Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida
Sé
fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida
Lectio
Divina Miércoles Santo “A”
Isaías
Is 50, 4-9 Salmo 68 Mateo 26,14-25
LECTIO
1°
Lectura (Is 50, 4-9)
Del
libro del profeta Isaías
En
aquel entonces, dijo Isaías: "El Señor me ha dado una lengua experta, para
que pueda confortar al abatido con palabras de aliento.
Mañana
tras mañana, el Señor despierta mi oído, para que escuche yo, como discípulo.
El Señor Dios me ha hecho oír sus palabras y yo no he opuesto resistencia ni me
he echado para atrás.
Ofrecí
la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que me tiraban de la barba.
No aparté mi rostro a los insultos y salivazos.
Pero
el Señor me ayuda, por eso no quedaré confundido, por eso endurecí mi rostro
como roca y sé que no quedaré avergonzado. Cercano está de mí el que me hace
justicia, ¿quién luchará contra mí? ¿Quién es mi adversario? ¿Quién me acusa?
Que se me enfrente. El Señor es mi ayuda, ¿quién se atreverá a
condenarme?".
Palabra
de Dios.
A. Te
alabamos, Señor.
Hoy
leemos el tercer canto del Siervo (el cuarto y último, más largo y dramático,
lo escuchamos el Viernes Santo). Sigue la descripción poética de la misión del
Siervo, pero con una carga cada vez más fuerte de oposición y contradicciones.
En
este "tercer poema del Siervo de YHWH”, se acentúa el tema del fracaso,
que ya estaba presente en
Is
49,1-6: El profeta encuentra hostilidad y persecución, incluso violencia. Su
vocación, con rasgos sapienciales, lo califica como un discípulo que, por don y
misión del Señor Dios, transmite la Palabra a los descorazonados e indecisos.
Sólo si el profeta se manifiesta cada día como un discípulo pronto a escuchar, podrá
llegar a ser verdadero maestro: no dispone de la Palabra a su gusto.
La
misión que le encomienda Dios es «saber decir una palabra de aliento al abatido».
Pero antes de hablar, antes de usar esa «lengua de iniciado», Dios le «espabila
el oído para que escuche». Esta vez las dificultades son más dramáticas:
<ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi
barba, no oculté el rostro a insultos y salivazos».
También
en este tercer canto triunfa la confianza en la ayuda de Dios: «mi Señor me
ayudaba y sé que no quedaré avergonzado. Y con un diálogo muy vivo muestra su decisión:
«tengo cerca a mi abogado, ¿quién pleiteará conmigo?».
Consciente
desde el principio de las exigencias de su
vocación,
el Siervo no opone resistencia a Dios; y su
pleno
consentimiento le hace fuerte y manso de cara a
los
perseguidores: no se sustrajo a la Palabra, ni se
echó
atrás ante las injurias y la violencia de los que
quisieran
acallarla, reduciéndola al silencio (vv. 5s).
No le
rinde el sufrimiento, ni le desorienta. El profeta
confía
en la ayuda de Dios; él lo justificará ante los adversarios: ninguno podrá
demostrar la culpabilidad de su Siervo, testigo fiel y veraz de la Palabra (vv.
7-9).
El
salmo insiste tanto en el dolor como en la confianza: «por ti he aguantado afrentas...
en mi comida me echaron hiel. Señor, que tu bondad me escuche en el día de tu
favor... miradlo, los humildes, y alegraos, que el Señor escucha a sus pobres».
Salmo
responsorial (Sal 68)
R. Por
tu bondad, Señor, socórreme.
L. Por
ti he sufrido injurias y la vergüenza cubre mi semblante. Extraño soy y
advenedizo, aun para aquellos de mi propia sangre; pues me devora el celo de tu
casa, el odio del que te odia, en mí recae. /R.
L. La
afrenta me destroza el corazón y desfallezco. Espero compasión y no la hallo;
busco quien me consuele y no lo encuentro. En mi comida me echaron
hiel,
para mi sed me dieron vinagre. /R.
L. En
mi cantar exaltaré tu nombre, proclamaré tu gloria, agradecido. Se alegrarán al
verlo los que sufren, quienes buscan a Dios tendrán más ánimo, porque el Señor
jamás desoye al pobre, ni olvida al que se encuentra encadenado./R.
Aclamación
antes del Evangelio
R.
Honor y gloria a ti, Señor Jesús. Señor Jesús, rey nuestro, para obedecer al
Padre, quisiste ser llevado a la cruz como manso cordero al sacrificio.
R.
Honor y gloria a ti, Señor Jesús.
Evangelio
(Mt 26, 14-25)
Del
santo Evangelio según san Mateo
A.
Gloria a ti, Señor:
En
aquel tiempo, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a ver a los sumos
sacerdotes y les dijo: "¿Cuánto me dan si les entrego a Jesús?".
Ellos
quedaron en darle treinta monedas de plata. Y desde ese momento andaba buscando
una oportunidad para entregárselo.
El
primer día de la fiesta de los panes Azimos, los discípulos se acercaron a Jesús
y le preguntaron: "¿Dónde quieres que te preparemos la cena de
Pascua?". El respondió: “Vayan a la ciudad, a casa de fulano y díganle:
'El Maestro dice: Mi hora está ya cerca. Voy a celebrar la Pascua con mis
discípulos en tu casa". Ellos hicieron lo que Jesús les había ordenado y
prepararon la cena de Pascua.
Al
atardecer, se sentó a la mesa con los Doce, y mientras cenaban, les dijo: "Yo
les aseguro que uno de ustedes va a entregarme". Ellos se pusieron muy tristes
y comenzaron a preguntarle uno por uno: "¿Acaso soy yo, Señor?". El respondió:
"El que moja su pan en el mismo plato que yo, ése va a entregarme.
Porque
el Hijo del hombre va a morir, como está escrito de él; pero hay de aquel por
quien el Hijo del hombre va a ser entregado! Más le valiera a ese hombre no
haber nacido". Entonces preguntó Judas, el que lo iba a entregar: “Acaso soy
yo, Maestro?". Jesús le respondió: “Tú lo has dicho".
Palabra
del Señor
A.
Gloria a ti, Señor Jesús.
La
comunidad cristiana vio a Jesús descrito en esos cantos del Siervo. Su entrega
hasta la muerte no es inútil: así cumple la misión que Dios le ha encomendado,
al solidarizarse con toda la humanidad y su pecado.
En el
evangelio leemos de nuevo la traición de Judas, esta vez según Mateo, ya que
ayer habíamos escuchado el relato de Juan. Precisamente cuando Jesús quiere
celebrar la Pascua de despedida de los suyos, como signo entrañable de amistad
y comunión, uno de ellos ya ha concertado la traición y las treinta monedas (el
precio de un esclavo, según Ex 21,32).
Terminando
ya la Cuaresma concluirá mañana, Jueves Santo, por la tarde, antes de la Misa
vespertina- y en puertas de celebrar el misterio de la Pascua del Señor, junto
a la admiración contemplativa de su entrega
podemos
aprender su lección: espejarnos en el Siervo de Isaías y sobre todo en Jesús,
que cumple en plenitud el anuncio.
¿Somos
buenos oyentes de la palabra, tenemos ya de buena mañana «espabilado el oído
para escuchar la voz de Dios? ¿somos discípulos antes de creernos y actuar como
maestros?
Y
luego, cuando hablamos a los demás, ¿es para «decir una palabra de aliento a
los abatidos? Es lo que hizo Cristo: escuchaba y cumplía la voluntad de su
Padre y, a la vez, comunicaba una palabra de cercanía y esperanza a todos los
que encontraba por el camino. ¿Sabemos ayudar a los que se hallan cansados y
animar a los desesperanzados?
¿Estamos
dispuestos a ofrecer nuestra espalda a los golpes cuando así lo requiere
nuestro testimonio de discípulos de Cristo? ¿a recibir los insultos que nos
pueden venir de este mundo ajeno al evangelio? ¿o sólo buscamos consuelo y
premio en nuestro seguimiento de Cristo? También nosotros, amaestrados por la
Pascua de Jesús, debemos confiar plenamente en Dios. Estamos empeñados en una
tarea cristiana que supone lucha y que es signo de contradicción. Pero, de la
mano de Dios, no debemos darnos nunca por vencidos: ¿quién podrá contra mí? Si
alguna vez nos toca “aguantar afrentas” o “recibir insultos”, baste que miremos
a Cristo en la cruz para aprender generosidad y fidelidad. Icluso cuando
alguien nos traicione, con a él.
La
escucha de la presente perícopa del Evangelio siempre es inquietante: “Uno
de los doce", uno de los amigos más íntimos, de los compañeros
cotidianos, de los discípulos a los que enseñó con mimo particular, “fue..."
por iniciativa propia, por libre opción, a proponer la entrega de Jesús a los
sumos sacerdotes, que no deseaban otra cosa (vv. 3-5). Y desde entonces, como
fiera al acecho, Judas vive al lado de Jesús buscando “la ocasión propicia"
(v. 16s). Aun siendo capaz de una iniquidad que supera los límites humanos (es
obra de Satanás: cf. Lc 22,3 y Jn 13,2), la libertad del hombre entra en el
plan de Dios: es lo que Mateo deja entender en el v. 15, citando a Zac 11,12
sobre el precio pactado con Judas. Todavía más significativo es el uso
teológico, común en todas las narraciones de la pasión y de sus predicciones,
del verbo paradídomi, “entregar”. Este verbo expresa, por un lado, la
entrega-traición por parte de los hombres y, por otro, la entrega-don que el
Padre hace del Hijo y Jesús hace de sí mismo, hasta la suprema entrega del
Espíritu en la cruz (Jn 19,30-.
El
esmero con que tradicionalmente se prepara el rito
pascual
asume un significado más profundo (vv. 17-19); Jesús sabe que se acerca su
kairós (v. 16), su hora, el tiempo del acontecimiento escatológico establecido
por Dios. Y ordena disposiciones muy precisas, porque "ardientemente he
deseado comer esta pascua": en este rito, sustituirá el nuevo memorial
al antiguo, dejándonos su cuerpo y su sangre como comida y bebida.
Esta
entrega de sí mismo con el mayor amor acontece en una atmósfera cargada por el
anuncio de la traición
("entrega").
Cada uno, herido en su interior, desconfía de sí mismo y también de sus propios
compañeros. Surge un coro de preguntas, pero mientras los otros apóstoles se
dirigen a Jesús con el apelativo de "kyrios", Señor, Judas le
llama simplemente "rabbi". Este Maestro es realmente el Señor,
que conoce a su traidor, por el cual se cumple la Escritura.
Jesús
revela quién es Dios y quién es el hombre manifestándonos en su propia historia
divino-humana el
misterio
de la libertad de ambos. Aparece claramente en
la
pasión, cuando personas y acontecimientos parecen
coartarlo,
quebrantarlo, hasta clavarlo en la cruz. En el
Evangelio
de hoy aparecen los dos polos extremos del
poder
humano: la libertad de entregar / traicionar (abismo de apostasía: Judas) y la
de entregarse / darse (la cumbre del amor más grande por los demás: Jesús). Entre
ambos polos, cada uno es libre de moverse, de llevar a cabo sus opciones
cotidianas, pero el Evangelio nos hace conscientes de una realidad: en los dos
extremos está o el poder de Dios o la fuerza del maligno. Pero hoy no sólo
aparece la enorme y vertiginosa capacidad de la libertad humana, sino que
también se nos muestra algo de la libertad de Dios: su omnipotencia, que brinda
al hombre la salvación sin forzarle; su amor, que se entrega -en el Hijo- a sí
mismo para que el hombre no sea presa eterna y casi ignorante del pecado. Desde
siempre Dios había preparado esta pascua; y cuando el Hijo del hombre vino a
cumplirla entre nosotros, se ha abierto a toda criatura un nuevo horizonte
ilimitado de libertad: la libertad de amar incluso dando la vida para
encontrarse en plenitud en el seno amoroso de la Trinidad
ORATIO
Señor
Jesús, déjanos hoy confesar ante ti y concédenos, para hacerlo, un corazón
verdaderamente arrepentido y palabras humildes y sinceras. Somos nosotros, Señor,
los que te hemos vendido, y no sólo una vez. Cada día especulamos con tu
persona y vivimos de esta mísera ganancia; nosotros, los amados por ti.
¿Nos
puedes todavía soportar como intimos en tu casa, para comer el pan de tus
lágrimas y beber la sangre de tu dolor? Vendido por nosotros por una miseria, tú
nos has comprado, Señor, al precio infinito de tu sangre. Haz, te suplicamos,
que, a través de la herida de tu corazón, podamos penetrar y establecernos
siempre en
la
comunión de tu amor. Amén.
CONTEMPLATIO
Judas
dejó el puesto que Jesús le había asignado en la
comunidad
apostólica para "irse a su lugar". Se ha separado de los demás, de la
comunidad; llegó hasta este extremo progresivamente: en primer lugar se fue
replegando sobre sí mismo, siguiendo un camino muy suyo, y finalmente se fue a
su lugar. Ciertamente, al principio estaba muy lejos de querer traicionar al
Maestro. La situación política de Israel era muy compleja, y mucha gente
prudente del pueblo se preguntaba si Jesús no era un motivo de desorden. En
efecto, ¿qué pruebas había de la misión de Jesús?
Es
cierto que Judas debió de atormentarse interiormente, rumiando muchas dudas y
pensamientos oscuros. Pero no los compartió con los otros, y quizás fuese ésta
la causa de sus ilusiones, de su ceguera y su obstinación. Estaba solo, encerrado
en sí mismo. Y en estas circunstancias, nos hacemos incapaces de juzgar las
cosas con objetividad. No se comunicaba con los hermanos, reflexionaba solo y
andaba a su aire [...]. "A su puesto"
(R.
Voillaume, Cartas a los hermanos, Madrid 1973).
Repite
con frecuencia y vive hoy la Palabra:
"Sé
fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida"
(Ap
2,10b).
PARA
LA LECTURA ESPIRITUAL
Judas
aparece como el protagonista de la liturgia de los tres primeros días de la
Semana Santa: el Evangelio siempre habla de él. Y Judas está presente también
en el cenáculo. La presencia de Judas en medio de los doce, en torno a la mesa de
Jesús, es, indudablemente, el hecho más inquietante entre los hechos, todos
inquietantes, que se condensan en vísperas de la pasión del Señor. Es la
presencia del enemigo entre los amigos, del que golpea en el momento y lugar en
que se precisa la confianza, porque nadie puede ya defenderse con ninguno. Jesús
no ignora esta presencia, no la pasa por alto; pero, a la vez, no descubre a
Judas, no le acusa, no discute con él, no trata de defenderse. No calla a
propósito de dicha presencia, para hacerse también presente a él hasta el
final. Los doce, sin embargo,
tratan
de descubrir quién es el que de ellos miente: y en esta tentativa sucumben y
caen en la antigua ley de la sospecha recíproca generalizada, de la acusación,
de la división. De aquí nace siempre la crisis de la relación fraterna y de
comunión: del temor de ser traicionados, del temor de que otro se aproveche, de
la pretensión
imposible
de poner a prueba y verificar las intenciones del otro. No existe otra manera
de vencer al traidor que entregarse en sus manos y poner en manos de Dios la
propia causa. Pensemos en cuántos desavenencias, cuántas ofensas, cuántas
prepotencias, se esconden en nuestra vida por la sospecha. Para sentarse en
torno
a la
mesa de Jesús es preciso fiarse uno de otro sin pensar en el precio que puede
costar esta confianza (G. Angelini, Li amò sino alla fine, Milano 1981,
40s).
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