Lectio Divina Solemnidad de todos Los Santos. Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos.

 Alegrémonos en el Señor y alabemos al Hijo de Dios, junto con los ángeles. al celebrar hoy esta solemnidad de Todos los Santos.

Apocalipsis 7,2-4.9-14. 1 Juan 3,1-3. Mateo 5,1-12a

 


Solemnidad de Todos los Santos

1 de noviembre

 

LECTIO

 

Primera lectura: 

Apocalipsis 7,2-4.9-14

 

Y vi otro ángel que subía del oriente; llevaba consigo el sello del Dios vivo y gritó con voz potente a los cuatro ángeles encargados de dañar a la tierra y al mar:

-No hagáis daño a la tierra, ni al mar ni a los árboles hasta que marquemos en la frente con el sello a los servidores de nuestro Dios.

Y oí el número de los marcados con el sello: eran ciento cuarenta y cuatro mil procedentes de todas las tribus de Israel.

Después de esto, miré y vi una muchedumbre enorme que nadie podía contar. Gentes de toda nación, raza, pueblo y lengua; estaban de pie delante del trono y del Cordero. Vestían de blanco, llevaban palmas en las manos y clamaban con voz potente, diciendo:

-A nuestro Dios, que está sentado en el trono, y al Cordero, se debe la salvación.

Y todos los ángeles que estaban de pie alrededor del trono, alrededor de los ancianos y de los cuatro seres vivientes, cayeron rostro a tierra delante del trono y adoraron a Dios, diciendo:

Amén. Alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén.

Entonces uno de los ancianos tomó la palabra y me preguntó:

-Éstos que están vestidos de blanco ¿quiénes son y de dónde han venido?

Yo le respondí:

-Tú eres quien lo sabe, Señor.

Y él me dijo:

-Éstos son los que vienen de la gran tribulación, los que han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero.

 

Palabra de Dios

R/. Te alabamos Señor

 

Sólo «el retoño de David» (Ap 5,5) puede deshacer  los sellos que cierran el libro. El sexto sello se corresponde con la visión de un terrorífico trastorno cósmico, bruscamente impedido por un misterioso ángel que viene de oriente y anuncia la salvación «a los servidores de nuestro Dios» (v. 3). Los cuatro ángeles encargados de destruir la tierra tienen que detenerse y esperar a que marquen con el sello la frente de los elegidos: el resto de los hijos de Israel, doce mil por cada una de las doce tribus. La imagen evoca el Éxodo, cuando el ángel exterminador «pasó de largo» (Ex 12) por las casas de los judíos untadas con la sangre del cordero.

Concluido el listado de los marcados, habría que esperar la destrucción. En cambio, inesperadamente irrumpe en la escena una muchedumbre incalculable, que desborda los confines étnicos de Israel: la salvación alcanza a todos los pueblos y naciones, caracterizados

por los blancos vestidos del bautismo y las palmas del martirio. Esta muchedumbre inmensa se une al «resto de Israel» y juntos alaban a Dios y al Cordero. Los ángeles, los ancianos y los cuatro vivientes están postrados delante del trono de Dios.

            uno de los ancianos se dirige al vidente preguntándole: “¿Quiénes son éstos?” y ofreciéndole, posteriormente, la respuesta: son los que vienen de la persección y el martirio (vv. 13ss). Quizá se trate de la persecución de Domiciano, prototipo de todas las tribulaciones que en cualquier tiempo y lugar puedan afligir a los creyentes. Es el testimonio de la fe y, sobre todo, de la sangre redentora de Cristo.




 

Segunda lectura: 

1 Juan 3,1-3

 

Hermanos:

Consideren el amor tan grande que nos ha demostrado el Padre, hasta el punto de llamarnos hijos de Dios; y en verdad lo somos. El mundo no nos conoce, porque no lo ha conocido a él. Queridos, ahora somos ya hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. Todo el que tiene en él esta esperanza se purifica a sí mismo, como él es puro.

 

Palabra de Dios

R/. Te alabamos Señor

 

Con el capítulo 3 de la primera Carta de Juan da comienzo la segunda parte, dedicada a «vivir como hijos de Dios». La primera se centra en «caminar a la luz». La conexión entre ambas secciones se consigue mediante una disposición quiástica: la manifestación del Hijo de Dios (2,28) se corresponde con las manifestaciones de los hijos de Dios (3,2); la justicia de Dios (2,29) se corresponde con el hecho de ser hijos de Dios (3,1).

El v. 1 pone en paralelo la «consideración» («...qué amor tan grande»), hecha posible por la revelación del amor de Dios, con el rechazo al «conocimiento» que viene de la fe. El mundo no nos conoce porque no conoce el amor: o, mejor dicho, no reconoce a los discípulos

porque ha rechazado el amor de Jesucristo. El v. 2 remacha: «Somos hijos de Dios», y juega con los verbos relativos a la revelación: «manifestar y «conocer/ver». Todavía no se nos ha manifestado lo que seremos. Sabemos (hemos visto con los ojos de la fe) que cuando se manifieste seremos semejantes a él, porque lo «veremos» «tal cual es», en su gloria. El v. 3 explica el sentido de este «ser semejantes a él», es decir, a Dios. Ahora vivimos en la esperanza: apartados de lo profano, transformados en puros y santos para el culto del templo, como Cristo, el modelo perfecto del creyente.




 

Evangelio: 

Mateo 5,1-12a

 

Al ver a la gente, Jesús subió al monte, se sentó, y se le acercaron sus discípulos. Entonces comenzó a enseñarles con estas palabras:

Dichosos los pobres en el espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos.

Dichosos los que están tristes, porque Dios los consolará.

Dichosos los humildes, porque heredarán la tierra.

Dichosos los que tienen hambre y sed de hacer la voluntad de Dios, porque Dios los saciará.

Dichosos los misericordiosos, porque Dios tendrá misericordia de ellos.

Dichosos los que tienen un corazón limpio, porque ellos verán a Dios.

Dichosos los que construyen la paz, porque serán llamados hijos de Dios.

Dichosos los perseguidos por hacer la voluntad de Dios, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

Dichosos serán cuando los injurien y los persigan, y digan contra ustedes toda clase de calumnias por causa mia. Alegraos y regocijaos, porque será grande su recompensa en los cielos.

 

Palabra del Señor

R/. Gloria a Ti, Señor Jesús

 

Las bienaventuranzas son la dirección del «sermón de la montaña»: los pobres en el espíritu, los tristes, los limpios de corazón... son los destinatarios del discurso. Las bienaventuranzas son la «Carta Magna» del Reino de los Cielos: para entrar o tener parte hay que encontrarse en alguna de las categorías mencionadas. No son simples «consejos», sino la «ley» del evangelio. El monte (5,1) es una clara referencia al otro monte, el Sinaí, donde subió Moisés para recibir las tablas de la Ley.

Cada versículo presenta una situación de debilidad, malestar o sufrimiento, que es considerada «dichosa» no en sí misma, sino porque es fuente de bendición y recompensa futura.

La primera y la octava forman una inclusión, la promesa es idéntica: «De ellos es el Reino de los Cielos >> (5,3.10). La última, la más articulada, se refiere directamente a los discípulos, y en concreto por sufrir persecución «por mi causa».

Las cuatro primeras siguen un esquema de contraposición: los pobres poseerán el Reino de los Cielos; los llorones serán consolados; los humildes heredarán la tierra y los hambrientos serán saciados. En otras se hace una constatación: los misericordiosos encontrarán misericordia; los constructores de paz serán llamados hijos de Dios; los perseguidos tendrán su recompensa en los cielos.

Aparecen vocablos muy sugerentes en el lenguaje bíblico, especialmente profético: justicia, misericordia, paz, pureza de corazón, pobreza. Los «dichosos» descritos por Mateo se corresponden con los «pobres de YHWH», los piadosos, los profetas perseguidos e incomprendidos del Antiguo Testamento. Algunos añadidos de Mateo, con respecto a Lucas, no son atenuaciones, sino profundizaciones. Los pobres «en el espíritu» no excluyen, sino que incluyen, a los «pobres» a secas. No se puede saciar el hambre «de justicia» sin saciar el

hambre material.




 

MEDITATIO

 

Una multitud de hermanos y hermanas nos acompa ñan, más allá de las barreras del tiempo y del espacio, más allá del infranqueable foso excavado por muerte, La celebración de Todos los Santos es la fiesta del cariño y de la comunidad. La liturgia la sitúa junto a la conmemoración de todos los difuntos: todos nuestros seres queridos, desconocidos para muchos y mediocres para otros, pero todos acogidos por la misericordia infinita de Dios.

La muchedumbre innumerable del Apocalipsis nos invita a no etiquetar la salvación: no nos pertenece a nosotros confeccionar listas, establecer criterios, extender billetes de ingreso, y mucho menos juzgar. El contraste entre los creyentes y el «mundo» existe, y es fuerte, pero la línea divisoria no la marca la pertenencia jurídica; pasa por el interior del corazón y sólo el Señor lo desvelará. El criterio, en todo caso, lo fijan las bienaventuranzas: estas sencillas palabras tenemos que acogerlas en nuestro corazón para «ver» y «reconocer el amor. Un corazón puro, un espíritu pobre, una vida al servicio de la paz y de la justicia, el coraje de ser testigos del amor hasta la muerte: aquí tenemos a los «santos» que nos precedieron y nos acompañaron en el camino de la Iglesia sin honores ni charangas, a los modelos que la liturgia nos propone hoy.



 

ORATIO

 

Señor, tu Palabra me reconforta.

Te doy gracias porque no me dejas solo, sino que me muestras la multitud inmensa de quienes has llamado junto a ti. ¡Son tantos, Señor, incalculables! Muchos más que los marcados por el ángel con tu sello. En tu Reino caben quienes no tienen ningún sello. También yo tengo hambre de justicia: haz que la busque en ti y no en mis acciones violentas. También yo deseo la paz: haz que sea una realidad y no una simple intención. También yo vivo la pobreza: haz que sea condición de libertad y no un motivo de angustia. También yo lloro: haz que no caiga en la desesperación. Creo que soy humilde, aunque quizá sólo sea un cobarde. Creo que soporto la persecución, aunque quizá cedo ante los compromisos. Creo que soy misericordioso, aunque quizá sólo soy un superficial e indiferente. Dame, oh Señor, los ojos de la fe para «ver» y un corazón puro para «amar».



 

CONTEMPLATIO

 

Me llamaste y clamaste,

y quebrantaste mi sordera;

brillaste y resplandeciste,

y curaste mi ceguera;

exhalaste tu perfume

y lo aspiré,

y ahora te anhelo;

gusté de ti

y ahora siento hambre y sed de ti;

me tocaste

y deseé con ansia la paz que procede de ti.

(Agustín de Hipona, «Confesiones», 10,27, en Obras de san Agustin, II, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1946, 751).



 

ACTIO

 

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Ya somos hijos de Dios» (1 Jn 3,2).

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL



 

¿De qué les sirven a los santos nuestras alabanzas, nuestra glorificación, esta misma solemnidad que celebramos? De qué les sirven los honores terrenos, si reciben del Padre celestial los honores que les había prometido verazmente el Hijo? ¿De qué les sirven nuestros elogios? Los santos no necesitan nuestros honores, ni les añade nada nuestra devoción. La veneración de su memoria redunda en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mi respecta, confieso que, al pensar en ellos, se enciende en mí un fuerte deseo.

El primer deseo que promueve o aumenta en nosotros el recuerdo de los santos es el de gozar de su compañía, tan deseable, y llegar a ser conciudadanos y compañeros de los espiritus bienaventurados, convivir con la asamblea de los patriarcas, con el grupo de los profetas, con el senado de los apóstoles, con el ejército incontable de los mártires, con asociación de los confesores, con el coro de las vírgenes; para resumir, el deseo de asociarnos y alegrarnos juntos en la comunión de todos los santos. Nos espera la Iglesia de los primogénitos, y nosotros permanecemos indiferentes; desean los santos nuestra compañía, y nosotros no hacemos caso; nos esperan los justos, y nosotros no prestamos atención.

Despertémonos, por fin, hermanos; resucitemos con Cristo, busquemos los bienes de arriba, pongamos nuestro corazón en los bienes del cielo. Deseemos a los que nos desean, apresurémonos hacia los que nos esperan, entremos a su presencia con el deseo de nuestra alma. Hemos de desear no sólo la compañía, sino también la felicidad de la que gozan los santos, ambicionando ansiosamente la gloria que poseen aquellos cuya presencia deseamos. Esta ambición no es mala, ni incluye peligro alguno el anhelo de compartir su gloria.

El segundo deseo que enciende en nosotros la conmemoración de los Santos es que, como a ellos, también a nosotros se nos manifieste Cristo, que es nuestra vida, y que nos manifestemos también nosotros con él, revestidos de gloria.. entretanto,  aquel que es nuestra cabeza se nos presenta no tal como es, sino tal como se hizo por nosotros, no coronado de gloria, sino rodeado de las espinas de nuestros pecados. Teniendo a aquel que es nuestra cabeza coronado de espinas, nosotros, miembros suyos, debemos avergonzarnos de nuestros refinamientos y de buscar cualquier púrpura que sea de honor y no de irrisión. Llegará un dia en que vendrá Cristo, y entonces ya no se anunciará su muerte, para recordarnos que también nosotros estamos muertos y nuestra vida está oculta con él. Se manifestará la cabeza gloriosa y, junto con él, brillarán glorificados sus miembros, cuando transfigurará nuestro cuerpo pobre en un cuerpo glorioso semejante a la cabeza, que es él.

Deseemos, pues, esta gloria con un afán seguro y total. Mas, para que nos sea permitido esperar esta gloria y aspirar a tan gran felicidad, debemos desear también, en gran manera, la intercesión de los santos, para que ella nos obtenga lo que supera nuestras fuerzas (san Bernardo, «Sermón 5», en Obras completas de san Bernardo, IV, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1986, 563-573).



 

 

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