Lectio Divina Lunes XV del Tiempo Ordinario A. Quien dé aunque no sea más que un vaso de agua fría
Dichosos los perseguidos por
causa de la justicia,
porque de ellos es el Reino de
los cielos, dice el Señor.
Isaías 1, 10-17 Salmo 49
Mateo 10,34-11,1
LECTIO
PRIMERA LECTURA
Del libro del profeta Isaías 1, 10-17
Oigan la palabra del Señor, príncipes de Sodoma; escucha la
enseñanza de nuestro Dios, pueblo de Gomorra: “¿Qué me importan a mí todos sus
sacrificios?”, dice el Señor. Estoy harto de holocaustos de cameros y de grasa
de becerros; ya no quiero sangre de toros, corderos y cabritos.
¿Quién les ha pedido que me ofrezcan todo eso cuando vienen al
templo para visitarme? Dejen ya de pisotear mis atrios y no me traigan dones
vacíos ni incienso abominable. Ya no aguanto sus novilunios y sábados ni sus
asambleas. Sus solemnidades y fiestas las detesto; se me han vuelto una carga insoportable.
Cuando extienden sus manos para orar, cierro los ojos; aunque multipliquen sus
plegarias, no los escucharé. Sus manos están llenas de sangre. Lávense y
purifiquénse; aparten de mí sus malas acciones. Dejen de hacer el mal, aprendan
a hacer el bien, busquen la justicia, auxilien al oprimido, defiendan los
derechos del huérfano y la causa de la viuda”.
Palabra de Dios.
R./ Te alabamos, Señor.
El pasaje presenta uno de los oráculos introductorios del libro de
Isaías. El profeta, que desarrolla su misión en el Reino de Judá durante la
segunda mitad del siglo VIII a. de C., en un período de prosperidad económica y
de relajamiento moral, condena en especial el formalismo religioso de las
clases más ricas. Los que a ellas pertenecen, cerrados en el egoísmo de su
riqueza e insensibles a las necesidades de los cada vez más numerosos
indigentes, practican un culto que es inútil porque está separado de la vida.
Empleando la forma literaria de un juicio emprendido por YHWH
contra su pueblo -al que de manera significativa se llama «Sodoma y Gomorra»,
las ciudades pecadoras por antonomasia (v. 10)-, reivindica Isaías a Dios sus
derechos y recuerda al pueblo los deberes sancionados por la alianza sinaítica.
Dios confiesa que le disgusta la ofrenda de los sacrificios cruentos e
incruentos, la observancia de las fiestas y de las prescripciones rituales (vv.
11-14), dado que a eso no le corresponde un corazón dócil, atento a las
necesidades del prójimo. Dios no mira ni escucha a quien cree rendirle honores
y luego pisotea a los débiles y a los pobres (v. 15ab).
Entre el culto y la vida no puede haber contradicción: no es
posible ofrecer la sangre de una víctima sacrificial con manos manchadas por la
sangre de los homicidios cometidos (v. 15c). La conversión del corazón («Dejad
de hacer el mal, aprended a hacer el bien»: v. 16d-17a) es la condición
fundamental para que la alianza de Dios con su pueblo sea real y eficaz. Dios
renueva la invitación a una purificación tanto interior, del corazón, como
exterior, del comportamiento, para restituir la verdad al culto practicado y
poner las bases de la justicia social.
SALMO RESPONSORIAL
(SAL 49)
R./ Dios salva al que cumple su voluntad.
L. No voy a reclamarte sacrificios, dice el Señor, pues siempre
están ante mí tus holocaustos. Pero ya no aceptaré becerros de tu casa ni
cabritos de tus rebaños.
R./ Dios salva al que cumple su voluntad.
L. ¿Por qué citas mis preceptos y hablas a toda hora de mi pacto,
tú, que detestas la obediencia y echas en saco roto mis mandatos?
R./ Dios salva al que cumple su voluntad.
L. Tú haces esto, ¿y yo tengo que callarme? ¿Crees acaso que yo
soy como tú? Quien las gracias me da, ése me honra y yo salvaré al que cumple
mi voluntad.
R./ Dios salva al que cumple su voluntad.
ACLAMACIÓN antes del Evangelio (Mt 5,10)
R./ Aleluya, aleluya.
Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos
es el Reino de los cielos, dice el Señor.
R./ Aleluya, aleluya.
+EVANGELIO según san Mateo 10, 34-11, 1
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus apóstoles: “No piensen que he
venido a traer la paz a la tierra; no he venido a traer la paz, sino la guerra.
He venido a enfrentar al hijo con su padre, a la hija con su madre, a la nuera
con su suegra; y los enemigos de cada uno serán los de su propia familia.
El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí;
el que ama a su hijo o a su hija más a que a mí, no es digno de mí; y el que no
toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.
El que salve su vida, la perderá y el que la pierda por mí, la
salvará. Quien los recibe a ustedes, me recibe a mí; y quien me recibe a mí,
recibe al que me ha enviado. El que recibe a un profeta por ser profeta,
recibirá recompensa de profeta; el que recibe a un justo por ser justo,
recibirá recompensa de justo.
Quien diere, aunque no sea más que un vaso de agua fría a uno de
estos pequeños, por ser discípulo mío, yo les aseguro que no perderá su
recompensa”. Cuando acabó de dar instrucciones a sus doce discípulos, Jesús
partió de ahí para enseñar y predicar en otras ciudades.
Palabra del Señor.
R./ Gloria a ti, Señor Jesús.
Mateo prosigue bosquejando el estilo de vida del discípulo-misionero,
poniendo de relieve las exigencias radicales de la misión. Nada puede ser
impedimento para seguir a Jesús, aunque eso pueda causar sufrimientos y hasta
provocar rupturas, incluso en el interior de una misma familia. El cristiano ha
de contar con malentendidos y con la incomprensión de sus allegados y de
quienes le están unidos por lazos afectivos. El discípulo -Jesús ya lo había
declarado, no puede tener una suerte diferente a la de su maestro, desconocido
y rechazado precisamente por los suyos (cf. Mc 3,21; Jn 1,11).
No se trata de que no pueda vivir el discípulo con entrega y
fidelidad las relaciones familiares, sino de dar prioridad a las exigencias del
seguimiento de Jesús y al amor «con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda
tu mente y con todas tus fuerzas» (Mc 12, 30) que debemos al Señor. Ahora bien,
eso sería humanamente imposible si él no nos hubiera amado antes hasta dar la vida
por nosotros. Haciendo como Jesús, tomando sobre nosotros la carga crucificante
del mal que se opone al amor y realizando gestos sencillos, pero auténticos, dirigidos
al otro, al que reconocemos como hermano (el
ofrecimiento de un vaso de agua), viviremos la misma dignidad de
hijos del Padre misericordioso.
MEDITATIO
Dios nos toma en serio. Así ha sido desde el primer instante en
que quiso que fuéramos seres libres. Por eso no puede estar de acuerdo cuando
reducimos nuestra relación con él a una serie de conveniencias. Si obramos de
este modo no le engañamos a él, sino a nosotros mismos. Creer en Dios, es
decir, recibir el don de la fe que él mismo nos ofrece gratuitamente, es una
cuestión de corazón. No es posible comprometernos con él sólo de fachada o en
momentos alternos. Dios nos ama antes y a jornada completa, y nosotros,
sabiéndonos amados (que es, por tanto, el vértice de todo deseo), ¿qué otra cosa
podemos hacer sino amarlo a nuestra vez?
Amar es una acción muy concreta. Amar a Dios, sin embargo, no es
una cuestión limitada a impulsos interiores: incluye amar al hermano, a la
hermana; amarlos en su carácter concreto, en la necesidad en que se encuentran.
Hacerles el bien puede traducirse en grandes gestos y, con mayor probabilidad,
en gestos cotidianos, esos que demasiadas veces definimos como «pequeños»,
damos por descontado y no vivimos con atención y ternura. A menudo son precisamente
esos gestos, triviales en apariencia, los que más nos cuesta realizar con amor,
especialmente con las personas difíciles o simplemente desagradables.
Si nos quedamos encerrados en nosotros mismos, con nuestra
presunción de santidad, porque quizás rezamos alguna oración y nos sentamos los
domingos en primera fila en la iglesia, no encontraremos la vida y perderemos
la recompensa. Sí la obtendrá, en cambio, quien sepa reconocer que sólo el
Señor es Dios y que por amarnos tiene «derecho a nuestro amor; ese Dios que es
inmenso y que goza «escondiéndose» y haciéndose amar en los «pequeños».
ORATIO
Gracias, Señor, por haberme llamado a caminar junto a ti, a ser
tuyo. Reconozco que yo soy poca cosa, que me siento atraído aquí y allá, lejos
de la Verdad que tú eres, por miedo a perder la seguridad de un afecto o incluso
de la imagen que me he hecho de ti.
Gracias, Señor, por renovarme tu confianza llamándome a cambiar de
vida: a pasar del formalismo a la autenticidad del amor a ti y al prójimo.
Concédeme el gusto de arriesgarme siguiendo tu Palabra, de atreverme
a perder la vida haciendo el bien a los otros. Concédeme el valor de ofrecer el
«vaso de agua» cotidiano al «pequeño» de turno. Concédeme saber reconocer que
precisamente en él estás tú, mi infinita recompensa.
CONTEMPLATIO
Tras haber conocido el temor de Dios, su benignidad y humanidad,
por el Antiguo y el Nuevo Testamento, convirtámonos con todo nuestro corazón.
Consideremos también como hermanos nuestros a quienes nos odian y nos detestan,
a fin de que sea glorificado el nombre del Señor y manifestado en su gloria.
Dado que nos tentamos los unos a los otros, por ser combatidos todos por el
enemigo común, perdonémonos los unos a los otros. Amémonos los unos a los otros
y seremos amados por Dios. Seamos magnánimos los unos con los otros y Dios será
magnánimo con nuestros pecados. La misericordia de Dios está escondida en
nuestra compasión con el prójimo. Ofrezcámonos, por tanto, nosotros mismos por
completo al Señor, para poderlo recibir a nuestra vez entero (Máximo el
Confesor, «Discorso ascetico», en Umanità e divinità di Cristo, Roma
1990, pp. 57 y 59ss, passim).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«El que pierda su vida por mí, la conservará» (cf.Mt
10,39).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
El Carmelo era mi aspiración desde hacía casi doce años. Al recibir
el bautismo el día de Año Nuevo de 1932, no dudaba de que este era una
preparación para mi ingreso en la orden. Pero después, algunos meses más tarde,
al encontrarme por vez primera frente a mi querida madre después del bautismo,
entendí que ella no habría estado en condiciones, por ahora, de soportar este
segundo golpe: no habría muerto de dolor, no, pero su alma habría quedado
literalmente inundada de tal amargura que no me sentía capaz de cargar con
semejante responsabilidad [...].
El último día que pasé en casa era el 12 de octubre. Mi madre y yo
nos quedamos solas en la habitación, mientras mis hermanas se ocupaban de lavar
los platos y poner todo en orden. Escondió el rostro entre sus manos y empezó a
llorar. Me puse detrás de su silla y fui apretando contra mi seno su cabeza de
plata. Nos quedamos así mucho tiempo, hasta que conseguí persuadirla de que se
fuera a la cama; la llevé y le ayudé a desvestirse... por primera vez en toda
mi vida [...].
A las cinco y media salí como siempre de casa para escuchar la
santa misa en la iglesia de San Miguel. Después nos reunimos para el desayuno;
Erna llegó hacia las siete. Mi madre intentaba tomar algo, pero pronto alejó la
taza y empezó a llorar como la noche anterior. Me acerqué de nuevo a ella y me
abrace a ella hasta el momento de marcharme. Entonces le hice una señal a Erna
para que ocupara mi puesto. Tras ponerme el abrigo y el sombrero en la pieza de
al lado... llegó el momento del adiós. Mi madre me abrazo y me beso con mucho
afecto [...].
Finalmente, el tren se puso en marcha. Ahora se había hecho realidad
lo que apenas me hubiera atrevido a esperar. No se trataba, a buen seguro, de
una alegría exuberante apoderarse de mí... lo que había pasado era demasiado
triste! Pero mi alma se encontraba en una paz perfecta: en el puerto de la
voluntad de Dios (E. Stein, Sui sentieri della verità, Milán 1991).
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