Verónica Giuliani Clarisa Capuchina 3


El «Diario», comenzado el 13 de diciembre de 1693, abre sus páginas con este prólogo: «Estando por la noche en oración, me sentí invitar al convite del sufrimiento, y en aquel instante tuve un poco de recogimiento, durante el cual Dios me mostró aquella gran cruz, por mí tantas veces vista, haciéndome saber que hasta la santa Natividad debía experimentar muchos sufrimientos, y que en señal de esto, todos los días vería dicha cruz, con vista intelectual. Así ha sucedido; y a cada visión paréceme que se me acrecentaba el deseo de más padecer».

Después de esto, bien podía Verónica repetir con la esposa de los Cantares: «El Señor me llevó a la cámara de sus vinos, y ordenó en mí el amor».

Aceptada aquella invitación, la enamorada de Cristo vivirá una larga vida de fuego y de cruz, recorriendo un camino erizado de espinas, ascendiendo sin vacilar a la cima de todos los heroísmos. Lleva en su cabeza y en su corazón el tormento mil veces renovado de la corona punzante; bebe hasta saciarse el cáliz de Getsemaní, apurado en repetidas ocasiones, con sed creciente de padecer por su Dios; ve a Cristo azotado, hecho una llaga desde los pies a la cabeza; y ella pide con ansia una parte de aquellos dolores, y su cuerpo se cubre de heridas que, al abrirse, difunden una fragancia delicada por todo el monasterio; quiere llevar la carga de la cruz, y sus hombros se hunden con el terrible peso del madero, y sus espaldas se ponen cárdenas y doloridas; ve a Jesús abandonado de los discípulos, y ella cae también en mortal angustia, al creerse abandonada del mismo Dios; contempla con absoluta claridad al Redentor del mundo, clavado en la cruz, agonizante o muerto, y el día 5 de abril de 1697, Viernes Santo, recibe Verónica en su cuerpo las cinco llagas, tangibles, sangrantes, llagas que le contraen los nervios a la vista de todos, con todos sus dolores y espasmos, derramando tal cantidad de sangre, que mancha el suelo y los vestidos; ve el costado abierto del Salvador, y también ella participa de esa última llaga, sintiendo muchas veces que su corazón está traspasado por una lanza misteriosa, y muriendo a cada latido por las contracciones espantosas de todo su ser.

Todos estos tormentos y otros mil que ella describe en su «Diario», no eran simples alucinaciones de la fantasía o meros efectos del sistema nervioso alterado. Los dolores iban acompañados de señales visibles que indicaban su intensidad; la cabeza se hinchaba, la sangre corría, las llagas resistían a todos los medicamentos y se cerraban instantánea y perfectamente sólo al mandato de los superiores. El obispo, los confesores, los médicos y las religiosas eran testigos de los efectos físicos de aquella continuada pasión. La misma Verónica, a pesar de su humildad y de su repugnancia, tenía que confesar claramente los extraordinarios fenómenos de su vida. Si fue mártir en cuerpo y alma por la participación de los tormentos de Cristo, no menos mártir fue por la obediencia impuesta por sus superiores.

Durante su larga vida religiosa pasaron por el convento de Città di Castello unos treinta y nueve confesores, entre fijos y extraordinarios; y todos ellos, lo mismo que los sucesivos obispos de la diócesis, están conformes en afirmar la absoluta veracidad de la santa y la realidad evidente de sus asombrosos martirios.

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Añádase a esto la dura penitencia que ella misma se imponía, ya por sus pequeños defectos, ya por los pecados del prójimo... En sus relaciones se leen frases como éstas: «No siento pena de los tormentos, sino que sufro por no hallar penas... Tendíame sobre espinas, revolvíame entre ellas y no sentía sus pinchazos. Pedía penas con las mismas penas, y penaba por no hallar penas. Estas cosas las he experimentado muchas veces. No me extiendo más en esto, porque si quisiera referir todas las locuras que el amor me ha hecho hacer entre las mismas penas, no podría describirlo con la pluma». ¡Qué largo capítulo de penitencias se oculta en estas breves lineas! Su compañera, la Beata Florida Cevoli, dejó una larga relación de aquellas maceraciones; sus confesores declararon y descubrieron pormenores abundantes; y la misma Verónica, obligada por la obediencia, reveló en su «Diario» algunos secretos de su mortificación increíble. ¡Y entre tantos ayunos, disciplinas, cilicios y privaciones, la vidente capuchina vivió hasta los sesenta y siete años, sin perder un punto la alegría, sin sentir el cansancio, sin una queja y sin un lamento!

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Una de las cosas más inauditas que experimentó la santa fue la transformación plástica de su corazón de carne en una especie de compendio de la Pasión de Jesús. Este fenómeno, único quizá en la historia, acaeció el día de Sábado Santo de 1727, pocos meses antes de su muerte. Cuando Verónica reveló el secreto al P. Guelfi, su último confesor, éste quedó mudo de asombro. Le mandó que representara en un papel, aproximadamente, lo que había sentido en su interior. Verónica, que no sabía dibujar, acudió a sus dos íntimas compañeras, sor Florida Cevoli y sor Magdalena Boscaini, las cuales, siguiendo sus datos, hicieron un dibujo que fue presentado al obispo de la ciudad y que todavía se conserva. A la muerte de la santa, el obispo Mons. Alejandro Codebó mandó que se hiciera la autopsia del cadáver con todas las formalidades que el caso pedía. Treinta y seis horas después del fallecimiento, en presencia del obispo y asistiendo el gobernador Torrigiani, el canciller Fabri, varias personalidades notables, el confesor Guelfi, el pintor Angelucci y otras muchas personas, dos médicos cirujanos abrieron el pecho y extrajeron una masa de carne que debía ser el corazón. Allí, perfectamente plasmados y como esculpidos por el Artífice divino, aparecieron los principales instrumentos de la Pasión: cordeles, martillos, clavos, espadas, cruz, lanza y varias letras misteriosas, formado todo de nervios y músculos, en puntual consonancia con el dibujo que había mandado hacer la santa.

Este es el hecho, narrado por el confesor de Verónica, presenciado por muchas y respetables personas, con todas las garantías de veracidad que un fenómeno como aquél debía tener. Dirá alguno que la ciencia no puede admitir seriamente tales afirmaciones, que el tamiz científico de nuestro tiempo es finísimo, y que sólo pasa por él lo que la razón demuestra de una manera inequívoca; que esas narraciones carecen de base, y que son imposibles para la naturaleza humana; que el milagro no se admite ya en nuestros laboratorios. En efecto, respondo: la ciencia humana conténtese con explorar dentro de los límites de la razón y de la experiencia; pero no niegue las infinitas posibilidades de Dios, ni se burle de su omnipotencia, ni se divorcie de la fe. El cerebro humano es muy estrecho para abarcar todo el poder infinito de Dios. Recuerden los sabios aquellas terminantes palabras de Jesucristo: «Para los hombres esto es imposible; pero para Dios todas las cosas son posibles» (Mt 19,26).

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En la vida de Santa Verónica se encuentran mezclados los dolores más acervos con los goces más deliciosos, las escenas de sangre y de cruz con los transportes del triunfo y las visiones del paraíso. Un día Cristo celebra místicos desposorios con su fiel esposa, y le quita el corazón, encerrándole dentro del suyo; otro día se le aparece con todo el esplendor de su gloriosa humanidad, revestido de pontífice eterno, y administra a su sierva la sagrada comunión, en medio de un torrente de dulzura; la Santísima Virgen se deja ver, sonriente y maternal, toma la cabeza de su amada hija y la coloca en el descanso de su regazo; los ángeles y los santos bajan hasta la estrecha celda de la monja, y le dan lecciones sublimes de todas las virtudes; el Seráfico Patriarca, modelo y padre de Verónica, la visita resplandeciente y llagado, animándola a seguir con él por el camino de la cruz; las almas del purgatorio le piden su ayuda, y ella las libra del tormento tomándolo para sí.

El «Diario» de Santa Verónica no es más que eso: un recuento inacabable de virtudes, de vencimientos, de martirios y de favores celestiales. A veces asoma en sus páginas el rostro repugnante de Satán, ya en forma de perro rabioso y feroz, ya bajo las tocas y velos monjiles, insinuando tentaciones, promoviendo tempestades internas, mezclando su hedor pestilente con las burlas o los ataques solapados; pero la santa capuchina posee un escudo formidable para repeler los embates del enemigo: es la obediencia ciega y total a los confesores que dirigen su alma.

Dios puso cerca de la vidente hombres de excepcional virtud y prudencia, directores de férrea mano y vista de lince, que supieron encaminar a Verónica por seguros derroteros. Los nombres del jesuita P. Crivelli, de los filipenses Capelletti, Bastianelli y Guelfi, del canónigo Carsidoni, del servita Tassinari y de otros varios merecen una elogiosa mención entre los directores expertos, ecuánimes y santos. Gracias a ellos Verónica podía descansar tranquila en aquel mar de contrariedades y tentaciones que llovían sobre su alma. Dios vigilaba sobre ella por conducto de aquellos sabios consejeros. La obediencia nunca resistida fue el secreto de innumerables victorias.

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La vida de la seráfica virgen había transcurrido más en el cielo que en la tierra: el fin de sus días se acercaba, y el espíritu, purificado por el dolor y por el amor, ansiaba dar el salto supremo para descansar eternamente en los brazos de su Esposo divino. Un ataque de apoplejía, momentos después de una comunión fervorosa, la postró en el lecho. El pobre cuerpo destrozado por la vejez, por las enfermedades y por el martirio de amor, fue insensiblemente perdiendo las fuerzas y el movimiento: sólo el espíritu parecía más joven cada día, más ágil y animoso. Cuando Verónica recibió los últimos sacramentos creyóse que el ímpetu de su santa impaciencia acabaría por transportarla súbitamente al paraíso. Pero la muerte no se apresuraba: la santa quiso apurar hasta las heces el cáliz de todos los sufrimientos, ofreciéndose como víctima expiatoria por los pecados del mundo. Fueron treinta días de nuevos dolores.

En la mañana del día 9 de julio de 1727, el confesor se acercó a la enferma y le dijo: «Sor Verónica, si es del agrado del Señor que vayáis ahora a gozarle, y si quiere Dios que para este trance intervenga la orden de su ministro, yo os la doy». La moribunda, imitadora perfecta de Cristo paciente, quiso imitarle hasta el fin. «Et inclinato capite, tradidit spiritum»: «E inclinando la cabeza, entregó su espíritu». Aquel día era viernes, el día predilecto de su corazón, el día en que Jesús solía regalarla con dolores y consuelos.

Verónica había pasado toda su vida en el amoroso costado de Cristo: el corazón de Jesús había sido su celda, su monasterio y su cielo.

Cuentan sus biógrafos que, estando su santa madre en la última enfermedad, llamó junto a su lecho a sus cinco hijas, les dio la bendición con un crucifijo, y les fue señalando las llagas de Jesús, una para cada una, como refugio y encierro de sus almas para toda la vida. A nuestra santa, por ser la menor, le tocó en suerte la llaga del costado, el refugio del amor. Y en verdad, que en ese Corazón divino hizo su morada durante la vida, y en él habitará para toda la eternidad...

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