Quédate con nosotros, porque ya es tarde y pronto va a oscurecer


¡Quédate con nosotros, Señor!
Hech 2, 14.22-33 Salmo 15      1 Pedro 1, 17-21
Lucas 24, 13-35  


LECTIO

1ª Lectura (Hech 2, 14.22-33)
Del libro de los Hechos de los Apóstoles

El día de Pentecostés, se presentó Pedro, junto con los Once, ante la multitud, y levantando la voz, dijo: "Israelitas, escúchenme. Jesús de Nazaret fue un hombre acreditado por Dios ante ustedes, mediante los milagros, prodigios y señales que Dios realizó por medio de él y que ustedes bien conocen. Conforme al plan previsto y sancionado por Dios, Jesús fue entregado, y ustedes utilizaron a los paganos para clavarlo en la cruz.
Pero Dios lo resucitó, rompiendo las ataduras de la muerte, ya que no era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio. En efecto, David dice, refiriéndose a él: Yo veía constantemente al Señor delante de mí, puesto que él está a mi lado para que yo no tropiece. Por eso se alegra mi corazón y mi lengua se alboroza; por eso también mi cuerpo vivirá en la esperanza, porque tú, Señor, no me abandonarás a la muerte, ni dejarás que tu santo sufra la corrupción. Me has enseñado el sendero de la vida y me saciarás de gozo en tu presencia.
Hermanos, que me sea permitido hablarles con toda claridad. El patriarca David murió y lo enterraron, y su sepulcro se conserva entre nosotros hasta el día de hoy. Pero como era profeta y sabia que Dios le había prometido con juramento que un descendiente suyo ocuparía su trono, con visión profética habló de la resurrección de Cristo, el cual no fue abandonado a la muerte ni sufrió la corrupción.
Pues bien, a este Jesús Dios lo resucito, y de ello todos nosotros somos testigos. Llevado a los cielos por el poder de Dios, recibió del Padre el Espíritu Santo prometido a él y lo ha comunicado, como ustedes lo están viendo y oyendo".

Palabra de Dios.
A. Te alabamos, Señor.

La bajada del Espíritu Santo en Pentecostés transforma a los apóstoles en hombres nuevos, en testigos ardientes y animosos del Resucitado, conscientes de que ahora se realiza la promesa escatológica de Dios (cf. Hch 2,16-21), mediante la cual hemos entrado «en los últimos tiempos». El cambio acontecido en el grupo de los discípulos está bien atestiguado en el primer discurso de Pedro referido en los Hechos de los Apóstoles. Si bien el autor del texto sagrado ha retocado la forma y la estructura, el contenido originario emerge de manera inconfundible.
Los vv. 22-24, prototipo del kerigma apostólico, contienen expresiones propias de la cristología más antigua: se habla en ella de Jesús como del «hombre a quien Dios acredito»; se muestra que la cruz -que escandalizó a todos los apóstoles- formaba parte de un sabio designio de Dios, el cual entregó a su Hijo único a los hombres por amor. Todos son responsables de lo sucedido: «Vosotros lo matásteis. Dios, sin embargo, lo resucitó... » (v. 23s).
Al kerigma le sigue el testimonio de las Escrituras, que sólo a la luz del misterio pascual son plenamente comprensibles. Por eso explica Pedro el Sal 15 (vv. 25-31), que ha encontrado en Cristo su plena realización: él es el Mesías, y su alma no ha sido abandonada en el abismo ni ha conocido la corrupción, sino que ha sido colmado de gozo en la presencia del Padre. Los apóstoles, en virtud del Espíritu derramado sobre ellos,son testigos de la resurrección de Cristo y la anuncian con claridad a todo Israel y hasta los confines d ela tierra.

4. Salmo responsorial (Sal 15)
R. Enséñanos, Señor, el camino de la vida. Aleluya.

L. Protégeme, Dios mío, pues eres mi refugio. Yo siempre he dicho que tú eres mi Señor. El Señor es la parte que me ha tocado en herencia: mi vida está en sus manos./R.

L. Bendeciré al Señor, que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor y con él a mi lado, jamás tropezaré./R.

L. Por eso se me alegran el corazón y el alma y mi cuerpo vivirá tranquilo,
porque tú no me abandonarás a la muerte ni dejarás que sufra yo la corrupción./R.

L. Enséñame el camino de la vida, sáciame de gozo en tu presencia y de alegría perpetua junto a ti./R.

2ª Lectura (1 Pedro 1, 17-21)
De la primera carta del apóstol san Pedro

Hermanos: Puesto que ustedes llaman Padre a Dios, que juzga imparcialmente la conducta de cada uno según sus obras, vivan siempre con temor filial durante su peregrinar por la tierra.
Bien saben ustedes que de su estéril manera de vivir, heredada de sus padres, los ha rescatado Dios, no con bienes efímeros, como el oro y la plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha, al cual Dios había elegido desde antes de la creación del mundo y, por amor a ustedes, lo ha manifestado en estos tiempos, que son los últimos. Por Cristo, ustedes creen en Dios, quien lo resucitó de entre los muertos y lo llenó de gloria, a fin de que la fe de ustedes sea también esperanza en Dios.

Palabra de Dios
A. Te alabamos, Señor.

En su exordio, la primera carta de Pedro conduce a los fieles a contemplar la gracia de la regeneración llevada a cabo por el Padre, a través de Cristo, en el Espíritu (vv. 3-5.10-12). Por eso se detiene a considerar en concreto qué significa vivir de la fe, ofreciendo una clave de interpretación cristiana del misterio del sufrimiento, considerado como prueba purificadora y como participación en los sufrimientos de Cristo (w. 6-9). Sobre este sólido fundamento puede mostrar el apóstol, por tanto, las exigencias de la vida cristiana, una vida que es camino de santificación y de configuración con Cristo (v. 13-16; cf. Lv 19,2). Éstas no se reducen a prácticas exteriores, sino que son una actitud interior, que determina toda la orientación de la existencia.
Por medio del bautismo nos convertimos en hijos de Dios y recibimos el privilegio de llamar «Padre» al justo Juez de todos los seres vivos. La conciencia de semejante dignidad llena a los cristianos de «santo temor», término que no significa en la Biblia «miedo», sino más bien amor lleno de veneración y empapado del sentido de la propia pequeñez e indignidad. En efecto, la gracia recibida le ha costado un precio muy elevado al mismo Cristo, el verdadero Cordero, cuya sangre ha librado a la humanidad de la esclavitud del pecado y de la muerte eterna (cf. Ex 12,23). La nueva relación de parentesco con el Señor hace ciertamente que la vida sobre la tierra sea tomada como peregrinación, mientras que la verdadera patria es el cielo (v. 17). En este vuelco se ha llevado a cabo, en plenitud, el designio de Dios. Jesús, con su resurrección, ha inaugurado los «últimos tiempos», caracterizados por la tensión hacia lo alto. Esta tensión debe ser sostenida constantemente por una vida de fe y de esperanza (v. 21) y por la memoria viva de todo lo que ha realizado el Señor para nuestra salvación.

Aclamación antes del Evangelio (Cfr. Lc 24, 32)

R. Aleluya, aleluya. Señor Jesús, haz que comprendamos las Escrituras.
Enciende nuestro corazón mientras nos hablas.
R. Aleluya, aleluya.

Evangelio (Lc 24, 13-35)

Del santo Evangelio según san Lucas
Gloria a ti, Señor

El mismo día de la resurrección, iban dos de los discípulos hacia un pueblo llamado Emaús, situado a unos once kilómetros de Jerusalén, y comentaban todo lo que había sucedido.
Mientras conversaban y discutían, Jesús se les acercó y comenzó a caminar con ellos, pero los ojos de los dos discípulos estaban velados y no lo reconocieron. Él les preguntó: “¿De qué cosas vienen hablando, tan llenos de tristeza?".
Uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: "¿Eres tú el único forastero que no sabe lo que ha sucedido estos días en Jerusalén?". El les pregunto: "¿Qué cosa?". Ellos le respondieron: "Lo de Jesús el nazareno, que era un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo. Cómo los sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron.
Nosotros esperábamos que él seria el libertador de Israel, y sin embargo, han pasado ya tres días desde que estas cosas sucedieron. Es cierto que algunas mujeres de nuestro grupo nos han desconcertado, pues fueron de madrugada al sepulcro, no encontraron el cuerpo y llegaron contando que se les habían aparecido unos ángeles, que les dijeron que estaba vivo. Algunos de nuestros compañeros fueron al sepulcro y hallaron todo como habían dicho las mujeres, pero a él no lo vieron".
Entonces Jesús les dijo: "¡Qué insensatos son ustedes y qué duros de corazón para creer todo lo anunciado por los profetas! ¿Acaso no era necesario que el Mesías padeciera todo esto y así entrara en su gloria?". Y comenzando por Moisés y siguiendo con todos los profetas, les explicó todos los pasajes de la Escritura que se referían a él.
Ya cerca del pueblo a donde se dirigían, él hizo como que iba más lejos: pero ellos le insistieron, diciendo: “Quédate con nosotros, porque ya es tarde y pronto va a oscurecer". Y entró para quedarse con ellos. Cuando estaban a la mesa, tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él se les desapareció. Y ellos se decían el uno al otro: “¡Con razón nuestro corazón ardía, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras!”.
Se levantaron inmediatamente y regresaron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, los cuales les dijeron: “De veras ha resucitado el Señor y se le ha aparecido a Simón". Entonces ellos contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

Palabra del Señor.
A. Gloria a ti, Señor Jesús.

En esta aparición del Resucitado pone Lucas de relieve un rasgo fundamental: la importancia que tiene la Sagrada Escritura para encontrar de verdad a Cristo resucitado. Para intuir su misterio es necesario recordar y creer la Palabra (vv. 25-27.32; cf. asimismo los vv. 6b.44s), puesto que en ella se ha revelado el designio divino que Cristo debía cumplir, a través del sufrimiento y de la muerte, para entrar en la gloria (v. 26). De este modo realiza, más allá de toda mesura, la esperanza de redención alimentada por toda la humanidad (v. 21). Jesús mismo, el desconocido compañero de camino, explica las Escrituras a quien se pone a la escucha con un vivo interés (v. 29a). A lo largo del camino se produce así el paso de la tristeza desalentada (v. 17b) a la alegría que pone ardiente el corazón (v. 32), hasta que llegan al reconocimiento del Resucitado a través de un gesto tan cotidiano como significativo: la fracción del pan (vv. 30.35). El modo de realizar ciertos gestos revela, en efecto, la identidad del que los hace. Por eso desaparece el peregrino. Sin embargo, ahora ha dejado de ser un desconocido: es el Señor, el Maestro, el Pan vivo siempre presente en medio de los suyos; éstos, a su vez, de simples viajeros se vuelven testigos, misioneros, adoradores en espíritu y en verdad.
No será inútil subrayar que toda celebración eucarística vuelve a proponer el mismo camino de los discípulos de Emaús: desde los ritos iniciales, pasando por la escucha de la Palabra y la liturgia eucarística, hasta la despedida final, se lleva a cabo, por obra de la gracia, un encuentro cada vez más profundo y real con Jesús crucificado y resucitado.

MEDITATIO

El reconocimiento de Jesús resucitado tiene lugar en un instante, mediante una intuición resplandeciente; a continuación, todo vuelve a la normalidad. Así fue también con los discípulos de Emaús. Después de aquel instante intuitivo, tras aquella mirada que penetra más allá del velo de la carne, desaparece Jesús y todo vuelve a ser, aparentemente, como antes: la posada, la mesa, el pan, los compañeros. Todo igual, pero, sin embargo, todo es ahora distinto. Se trata de una experiencia inexpresable.
También hoy todas las personas y todas las cosas nos reservan sorpresas, porque en todas ellas podemos encontrar a Jesús. Ser cristiano significa vivir en medio de un estupor siempre renovado, en un estado de continua espera de sorpresas. Cada momento puede ser el de la revelación del misterio, porque nuestra vida está ahora ligada indisolublemente a Jesús, invisible a los ojos, pero realmente presente entre nosotros. Toda realidad es epifanía de su presencia como «Emmanuel». A nosotros nos corresponde purificar de continuo nuestra mirada en la adoración para poder vislumbrarlo en la trama de los acontecimientos más pobres y cotidianos. Es él, siempre él, el que viene a nosotros a través de todo aquello que acogemos con fe.
ORATIO

Quédate con nosotros, Señor, porque sin ti nuestro camino quedaría sumergido en la noche. Quédate con nosotros, Señor Jesús, para llevarnos por los caminos de la esperanza que no muere, para alimentarnos con el pan de los fuertes que es tu Palabra.
Quédate con nosotros hasta la última noche, cuando, cerrados nuestros ojos, volvamos a abrirlos ante tu rostro transfigurado por la gloria y nos encontremos entre los brazos del Padre en el Reino del divino esplendor.

CONTEMPLATIO

Dos discípulos de Jesús se dirigen caminando hacia el pueblo de Emaús. Oh alma pecadora, detente un momento a considerar con atención los distintos aspectos de la bondad y de la benevolencia de tu Señor. En primer lugar, el hecho de que su ardiente amor no le permita dejar a sus discípulos vagar en medio de la desorientación y la tristeza. El Señor es, en verdad, un amigo fiel y un amoroso compañero de camino [...]
Y mira la humildad con que acompaña a estos dos: va con sus discípulos como si fuera uno de ellos, cuando en realidad, es el Señor de todos. ¿No te da acaso la impresión de haber vuelto a la sustancia misma de la humildad? Nos sirve de modelo para que nosotros hagamos otro tanto [...]. Observa, alma cristiana, cómo tu Señor realiza el ademán de proseguir más allá, con objeto de hacerse desear más, de hacerse invitar y de quedarse como huésped de ellos; y, después, acepta efectivamente entrar en la casa, toma el pan, lo bendice, lo rompe con sus santas manos y se lo da, haciéndose reconocer así [...]. Mas ¿por qué se ha comportado de ese modo? Lo hizo para hacernos comprender que debemos practicar las obras de misericordia y la hospitalidad, esto es, para decirnos que no basta con leer y escuchar la Palabra de Dios si después no la llevamos a la práctica (anónimo franciscano del siglo XIII, Meditazione sulla vita di Cristo, Roma 1982, pp. 164-166, passim).

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«¡Quédate con nosotros, Señor!» (Lc 24,29).

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Mientras los dos viajeros se encuentran de camino hacia su casa llorando lo que han perdido, Jesús se acerca y camina con ellos, pero sus ojos son incapaces de reconocerlo. De improviso, ya no son dos, sino tres las personas que caminan, y todo se vuelve distinto. El desconocido empieza a hablar, y sus palabras requieren una seria atención. Lo que había empezado a confundir hasta hace un momento, comenzaba a presentar horizontes nuevos; lo que había parecido tan oprimente, comenzaba a hacerse sentir como liberador; lo que había parecido tan triste, empezaba a tomar el aspecto de la alegría. Poco a poco empezaban a comprender que su pequeña vida no era después de todo tan pequeña como pensaban, sino parte de un gran misterio que no sólo abarcaba varias generaciones, sino que se extendía de eternidad en eternidad.
El desconocido no ha dicho que no hubiera motivo de tristeza, sino que su tristeza formaba parte de una tristeza más amplia, en la que estaba escondida la alegría. El desconocido no ha dicho que la muerte que estaban llorando no fuera real, sino que se trataba de una muerte que inauguraba una vida verdadera, El desconocido no ha dicho que no hubieran perdido a un amigo que les había dado nuevo valor y nueva esperanza, sino que esta pérdida había creado un camino para una relación que habría ido mucho más allá que cualquier amistad. El desconocido no tenía el más mínimo miedo de derribar sus defensas y de llevarlos más allá de su estrechez de mente y de corazón. El desconocido tuvo que llamarlos tontos para hacerles ver.
¿Y en qué consiste el desafío? En tener confianza. Alguien tiene que abrirnos los ojos y los oídos para ayudarnos a descubrir qué hay más allá de nuestra percepción. Alguien debe hacer arder nuestros corazones (H. J. M. Nouwen, La forza della sua presenza, Brescia 1997, pp. 31-35, passim).



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