Lectio Divina San Francisco de Asís
San Francisco de Asís
4 de octubre
Francisco, hijo de un rico comerciante de Asís, nació en (1181 ó 1182). Disuadido de sus ideales de gloria caballeresca a raíz de las experiencias decisivas de su encuentro con los leprosos y de la oración ante el crucifijo en la iglesia de San Damián, Francisco abandonó su familia y comenzó una vida evangélica de penitencia. Con los numerosos compañeros que
muy pronto se unieron a él, comprendió que estaba llamado a vivir el Evangelio sine glossa, como fraternidad de menores a ejemplo de Jesús de sus discípulos. Al año siguiente a la aprobación de la Regla y vida de los hermanos menores en 1223 por el papa Honorio III, Francisco recibió los estigmas del Crucificado, sello de la conformidad con su único Señor y
Maestro. Cuando murió, en 1226, Francisco era un hombre extenuado por la fatiga y por las enfermedades y, al mismo tiempo, un hombre reconciliado con el sufrimiento, consigo mismo y con toda criatura. Fue canonizado en 1228 y es patrono de Italia y de los ecologistas.
LECTIO
PRIMERA LECTURA
Lectura del libro del Eclesiástico 50,1-3. 7.
Este es aquel que en su tiempo se reparó el templo, en sus días se afianzó el santuario.
En su tiempo cavaron la cisterna y un pozo de agua abundante. Protegió a su pueblo del saqueo y fortificó a la ciudad para el asedio.
Qué majestuoso cuando salía de la tienda asomando detrás de las cortinas; como estrella luciente entre nubes, como luna llena en día de fiesta, como sol refulgente sobre el templo real, así brilló él en el templo de Dios.
SEGUNDA LECTURA
LECTURA DE LA CARTA DEL APÓSTOL SAN PABLO A LOS GÁLATAS 6,14-18
Hermanos:
Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo. Pues lo que cuenta no es circuncisión o incircuncisión, sino una criatura nueva.
La paz y la misericordia de Dios vengan sobre todos los que se ajustan a esta norma; también sobre el Israel de Dios.
En adelante, que nadie me venga con molestias, porque yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús. La gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con vuestro espíritu, hermanos. Amén.
Palabra de Dios.
Te alabamos Señor.
En este pasaje, con el que concluye la Carta a los Gálatas, y que es casi una síntesis temática de la misma carta, Pablo declara la rectitud de su obrar, tras haber desenmascarado la hipocresía de los que sostenían la necesidad de que los cristianos practicaran la circuncisión y observaran la ley judía (cf. v. 12ss).
Pablo no busca glorias mundanas: vive en comunión con Jesús crucificado, cuyo amor redentor ha hecho desaparecer en él la ambición, el orgullo, el egoísmo. Por eso, precisamente la cruz es su verdadero motivo de orgullo (v. 14).
Jesús crucificado ha dado comienzo a una economía totalmente nueva respecto a la del Antiguo Testamento, una economía fundada, no en la ley, sino en el Espíritu: esta novedad de vida (cf. 2 Cor 5,17), y no la circuncisión, es lo que nos hace participar de la salvación (v. 15).
El cristiano, al acoger y poner en práctica el amor misericordioso de Dios, puede gozar de la plenitud de los bienes mesiánicos, que Israel reconocía compendiados en el shalôm, la paz (v. 16).
Consciente de un don tan grande, Pablo no quiere oír hablar de otras doctrinas: su pertenencia exclusiva al Señor Jesús está declarada además de una manera inequívoca por los sufrimientos soportados siguiendo su ejemplo y para serle fiel (v. 17). También a los gálatas, a los que siente y reconoce como «hermanos», les desea el mismo don (v. 18).
EVANGELIO
LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO (11, 25-30)
En aquel tiempo tomando Jesús la palabra, dijo: “Yo te bendigo Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has ocultado esas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el hijo, y aquel a quien el hijo se lo quiera revelar”.
“Vengan a mi todos los que están fatigados y sobrecargados, y yo les daré descanso. Tomen sobre stedes mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallarán descanso para sus almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera”.
Palabra del Señor
R/ Gloria a Ti, Señor Jesús
En el corazón de este pasaje evangélico está la declaración de la relación única que une a Jesús con el Padre: Jesús es el Hijo que ha recibido todo del Padre, que es conocido por él y al que conoce como nadie (v. 27ab; cf. In 1,18; 6,46; 7,29). Jesús es el revelador (v. 27c) de
este profundo conocimiento, que es don recíproco de amor. Jesús, que ha venido al mundo para dar a conocer el amor del Padre y la posibilidad de vivir en comunión con él, reconoce en una oración de bendición que sólo los pequeños, es decir, los que no presumen de sí mismos ni reivindican pretenciosas autosuficiencias, comprenden y acogen tal revelación. Por el contrario, los que se cierran en su propio «saber» se excluyen de ella (v. 25).
Los «pequeños», considerados como parias por la mezquina soberbia de la jerarquía farisaica y oprimidos por la minuciosa preceptiva a la que había sido reducida la Torá, encuentran respiro y vida nueva en las palabras y en los gestos de Jesús (v. 28). Su Evangelio es la alegre
noticia de la liberación de toda esclavitud: se trata de una ley que no es pesada (v. 30), puesto que implica compartir la misma vida de amor de Dios. Cualquiera que la acoja encuentra en Jesús el ejemplo que debe seguir en la obediencia libre, en la atención cordial, en la fidelidad a la verdad, rehuyendo todo tipo de violencia y de imposición (v. 29).
MEDITATIO
Los «pequeños» que acogen la invitación de Jesús a seguir su ejemplo de sencillez y humildad experimentan el amor divino. Se descubren amados por Jesús, que no ha dudado en dar su propia vida a fin de que todos los hombres pudieran vivir eternamente la amistad con él y con el Padre. El Espíritu Santo nos ha hecho en el bautismo criaturas nuevas y nos ha introducido en la familiaridad con Dios. Somos del Señor, estamos llamados a dejarnos animar por el mismo pálpito de amor por el que él se entregó totalmente a nosotros hasta el fin.
Francisco de Asís respondió a esta llamada: se hizo «pequeño», menor, humilde y pobre, satisfecho sólo con Dios. Descubrió que el Evangelio, vivido sin rebajas, nos hace criaturas nuevas, personas resucitadas, partícipes de la verdadera humanidad del Hijo de Dios y, por consiguiente, auténticos servidores de los hermanos, de todos los hermanos. En Francisco, esta humanidad redimida, forjada por las exigencias y por la ternura del amor a Dios y a los demás, se volvió visible en los signos de la crucifixión. Y el mismo Francisco se convirtió
en la bendición viva del Padre, puesto que no se apropió de nada, sino que -como menor- todo se lo restituyó, reconociéndole como el Dador de todo bien.
ORATIO
¡Santísimo Padre nuestro: creador, redentor, consolador y salvador nuestro! Hágase tu voluntad, como en el cielo, también en la tierra: para que te amemos con todo el corazón (cf. Lc 10,27), pensando siempre en ti, con toda el alma, deseándote siempre a ti; con toda la
mente, dirigiendo todas nuestras intenciones a ti, buscando en todo tu honor; y con todas nuestras fuerzas, empleando todas nuestras energías y los sentidos del alma y del cuerpo en servicio, no de otra cosa, sino del amor a ti; y para que amemos a nuestros prójimos como a nosotros mismos, atrayendo a todos, según podamos, a tu amor, alegrándonos de los bienes ajenos como de los nuestros y compadeciéndolos en los males y no ofendiendo a nadie (Francisco de Asís, «Paráfrasis del Padre nuestro», en Fuentes franciscanas, versión electrónica).
CONTEMPLATIO
Donde hay caridad y sabiduría, no hay temor ni ignorancia. Donde hay paciencia y humildad, no hay ira ni desasosiego. Donde hay pobreza con alegría, no hay codicia ni avaricia. Donde hay quietud y meditación, no hay preocupación ni disipación. Donde hay temor de Dios que guarda la entrada (cf. Lc 11,21), no hay enemigo que tenga modo de entrar en la casa. Donde hay misericordia y discreción, no hay superfluidad ni endurecimiento (Francisco de Asís, «Admoniciones, en Fuentes franciscanas», versión electrónica).
ACTIO
Repite a menudo y medita durante el día la invoca ción de san Francisco:
«¿Qué eres tú, oh dulcísimo Dios mío? ¿Qué soy yo, vilísimo gusano e inútil siervo tuyo?»
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Su vida estuvo enteramente caracterizada -hasta el momento de la conversión- por la búsqueda de un modelo que pudiera educar y plasmar su natural propensión al canto.
Lo encontró de repente en el Señor Jesús, en la belleza de su vida narrada por el Evangelio y, en particular, en el luminoso canto nuevo de su muerte en la cruz.
Dejó que la pasión marcara cada uno de sus pasos y afinara de manera progresiva todas las fibras de su persona con la humanidad del Hijo de Dios, que se entregó por completo a sí mismo por nosotros.
Francisco oro así:
«Te ruego, oh Señor, que la ardiente y dulce fuerza de tu amor arrebate mi mente de todas las cosas que hay bajo el cielo, para que muera yo de amor por tu amor, como tú te dignaste morir por amor a mi amor» (oración Absorbeat).
Su camino estuvo siempre acompañado por confirmaciones y consuelos.
Su predicación y su ministerio tocaron el corazón de las personas y suscitaron decisiones de conversión y de reconciliación.
Su manera de seguir radicalmente al Señor se volvió, cada vez más, casa hospitalaria para otros muchos hermanos y hermanas, que encontraron en su itinerario personal una modalidad radical y actual de interpretar y vivir el Evangelio de la nueva estación histórica que avanzaba.
Sin embargo, en el tiempo del monte Alverna, parece apagarse el canto fluente.
En esta estación encuentra Francisco la prueba más terrible: las fatigas originadas por un movimiento que se institucionaliza -que pierde en intensidad evangélica y llega incluso a dudar sobre la posibilidad de que sea integralmente practicable su estilo de vida- repercuten en su misma fe.
La pregunta sobre la verdad de sus intuiciones más profundas y la duda sobre el origen divino de su proyecto de vida resuenan en un silencio opresor en el que Dios no parece hablarle ya,
a pesar de haberlo buscado con tanta tenacidad.
Francisco experimenta el abandono de Dios y se retira de los hermanos para no mostrar su semblante, que lo ha perdido la serenidad habitual.
El canto nuevo, por consiguiente, no le fue dado en un momento de paz y consolación, sino en un momento en el que -como dice el salmista- «fallan los cimientos» (Sal. 11,3) y todas las seguridades parecen hundidas (C. M. Martini – R. Cantalamessa, La Cruz como raíz de la perfecta alegría, Verbo Divino, Estella, 2002, pp. 15-16).
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