TENGO PROYECTOS DE PAZ, NO DE AFLICCIÓN
Homilía completa del oficio de Viernes Santo
«TENGO PROYECTOS DE PAZ, NO DE AFLICCIÓN»
San Gregorio Magno decía que la Escritura cum legentibus crescit, crece con quienes la leen[1].
Expresa significados siempre nuevos en función de las preguntas que el
hombre lleva en su corazón al leerla. Y nosotros este año leemos el
relato de la Pasión con una pregunta —más aún, con un grito— en el
corazón que se eleva por toda la tierra. Debemos tratar de captar la
respuesta que la palabra de Dios le da.
Lo que acabamos de escuchar
es el relato del mal objetivamente más grande jamás cometido en la
tierra. Podemos mirarlo desde dos perspectivas diferentes: o de frente o
por detrás, es decir, o por sus causas o por sus efectos. Si nos
detenemos en las causas históricas de la muerte de Cristo nos
confundimos y cada uno estará tentado de decir como Pilato: «Yo soy
inocente de la sangre de este hombre» (Mt 27,24). La cruz se comprende
mejor por sus efectos que por sus causas. Y ¿cuáles han sido los efectos
de la muerte de Cristo? ¡Justificados por la fe en Él, reconciliados y
en paz con Dios, llenos de la esperanza de una vida eterna! (cf. Rom 5,
1-5)
Pero hay un efecto que la
situación en acto nos ayuda a captar en particular. La cruz de Cristo ha
cambiado el sentido del dolor y del sufrimiento humano. De todo
sufrimiento, físico y moral. Ya no es un castigo, una maldición. Ha sido
redimida en raíz desde que el Hijo de Dios la ha tomado sobre sí. ¿Cuál
es la prueba más segura de que la bebida que alguien te ofrece no está
envenenada? Es si él bebe delante de ti de la misma copa. Así lo ha
hecho Dios: en la cruz ha bebido, delante del mundo, el cáliz del dolor
hasta las heces. Así ha mostrado que éste no está envenenado, sino que
hay una perla en el fondo de él.
Y no sólo el dolor de quien
tiene la fe, sino de todo dolor humano. Él murió por todos. «Cuando yo
sea levantado sobre la tierra —había dicho—, atraeré a todos a mí» (Jn
12,32). ¡Todos, no sólo algunos! «Sufrir —escribía san Juan Pablo II
desde su cama de hospital después del atentado— significa hacerse
particularmente receptivos, especialmente abiertos a la acción de las
fuerzas salvíficas de Dios ofrecidas a la humanidad en Cristo»[2].
Gracias a la cruz de Cristo, el sufrimiento se ha convertido también, a
su manera, en una especie de «sacramento universal de salvación» para
el género humano.
***
¿Cuál es la luz que todo esto
arroja sobre la situación dramática que está viviendo la humanidad?
También aquí, más que a las causas, debemos mirar a los efectos. No sólo
los negativos, cuyo triste parte escuchamos cada día, sino también los
positivos que sólo una observación más atenta nos ayuda a captar.
La pandemia del Coronavirus
nos ha despertado bruscamente del peligro mayor que siempre han corrido
los individuos y la humanidad: el del delirio de omnipotencia. Tenemos
la ocasión —ha escrito un conocido Rabino judío— de celebrar este año un
especial éxodo pascual, salir «del exilio de la conciencia»[3].
Ha bastado el más pequeño e informe elemento de la naturaleza, un
virus, para recordarnos que somos mortales, que la potencia militar y la
tecnología no bastan para salvarnos. «El hombre en la prosperidad no
comprende —dice un salmo de la Biblia—, es como los animales que
perecen» (Sal 49,21). ¡Qué verdad es!
Mientras pintaba al fresco la
catedral de San Pablo en Londres, el pintor James Thornhill, en un
cierto momento, se sobrecogió con tanto entusiasmo por su fresco que,
retrocediendo para verlo mejor, no se daba cuenta de que se iba a
precipitar al vacío desde los andamios. Un asistente, horrorizado,
comprendió que un grito de llamada sólo habría acelerado el desastre.
Sin pensarlo dos veces, mojó un pincel en el color y lo arrojó en medio
del fresco. El maestro, estupefacto, dio un salto hacia adelante. Su
obra estaba comprometida, pero él estaba a salvo.
Así actúa a veces Dios con
nosotros: trastorna nuestros proyectos y nuestra tranquilidad, para
salvarnos del abismo que no vemos. Pero atentos a no engañarnos. No es
Dios quien ha arrojado el pincel sobre el fresco de nuestra orgullosa
civilización tecnológica. ¡Dios es aliado nuestro, no del virus! «Tengo
proyectos de paz, no de aflicción», nos dice él mismo en la Biblia (Jer
29,11). Si estos flagelos fueran castigos de Dios, no se explicaría por
qué se abaten igual sobre buenos y malos, y por qué los pobres son los
que más sufren sus consecuencias. ¿Son ellos más pecadores que otros?
¡No! El
que lloró un día por la muerte de Lázaro llora hoy por el flagelo que
ha caído sobre la humanidad. Sí, Dios «sufre», como cada padre y cada
madre. Cuando nos enteremos un día, nos avergonzaremos de todas las
acusaciones que hicimos contra él en la vida. Dios participa en nuestro
dolor para vencerlo. «Dios —escribe san Agustín—, siendo supremamente
bueno, no permitiría jamás que cualquier mal existiera en sus obras, si
no fuera lo suficientemente poderoso y bueno, para sacar del mal mismo
el bien»[4].
¿Acaso Dios Padre ha querido
la muerte de su Hijo, para sacar un bien de ella? No, simplemente ha
permitido que la libertad humana siguiera su curso, haciendo, sin
embargo, que sirviera a su plan, no al de los hombres. Esto vale también
para los males naturales como los terremotos y las pestes. Él no los
suscita. Él ha dado también de la naturaleza una especie de libertad,
cualitativamente diferente, sin duda, de la libertad moral del hombre,
pero siempre una forma de libertad. Libertad de evolucionar según sus
leyes de desarrollo. No ha creado el mundo como un reloj programado con
antelación en cualquier mínimo movimiento suyo. Es lo que algunos llaman
la casualidad, y que la Biblia, en cambio, llama «sabiduría de Dios».
***
El otro fruto positivo de la
presente crisis sanitaria es el sentimiento de solidaridad. ¿Cuándo, en
la memoria humana, los pueblos de todas las naciones se sintieron tan
unidos, tan iguales, tan poco litigiosos, como en este momento de dolor?
Nunca como ahora hemos percibido la verdad del grito de un nuestro
poeta: «¡Hombres, paz! Sobre la tierra postrada demasiado es el
misterio» [5]. Nos hemos olvidado de los muros a
construir. El virus no conoce fronteras. En un instante ha derribado
todas las barreras y las distinciones: de raza, de religión, de censo,
de poder. No debemos volver atrás cuando este momento haya pasado. Como
nos ha exhortado el Santo Padre no debemos desaprovechar esta ocasión.
No hagamos que tanto dolor, tantos muertos, tanto compromiso heroico por
parte de los agentes sanitarios haya sido en vano. Esta es la
«recesión» que más debemos temer.
De las espadas forjarán arados,
de las lanzas, podaderas.
No alzará la espada pueblo contra pueblo,
no se adiestrarán para la guerra (Is 2,4).
Es el momento de realizar
algo de esta profecía de Isaías cuyo cumplimiento espera desde siempre
la humanidad. Digamos basta a la trágica carrera de armamentos. Gritadlo
con todas vuestras fuerzas, jóvenes, porque es sobre todo vuestro
destino lo que está en juego. Destinemos los ilimitados recursos
empleados para las armas para los fines cuya necesidad y urgencia vemos
en estas situaciones: la salud, la higiene, la alimentación, la lucha
contra la pobreza, el cuidado de lo creado. Dejemos a la generación que
venga un mundo más pobre de cosas y de dinero, si es necesario, pero más
rico en humanidad.
***
La Palabra de Dios nos dice
qué es lo primero que debemos hacer en momentos como estos: gritar a
Dios. Es él mismo quien pone en labios de los hombres las palabras que
hay que gritarle, a veces incluso palabras duras, de llanto y casi de
acusación. «¡Levántate, Señor, ven en nuestra ayuda! ¡Sálvanos por tu
misericordia! […] ¡Despierta, no nos rechaces para siempre!» (Sal
44,24.27). «Señor, ¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4,38).
¿Acaso a Dios le gusta que se
le rece para conceder sus beneficios? ¿Acaso nuestra oración puede
hacer cambiar sus planes a Dios? No, pero hay cosas que Dios ha decidido
concedernos como fruto conjunto de su gracia y de nuestra oración, casi
para compartir con sus criaturas el mérito del beneficio recibido [6]. Es él quien nos impulsa a hacerlo: «Pedid y recibiréis, ha dicho Jesús, llamad y se os abrirá» (Mt 7,7).
Cuando, en el desierto, los
judíos eran mordidos por serpientes venenosas, Dios ordenó a Moisés que
levantara en un estandarte una serpiente de bronce, y quien lo miraba no
moría. Jesús se ha apropiado de este símbolo. «Como Moisés levantó la
serpiente en el desierto —le dijo a Nicodemo— así es preciso que sea
levantado el Hijo del hombre, para que todo aquel que cree en él tenga
vida eterna» (Jn 3,14-15). También nosotros, en este momento, somos
mordidos por una «serpiente» venenosa invisible. Miremos a Aquel que fue
«levantado» por nosotros en la cruz. Adorémoslo por nosotros y por todo
el género humano. Quien lo mira con fe no muere. Y si muere, será para
entrar en la vida eterna.
«Después de tres días
resucitaré», predijo Jesús (cf. Mt 9, 31). Nosotros también, después de
estos días que esperamos sean cortos, nos levantaremos y saldremos de
las tumbas de nuestros hogares. No para volver a la vida anterior como
Lázaro, sino a una vida nueva, como Jesús. Una vida más fraterna, más
humana. Más cristiana!
___________________
[1] Moralia in Job, XX,1.
[2] Salvifici doloris, 23
[3] https://blogs.timesofisrael.com/coronavirus-a-spiritual-message-from-brooklyn)
[4] Enchiridion, 11,3 (PL 40, 236).
[5] G. Pascoli, “I due fanciulli” (Los dos niños).
[6] Cf. S. tomás de aquino, S.Th. II-II, q.83, a.2.
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