Tomás, tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin haberme visto, dice el Señor.
Jesús
dijo a Tomás: Acerca tu mano, toca los agujeros que dejaron los clavos y no
seas incrédulo, sino creyente. Aleluya (cf. Jn 20,27).
Hechos
2, 42-47 Salmo 117 1 de Pedro 1,3-9
Juan
20,19-31
LECTIO
1°
Lectura (Hech 2, 42-47)
Del
libro de los Hechos de los Apóstoles
En los
primeros días de la Iglesia, todos los que habían sido bautizados eran constantes
en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la comunión fraterna, en la
fracción del pan y en las oraciones. Toda la gente estaba llena de asombro y de
temor, al ver los milagros y prodigios que los apóstoles hacían en Jerusalén.
Todos
los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común. Los que eran dueños de
bienes o propiedades los vendían, y el producto era distribuido entre todos,
según las necesidades de cada uno. Diariamente se reunían en el templo, y en
las casas partían el pan y comían juntos, con alegría y sencillez de corazón.
Alababan
a Dios y toda la gente los estimaba. Y el Señor aumentaba cada día elnúmero de
los que habían de salvarse.
Palabra
de Dios.
A. Te
alabamos, Señor.
Según
su promesa, Cristo resucitado y ascendido al cielo se queda, no obstante, con
los hombres hasta el fin de los tiempos. Sin embargo, su presencia en el tiem
po de la Iglesia es diferente a la que tuvo durante su vida terrena. Ahora es
el Espíritu Santo, primer don del Resucitado a los creyentes, el que prosigue
su obra en la tierra y el que manifiesta el poder de su resurreccion la
historia. Por eso transmite Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, como parte
esencial de la Buena Nueva, el relato de los primeros pasos de la comunidad
cristiana, animada e impulsada por el Espíritude Jesus.
En el
primero de los “compendios” que describen a la Iglesia naciente aparecen las
líneas fundamentales de la vida eclesial. Por eso se ha convertido este
fragmento en paradigmático para todas las comunidades cristianas. Cuatro son
las características que distinguen a los creyentes (v. 42): la asiduidad a la
enseñanza de los apóstoles, o sea, el reconocerse necesitados de aprender a
vivir como cristianos; la comunión: la expresión koinonía -que aparece
sólo aquí en la obra lucana - ha de ser entendida como aquella unión de los
corazones que, se manifiesta también en el reparto concreto de los bienes
materiales; la fracción del pan, ese gesto, típico de los judíos para
iniciar la comida ritual, indica ahora la eucaristía, el «memorial»; y, por
último, la oración.
De
este modo, la primera comunidad cristiana está totalmente abierta al don del
Espíritu, que puede obrar milagros en ella «por medio de los apóstoles (v. 43),
El relato deja aparecer el clima de alegría y de sencillez que nace de una vida
de intensa caridad fraterna (v. 44 y de la oración unánime (vv. 46-47a). Y la
cosa es tanto más sorprendente por el hecho de que el texto no oculta tampoco
fatigas y persecuciones. No se trata, por tanto, de un cuadro utópico; más bien
es preciso ver en él el modelo ideal al que hay que conformarse. El estilo de
vida
asumido por la Iglesia naciente es en sí mismo testimonio elocuente e
irradiador, una evangelización que prepara los ánimos de muchos a recibir la
gracia de Dios (v. 47).
Salmo
responsorial (Sal 117)
R. La
misericordia del Señor es eterna. Aleluya.
L.
Diga la casa de Israel: “Su misericordia es eterna”. Diga la casa de Aarón:
"Su misericordia es eterna”. Digan los que temen al Señor: “Su
misericordia es eterna”./ R.
L.
Querían a empujones derribarme, pero Dios me ayudó. El Señor es mi
fuerza
y mi alegría, en el Señor está mi salvación. / R.
L. La
piedra que desecharon los constructores, es ahora la piedra angular.
Esto
es obra de la mano del Señor, es un milagro patente. Éste es el día del
triunfo
del Señor, día de júbilo y de gozo. / R.
2°
Lectura (1 Pedro 1, 3-9)
De la
primera carta del apóstol san Pedro
Bendito
sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, por su gran misericordia, porque
al resucitar a Jesucristo de entre los muertos, nos concedió renacer a la
esperanza de una vida nueva, que no puede corromperse ni mancharse y que él nos
tiene reservada como herencia en el cielo. Porque ustedes tienen fe en Dios, él
los protege con su poder, para que alcancen la salvación que les tiene preparada
y que él revelará al final de los tiempos.
Por
esta razón, alégrense, aun cuando ahora tengan que sufrir un poco por adversidades
de todas clases, a fin de que su fe, sometida a la prueba, sea hallada digna de
alabanza, gloria y honor, el día de la manifestación de Cristo. Porque la fe de
ustedes es más preciosa que el oro, y el oro se acrisola por el fuego.
A
Cristo Jesús no lo han visto y, sin embargo, lo aman; al creer en él ahora, sin
verlo, se llenan de una alegría radiante e indescriptible, seguros de alcanzar la
salvación de sus almas, que es la meta de la fe.
Palabra
de Dios.
A. Te
alabamos, Señor.
Tras
una breve presentación del remitente y de los destinatarios (vv. 1s), en la que
se ofrece ya un escorzo contemplativo sobre la obra de la salvación realizada
por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, la primera carta de Pedro desarrolla
el mismo tema, en los vv. 3-12, en forma de bendición solemne. De este modo se
introduce a los oyentes en una atmósfera sagrada que ayuda a percibir el
inmenso don que representa la vocación bautismal.
El
Padre, en su inmenso amor, nos ha hecho renacer (cf. Jn 3,1-15), haciéndonos
hijos suyos, a través de la muerte-resurrección de su Hijo unigénito (v. 3a).
Este nuevo nacimiento no tiene delante la perspectiva de la muerte, sino «una
esperanza viva», una promesa (V. 4) no condicionada por la corruptibilidad de
las cosas de este mundo. Su plena posesión está reservada para nosotros «en los
cielos, pero tenemos ya desde ahora un «anticipo, una «señal», en la medida en
que vamos transformándonos interiormente, en la medida en que pasamos de seres
carnales a seres espirituales, por medio de una vida conforme con la fe
profesada en bautismo.
Pedro,
que se dirige a comunidades cristianas probadas por la persecución, ofrece
consuelo y luz para leer el cumplimiento del designio de salvación en medio de
las dolorosas situaciones por las que atraviesan. Los sufrimientos no deben
convertirse en motivo de escándalo en piedra de tropiezo, sino en crisol
purificador, donde se purifica la fe para ser cada vez más pura y firme (vv.
6s). Esta fe será, en efecto, el documento con el que,
el
último día, daremos testimonio de nuestro amor a Cristo, mientras que, ya desde
ahora, nos proporciona un gozo inefable y radiante en el corazón y nos conduce
a la meta: la salvación eterna de las almas (vv. 8s).
Aclamación antes del Evangelio (Jn 20, 29)
R.
Aleluya, aleluya. Tomás, tú crees porque me has visto; dichosos los que
creen
sin haberme visto, dice el Señor.
R.
Aleluya, aleluya.
Evangelio
(Jn 20, 19-31)
Del
santo Evangelio según san Juan
A.
Gloria a ti, Señor.
Al
anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa
donde se hallaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en
medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Dicho esto, les mostró
las manos y el costado. Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de
alegría.
De
nuevo les dijo Jesús: “La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado,
así también los envío yo”. Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo:
"Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les
quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin
perdonar”.
Tomás,
uno de los Doce, a quien llamaban el Gemelo, no estaba con ellos cuando vino
Jesús, y los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero él les
contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y si no meto mi dedo
en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creere”.
Ocho
días después, estaban reunidos los discípulos a puerta cerrada y Tomás estaba
con ellos. Jesús se presentó de nuevo en medio de ellos y les dijo: “La paz
esté con ustedes”. Luego le dijo a Tomás: “Aquí están mis manos; acerca tu
dedo. Trae acá tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando, sino cree”.
Tomás le respondió: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús añadió: “Tú crees porque me
has visto; dichosos los que creen sin haber visto".
Otros
muchos signos hizo Jesús en presencia de sus discípulos, pero no están escritos
en este libro. Se escribieron éstos para que ustedes crean que Jesús es el
Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre.
Palabra
del Señor.
A.
Gloria a ti, Señor Jesús.
Estos
dos episodios, próximos y relacionados con un mismo tema -el de la fe- son, el
eco fiel de cuanto ha sucedido en los corazones de los apóstoles tras la muerte
de Jesús.
En el
primero de ellos (vv. 19-22), el Resucitado se aparece a los once, que, a pesar
del anuncio de Maria Magdalena (v. 18), están encerrados todavía en el cenaculo
por miedo a los judíos. Jesús supera las barreras que se le interponen: pasa a
través de las puertas, manifestando que su condición es completamente nueva, aunque
no ha desaparecido nada de los sufrimientos que padeció en la carne. La
insistente referencia al costado traspasado de Jesús es propia de Juan, que, de
este modo, quiere indicar el cumplimiento de las profesías en Jesús (Ez 47,1;
Zac 12.10.14). El tradicional saludo de paz asume también en sus labios un
sentido nuevo: de augurio -«la paz esté con ustedes»-se convierte en presencia
-«la paz está con ustedes». La paz, don mesiánico por excelencia, que
incluye todo bien, es, por tanto
una
persona: es el Señor crucificado y resucitado en medio de los suyos («se
presentó»: vv. 19b. 26b y, antes, v. 14).
Al
verlo, los discípulos quedan colmados de alegría y confirmados en la fe. El Espíritu
que Jesús sopla sobre ellos, principio de una creación nueva (Gn 2,7), confiere
a los apóstoles una misión que prolonga la suya en el tiempo y en el espacio y
les concede el poder divino de liberar del pecado.
El
segundo cuadro (vv. 24-29) personaliza en Tomás las dudas y el escepticismo que
atribuyen los sinópticos, de manera genérica, a «algunos de los Doce, y que
pueden surgir en cualquiera. Tomás ha visto la agonía de su Maestro y se niega
a creer ahora en una realidad que no sea concreta, tangible, en cuanto al
sufrimiento del que ha sido testigo (v. 25). Jesús condesciende a la obstinada
pretensión del discípulo (v. 27), pues es necesario que el grupo de los
apóstoles se muestre firme y fuerte en la fe para poder anunciar la resurrección
al mundo.
Precisamente
a Tomás se le atribuye la confesión de fe más elevada y completa: «¡Señor mío y
Dios mío!» (v. 28). Aplica al Resucitado los nombres bíblicos de Dios, YHWH y
Elohím, y el posesivo «mío» indica su plena adhesión de amor, más que de fe, a
Jesús. La visión conduce a Tomás a la fe, pero el Señor declara, de manera
abierta, para todos los tiempos: bienaventurados aquellos que crean por la
palabra de los testigos, sin pretender ver.
Estos
experimentarán la gracia de una fe pura y desnuda que, sin embargo, es
confirmada por el corazón y lo hace exultar con una alegría inefable y radiante
(1 Pe 1,8). Los vv. 30s constituyen la primera conclusión del evangelio de
Juan: se trata de un testimonio escrito
que no
pretende ser exhaustivo, sino sólo suscitar y corroborar la fe en que «Jesús es
el Cristo, el Hijo de Dios» (cf. Mc 1,1).
MEDITATIO
Jesús
quiere que expresemos nuestra unión con él y que correspondamos a su amor
viviendo en comunión entre nosotros, dejándonos plasmar de verdad como criaturas
nuevas que no viven aisladas, sino unidas, por haber sido incorporadas todas a
él. Ése es el fruto de la pascua del Señor. Los que han nacido del mismo seno
de la Iglesia forman una sola familia. La novedad consiste precisamente en
poder vivir con un solo corazón y una sola alma en el amor.
En el
evangelio se aparece Jesús a los discípulos cuando están reunidos. Los abraza
con su mirada, les da la paz, les entrega el Espíritu Santo y les muestra sus
llagas, signos de la crucifixión. Jesús les hace constatar a través de las
dudas de Tomás que el que está delante de ellos es de verdad el Señor
resucitado. También nosotros estamos reunidos hoy para tocar las llagas de
Jesús, unas llagas gloriosas ahora, aunque siguen visibles en su cuerpo
glorificado, como signo de su amor.
Aparecen
justamente como la declaración escrita, en su cuerpo, del amor que le llevó a
morir por nosotros en la cruz.
Bienaventurados
nosotros si, aunque no lo veamos con los ojos del cuerpo, creemos en el Señor,
creemos en su amor y besamos sus llagas. ¿Cómo? Besaremos a Jesús cuando
también nosotros seamos traspasados por clavos, por esas espinas que son las
pruebas de la vida. Porque es siempre él quien sufre en nosotros, es siempre él
quien es crucificado en nuestra humanidad, una humanidad que debe pasar también
por el crisol del dolor. Es siempre él: es él quien ya ha sido glorificado en
nosotros y, por consiguiente, está lleno de alegría; es él quien sigue
sufriendo y, por consiguiente, gime.
Por
eso, si tenemos fe, también nosotros podremos sufrir juntos y alegrarnos,
porque siempre estaremos unidos a él, en su misterio.
ORATIO
Señor
Dios nuestro, en la plenitud de tu amor nos has dado a tu Hijo unigénito y,
añadiendo don sobre don, has derramado en nosotros la abundancia de tu Espíritu
de santidad.
Custodia
esos tesoros tan grandes, urge en nuestro ánimo el deseo de caminar hacia ti
con pureza de corazón y santidad de vida. Que podamos vivir con fe y amor, con
serenidad y fortaleza, los pequeños y los grandes sufrimientos de la vida
diaria, a fin de que, purificados de todo fermento de mal, lleguemos juntos al banquete
de la pascua eterna que has preparado desde siempre para nosotros, tus hijos,
pecadores perdonados por medio de tu Cristo.
CONTEMPLATIO
Santo
Tomás, después de la resurrección de Cristo, fue el único que deseó y el único
que obtuvo tocar los miembros de Cristo con manos ciertamente curiosas, aunque
a buen seguro dignas. Procedía, en efecto, de un ardiente deseo, no de la incredulidad,
el hecho de que
dijera
a sus condiscípulos, que habían visto al Señor estando él ausente: «Si no veo
las señales dejadas en sus manos por los clavos y meto mi dedo en ellas, si no
meto mi mano en la herida abierta en su costado, no lo creeré».
Tenía,
efectivamente, mucho miedo de no gozar también con los ojos a aquel en quien
creía con el corazón; tenía miedo de verse privado de la visión de aquella luz con
la que los otros apóstoles se gloriaban de haber sido iluminados.
Se
apareció por segunda vez a los apóstoles, para satisfacer el deseo de Tomás, y
su deseo les fue útil también a los otros; ahora, tras ver a Cristo, Tomás no
tiene menos que los otros. Compensa, en efecto, la pérdida que le supuso no
haber visto antes mediante la visión combinada con el tacto. Si hubiera sido de
verdad incrédulo, como piensan algunos, Cristo no se habría dignado
aparecérsele después de su propia resurrección.
Que
estuviera ausente, que hubiera pedido con cierta insistencia ver y tocar al
Señor..., todo eso estaba dispuesto para nuestra salvación. Así conoceríamos
con mayor evidencia la verdad de la resurrección del Señor, una verdad que
Tomás, tras haber sido reprochado por su
necesaria
curiosidad, confirmó diciéndole: «;Señor mío y Dios mío!» (Gaudencio de Brescia,
Sermón XVII, 6-9).
ACTIO
Repite
con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Y
no seas incrédulo, sino creyente» (Jn 20,27).
PARA
LA LECTURA ESPIRITUAL
En el
evangelio de hoy encontramos un cenáculo y una puerta cerrada. Una puerta
cerrada por temor a alguien es una historia de todos los días, anticipada en el
siervo de la parábola que entierra el talento por miedo a perderlo. Afortunadamente
al Señor no le importan nada nuestros cerrojos, y entra y sale como quiere su
caridad. Camina o se detiene, trabaja y descansa, habla o se calla, sin que le
importen nuestros temores. El Señor muestra que no se ofende por la
incredulidad de Tomás, incluso la convierte en un argumento para nuestra fe. No
es verdad que al Señor le disgusten ciertas resistencias. Cuando se trata de
resistencias razonables, cuando el hombre obra con lealtad, con honestidad,
como un hombre que, antes de fiarse de otro, prueba si puede hacerlo por sí
solo, entonces el Señor no puede estar descontento. Basta con profundizar un
poco en el episodio de Tomás.
Es
cierto que este último se mostró reservado y reacio y que antes de exclamar
«¡Señor mío y Dios mío!», quiso asegurarse con la pequeña garantía que ofrecen
los sentidos, pero ahora el Señor sabe que puede contar con él más que con los
otros, que ese grito es un credo que continuará también ante el martirio. Los
tipos como Tomás tardan algo en arrodillarse, pero cuando lo hacen se
arrodillan de verdad, cuando aman lo hacen verdad. Cuando Tomás se ofrece, es
un hombre el que se ofrece. Y si ofrece a Cristo su propio corazón, es un
corazón de hombre el que le ofrece. Y si inclina su cabeza ante él, es una
cabeza de
hombre la que se inclina. De este modo comienza la adoración “en
espíritu y en verdad” (P. Mazzolari, La parola che non passa, Vicenza
1984, pp. 138s, passim).
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