Lectio Divina Jueves XXIX del Tiempo Ordinario A. Dichoso el pueblo escogido por Dios.

 Todo lo considero una pérdida y lo tengo por basura, para ganar a Cristo y vivir unido a él.

Efesios 3, 14-21. Lucas 12, 49-53



 

LECTIO

 

PRIMERA LECTURA 

De la carta del apóstol san Pablo a los efesios 3, 14-21

 

Hermanos: Me arrodillo ante el Padre, de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra, para que, conforme a los tesoros de su bondad, les conceda que su Espíritu los fortalezca interiormente y que Cristo habite por la fe en sus corazones. Así, arraigados y cimentados en el amor, podrán comprender con todo el pueblo de Dios, la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo, y experimentar ese amor que sobrepasa todo conocimiento humano, para que así queden ustedes colmados con la plenitud misma de Dios.

A él, que, con su poder que actúa eficazmente en nosotros, puede hacer infinitamente más de lo que le pedimos o entendemos, le sea dada la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús, por todas las edades y por todos los siglos. Amén. 

 

Palabra de Dios. 

R./ Te alabamos, Señor.

 

 

Si hasta aquí el tono de la carta era el de un admirado asombro contemplativo, desde esta perícopa en adelante prevalece el tono de la exhortación. Pablo se presenta como «el prisionero por amor al Señor» (v. 1), cuya autoridad deriva no sólo de ser apóstol, sino de haber aceptado también las «cadenas» (6,20), obedeciendo lo que puede exigir la vocación cristiana.

Su invitación no obedece a situaciones particulares de los destinatarios, sino que va dirigida al cristiano en cuanto tal, sin que importe la condición sociopolítica y temporal a la que pertenezca. Responde, por consiguiente, también a nuestras condiciones y a las exigencias de nuestros días. Se trata, ante todo, de la invitación a dar una respuesta plena y coherente a la belleza y nobleza de la vocación que acaba de describir. Es interesante señalar que las cualidades de una vida comprometida con la realización de esta vocación están ordenadas a la unidad. La humildad, la amabilidad, la paciencia, la aceptación recíproca y cordial (v. 2), son elementos absolutamente necesarios para hacer este camino que es, a renglón seguido, obra de unificación perseguida por el Espíritu, en cada uno y en todos, en todos los ámbitos: el personal, el comunitario y el eclesial.

El apóstol insiste en este fascinante tema del «uno», pero, a diferencia de los filósofos neoplatónicos, lo hace en clave trinitaria. Uno es «el cuerpo» místico (la Iglesia), una es «la esperanza» -horizonte de luz abierto en nosotros por la llamada-, uno es «el bautismo» y una «la fe»; uno es, a continuación, «el Señor» Jesús, uno es «el Espíritu» y uno solo «el Padre de todos», fuente de amor que obra todos y por medio de todos. La unidad en la Trinidad es fundamento y exigencia de la unidad visible, práctica a la que deben tender los cristianos bajo todos los cielos y en cualquier época.

 

EVANGELIO 

según san Lucas 12, 49-53

 

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo que recibir un bautismo, ¡y cómo me angustio mientras llega! ¿Piensan acaso que he venido a traer paz a la tierra? De ningún modo. No he venido a traer la paz, sino la división. De aquí en adelante, de cinco que haya en una familia, estarán divididos tres contra dos y dos contra tres. Estará dividido el padre contra el hijo, el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”. 

 

Palabra del Señor. 

R./ Gloria a ti, Señor Jesús.

 

Por si acaso la oración de Pablo, leída en clave espiritualista, nos hubiera conducido por caminos aéreos no fundamentados en la realidad, la perícopa del evangelio de hoy está hecha adrede para hacernos caer de toda ilusión. No estamos dispuestos «naturalmente» a acoger toda «la plenitud misma de Dios»; la dilatación de nuestro corazón a las dimensiones de la vocación cristiana no es algo que tenga lugar por un proceso espontáneo. A esta plenitud no se llega sin el combate espiritual. Jesús, que se declaró hasta tal punto por la paz que la convirtió en su saludo y en su don cada vez que se aparece como resucitado, está, sin embargo, decididamente en contra del pacifismo: contra ese pacifismo falso que es hijo de la equivocidad, de la confusión, de la cobardía, de la tristeza.

«¿Creén que he venido a traer paz a la tierraPues no, sino división» (v. 51). ¿Cómo? ¿No es el mismo Maestro y Señor el que, en su última intercesión por los suyos, oró al Padre para que estuvieran tan unidos que formaran «un solo corazón y una sola alma» (cf. In 17)? No se trata de una contradicción, sino de una profundización destinada a obtener una mayor claridad.

Precisamente para abrir su corazón y el ambiente en que vive a la paz de Cristo, que supera todo entendimiento, el seguidor de Jesús debe separarse de cuantos pertenecen, en la mente y en el corazón, a ese mundo que «yace bajo el poder del maligno» (1 Jn 5,19). «No es posible servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24), dijo Jesús. Pero aquí no se habla sólo del dinero, sino de cualquier otro ídolo que, hospedado a veces en la mente y en el corazón de sus mismos familiares, le impide al discípulo crecer en el Reino de Dios, fuente de la paz y del amor.

 

MEDITATIO

 

En una sociedad como la nuestra, en grave trance, donde reinan el alboroto y la superficialidad, es preciso que nos fortalezca el Espíritu en nuestra propia interioridad. El riesgo que nos amenaza constantemente es el del aplanamiento, el de hacer oídos sordos a una llamada estupenda, como la que nos invita a colmarnos de toda la plenitud de Dios. Sin el asombro y la alegría que suponen el tomar conciencia de que estamos llamados a tan alta dignidad, sin el Espíritu, que -pedido en perseverante oración- viene a hacernos tomar conciencia en nuestro corazón de nuestras enormes riquezas, el ámbito de nuestra vida espiritual se convierte en un ámbito de esclavos.

Por otro lado, para que refulja en nosotros este tesoro adquirido y anunciado con la vida, es menester que la dimensión contemplativa de la Palabra respirada y vivida se haga concretamente posible a lo largo de nuestras jornadas. ¿Cómo? Con la espada de la que nos

habla Jesús en el evangelio: nuestro libre y querido separarnos de la mentalidad corriente. Si la paz no equivale a pacifismo, tendré que hacer frente en ocasiones a la contradicción. En ciertos casos, deberé contradecir a los hombres para agradar a Dios. Allí donde se murmura de los ausentes, allí donde se hacen proyectos familiares o comunitarios «inclinados» a la mentalidad mundana dejando de lado la evangélica, allí donde se  «roban» haberes sofocando al «ser» y privándole de tiempos y espacios para estar en silencio de adoración con Cristo…, en todos estos casos es preciso tener el coraje de la división.

            Sin embargo, con mayor frecuencia tendremos que usar la espada sólo dentro de nosotros: contra el deseo de sobresalir, de ser el centro de afecto y de consensos, contra el desencadenamiento de las pasiones, que, si les damos rienda suelta, obnubilan la mente y el corazón, impidiendo la alegría de la contemplación, de la verdadera vida, que, en cierta medida, ya es bienaventuranza aquí abajo y remisión a aquel amor que ya no tendrá límites en la vida eterna.

 

ORATIO

 

Me arrodillo ante ti, oh Padre, de quien procede todo don en el cielo y en la tierra. Y te pido que derrames en mí tu Espíritu, para que me despierte a una fe viva que, por la gracia del Señor Jesús, inhabitando en lo más hondo de mi corazón, me permita comprender algo del amor de mi Dios, que supera toda posibilidad humana de conocer.

Concédeme, oh Padre, cada día el asombro у la veneración de este amor desmesurado. Concédeme la certeza de que tú, con el poder que ya obra en mí y en toda la Iglesia, recibes gloria: incluso a través de mi pequeñez, más allá y por encima de todas mis aspiraciones, si persevero en la lucha contra mi ego y sus mezquinas exigencias, sostenido por tu Espíritu que es Amor.

 

CONTEMPLATIO

 

Decía santa María Magdalena de Pazzi a sus hermanas: «¿No sabéis que mi Jesús no es otra cosa que amor; más aún, un loco de amor? Sí, un loco de amor en su entregarse en la cruz. Y siempre lo diré. Eres absolutamente amable, fuerte y alegre. Confortas, alimentas y unes.

Eres pena y refrigerio; fatiga y reposo; muerte y vida al mismo tiempo. Por último, ¿qué es lo que no hay en ti? Eres sabio y alegre, grande, inmenso, admirable, impensable, incomprensible, inexpresable. ¡Oh amor, amor!».

Y, dirigiéndose al cielo, decía: «Dame tanta voz, oh Señor mío, que, al llamarte, sea oída desde Oriente a Occidente, para que seas conocido y amado como el verdadero amor. Tú, que eres el único que penetras, traspasas y rompes, ligas, riges y gobiernas todas las cosas, tú eres cielo, tierra, fuego, aire, sangre y agua; tú, Dios y hombre» (M. Buber, Confessioni estatiche, Milán 1987, p. 7

 

ACTIO

 

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

 

«Aumenta mi fe, Señor: hazla operante en la caridad».

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

El poder de la fe suscitará un nuevo tipo de hombre capaz de dominar su propio poder. Para ello hace falta la fuerza desnuda del espíritu animado por el Espíritu; es necesario crear, siguiendo la estela de la fe y la contemplación, un auténtico estilo de humilde y fuerte soberanía. Una nueva santidad, una santidad hecha de ruptura ascética y transfiguración cósmica, nos permitirá, con el ejemplo y también con una misteriosa transfusión, un cambio progresivo de las mentalidades y la posibilidad de una cultura que sirva de mediación entre el Evangelio y la sociedad, entre el Evangelio y el orden político.

En el fondo, no se trata de negar la violencia, sino de canalizarla y transfigurarla, como hizo la Iglesia en la alta Edad Media al transformar al guerrero salvaje en caballero, al jefe cruel despótico en «santo príncipe». Para esto se hacen necesarias ascesis y la aventura, «la lucha interior más dura que una batalla entre hombres», el gusto por servir y crear, la exigencia de iluminar la vida con la belleza «que engendra toda comunión», como decía Dionisio el Areopagita (O. Clément, il potere correre crocifisso, Magnano 1999, pp. 55ss).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



 

 

 

 

 

 

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