Despojarse de...
30 de abril
El camino trazado por el apóstol al cristiano es el de despojarse de los vicios del hombre viejo, o sea del hombre terreno, y de revestirse con las virtudes enseñadas por Jesucristo. En cuanto a despojarse de los vicios, él dice: «Mortificad vuestros miembros terrenos». El cristiano santificado por el bautismo no queda libre de las rebeliones de los sentidos y de las pasiones; de aquí surge la necesidad imperiosa de mortificar nuestras pasiones, mientras se está en esta vida.
El mismo santo apóstol experimentó en sí mismo bastante duramente la rebelión de los sentidos y de las pasiones, por lo que emitió este lamento: «Yo mismo con la mente sirvo a Dios y con la carne sirvo a la ley del pecado (es decir a la ley de la concupiscencia)». Como si hubiera querido decir: yo mismo soy siervo de la ley de Dios con la mente, pero con la carne estoy sometido a la ley del pecado. Todo lo cual va dicho para consuelo espiritual de tantas pobres almas que, asaltadas por la ira o por la concupiscencia, sienten en sí mismas un doloroso contraste: no quisieran sentir, ni tener esos movimientos, esos rencores, o esas vivas imaginaciones, esos sentimientos sensuales; pobrecillas, sin que ellas lo quieran, en ellas surgen y se contraponen, experimentan una propensión en sí violenta al mal en el acto en que quieren hacer el bien.
Entre estas pobrecillas hay algunas que creen ofender al Señor al sentir en sí esa propensión violenta al mal. Consolaos, almas elegidas, en esto no hay pecado, porque el mismo santo apóstol, vasija de elección, experimentaba en sí mismo ese horrible contraste: «Encuentro en mí – dice él – en el acto de querer obrar el bien, una fuerza que me inclina al mal». Sentir los estímulos de la carne, incluso de forma violenta, no puede constituir pecado cuando el alma no se determina a ello con el consentimiento de la voluntad.
(16 de noviembre de 1914, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 226)
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