UNA ESPIRITUALIDAD INTEGRAL
UNA ESPIRITUALIDAD INTEGRAL
Ante los desafíos y los signos de nuestro mundo global y fragmentado, sacudido por sensaciones inmediatas y espantosas respecto del futuro, la vida evangélica se concretará sobre todo en el testimonio vivo de la experiencia de Dios y su contemplación. No se puede humanizar la historia sin introducirse contemplativamente en ella. Más aún, no se puede divinizar lo humano sin entrar en la contemplación. La actitud contemplativa y la más auténtica espiritualidad vivida son exigencias irrenunciables para quien sabe que es llamado a hacer históricamente realizable el Reino de Dios en su vida y en su historia a través de muchas mediaciones.
En este tiempo de interposiciones en desarmonía, también en las expresiones religiosas, me parece urgente que la espiritualidad no se enmarque en comportamientos cerrados, sino que tenga una cualificación integral. En el postmodernismo, con sus ofertas confusas de contemplación y mística de diversos matices y fácil al sincretismo, es aceptable la propuesta de una mística cristiana y una contemplación en medio del mundo. La contemplación es como una dimensión de una cultura de vida y de fe que afina el corazón y los sentidos, por lo que nos toca absoluta y profundamente hasta lo más íntimo de nuestro ser.
Por las experiencias y los valores fundamentales que en medio de todos los cambios dan a nuestra vida sentido y consistencia, por las prioridades en los valores y opciones que tomamos, por el Dios cristiano que se ha revelado por amor, en el amor y para el amor fundamentado en la misericordia, la relación, de acuerdo con la creación y su belleza, constatamos y reafirmamos que la espiritualidad tiene sentido hoy, hoy, hoy, en pleno siglo XXI.
La contemplación, en la clausura como en medio del mundo, es un continuo ejercitarse en la fe y en la vida concreta. La contemplación no es deber ni privilegio de algunos: ésta es esencialmente el corazón sensible y el fruto espiritual y profético de todos los cristianos de este nuevo milenio si así lo queremos como dimensión espiritual de los signos de los tiempos, para la salvación o la destrucción, para lo bello y lo tremendo “Cosas nuevas suceden, ¿no lo reconocen?” (Is 43,16).
Por lo tanto la contemplación de una espiritualidad actual nos enseña a excavar pozos antes que la sed nos haga desfallecer, y nos muestra aquella mirada profética que, según un proverbio asiático, reconoce “en la semilla la flor y en el huevo el águila”. Esto es la contemplación: reconocer en todo lo bello, lo hermoso del universo al Creador y disfrutar ya aquí y ahora en medio de este mundo sediento de paz, disfrutar de la dicha de la bienaventuranza eterna. No se trata de salir o evadir la realidad, sino de verla con los ojos de Dios, que son ojos de esperanza.
La contemplación es al mismo tiempo fuente de energía necesaria para la formación significativa del mundo. Jesús mismo, después del encuentro con el Padre, en un lugar solitario (Mt 14,23), en el monte y en el desierto, vuelve a la multitud, a los pobres, a los enfermos y a los que tenían necesidad de ayuda.
El centro de la experiencia de Dios, en cuanto auténtica, experimentada por personas comprometidas seriamente en la madurez integral de sí mismas, es ajena al sentimentalismo, al misticismo genérico, alejado de la realidad, una especie de evasivo hundimiento interior, porque el rostro de Dios se refleja en el rostro del hermano, sobre todo en los más rechazados: el contemplativo lo reconoce. Se acerca con delicadeza y naturalidad.
Como decíamos al principio, estamos viviendo en una época donde este desorientado mundo postmoderno, que sigue tantas sugestiones (y muchas veces seguimos), queda prisionero del poco más o menos como máscara del cumplimiento, necesita una espiritualidad de la encarnación, capaz de solidaridad, para encontrarse de manera adecuada con los hombres y mujeres, sus contemporáneos, y crear con ellos lazos seguros de interés.
Creo que en este momento la pregunta importante es: ¿estamos dispuestos a dejar espacio, como nos indica el pobre Francisco, al Espíritu del Señor en nuestra vida personal y fraterna? Porque, creo que está bien recordarlo, la vida franciscana en todas sus expresiones no encuentra la razón de ser en diversos proyectos, sino en aquel que estamos o debemos estar como testigos visibles del Dios invisible.
Esto no sólo para los franciscanos, sino para todos, absolutamente todos los cristianos. Para todos los hombres y mujeres de este nuevo milenio que tienen hambre y sed de justicia. Que tienen hambre y sed de Dios. Que tienen hambre y sed de sentido y plenitud para su vida. ¿Serás Tú?.
Estoy plenamente convencido de que si damos este testimonio tendremos un puesto, una ocasión, un deber, una respuesta en el y para el mundo secularizado en el que vivimos. ¿Somos testigos de Dios, con una mirada y una visión contemplativas de la creación, del mundo y de sus hombres, de sus amenazas y de sus esperanzas? Porque, sólo desde la contemplación germina y crece la compasión, el ser hermanos, compañeros. Miembros todos del Cuerpo de Cristo.
Así nos capacitamos para aceptar al otro, la idoneidad al diálogo ecuménico e interreligioso, la firmeza y la constancia en el esfuerzo por favorecer la justicia, la paz y la salvaguarda de la creación, la solidaridad y un compromiso que no se desanime ante las derrotas internas o externas. Es sólo en la contemplación que encontramos el sendero que nos conduce a los hombres y que debemos recorrer con los hombres, incluso con aquellos que no pertenecen a la casta de nuestra fe.
Considero que en estos últimos años el Espíritu del Señor nos ha indicado que nuestra identidad no ahonda sus raíces en esto o en aquello, sino en el ser para los otros testigos del amor y del a verdad del Espíritu de Dios. Testigos del Evangelio. “Heraldos del Gran Rey” como lo fue y se consideró el Pobrecillo de Asís. Por lo tanto, es necesario que nos preguntemos: ¿de qué vivimos realmente? La respuesta sólo puede ser ésta: del Evangelio, del a fe en el Resucitado, del encuentro personal y comunitario con Él, de la memoria de su vida, de la celebración de su presencia en el Pan, de la existencia y de la debilidad, del Espíritu Santo. En una palabra: ¡Vivimos de Dios y para Dios!
Fray Pablo Capuchino Misionero, octubre 3 de 2011.
Víspera de nuestro Padre San Francisco.
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