“Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”


Mensaje del Papa Benedicto XVI para el Domingo Mundial de las Misiones 2011



“Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”
(Jn 20,21)

Con ocasión del Jubileo del año 2000, el Venerable Juan Pablo II, al comienzo de un nuevo milenio de la era cristiana, confirmó con fuerza la necesidad de renovar el celo por llevar a todos el anuncio del Evangelio con “el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos” (Carta ap. Novo millennio ineunte, 58). Es el servicio más precioso que la Iglesia puede ofrecer a la humanidad y a cada persona que busca las razones profundas para vivir en plenitud la propia existencia. Por eso, esa misma invitación resuena cada año en la celebración de la Jornada Mundial de las Misiones. Efectivamente, el incansable anuncio del Evangelio vivifica también a la Iglesia, su fervor, su espíritu apostólico; renueva sus métodos pastorales para que cada vez sean más apropiados para las nuevas situaciones —incluso aquellas que requieren una nueva evangelización— y estén animados por el impulso misionero: “La misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola! La nueva evangelización de los pueblos cristianos hallará inspiración y apoyo en el compromiso por la misión universal” (JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris missio, 2).

Id y anunciad

Este objetivo se refuerza continuamente por la celebración de la liturgia, especialmente de la Eucaristía, que se concluye siempre evocando el mandato de Jesús resucitado a los Apóstoles: “Id...” (Mt 28,19). La liturgia es siempre una llamada “del mundo” y un nuevo envío “al mundo” para ser testigos de lo que se ha experimentado: la fuerza salvífica de la Palabra de Dios, la fuerza salvífica del Misterio Pascual de Cristo. Todos los que han encontrado al Señor resucitado han sentido la necesidad de anunciarlo a los otros, como hicieron los dos discípulos de Emaús. Estos, después de haber reconocido al Señor al partir el pan, “levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once” y refirieron lo que les había sucedido por el camino (Lc 24,33-34). El Papa Juan Pablo II exhortaba a estar “vigilantes y preparados para reconocer su rostro y correr hacia nuestros hermanos, para llevarles el gran anuncio: «¡Hemos visto al Señor!»” (Carta ap. Novo millennio ineunte, 59).

A todos

Destinatarios del anuncio del Evangelio son todos los pueblos. La Iglesia “es, por su propia naturaleza, misionera, puesto que tiene su origen en la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo según el plan de Dios Padre” (CONC. ECUM. VAT. II, Decr. Ad gentes, 2). Esta es “la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar” (PABLO VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 14). Consiguientemente, nunca puede encerrarse en sí misma. Se enraíza en determinados lugares para ir más allá. Su acción, adhiriéndose a la palabra de Cristo y bajo la influencia de su gracia y de su caridad, se hace plenamente y actualmente presente a todos los hombres y a todos los pueblos para conducirles a la fe en Cristo (cfr. Ad gentes, 5).

Esta tarea no ha perdido su urgencia. Al contrario, “la misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse. [...] una mirada global a la humanidad demuestra que esta misión se halla todavía en los comienzos y que debemos comprometernos con todas nuestras energías en su servicio” (JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris missio, 1). No podemos quedarnos tranquilos si pensamos que, después de dos mil años, todavía existen pueblos que no conocen a Cristo y que todavía no han escuchado su mensaje de salvación.

No solo eso, sino que se amplía el número de quienes, aun habiendo recibido el anuncio del Evangelio, lo han olvidado y abandonado, y ya no se reconocen en la Iglesia; y muchos ambientes, incluso en sociedades tradicionalmente cristianas, son hoy renuentes a abrirse a la palabra de la fe. Se está dando un cambio cultural, alimentado también por la globalización, por movimientos de pensamiento y por el relativismo imperante; un cambio que lleva a una mentalidad y a un estilo de vida que prescinden del mensaje evangélico, como si Dios no existiera, y que exaltan la búsqueda del bienestar, de la ganancia fácil, del logro profesional y del éxito como finalidad de la vida, incluso en menoscabo de los valores morales.

Corresponsabilidad de todos

La misión universal implica a todos, a todo y siempre. El Evangelio no es un bien exclusivo de quien lo ha recibido, sino que es un don que hay que compartir, una buena noticia que hay que comunicar. Y este don-compromiso le es confiado no solamente a algunos, sino a todos los bautizados, los cuales son «un linaje elegido, [...] una nación santa, un pueblo adquirido por Dios» (1 Pe 2, 9) para que proclame sus obras maravillosas.

Están implicadas en ello también todas las actividades. La atención y la colaboración con la actividad evangelizadora de la Iglesia en el mundo no pueden limitarse a algunos momentos y ocasiones particulares, ni tampoco se pueden considerar como una más entre otras actividades pastorales: la dimensión misionera de la Iglesia es esencial, por lo que hay que tenerla siempre presente. Es importante que tanto cada bautizado como las comunidades eclesiales se interesen en la misión no de manera esporádica y ocasional, sino de manera constante, como forma de la vida cristiana. La misma Jornada Mundial de las Misiones no es un momento aislado en el curso del año, sino que es una ocasión preciosa para pararse a pensar si respondemos y cómo respondemos a la vocación misionera; una respuesta esencial para la vida de la Iglesia.

Evangelización global

La evangelización es un proceso complejo y comprende varios elementos. Entre estos, la animación misionera ha prestado siempre una atención particular a la solidaridad. Este es también uno de los objetivos de la Jornada Mundial de las Misiones, que, a través de las Obras Misionales Pontificias, solicita la colaboración para llevar a cabo las tareas de evangelización en los territorios de misión. Se trata de sostener instituciones necesarias para establecer y consolidar la Iglesia mediante los catequistas, los seminarios, los sacerdotes; y de dar también nuestra propia aportación para que mejoren las condiciones de vida de las personas en países en los que son más graves los fenómenos de pobreza, malnutrición —sobre todo infantil—, enfermedades, ausencia de servicios de salud y de educación. También esto entra en la misión de la Iglesia. Anunciando el Evangelio, se preocupa por la vida humana en sentido pleno. No se pude aceptar, decía el Siervo de Dios Pablo VI, que en la evangelización se descuiden los aspectos que se refieren a la promoción humana, la justicia, la liberación de toda forma de opresión, evidentemente dentro del respeto a la autonomía del ámbito político. Desinteresarse de los problemas temporales de la humanidad significaría “ignorar la doctrina del Evangelio acerca del amor hacia el prójimo que sufre o padece necesidad” (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 31.34); no estaría en sintonía con el comportamiento de Jesús, el cual “recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia” (Mt 9,35).

Así, por medio de la participación responsable en la misión de la Iglesia, el cristiano llega a ser constructor de la comunión, de la paz, de la solidaridad que Cristo nos ha dado, y colabora en la realización del proyecto salvífico de Dios para toda la humanidad. Los desafíos que esta encuentra llaman a los cristianos a caminar con los demás, y la misión es parte integrante de este camino con todos. En ella llevamos, si bien en vasijas de barro, nuestra vocación cristiana, el tesoro inestimable del Evangelio, el testimonio vivo de Jesús muerto y resucitado, encontrado y creído en la Iglesia.

Que la Jornada Mundial de las Misiones renueve en cada uno el deseo y la alegría de “ir” al encuentro de la humanidad llevando a todos a Cristo. En su nombre os imparto de corazón la Bendición apostólica, en particular a los que más trabajan y sufren por el Evangelio.

Vaticano, 6 de enero de 2011, Solemnidad de la Epifanía del Señor.




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