sin embargo, se deja interpelar por estos extraños, que, además, son leprosos; por consiguiente, gente que vuelve impuro a quien se les acerca (vv. 12ss). Jesús es verdaderamente el salvador de todos, el hermano universal. Jesús ha venido para todos: no muestra preferencias entre las personas. Y, sobre todo, no califica ni descalifica a nadie porque pertenezca a un pueblo o a una raza, y mucho menos aún por su estado de salud. Este milagro de Jesús está realizado también con la mayor discreción y con una apertura total a los más pobres entre los pobres, a aquellos que tienen más necesidad de su poder sanador.

Todos quedan curados, pero sólo uno siente la necesidad de volver a Jesús para agradecérselo (v. 15). Se le echa a los pies para darle a entender que, de ahora en adelante, se considera no sólo beneficiario de un milagro, sino también y sobre todo un discípulo (v. 16). Sólo él recibe de Jesús la curación completa: la del cuerpo y la del alma. Por desgracia, no a todos se les da la gracia de consumar el camino de la salvación, que va desde el beneficio recibido a la gratitud expresada y a la alabanza. No es suficiente con encontrar o haber encontrado a Jesús de Nazaret; también es necesario escuchar su Palabra, ceder a la misteriosa atracción de la gracia y seguirle a donde vaya.

 

MEDITATIO

 

El encuentro de Jesús con los diez leprosos, especialmente su diálogo con el samaritano curado, merece una meditación complementaria. Nos sorprenden las preguntas que Jesús dirige al samaritano y, aún más, la exclamación final. Por un lado, Jesús expresa su sorpresa ante el hecho de que sólo uno de los diez haya sentido la necesidad de dar las gracias. Por otro, declara que ha sido la fe la que le ha procurado a este pobre leproso la curación completa.

Es interesante explicitar el itinerario que conduce a este pobre leproso desde una situación de miseria y extrema pobreza a una situación nueva, por haber sido renovada por el toque sanador de Jesús. También este leproso, como los otros, sufre una enfermedad tremenda. También él, como los otros, invoca la piedad de Jesús, el Maestro. También él, como los otros, va a presentarse a los sacerdotes. Pero sólo él vuelve a Jesús para expresarle un agradecimiento tan intenso que a Jesús no le supone el menor esfuerzo reconocerlo como

un acto de pura fe. Así, el encuentro personal con Jesús no sólo renueva el cuerpo de este pobre leproso, sino que también transforma su espíritu profundamente. Al leproso curado no le basta con haber resuelto un problema personal: le parece demasiado poco y, sobre todo, indigno de un hombre que ha intuido haber encontrado a una persona extraordinaria. Su verdadero deseo es volver para conocer; conocer para reconocer a su verdadero curador, reconocerlo para agradecérselo y para seguirle.

Reconocemos en esta página evangélica un auténtico camino de iniciación cristiana, que todo fiel debería hacer suyo y debería revivir en los momentos más decisivos de su existencia.

 

ORATIO

 

Señor, me siento leproso entre leprosos. Sin embargo, tú me miras y, a pesar de toda mi iniquidad, me inundas con la belleza de tu creación. ¡Gracias!

Señor, escucho y, entre gritos de guerra y odio, oigo tus palabras de paz, que calman todo movimiento de violencia. ¡Gracias!

Señor, veo por doquier enfermedades e injusticias, pero tú nos muestras tus acciones, que alivian el dolor de tantas heridas. ¡Gracias!

Señor, observo signos prepotentes de muerte y desesperación, pero tú nos ofreces con tu amor una esperanza de vida. ¡Gracias!

Sin embargo, como los leprosos del evangelio, somos ciegos y duros de corazón. Con la ilusión de estar curados, seguimos por nuestro camino, ingratos e incapaces de reconocer tus llamadas, tus «pastos jugosos», tus seguridades. Pero el eco de tus palabras nos acompaña siempre: «Sólo salva una fe que se traduzca en vida».

 

CONTEMPLATIO

 

Y cuando nuestra injusticia llegó a su colmo y se puso completamente de manifiesto que el suplicio y la muerte, su recompensa, nos amenazaban, al llegar el tiempo que Dios había establecido de antemano para mostrar su benignidad y poder (inmensa humanidad y caridad de Dios!), no se dejó llevar del odio hacia nosotros, ni nos rechazó, ni se vengó, sino que soportó y echó sobre sí con paciencia nuestros pecados, asumiéndolos compadecido de nosotros, y entregó a su propio Hijo como precio de nuestra redención: al santo por los inicuos, al inocente por los culpables, al justo por los injustos, al incorruptible por los corruptibles, al inmortal por los mortales. ¿Qué otra cosa que no fuera su justicia pudo cubrir nuestros pecados? ¿Por obra de quién, que no fuera el Hijo único de Dios, pudimos nosotros quedar justificados, inicuos e impíos como éramos?

¡Feliz intercambio, disposición fuera del alcance de nuestra inteligencia, insospechados beneficios: la iniquidad de muchos quedó sepultada por un solo justo, la justicia de uno solo justificó a muchos injustos! (Carta a Diogneto, 8,5-9, 6).

 

ACTIO

 

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

 

«El nos salvó no por nuestras buenas obras, sino en virtud de su misericordia» (Tit 3,5).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

Dame, Señor, luz y  gracia para ver mi existencia como tú la ves, como tú la tienes proyectada desde siempre, que yo pueda remontarme al misterio de tu designio creador, un designio de amor. Tú, Señor, amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiaras, no lo hubieras creado. Y ¿cómo se conservaría si no lo hubieras llamado? (Sab 12,24s).

 

Pero el proyecto central del Creador es su Hijo hecho hombre, Cristo. Por medio de él y en vista de él han sido cradas todas las cosas, y todo subsiste en él (Col 1,16s).

 

Estamos poco acostumbrados a mirarnos a nosotros mismos como Dios nos ve y a mirar las cosas todas como don de amor del Creador, un amor que sostiene y acompaña todas las vicisitudes de mi existencia. Hagamos nuestros los sentimientos del salmo 139:

 

Señor, tú me escrutas y me conoces,

sabes cuándo me siento y cuándo me levanto,

mi pensamiento calas desde lejos;

observas si voy de viaje o si me acuesto, 

familiares te son todas mis sendas…

Tú has formado mis entrañas

me has tejido en el vientre de mi madre.

Te doy gracias porque me has formado tan maravillosamente.

Conocías cabalmente ni alma…

mis acciones tus ojos las veían,

todas ellas estabane n tu libro:

escritos mis días, señalados,

antes que ninguno de ellos existiera…

 

Francisco de Asís, con su límpida mirada de fe, logró hacer de su peregrinación terrena una celebración permanente, ante todo, de la realida de Dios: “Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios,  Padre santo y justo, Señor y Rey del cielo  y de la tierra: te damos gracias por ti mismo” (Rnb 23,1). Aun cuando no hubiéramos recibido nada de esa suprema Bondad, el solo hecho de que haya querido revelarse a la creatura humana debaría ser motivo para hacer de nuestra existencia un homenaje de gratitud y de alabanza al Hacedor. Que Dios Padre, rico en misericordia nos conceda la gracia de vernos como Él mismo nos ve, de amarnos como Él nos ama y de servir como Él nos ha servido.

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