Santa Veronica Giuliani - 1

10 de Julio
Santa Verónica Giuliani (1660-1727)
Clarisa Capuchina
Úrsula Giuliani nació en Mercatello de Urbino (Italia) el 27 de diciembre de 1660. A los diecisiete años ingresó en el Monasterio de Clarisas Capuchinas de Cit`a di Castello, en Umbría, donde tomó el nombre de Verónica. Despu’es de la profesión religiosa, y a raíz de una visión de Nuestro Señor con la cruz a cuestas, aumentó todavía más su devoción a la Pasión de Cristo, desde entonces Verónica empezó a sufrir de un agudo dolor en el costado. En 1693 tuvo una visión en la que el Señor le dio a gustar el c’alia de su Pasión; Verónica lo aceptó y, desde aquel momento, los estigmas de la Pasión comenzaron a grabarse en su cuerpo y en su alma. Al año siguiente las marcas de la corona de espinas aparecieron sobre su frente, y las impresiones de las cinco llagas se formaron en sus miembros el Viernes Santo de 1697.

Durante 34 años desempeñó en su convento el cargo de maestra de novicias, a las cuales formaba con el “ejercicio de Perfección y Virtudes Cristianas”  del P. Rodríguez. Once años antes de su muerte fue elegida abadesa. Al fin de su vida, Santa Verónica, que durante casi 50 años hab’ia sufrido con admirable paciencia, resignación y aún gozo, se vio atacada de una apoplejía. Murió el 9 de julio de 1727. Dejó escrito un relato de su vida y de sus experiencias místicas, que fue de gran utilidad en el proceso de beatificación. Antes de su muerte, había  revelado a su confesor que los instrumentos de la Pasión del Señor estaban impresos en su coraz’on. Le dibujó su coraz’on, representando estos instrumentos, pues decía que los sent[ia porque cambiaban de posición. Al hacerle la autopsia, en la que estuvieron presentes el Obispo, el Alcalde y varios cirujanos, se puso al descubierto una serie de objetos minúsculos,  que correspondían a los que la santa hab’ia previamente dibujado para su confesor. Santa Verónica, monja clarisa capuchina, fue de niña caprichosa y vivaracha, a la vez que piadosa y de buen corazón. A los 16 años entró en el monasterio de Città di Castello, en el que fue muchos años maestra de novicias y abadesa. Destacó por su vida de oración y alta contemplación, acompañada de fenómenos místicos extraordinarios, relacionados especialmente con la Pasión de Cristo. En el «Diario» que escribió por orden de sus confesores nos ha dejado un elocuente testimonio de sus experiencias místicas.

En medio de populosas ciudades, en las que el tráfago impetuoso de la vida moderna se mueve alocado y febril, vemos a veces un pobre convento, circundado de misterio y de austeridad: es un convento de monjas capuchinas. El alma se estremece ante noticias y leyendas que pretenden traspasar los muros y revelarnos los secretos de esas monjitas, prodigios de penitencia y de virtud, sepulcros de silencio, huertos perfumados con una fragancia celestial, pero impenetrables como los jardines de los dioses. En uno de esos conventos vivió su vida de amores divinos Verónica Giuliani.

Las puertas de su monasterio, y aun las puertas de su alma, se nos abren de par en par en este caso, porque la misma Verónica nos ha dejado una llave de oro, invitándonos a entrar y a recrearnos con las bellezas escondidas del más deleitoso de los vegetales. Esa llave es su «Diario», escrito por un providencial mandato de sus confesores. Hoy esa alma no tiene secretos para el lector: podemos enfrascarnos y nadar en un piélago de maravillas, sin peligro de que asome a nuestros labios el gesto del desdén o de la incredulidad. Los santos no mienten, aunque nos hablen prolijamente, como Verónica Giuliani, de sus arrobamientos, de sus éxtasis o de sus triunfos.

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Nuestra heroína es una de las almas más extraordinarias que han florecido en la Iglesia Católica. Su vida llegaría a parecernos inverosímil, como un relato fantástico, si no contáramos con los más autorizados y serios testimonios. Además de sus propios escritos, abundantes de pormenores, tenemos las declaraciones no menos prolijas de sus confesores y de otras muchas personas que conocieron a la extática virgen capuchina.

Alguien ha podido decir que «ninguna mujer, después de la Virgen María, ha sido tan favorecida por el cielo como nuestra santa»; y que «en ella se encuentran reunidas y superadas todas las maravillas que admiramos en otras santas como Catalina de Siena, Teresa de Jesús, Magdalena de Pazzis; en ella brillan los dones más extraordinarios, más raros y más ricos de la gracia; y en ella se completa, por manera inefable y única en los faustos de la Iglesia, la misma Pasión de Nuestro Señor Jesucristo».

La gran vidente capuchina lleva hasta el límite, por así decirlo, el endiosamiento de un alma, su entrega total al Señor, esa «vida oculta con Cristo en Dios», según la frase magistral y expresiva de San Pablo.

Su biografía es un tejido deslumbrante de piedras preciosas: todos los carismas, todos los dones del Espíritu Santo, los favores más estupendos y los dolores más insoportables aparecen narrados con infantil sinceridad en las páginas del «Diario»: «A mayor honra de Dios, y para cumplir su santa voluntad, con mortificación y rubor describo cuanto paso a explicar, sólo por pura obediencia». Así comienza este libro de maravillas. Y nosotros debemos bendecir al Señor con toda el alma por haber inspirado a los superiores y confesores de la santa ese mandamiento que viene a mostrarnos a la luz del día lo que con mucha razón se ha titulado: «Tesoro oculto». Muchos años ignoró el mundo gran parte de ese tesoro, hasta que el jesuita padre Pizzicaria lo sacó al público, editándolo en los últimos años del pasado siglo. Son diez grandes volúmenes escritos en 1693 y años siguientes, y llegan hasta los últimos días de la santa. Su lectura ha de hacerse en pequeños sorbos, porque el estilo desaliñado de la autora, sus digresiones y la narración de infinitos casos parecidos producen a la larga alguna fatiga que privaría al lector de sacar todo el provecho posible.

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La pluma de Santa Verónica no tiene aquel gracejo y ática finura de las obras similares de Santa Teresa de Jesús; no deleita con el donaire y el desenfado españolísimos de la virgen de Ávila; aquí no hay galas de estilo, sino incendios de amor. Teresa tiene un carácter más varonil y más audaz; Verónica es más afectuosa y delicada; la española es una mística «de armas tomar», la italiana es un espíritu dulce y sosegado; la carmelita corre por todos los caminos de España, levantando conventos, hablando con reyes y con mendigos, promoviendo la reforma y llevando a Dios consigo a dondequiera que va; la capuchina vive oculta en el claustro, sin hablar más que con sus hermanas y con sus confesores, encerrada en el costado de Jesús, enfrascada en continua y sublime oración. Teresa vive en la tierra, y toca en los cielos; Verónica vive en el cielo, pero toca la tierra. Dos almas igualmente gigantescas, gemelas a pesar de su diverso carácter; dos ejemplares excepcionales, de los cuales puede sentirse orgullosa la humanidad.

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En 1660 nació nuestra santa en Mercatello, ciudad del antiguo ducado de Urbino (Italia). En el bautismo le pusieron por nombre Úrsula. Su madre, Benita Mancini, era dechado de madres cristianas, y los hijos formados en aquel piadoso hogar se distinguieron por una virtud poco común: era una familia de santos. Dios reinaba en el corazón de todos y se recreaba en habitar la casa donde tanto se le amaba. El jefe de la familia, Francisco Giuliani, aunque poseía un excelente corazón, era quizás la nota discordante: aficionado en demasía a las vanidades y pasatiempos, abandonó durante algunos años las prácticas cristianas. Su hija Úrsula, que lo amaba tiernamente y que era correspondida en la misma forma, consiguió, andando el tiempo, que volviese al buen camino, que muriese en gracia de Dios, y aun pudo librarle de una parte de las penas del purgatorio.

Nuestra pequeña Úrsula dio, desde los primeros años, pruebas inequívocas de su futura santidad: era la predilecta de Jesús. Su virtud naciente no fue consecuencia de una sensibilidad enfermiza y veleidosa, sino el fruto maduro de una excelente educación, y tenía el apoyo de dos sólidas bases, las mismas que serán el fundamento de toda su vida: amor sin límites a su Dios y deseos de sufrir mil dolores por Él. Estos dos rasgos de la fisonomía espiritual de nuestra santa comenzaron a percibirse, aunque borrosos e imprecisos, en su más temprana edad. Oigamos una anécdota, tal como nos la cuenta ella misma: «Contaba yo unos tres años de edad, cuando oyendo leer la vida de algunos santos mártires me dio gran deseo de padecer. Entre los tormentos que padecieron estaba el de haber sido abrasados; y al oír esto, también yo sentía deseos de ser quemada por amor a Jesús, tanto que hallándonos en invierno, puse una mano en el brasero, con la idea de quemarme como aquellos santos mártires. La mano se abrasó por completo, y si no me quitan el fuego, ya se asaba... Me parece que en aquel instante ni siquiera sentía el fuego, porque estaba como fuera de mí de contenta. Bien es verdad que pronto sentí el dolor de la quemadura, y ya se me habían contraído los dedos. Todos los de casa lloraban, pero yo no recuerdo haber derramado una lágrima».

A la misma edad, queriendo imitar a Santa Rosa de Lima, cuya vida oyó leer, inventó un modo infantil de darse las disciplinas. «No teniendo con qué disciplinarme, me quitaba el delantal, hacía muchos nudos en las cintas del mismo y, puesta detrás de alguna puerta, me golpeaba».

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Pero no todo era apariencia e imitación exterior. La santa niña fortalecía su espíritu con la oración continua, adivinando ya que la verdadera santidad no está en padecer ni en mortificarse, sino en la unión total con la voluntad de Dios. Su deseo más vehemente era llegar a la edad de la primera comunión, pues preveía que por el alimento del sagrario había de llegar a esa unión, en la que soñaba despierta y dormida. Comulgar era, en aquellos primeros años de su vida, la idea dominante, la suprema aspiración de todo su ser. Dos hermanas suyas, religiosas ambas, atestiguaron, muchos años más tarde, estos preciosos recuerdos: «Al regresar a casa nuestra tía o nuestra madre, después de haber comulgado, salíales al encuentro Úrsula, y les decía muy alegre: "¡Oh, qué rico olor, qué exquisito perfume!" Y a la edad de seis años, cuando nuestra madre fue viaticada, Úrsula subió a su lecho, y se esforzaba en acercar la boca a la de su madre moribunda, atraída por la fragancia de la sagrada hostia».

La enamorada niña tuvo que esperar hasta los diez años, según la costumbre de la época, para acercarse a su Amado. En 1670, estando en Piacenza, comulgó por primera vez, y debió sentir tales incendios de amor, que preguntó ingenuamente a sus hermanas cuánto tiempo solían durar aquellos maravillosos efectos.

Por el mismo estilo fue transcurriendo toda la infancia de nuestra admirable santa; «y conforme iba creciendo en edad -cuenta ella-, iban aumentando mis deseos de ser monja; pero no tenía quien me creyese, y todos me llevaban la contraria». Su padre, con una obstinación inexplicable, no quería que nadie le hablara de aquellos propósitos de su más querida hija, y se esforzaba, con tenaz ahínco, por hacerla desistir de sus ideas. Se entabló una lucha larga entre la niña y todos los parientes, alrededor de aquella decisión; y, naturalmente, Úrsula ganó la batalla a fuerza de oraciones y de penitencias.

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