Santa Veronica Giuliani 2


Tenía una hermosura delicada y grácil, un carácter vivo, una sensibilidad excepcional; era querida de todos, y nadie podía sufrir el apartarse para siempre de tan gustosa compañía. Era además voluntariosa y dominante, zalamera y caprichosa, no soportaba contradicciones y parecía que sus arrestos se multiplicaban ante los obstáculos o las negativas.

En su «Diario» nos descubre una interesante mezcla de defectos y de virtudes; la santa no omite ni el más insignificante pormenor. «Un día me vestí de hombre e hice que todas mis hermanas hicieran lo mismo, con lo que me divertí no poco... Sentía estímulos de no hacerlo más; pero después lo volví a hacer muchas veces». Leemos también en las primeras páginas este otro rasgo de un carácter excesivamente celoso: «Una vez, entre otras, di un bofetón a una criada, porque me pareció que hacía algo no muy bueno».

Para aquilatar la bondad de su corazón sensible, es necesario saber que, aun en aquellos años juveniles, no podía sosegarse ante el espectáculo de la miseria o del dolor ajeno; se enternecía de tal manera, que daba a los pobres todo cuanto hallaba al alcance de las manos, aun sus propios vestidos y juguetes. Nos cuenta que una vez, habiendo estrenado unos zapatos muy hermosos, y viendo en la calle a un pobre que pedía limosna, se quitó sus zapatos y se los dio en el acto. «Muchos años después -escribe en sus relaciones-, hallándome en oración, parecióme ver al Señor llevando en la mano un par de zapatos de oro, y me dijo: "Estos son aquellos zapatos que tú, de pequeña, me diste. Aquel pobre era yo"».

Basten los hechos que acabamos de narrar para formarnos una idea aproximada de la niñez y de la juventud de esta alma extraordinaria y del disgusto y pena que tendrían sus amigos y parientes al verla desaparecer para siempre detrás de los muros de un monasterio.

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A los diecisiete años, vencidas todas las resistencias, su vocación religiosa tuvo el ansiado cumplimiento: en el convento de capuchinas de Città di Castello, la joven se encerró definitivamente para vivir sólo para Dios. Al llegar a la puerta de la clausura, se volvió a la concurrencia que lloraba de emoción, y dijo con voz firme y alegre: «Adiós, mundo. Te dejo». Las puertas se cerraron, y la joven corrió anhelante a ocultar su alegría en la oscuridad de una pobre celda, iluminada por la presencia del divino Esposo.

La nueva monjita se llama sor Verónica; pero todas sus hermanas añaden un gracioso apodo lleno de cariño: «la Bambina», la Niña.

No vaya a creerse, sin embargo, que todo fue dulzura y consuelos en la nueva vida que tan gratamente comenzaba. A los pocos días apareció la cruz, vino el desaliento y todo se le hacía insoportable. «Parecíame la madre abadesa indiscreta, la madre maestra incapaz, y ninguna de las monjas me era simpática». A fuerza de oraciones y de vencimientos, consiguió por fin aquietar su espíritu y gustar las sabrosas mieles de la vida religiosa.

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Después de su profesión, pasó por todos los oficios y cargos del monasterio, desde el más humilde hasta el más honroso, siendo sucesivamente cocinera, despensera, enfermera, tornera, panadera, sacristana, maestra de novicias y, finalmente, abadesa, cargo que ejerció once años hasta su muerte. En todos esos puestos dejó un recuerdo imborrable por su caridad, observancia, fervor y habilidad. Cuando tenía a su cargo la despensa, un bienhechor regaló cierta cantidad de duraznos, los suficientes para que a cada religiosa le tocaran dos o tres. Pero sor Verónica continuó poniendo muchos días en el refectorio aquella sabrosa fruta, hasta que su compañera de oficio, sabedora de la escasa cantidad que se había recibido, le preguntó asombrada: «¿Cómo hacéis para que duren tanto tiempo estos duraznos?» Y la santa, sonriente y un poco avergonzada, le contestó: «Comedlos, y no penséis más en eso». La humildad de sor Verónica hizo que aquel mismo día cesara la prodigiosa multiplicación de los ricos duraznos.

Siendo abadesa, a pesar de sus muchos trabajos y de vivir en continua oración, se preocupaba de todas las menudencias de la vida material y se interesaba por todas las necesidades del monasterio. Gracias a su solicitud, el convento de las capuchinas de Città di Castello tiene hoy agua corriente, sana y en abundancia. La santa superiora mandó instalar una red de cañerías que llevasen el agua hasta los últimos rincones de la casa. La pobreza evangélica y la mortificación propia nunca han estado reñidas con la caridad.

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Por espacio de veintidós años, tuvo a su cuidado la formación espiritual de las novicias, y en tan delicado oficio desplegó todas las dotes de su alma y la habilidad de una artista consumada: las novicias salían de sus manos no sólo perfectamente instruidas, sino también santas. La fama de aquel monasterio se extendió rápidamente por Italia y aun por lejanos países; y en todas partes se hablaba con asombro de las capuchinas de Città di Castello. Sor Verónica, que en los afectos era más tierna que una madre, sabía también corregir y castigar cuando alguna de sus novicias manifestaba mal espíritu o pocos deseos de perfección. Acudía a todos los recursos que su gran corazón y fina perspicacia le sugerían, para que todas las religiosas se convirtieran en modelos de virtud, animando a las débiles, refrenando a las demasiado impulsivas, reprendiendo a las negligentes, inflamando a todas en aquel volcán de amor que ella llevaba dentro de su alma. Una de las religiosas más santas de aquel convento, discípula e íntima confidente de sor Verónica, fue la Beata Florida Cevoli, alma seráfica y jardín fragante de todas las virtudes, que mereció de Dios favores extraordinarios y frecuentes, que vivió abrasada de amor y que murió dejando un recuerdo profundo de admiración y no pequeña fama de santidad. Dícese que también ella, como nuestra Verónica, mereció llevar en su cuerpo las llagas de Cristo.

En el período de su magisterio espiritual, nuestra santa sabía inculcar a sus novicias aquellos pensamientos y amores fundamentales que llenaban toda su vida: Jesús Sacramentado, la Pasión, la Virgen Santísima, el espíritu de San Francisco, la perfecta pobreza, la no interrumpida oración, el culto de la penitencia, la pureza inmaculada, la caridad fraterna, la obediencia absoluta; en una palabra, todo aquello que promueve y perfecciona la vida interior, todo lo que trueca en paraísos los conventos y lo que lleva directamente a la conformidad de un corazón con el corazón de Dios.

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La devoción a María Santísima, que, como podrá notar el lector, es una especie de distintivo familiar de nuestros santos capuchinos, tenía en Verónica Giuliani un sello especial de poesía y de apasionamiento. Desde muy niña tuvo largos y afectuosos coloquios con su madre del cielo, sobre todo después que perdió a su madre de la tierra. En su vida religiosa, la santísima Virgen fue su confidente y amiga inseparable, la consolaba visiblemente en las penas, la conducía de la mano por las altas cumbres de la perfección, era su maestra y, como tal, le dictaba las páginas inmortales de sus confidencias místicas y de su diario autobiográfico. La mística capuchina gozaba casi diariamente de la visión y regalos de María, unas veces contemplando su gloria o sus perfecciones, otras veces participando de sus dolores y llorando con ella. Nada hacía Verónica sin consultarlo antes con su madre celestial, exponiéndole familiarmente sus dudas y obligándola con ternuras de hija a que le sirviera de guía y de maestra.

Cuando fue elegida abadesa, mandó que colocaran en el sillón abacial una imagen de la Dolorosa, y puso en sus manos las llaves, la regla y el sello del monasterio, rogándole que fuese ella la verdadera y única superiora de la casa; y dícese que todas las noches, antes de acostarse, repetía la misma ceremonia.

Cuando se acercaba alguna de las festividades de la Virgen, llovían sobre el monasterio regalos y limosnas en tal abundancia, que las religiosas lo atribuían a la devoción filial de la madre Verónica, y solían decir, a la vista de aquellas abundantes provisiones: «Hoy, la divina Abadesa nos paga la fiesta». Y Verónica llamaba a su querida Virgen «la superiora y la procuradora del convento». A veces, en graves apuros económicos, muy frecuentes en los conventos de capuchinas, la sierva del Señor acudía con especial confianza a la Virgen, le manifestaba sus necesidades y añadía con un mohín de niña mimada: «Madre mía, no tenéis más remedio que escucharme». Y, en efecto, ante tal confianza e ingenuidad, la Madre de Dios no tenía más remedio que favorecer a manos llenas a su hija, consolarla, ayudarla y santificarla.

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Pero los rasgos propios, personales e inconfundibles de la fisonomía mística de Santa Verónica son los de su semejanza en cuerpo y alma con Cristo Crucificado. No conocemos, en la historia de las almas, ninguna que se pueda igualar o comparar en este punto con nuestra santa. Es un caso inaudito, único y asombroso, que sólo puede ser creído por el testimonio de la misma Verónica que nos ha descrito, con admirable sencillez, todos los carismas con que el Señor la favoreció en los cincuenta años de su vida religiosa. La pasión de Santa Verónica viene a ser una segunda edición de la Pasión de Jesús; es el martirio de un alma, al lado del Dios mártir.

Nada tienen que hacer aquí las ciencias humanas; la crítica y la filosofía deben enmudecer; la biología tiene que postrarse de hinojos ante un caso que sale de los límites de todos los conocimientos científicos. Dejemos paso libre a la omnipotencia de Dios, a su sabiduría y a su bondad. Los mismos ángeles del cielo confesarán su incapacidad para explicarnos ese cúmulo de fenómenos extraordinarios.

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¿En qué época comenzaron las gracias especiales que recibió Verónica? «Paréceme -escribe ella- que cuando contaba tres o cuatro años, hallándome una mañana recreándome en el jardín cortando flores, parecióme ver visiblemente al Niño Jesús, que cortaba conmigo dichas flores. Dejé éstas y me dirigí hacia el divino Niño, y Él pareció decirme: "Yo soy la verdadera flor"». Y desapareció.

En sus escritos vemos numerosas referencias a estos favores celestiales, visiones de Jesús y de María, de varios santos, especialmente del seráfico Patriarca y del Ángel de la Guarda, iluminaciones, voces, deliquios y éxtasis. Pero la verdadera lluvia de regalos y de martirios, en compañía de Cristo crucificado, tuvo lugar desde que nuestra santa dejó el mundo para vestir el sayal capuchino. En los cincuenta años de vida monástica, puede decirse que no pasó día sin que Verónica participase de la vista y de los dones y sufrimientos de su celestial Esposo. A veces le sucedía sentir por algún tiempo una especie de alejamiento de Dios, una sequedad del alma que le ponía en trance de muerte; pero esas pruebas, como borrascas terribles y pasajeras, se desvanecían rápidamente, y volvía a lucir el sol vivificante, derramando sobre ella esplendores y delicias.
Verónica recorrió, paso a paso, todos los tormentos y todas las amarguras de la Pasión. Desde el cenáculo hasta el calvario, el alma de la seráfica virgen participó íntegramente de todas las escenas de aquel drama divino; ora descansando dulcemente sobre el pecho de Jesús, como el discípulo amado; ora sintiendo las espinas punzantes en la cabeza, los azotes, los clavos, la herida del costado, el peso de la cruz y el abandono mortal del cielo y de la tierra. El demonio la perseguía sin descanso, con toda su astucia diabólica; algunos de sus confesores la sumían en un mar de dudas y confusiones, la mortificaban con mandatos rigurosos y hasta juzgaban locura o hipocresía todo lo que ella candorosamente les contaba; y Cristo la asoció a su banquete de dolor y al cáliz de sus amarguras, dándole también, con larga mano, los exquisitos goces de su cariño.

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