LECTIO DIVINA MIÉRCOLES DE LA OCTAVA DE PASCUA. Quédate con nosotros, porque ya es tarde y pronto va a oscurecer
No
tengo ni plata ni oro, pero ¡en nombre de Jesucristo, nazareno, levántate y
camina
Hech
3, 1-10 Salmo
104 Lucas 24,13-35
LECTIO
1ª
Lectura (Hech 3, 1-10)
Del
libro de los Hechos de los Apóstoles
En
aquel tiempo, Pedro y Juan subieron al templo para la oración vespertina, a eso
de las tres de la tarde. Había allí un hombre lisiado de nacimiento, a quien
diariamente llevaban y ponían ante la puerta llamada la “Hermosa”, para que
pidiera limosna a los que entraban en el templo.
-
Aquel hombre, al ver a Pedro y a Juan cuando iban a entrar, les pidió limosna.
Pedro y Juan fijaron en él los ojos, y Pedro le dijo: “Míranos”. El hombre se
quedó mirándolos en espera de que le dieran algo. Entonces Pedro le dijo: “No
tengo ni oro ni plata, pero te voy a dar lo que tengo: En el nombre de
Jesucristo nazareno, levántate y camina”. Y, tomándolo de la mano, lo
incorporó.
Al
instante sus pies y sus tobillos adquirieron firmeza. De un salto se puso de
pie, empezó a andar y entró con ellos al templo caminando, saltando y alabando
a Dios.
Todo
el pueblo lo vio caminar y alabar a Dios, y al darse cuenta de que era el mismo
que pedía limosna sentado junto a la puerta "Hermosa" del templo quedaron
llenos de miedo y no salían de su asombro por lo que había sucedido.
Palabra
de Dios.
A. Te
alabamos, Señor.
Pedro
continúa la práctica liberadora de Jesús, no sólo con el anuncio, sino también
con las obras milagrosas. Éstas manifiestan que ha llegado la salvación al
mundo. Este milagro dará ocasión a un nuevo discurso de explicación y de
anuncio. También Pedro, gracias al nombre de Jesús, aparece «acreditado por
Dios mediante milagros, prodigios y signos>> y, en consecuencia,
autorizado a anunciar la novedad cristiana.
El
relato es vivaz: el templo figura aún en el centro de la piedad de la primera
comunidad cristiana, que todavía no ha roto con las costumbres judías. Pedro,
ante una de las puertas más famosas del edificio, encuentra a un mendigo
paralítico de nacimiento y, como no tiene «ni oro ni plata», le ordena que se
levante y camine: «En nombre de Jesucristo Nazareno, echa a andar». Lo que
sigue es un relato «de resurrección»: el paralítico entra finalmente en el
templo del que le había excluido su enfermedad- «saltando y alabando a Dios».
Es un hombre «reconstruido» física y espiritualmente el que Pedro restituye a
la vida. La resonancia que tuvo esta curación fue enorme: la gente, llena «de
admiración y pasmo, acudió en gran cantidad junto al pórtico de Salomón, donde
Jesús discutía con los judíos y donde se reunían los cristianos de Jerusalén
para escuchar las enseñanzas de los
apóstoles (Hch 5,12). Aquí se dispone Pedro a dar la explicación del
acontecimiento.
Ciertamente
es impactante el corroborar que la fe en Jesús de Nazaret hace verdaderamente
que se cumpla su palabra y se lleven a cabo los milagros que Él mismo había
anunciado de antemano, -si creen en mí, harán aún cosa mayores- (cf. Juan
14,12 ss). La certeza de la resurrección no es meramente una experiencia
interior, que desde luego es esencial, sino, al mismo tiempo la transformación
de la realidad circundante. La resurrección de Jesús abraza a todos los hombres
y mujeres de todos los tiempos, transformando así al universo entero. Prueba de
ello es que los lisiados de nacimiento quedan curados. ¿No hará esto
referencia, también, al pecado en la vida de la persona, que tras el encuentro
con Jesús resucitado queda perdonado?
4.
Salmo responsorial (Sal 104)
R.
Cantemos al Señor con alegría. Aleluya.
L.
Aclamen al Señor y denle gracias, relaten sus prodigios a los pueblos. Entonen
en su honor himnos y cantos, celebren sus portentos. /R.
L. Del
nombre del Señor enorgullézcanse y siéntase feliz el que lo busca. Recurran al
Señor y a su poder y a su presencia acudan. /R.
L. Descendientes
de Abraham, su servidor, estirpe de Jacob, su predilecto, escuchen: el Señor es
nuestro Dios y gobienan la tierra sus decretos. / R.
L. Ni
aunque transcurran mil generaciones, se olvidará el Señor de sus promesas, de
la alianza pactada con Abraham, del juramento a Isaac, que un día le hiciera./R.
Aclamación antes del Evangelio (Sal 117, 24)
R.
Aleluya, aleluya. Este es el día del triunfo del Señor, día de júbilo y de gozo.
R.
Aleluya.
Evangelio
(Lc. 24, 13-35)
Del
santo Evangelio según san Lucas
A.
Gloria a ti, Señor.
El
mismo día de la resurrección, iban dos de los discípulos hacia un pueblo llamado
Emaús, situado a unos once kilómetros de Jerusalén, y comentaban todo lo que
había sucedido.
Mientras
conversaban y discutían, Jesús se les acercó y comenzó a caminar con ellos,
pero los ojos de los dos discípulos estaban velados y no lo reconocieron. El
les preguntó: “De qué cosas vienen hablando, tan llenos de tristeza?”. Uno de
ellos, llamado Cleofás. le respondió: “Eres tú el único forastero que no sabe
lo que ha sucedido estos días en Jerusalén?". Él les preguntó: "¿Qué
cosa?". Ellos le respondieron: "Lo de Jesús el nazareno, que era un
profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo. Cómo los
sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para que lo condenaran a muerte,
y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él seria el libertador de Israel, y
sin embargo, han pasado ya tres días desde que estas cosas sucedieron. Es
cierto que algunas mujeres de nuestro grupo nos han desconcertado, pues fueron
de madrugada al sepulcro, no encontraron el cuerpo y llegaron contando que se les
habían aparecido unos ángeles, que les dijeron que estaba vivo. Algunos de nuestros
compañeros fueron al sepulcro y hallaron todo como habían dicho las mujeres,
pero a él no lo vieron".
Entonces
Jesús les dijo: "¡Qué insensatos son ustedes y qué duros de corazón para
creer todo lo anunciado por los profetas! Acaso no era necesario que el Mesías
padeciera todo esto y así entrara en su gloria?". Y comenzando por Moisés
y siguiendo con todos los profetas, les explicó todos los pasajes de la Escritura
que se referían a él.
Ya
cerca del pueblo a donde se dirigían, él hizo como que iba más lejos; pero
ellos le insistieron, diciendo: "Quédate con nosotros, porque ya es tarde y
pronto va a oscurecer". Y entró para quedarse con ellos. Cuando estaban a
la mesa, tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. Entonces
se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él se les desapareció. Y ellos
se decían el uno al otro: "¡Con razón nuestro corazón ardía, mientras nos
hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras!".
Se
levantaron inmediatamente y regresaron a Jerusalén, donde encontraron reunidos
a los Once con sus compañeros, los cuales les dijeron: "De veras ha
resucitado el Señor y se le ha aparecido a Simón". Entonces ellos
contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al
partir el pan.
Palabra
del Señor.
A.
Gloria a ti, Señor Jesús.
- El
episodio de la aparición de Jesús resucitado a los dos discípulos de Emaús
presenta el camino de fe de la vida cristiana basado en el doble fundamento de
la Palabra de Dios y de la eucaristía. Esta experiencia del Señor aparece
descrita a lo largo de dos momentos decisivos: a) el alejamiento de los
discípulos de Jerusalén, es decir, de la comunidad, de la fe en Jesús para
volver a su viejo mundo (v. 13-29); b) la vuelta a Jerusalén con la
recuperación de la alegría y la fe por parte de la comunidad de los discípulos
(vv. 30-35). En el primer momento de
desconcierto, Jesús, con el aspecto de un viajante, se acerca a los discípulos
desalentados y tristes, y conversando con ellos les ayuda, por medio del recurso
a la Escritura, a leer el plan de Dios y a recuperar la esperanza perdida: «Y
empezando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que
decían de él las Escrituras » (v. 27). Ahora que el corazón se les ha
calentado de nuevo, quieren llevarse con ellos al peregrino a la mesa y,
mientras parte el pan, reconocen al Señor: «Entonces se les abrieron los
ojos y lo reconocieron» (v. 31).
La
catequesis de Lucas es muy clara: cuando una comunidad se muestra disponible a
la escucha de la Palabra de Dios, que está presente en las Escrituras, y pone
la eucaristía en el centro de su propia vida, llega gradualmente a la fe y hace
la experiencia del Señor resucitado.
Muchas
veces las experiencias de dolor, de tristeza, de angustia, de enfermedad o de
la partida de un ser querido nos hacen perder de vista toda la realidad. Nos
centramos tanto en nosotros mismos que somos incapaces de reconocer al que
camina con nosotros. Somos incapaces de aceptar y valorar una palabra de
aliento, una mirada, una sonrisa, un abrazo. No solamente nuestros ojos, sino
también nuestra mente y nuestro corazón están cerrados. Sin embargo, cuando
dejamos entrar un destello de luz, de esperanza, etonces nos damos cuenta que
nunca hemos estado solos, que tenemos por qué replegarnos en nosotros mismos,
antes bien, siempre nuestro punto de referencia ha de ser la familia, la
comunidad, donde podemos compartir siempre todo lo que somos y lo que tenemos.
La
Palabra y la eucaristía constituyen la única gran mesa de la que se alimenta la
Iglesia en su peregrinación hacia la casa del Padre. Los discípulos de Emaús, a
través de la experiencia que tuvieron con Jesús, comprendieron que el
Resucitado está allí donde se encuentran reunidos los hermanos en torno a Simón
Pedro.
MEDITATIO
En
nuestros días hay hambre y sed de milagros. La gente no sonríe ya con
suficiencia, como hace algunos años, con respecto a los presuntos prodigios, sino
que los busca y acude a los lugares donde tienen lugar. Los medios de
comunicación social los hacen espectaculares y los «obradores de prodigios»
corren el riesgo de ser idolatrados. Pero tanto Pedro y Juan como Pablo y
Bernabé (Hch 14,14ss) corrigen al pueblo y dicen de manera clara que no debe
concentrarse en torno a sus personas, sino en torno al poder del nombre de Jesús.
Quien
tenga fe en este nombre, quien lo invoque, también podrá obtener hoy
milagros.
También
hoy es posible realizar prodigios, pero es Dios el que los realiza a través de
la oración y la fe. Hay, efectivamente, situaciones tan dolorosas y penosas que
nos hacen invocar el milagro y nos impulsan a dirigirnos a personas
consideradas particularmente próximas a Dios. Pero esas personas, la mayoría de
las veces, no tienen «ni plata ni oro»: viven en medio de la humildad y de la
oración. Nosotros, alejados tanto del escepticismo de quienes excluyen la
posibilidad o la oportunidad de los milagros, como del fanatismo con los
curanderos y el papanatismo más o menos supersticioso, nos confiamos a la
oración y a la fe para obtener la intervención extraordinaria de Dios en casos
extremos, dejándole a él, que lo sabe todo, la decisión final. Dios no abandona
a su pueblo, y lo socorre también con intervenciones extraordinarias,
especialmente a través de la oración de sus siervos, que, confiando sólo en él,
no tienen necesidad ni de oro ni de plata. Con nuestra oración, y confiando en
la oración intercesora de los demás, vamos poco a poco, afianzando nuestra fe,
en Aquel que nos ha confiado en los brazos amorosos del Padre. No desfallezcamos,
seamos personas de esperanza, de fe, de alegría, porque nuestra confianza está
puesta en Dios y nuestra fortaleza es el Señor.
ORATIO
Concédeme,
Señor, la actitud justa respecto a tu acción en el mundo. Suprime en mí la
búsqueda
de «signos y prodigios», como si tú tuvieras que demostrarme que existes.
Extirpa en mí el corazón cerrado a admitir que tú puedes intervenir, incluso de
forma extraordinaria, cuando y como quieras. Concédeme el espíritu de
discernimiento para que sepa reconocer tu presencia y la distinga de la superstición.
Concédeme, sobre todo, la fe sencilla de quien no se confía a los prodigios,
aunque también la fe ardiente de quienes se atreven a pedírtelos, sin enojarse
cuando no los concedes.
Hazme
comprender asimismo que no debo poner mi confianza exclusivamente en los medios
humanos para la implantación del Reino de Dios, sino que seré eficaz en la
medida en que me mantenga alejado del oro y de la plata. Porque el milagro más
grande que nos brindas es la existencia de personas que confían en ti de tal modo
que viven pobres y humildes. Es a ellas a quienes concedes, normalmente, la
obtención de milagros para el alivio y la alegría de tu pueblo.
CONTEMPLATIO
A
través del desprendimiento y la pobreza es como podremos volver a encontrar
nuestro lugar en el corazón de los pueblos. Cuanto más pobres y desinteresados seamos,
menos exigentes seremos, más amigos seremos del pueblo y más fácil nos
resultará hacer el bien. La pobreza es hoy más necesaria que nunca para luchar
contra el mundo, contra el lujo y contra el bienestar que crece por doquier.
Si el cristiano hace como el mundo, ¿cómo podrá guiarlo e instruirlo? Cuanto
más grande es el desprendimiento interior y exterior en un alma, más abunda la
gracia en ella, más abundan la luz y el Espíritu de Dios en ella.
La
conformidad exterior con nuestro Señor es un me dio para llegar a la
conformidad interior. A través de la pobreza, de la humildad y de la muerte es
como Jesucristo engendró a su Iglesia, y de ese mismo modo es como la
engendraremos nosotros. Toda obra de Dios debe llevar, por encima de todo, el
sello de la pobreza y del sufrimiento (A. Chevrier).
ACTIO
Repite
con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«No
tengo ni plata ni oro, pero ¡en nombre de Jescristo, nazareno, levántate y
camina!» (cf. Hch 3,6).
PARA
LA LECTURA ESPIRITUAL
¿Cómo
podremos abrazar la pobreza como camino que lleva a Dios cuando todos a nuestro
alrededor quieren hacerse ricos? La pobreza tiene muchas modalidades. Debemos
preguntarnos: «¿Cuál es mi pobreza?». ¿Es la falta de dinero, de estabilidad emotiva,
de alguien que me ame? ¿Falta de garantías, de seguridad, de confianza en mí
mismo? Cada persona tiene un ámbito de pobreza. ¡Ese es el lugar donde Dios
quiere habitar! «Bienaventurados los pobres», dice Jesús (Mt 5,3). Eso
significa que nuestra bendición está escondida en la pobreza.
Estamos
tan inclinados a esconder nuestra pobreza y a ignorarla que perdemos a menudo
la ocasión de descubrir a Dios. El mora precisamente en ella. Debemos tener la
audacia de ver
nuestra
pobreza como la tierra en la que está escondido nuestro tesoro (H. J. M.
Nouwen, Pane per il viaggio, Brescia 1997, p. 249 (trad. esp.: Pan
para el viaje, PPC, Madrid 1999]).
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