Lectio Divina Jueves XXVIII del Tiempo Ordinario A. El Señor nos ha mostrado su amor y su lealtad.

 Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie va al Padre si no es por mí, dice el Señor.

Efesios 1,1-10. Lucas 11, 47-54



 

 

LECTIO

 

PRIMERA LECTURA

De la carta del apóstol san Pablo a los efesios 1,1-10

 

Yo, Pablo, apóstol de Cristo Jesús por voluntad de Dios, les deseo a ustedes, los hermanos y fieles cristianos que están en Efeso, la gracia y la paz, de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo.

Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en él con toda clase de bienes espirituales y celestiales. El nos eligió en Cristo, antes de crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables a sus ojos, por el amor, y determinó, porque así lo quiso, que, por medio de Jesucristo, fuéramos sus hijos, para que alabemos y glorifiquemos la gracia con que nos ha favorecido por medio de su Hijo amado. Pues por Cristo, por su sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados. El ha prodigado sobre nosotros el tesoro de su gracia, con toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el misterio de su voluntad.

Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo, cuando llegara la plenitud de los tiempos: hacer que todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, tuvieran a Cristo por cabeza. 

 

Palabra de Dios. 

R./ Te alabamos, Señor.

 

La Carta a los Efesios, que nos presenta la liturgia a partir de hoy, nació probablemente como carta circular dirigida a las diferentes Iglesias de la provincia de Asia por el apóstol Pablo durante el período de su primera prisión en Roma (61-63 d. C.), o bien por alguno de sus discípulos. El autor propone en ella su propia visión de la historia humana y cósmica: la historia es, inequívocamente, historia de salvación, un grandioso proyecto de amor del Padre, que, en su Hijo Jesucristo, redime a todos los hombres y vuelve a atraer hacia sí, de una manera irresistible, todo lo creado. En él obra ahora la fuerza invencible de la resurrección, que, tras haber derrotado al pecado y la muerte, engendra la nueva humanidad, la Iglesia; esta última, aprendiendo a reconciliar todas las divisiones, va creciendo progresivamente como único y armónico cuerpo cuya cabeza es Cristo.

Tras el acostumbrado saludo, prorrumpe el autor en un himno de alabanza donde bendice al Padre, que ha vuelto a colmar a los hombres con la sobreabundancia de sus bienes. El himno contempla previamente la in creíble bondad de Dios, que, desde toda la eternidad, ha soñado y deseado hacer partícipes a todas sus criaturas de su misma vida divina (v. 4); contempla, a continuación, su inefable misericordia, que, sin rendirse frente al pecado del hombre, le ha restablecido en la condición de hijo gracias a Cristo redentor, que nos ha obtenido con su sangre la remisión de los pecados (vv. 5-7). Ahora bien, la redención es un misterio que se despliega a lo largo de la historia. Dios es creador y ama la multiplicidad de formas de lo creado, pero es también en sí mismo comunión de amor y ama la unidad: en Cristo va realizando esta voluntad suya de restaurar en todos los hombres la semejanza originaria con él y los va haciendo miembros de un único cuerpo -miembros con fisonomía diferente, pero profundamente unidos (v. 10)-. «Dios ha dado a Jesucristo como cabeza a todas las criaturas, a los ángeles y a los hombres. De este modo se va formando la unión perfecta, cuando todas las cosas estén bajo una cabeza y reciban de lo alto un vínculo indisoluble» (Juan Crisóstomo).

 

EVANGELIO 

según san Lucas 11, 47-54

 

En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos y doctores de la ley: “¡Ay de ustedes, que les construyen sepulcros a los profetas que los padres de ustedes asesinaron! Con eso dan a entender que están de acuerdo con lo que sus padres hicieron, pues ellos los mataron y ustedes les construyen el sepulcro. Por eso dijo la sabiduría de Dios: Yo les mandaré profetas y apóstoles, y los matarán y los perseguirán, para que así se le pida cuentas a esta generación de la sangre de todos los profetas que ha sido derramada desde la creación del mundo, desde la sangre de Abel  hasta la de Zacarías, que fue asesinado entre el atrio y el altar. Sí, se lo repito: a esta generación se le pedirán cuentas.

¡Ay de ustedes, doctores de la ley, porque han guardado la llave de la puerta del saber! Ustedes no han entrado, y a los que iban a entrar les han cerrado el paso”. Luego que Jesús salió de allí, los escribas y fariseos comenzaron a acosarlo terriblemente con muchas preguntas y a ponerle trampas para ver si podían acusarlo con alguna de sus propias palabras. 

 

Palabra del Señor. 

R./ Gloria a ti, Señor Jesús.

 

Los doctores de la Ley de tiempos de Jesús no eran mejores que sus padres. Jesús, con una profunda ironía, desenmascara su falsedad. Por un lado, pone de manifiesto que su veneración por los profetas es hipócrita, porque en estos momentos muestran que no están dispuestos a escuchar las llamadas de Dios, exactamente igual que hicieron sus padres en el pasado. Del mismo modo que los profetas fueron rechazados y muertos por ser incómodos, así también es rechazado ahora Jesús, Palabra definitiva del Padre: es exactamente el mismo comportamiento. Los «sabios», que construyen mausoleos a los profetas, no por ello se convierten en seguidores de los mismos, como quieren dar a entender -y tal vez ellos mismos crean-, sino en cómplices de quienes los mataron. El Gólgota confirmará este análisis de Jesús, apoyado por la «sentencia del juicio profético (v. 49-51), que concibe la historia de Israel, incluido el período postexílico, como una historia de porfiada obstinación» (Josef Ernst), que ha producido constantemente sus víctimas, «desde la sangre de Abel hasta la de Zacarías» (la primera y la última muerte relatadas en la Biblia hebrea).

A modo de inciso, notemos que la culpa evocada de nuevo permanece totalmente en el ámbito del Antiguo Testamento: da la impresión de que Lucas quiera sugerir que la misericordia del Padre no pretende pedir cuentas de la sangre de su Hijo, que también está a punto de ser derramada; en efecto, «Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo por medio de él» (Jn 3,17). Sin embargo, «Dios va a pedir cuentas a esta generación de la sangre de todos los profetas vertida desde la creación del mundo», porque «el que no cree en  él ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios» (Jn 3,18).

Con el mismo vigor se lanza Jesús contra la arrogancia intelectual y religiosa de los doctores de la Ley, que, aun disponiendo de los instrumentos necesarios, no han seguido ni siquiera reconocido el camino que conduce a Dios, indicado por la Ley y por los profetas; al contrario, lo han hecho inaccesible también al pueblo, privando a los preceptos y las normas de su auténtico significado.

 

MEDITATIO

 

¡Qué contraste entre la conmovida contemplación del grandioso proyecto de salvación «ideado» y puesto pacientemente en práctica por la benevolencia de Dios y las violentas y dramáticas invectivas de Jesús contra los doctores de la Ley y sus padres, que opusieron siempre un firme rechazo a las llamadas divinas. La Iglesia, sometiendo a confrontación estas «obstinaciones», nos lanza por lo menos una doble llamada.

El plan de la salvación es maravilloso: contemplémoslo; con ello obtendremos un profundísimo consuelo y alegría, que serán nuestra fuerza para los inevitables momentos de dificultad y para los tiempos -a menudo largos- de crecimiento y maduración, que con facilidad someten a una dura prueba nuestra perseverancia, aunque son necesarios para que se realice en nosotros el plan de Dios; ahora bien, también hemos de estar vigilantes, porque muchos a quienes Dios lo confió antes que a nosotros, en vez de colaborar, le opusieron resistencia y perdieron de vista la meta. ¡Que no nos suceda lo mismo a los que escuchamos esta palabra!

La segunda llamada es: No somos responsables sólo de nosotros mismos. Dios nos ha revelado a los cristianos el misterio de su voluntad, a saber: que todos los hombres se salven en Cristo, para que nosotros manifestemos este misterio y todos puedan entrar en él. Eso significa, por una parte, vigilar para no escandalizar con nuestros comportamientos y respetar a los que son diferentes, sin pretender imponer nuestra fe o nuestras formas culturales, a fin de convertirnos para los otros en lugar de encuentro con Cristo, y, por otra, significa también no escondernos, sino tener el valor de mostrarnos y actuar claramente como cristianos, a fin de llegar a ser vehículos de su amor.


ORATIO

 

Bendito seas, Dios, que, en tu Hijo amado, nos has dado «la redención por medio de su sangre» y nos invitas a contemplar en ella tu gran amor de Padre. Nuestro corazón debería estar repleto de gratitud, pero no somos demasiado capaces de darte las gracias, sobre todo por un acontecimiento que parece tan alejado de nosotros y de nuestra vida. Tal vez nos sintamos también algo incómodos: ¿qué podemos darte nosotros a cambio? Nuestro amor es débil: tenemos miedo hasta del menor sufrimiento, tenemos deseos de amarte, pero eso no basta. Sólo tenemos para ofrecerte nuestros pecados: acéptalos y ejerce sobre ellos tu misericordia.

 

CONTEMPLATIO

 

Dios ha sabido desde toda la eternidad que podía crear una cantidad sin número de seres a los que hubiera podido comunicarse a sí mismo; y considerando que entre todos los modos de comunicarse a sí mismo no había ninguno tan grande como el unirse a una naturaleza creada, de tal modo que la criatura fuera asumida e insertada en la divinidad para constituir con ella una sola persona, su infinita bondad, que en sí misma y por sí misma está inclinada a la comunicación, decidió actuar de este modo. Ahora bien, entre todas las criaturas que la suma omnipotencia podía producir, eligió a la humanidad, que por eso fue unida a la persona de Dios Hijo y a la que destinó el honor incomparable de la unión personal a su divina Majestad, a fin de que gozara para la eternidad, de un modo especial, de los tesoros de su gloria infinita. La suma providencia dispuso, a continuación, no limitar su bondad sólo a la persona de su amadísimo Hijo, sino dilatarla por medio de él a otras muchas criaturas para que le adoraran y alabaran toda la eternidad (Francisco de Sales, Teotimo, ossia Trattato dell'amor di Dios, I, 2 [edición española: Tratado del amor de Dios, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1995]).

 

ACTIO

 

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

 

«El amor del Señor abarca el universo» (de la liturgia).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

¿Qué significa «antes de la creación del mundo»? Significa que todavía no había nada: no existía el cielo, no existía la tierra y tampoco existía yo. Pero existía él, que pensaba ya en mí y me envolvía con su amor. Pensó en mí desde siempre y me amó desde siempre: el amor de Dios por mí es eterno. És un pensamiento que da vértigo. No había todavía nada, pero existía ya, en el origen primigenio de las cosas, una ternura infinita que me envolvía: ahora se complace en mí, porque al verme ve a su Hijo y dice: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» Mc 1,11). Al principio no había nada y el amó esta nada. Es esta nada la que fundamenta la gratuidad de su amor. El Señor me amó por nada, sin porqué. Lo ha dicho de una manera estupenda santo Tomás: «La raíz última del amor de Dios está en su gratuidad». Me ama por nada. Esto va unido a otro principio enunciado también por santo Tomás: «No me ama porque yo sea bueno, sino que me hace bueno al amarme». Es ésta una certeza que da a nuestro corazón una gran paz y una gran fuerza. Si Dios me amara por algo, siempre podría pensar que, si este algo dejara de existir, dejaría de amarme. Sin embargo, los cielos y la tierra pueden hundirse, pero no así el amor de Dios, nunca. Es un amor que no se rinde nunca, ya que está fundado sobre la nada. El amor de Dios no supone nada en mí y me transforma. La santidad depende por completo del creer que somos amados de este modo y de nuestro abandono a este amor. Yo soy una pobre y frágil criatura, soy nada, pero sobre esta nada se posa la mirada de Dios, se posa su amor. Y la nada florece ante él porque su amor realiza en mí maravillas. Es un amor omnipotente, que se derrama sobre el abismo de mi miseria y realiza grandes cosas (M. Magrassi, Amare con il cuore di Dios, Cinisello B. 1983).

 

 

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