Lectio Divina Martes XVI del Tiempo Ordinario A. MUÉSTRANOS, SEÑOR, TU MISERICORDIA
El que me ama, cumplirá mi
palabra, dice el Señor; y mi Padre lo amará y vendremos a él.
Miqueas 7,14-15.18-20 Salmo 84 Mateo
12,46-50
LECTIO
PRIMERA LECTURA
Del libro del profeta Miqueas 7,14-15.18-20
Señor, Dios nuestro, pastorea a tu pueblo con tu cayado, al rebaño
de tu heredad, que vive solitario entre malezas y matorrales silvestres.
Pastarán en Basán y en Galaad, como en los días de antaño, como cuando salimos
de Egipto y nos mostrabas tus prodigios. ¿Qué Dios hay como tú, que quitas la
iniquidad y pasas por alto la rebeldía de los sobrevivientes de Israel? No
mantendrás por siempre tu cólera, pues te complaces en ser misericordioso.
Volverás a compadecerte de nosotros, aplastarás con tus pies
nuestras iniquidades, arrojarás a lo hondo del mar nuestros delitos. Serás fiel
con Jacob y compasivo con Abraham, como juraste a nuestros padres en tiempos
remotos, Señor, Dios nuestro.
Palabra de Dios.
R./Te alabamos, Señor.
Este pasaje constituye la conclusión del libro de Miqueas, pero se
remonta en realidad, según el parecer concorde de los exégetas, al período
postexílico. El pueblo vuelve a la tierra de Canaán, pero la encuentra inhóspita,
muy diferente de la anhelada por los oráculos proféticos, que habían sostenido
la esperanza del retorno entre los exiliados. A los repatriados les han dejado
las zonas menos fértiles y más inaccesibles, mientras que los pueblos vecinos
ocupan lo mejor del territorio que una vez había pertenecido a Israel. De ahí
la invitación dirigida a YHWH para que, como pastor, conduzca al pueblo –su
rebaño- a pastos mejores, como lo hizo en otro tiempo, cuando los guió desde la
esclavitud de Egipto a la libertad de la Tierra prometida, obrando signos
maravillosos.
La nueva evocación de las mirabilia Dei en tiempos del
Éxodo conduce de nuevo al acontecimiento de la alianza, que hizo conocer a
Israel, por una parte, el amor del Señor y, por otra, su propia identidad de
pueblo, y de pueblo de Dios. Eso es precisamente lo que los repatriados
necesitan encontrar y experimentar de nuevo.
El pasaje concluye alabando la misericordia de Dios, que perdona
las culpas con facilidad (v. 18), porque él mismo se ha dado a conocer como «lento
a la ira y rico en benevolencia» (Ex 34,6). El Dios del Éxodo se había
manifestado como alguien que goza dispensando dones a los hombres y no busca su
castigo, sino su conversión al amor. Por eso está seguro el orante de que Dios
echará las culpas en el fondo del mar (v. 19), del mismo modo que serán
precipitados al mar los
enemigos del pueblo.
La oración se vuelve explícita: Dios es fiel a la alianza estipulada
ya en los tiempos antiguos con los patriarcas, aunque declarada válida y eficaz
para las generaciones futuras (v. 20; cf. Gn 15,18).
SALMO RESPONSORIAL
(SAL 84)
R./ Muéstranos, Señor, tu misericordia.
L. Señor, has sido bueno con tu tierra, pues cambiaste la suerte
de Jacob, perdonaste las culpas de tu pueblo y sepultaste todos sus pecados;
reprimiste tu cólera y frenaste el incendio de tu ira.
R./ Muéstranos, Señor, tu misericordia.
L. También ahora cambia nuestra suerte, Dios, salvador nuestro, y
deja ya tu rencor contra nosotros. ¿O es que vas a estar siempre enojado y a
prolongar tu ira de generación en generación?
R./ Muéstranos, Señor, tu misericordia.
L. ¿No vas a devolvemos la vida para que tu pueblo se alegre
contigo? Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.
R./ Muéstranos, Señor, tu misericordia.
ACLAMACIÓN antes del Evangelio (Jn 14,23)
R./ Aleluya, aleluya.
El que me ama, cumplirá mi palabra, dice el Señor; y mi Padre lo
amará y vendremos a él.
R./ Aleluya, aleluya.
+ EVANGELIO según san Mateo 12, 46-50
En aquel tiempo, Jesús estaba hablando a la muchedumbre, cuando su
madre y sus parientes se acercaron y trataban de hablar con él. Alguien le dijo
entonces a Jesús: “Oye, ahí fuera están tu madre y tus hermanos, y quieren
hablar contigo”.
Pero él respondió al que se lo decía: “¿Quién es mi madre y
quiénes son mis hermanos?”. Y señalando con la mano a sus discípulos, dijo:
“Éstos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumple la voluntad de mi
Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”.
Palabra del Señor.
R./ Gloria a ti, Señor Jesús.
Jesús estaba hablando a la gente cuando llegan sus familiares a
hablar con él. Y Jesús, al plantear la cuestión de quiénes son sus parientes,
declara la condición de los nuevos vínculos de los que son engendrados de Dios,
y no de la carne y de la sangre (cf. Jn 1,13): la escucha y la puesta en
práctica de su Palabra. Los fariseos y los maestros de la Ley, que no
creen en él, quedan encerrados en la búsqueda de un signo y no se dan cuenta de
que está presente la realidad misma, mucho mayor que cualquier signo (cf. Mt
12,38-42). Los discípulos, que escuchan su Palabra, se abren a la comunión más
profunda posible con él, según la experiencia humana: la que mantenemos con
nuestra madre y nuestros consanguíneos.
Jesús mismo es la Palabra: quien le recibe llega a ser en él hijo
del Padre. Hacer la voluntad del Padre es la condición que debe cumplir el hijo
auténtico; como él, que ha venido al mundo no para hacer su propia voluntad,
sino la del Padre, que le ha enviado (cf. Jn 6,38).
Al decir esto, pone Jesús de relieve la grandeza de su madre,
María, que lo engendró según la carne precisamente haciéndose discípula,
acogiendo la voluntad del Padre: «Aquí está la esclava del Señor, que me
suceda según dices» (Lc 1,38).
MEDITATIO
La maravilla más grande es que Dios nos considere «de su casa»,
como familia suya. Tal vez estemos demasiado poco habituados a esta verdad y
dejemos perder sus implicaciones, como un muchacho al que le parece que le son
debidas las atenciones de sus padres y, en consecuencia, sólo adelanta
pretensiones. Dios, a buen seguro, es fiel a su don de amor: nos ofrece en todo
momento el perdón y la salvación. Ahora bien, ¿cómo nos situamos nosotros en la
relación con él? Jesús dice con toda claridad que quien cumple la voluntad del
Padre entra en comunión con él. Vale la pena preguntarse cuánto nos interesa la
voluntad del Padre y cómo intentamos conocerla. Es preciso que estemos muy
atentos a no confundir la voluntad de Dios con nuestro punto de vista personal,
con nuestro propio modo de sentir.
Dios nos ha dado a conocer su voluntad, en primer lugar,
comunicándonos su Palabra. En Jesús nos ha dicho todo lo que quería decirnos.
¿Conocemos la Sagrada Escritura? ¿Cómo hacemos para conocer cada vez mejor esta
«carta de Dios a los hombres»? Conocer implica «hacer»: ¿cómo hacemos para
crecer en la coherencia? ¿Examinamos nuestra vida a la luz de la Palabra del Señor,
tal vez con alguien que nos acompañe en el camino de la fe?
ORATIO
Cuando rezo con las palabras que Jesús nos enseñó, repito: «Hágase
tu voluntad». Te pido -¿pero me doy cuenta de verdad?- que tú, oh Dios,
realices tu voluntad, que es amor, que
es salvación para todos nosotros. Sin embargo, pienso poco que esta voluntad
tuya me interpela también a mí, porque quieres implicarme en tu designio de
salvación. Y no como a un extraño, sino como a un familiar. Te confieso, Dios
mío, la indiferencia de que hago gala ante todo esto: ni siquiera me doy cuenta
de que soy «de los de tu casa». Perdona esta torpeza mía, ten piedad de mi
mezquindad.
El mayor prodigio que puedes realizar, mayor incluso que los que
llevaste a cabo en el Éxodo , es continuar llamando a mi puerta, rozar las
cuerdas de mi corazón hasta que brote la nostalgia de la comunión contigo, de la
intimidad familiar contigo, de la amistad contigo, que colma cualquier abismo
interior. Entonces, Dios mío, no encontraré nada más deseable que tu voluntad,
exigente también, pero bella. Y te gritaré, con insistencia, hasta que me hayas
respondido: Señor, ¿qué quieres que haga?
CONTEMPLATIO
No debemos ser sabios y prudentes según la carne; debemos ser más
bien sencillos, humildes y puros.
Nunca debemos desear estar sobre los otros; antes bien, debemos
ser siervos y estar sometidos a toda criatura humana por amor a Dios. Y sobre
todos aquellos y aquellas que se comporten de este modo, siempre que hagan
tales cosas y perseveren en ellas hasta el final, reposará el Espíritu del
Señor, y en ellos establecerá su habitación y morada. Y serán hijos del Padre
celestial, y harán sus obras, como esposos, hermanos y madres de nuestro Señor
Jesucristo. Somos esposos cuando el alma fiel se desposa con Jesucristo
mediante la acción del Espíritu Santo. Somos hermanos cuando hacemos la
voluntad de su padre, que está en el cielo. Somos madres cuando lo llevamos en
nuestro corazón y en nuestro cuerpo por medio del amor y la pura y sincera
conciencia, y lo engendramos por medio del santo obrar, que debe resplandecer
como ejemplo para los otros.
¡Oh, cuán glorioso y santo,
consolador, bello y admirable es tener semejante Esposo! ¡Oh, cuán santo, cuán delicioso,
agradable, humilde, pacífico, suave y amable y deseable por encima de cualquier
cosa es tener tal hermano e hijo! (Francisco de Asís, Carta a todos los
fieles).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«El que cumple la voluntad de mi Padre, ése es mi
hermano, mi hermana y mi madre» (cf. Mt 12,50).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Entre las palabras duras que tienen un sello de autenticidad, encontramos
un episodio rara vez recordado, porque es así insoportable para nuestra
mentalidad moderna, y tal vez lo fuera también para los espíritus antiguos. Los
parientes de Jesús, tras enterarse de lo que estaba pasando, llegaron para llevárselo
con ellos diciendo: «¡Está loco!». Y los escribas, venidos de Jerusalén,
dijeron: «Está poseído por el demonio». Sobrevinieron su madre y sus
hermanos. Éstos, quedándose aparte, lo mandaron llamar. La gente estaba sentada
a su alrededor. Le dijeron: «¡Oye! Ahí fuera están tu madre y tus hermanos, que
quieren hablar contigo». Él respondió: «Quién es mi madre, quiénes son
mis hermanos?».
Para comprender este pasaje debemos recordar que Moisés había
mandado condenar a muerte a los falsos profetas, a los magos que hacían
milagros. Además, en aquellos tiempos estaba admitida la responsabilidad
colectiva, de suerte que los padres eran responsables si no denunciaban a su
hijo como falso profeta. Desde esos presupuestos, podemos comprender el comportamiento
de la gente de Nazaret. Es preciso volver inocuo a Jesús, impedir que se
pierda. Y no sólo él, sino también suyos,
posiblemente todo el pueblo. De ahí que los hermanos de Jesús, levando con
ellos a la Virgen, le pidan que renuncie a su locura, o sea, a su misión.
Jesús es abandonado por sus paisanos. Es sospechoso frente a las
autoridades, que han venido hasta su tierra para desarrollar una investigación.
Pero eso no es nada aún. Lo más duro es que los suyos quieren aislarlo, hacerlo
pasar por un extravagante. Jesús sufre al ver que su misión no es comprendida
por aquellos que le son más próximos, por aquellos que, durante treinta años,
le han visto vivir en un pueblo donde nada queda oculto. Entonces Jesús,
posando la mirada sobre aquellos que estaban en círculo a su alrededor, dijo: «Éstos
son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre que está en
los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre».
Nunca se ha negado la dureza de estas palabras. En realidad, equivalen
a aquellas otras de san Juan al comienzo de su evangelio: «Vino a los suyos,
pero los suyos no la recibieron. A cuantos la recibieron, a todos aquellos que
creen en su nombre, les dio poder para ser hijos de Dios» (J. Guitton,
L'Evangelo nella mia vita, Brescia 1978).
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