Lectio Divina del Domingo XIV del Tiempo Ordinario A. APRENDAN DE MÍ QUE SOY MANSO Y HUMILDE DE CORAZÓN
Yo te alabo, Padre, Señor del
cielo y de la tierra, porque has revelado los misterios del Reino a la gente
sencilla.
XIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Zacarías 9,9-10 Romanos
8,9.11-13 Salmo 144 Romanos
8, 9. 11-13 Mateo 11,25-30
LECTIO
PRIMERA
LECTURA
Del
Libro del profeta Zacarías 9, 9-10
Esto dice el Señor: “Alégrate sobremanera, hija de
Sión; da gritos de júbilo, hija de Jerusalén; mira a tu rey que viene a ti,
justo y victorioso, humilde y montado en un burrito. Él hará desaparecer de
la tierra de Efraín los carros de guerra, y de Jerusalén, los caballos de
combate. Romperá el arco del guerrero y anunciará la paz a las naciones. Su
poder se extenderá de mar a mar y desde el gran río hasta los últimos
rincones de la tierra”.
Palabra de Dios.
R./
Te
alabamos, Señor.
La segunda parte del libro del profeta Zacarías es obra de otro
autor, el Segundo Zacarías. El contexto histórico es diferente: falta la
perspectiva de la restauración inminente de la monarquía davídica y ni siquiera
se vuelve a hablar de la construcción del templo. El pueblo, decepcionado y
resignado, entrevé una esperanza grandiosa. Este oráculo invita a la alegría y
al grito triunfal con los términos utilizados para celebrar la realeza del
Señor y la llegada de la era mesiánica. Las líneas tradicionales del mesianismo
político se entremezclan con elementos nuevos e inesperados. El rey que viene
no tiene los atributos del dominador victorioso y esperado: su poder deriva
únicamente de su relación con Dios. Él es el «justo»; es decir, quien lleva a
cabo plenamente la voluntad del Dios e imparte justicia a los
pobres; el «salvador» (tal cual) establecido por Dios. Se advierte
la influencia de los cánticos del «Siervo de YHWH» (en concreto, Is 53,11c-12a:
«Mi siervo traerá a muchos la salvación... Le daré un puesto de honor»); en este
pasaje, la visión es universalista, en claro contraste con las promesas, que no
permitirían atisbar un futuro igual. Paradójicamente, la humildad es el camino
de la realeza: triunfa el rechazo de la violencia, la modestia del que adopta
la pacífica cabalgadura de los antiguos príncipes y extiende su dominio hasta
los confines de la tierra. Las esperanzas mesiánicas, insólitas у fascinantes,
requieren, por el modo de realizarse, un completo cambio de mentalidad;
solicitan una verdadera transformación de la mente, del corazón y de las obras.
SALMO
RESPONSORIAL
(SAL
144)
R./Acuérdate,
Señor, de tu misericordia.
L. Dios y rey mío,
yo te alabaré, bendeciré tu nombre siempre y para siempre. Un día tras otro
bendeciré tu nombre y no cesará mi boca de alabarte.
R./Acuérdate,
Señor, de tu misericordia.
L. El Señor es
compasivo y miseri- cordioso, lento para enojarse y generoso para perdonar.
Bueno es el Señor para con todos y su amor se extiende a todas sus creaturas.
R./Acuérdate,
Señor, de tu misericordia.
L. El Señor es
siempre fiel a sus palabras, y lleno de bondad en sus acciones. Da su apoyo el
Señor al que tropieza y al agobiado alivia.
R./Acuérdate,
Señor, de tu misericordia.
L. Que te alaben,
Señor, todas tus obras, y que todos tus fieles te bendigan. Que proclamen la
gloria de tu reino y den a conocer tus maravillas.
R./Acuérdate,
Señor, de tu misericordia.
SEGUNDA
LECTURA
De
la carta del apóstol san Pablo a los romanos 8, 9. 11-13
Hermanos: Ustedes no viven conforme al desorden
egoísta del hombre, sino conforme al Espíritu, puesto que el Espíritu de
Dios habita verdaderamente en ustedes. Quien no tiene el Espíritu de Cristo,
no es de Cristo. Si el Espíritu del Padre, que resucitó a Jesús de entre los
muertos, habita en ustedes, entonces el Padre, que resucitó a Jesús de entre
los muertos, también les dará vida a sus cuerpos mortales, por obra de su
Espíritu, que habita en ustedes.
Por lo tanto, hermanos, no estamos sujetos al desorden egoísta del hombre, para hacer de ese desorden nuestra regla de conducta. Pues si ustedes viven de ese modo, ciertamente serán destruidos. Por el contrario, si con la ayuda del Espíritu destruyen sus malas acciones, entonces vivirán.
Por lo tanto, hermanos, no estamos sujetos al desorden egoísta del hombre, para hacer de ese desorden nuestra regla de conducta. Pues si ustedes viven de ese modo, ciertamente serán destruidos. Por el contrario, si con la ayuda del Espíritu destruyen sus malas acciones, entonces vivirán.
Palabra de Dios.
R./
Te
alabamos, Señor.
Quien mediante el bautismo se une a la muerte y resurrección de
Cristo (Rom 6,3ss) es un hombre libre. La fragilidad de nuestra naturaleza («carne»,
en el lenguaje paulino) nos inclina con gran facilidad hasta someternos al
pecado: Pablo expresa esta realidad con los términos «vivir»/«caminar» «según la carne». Sin embargo,
no se trata de un destino ineluctable, pues un nuevo principio dirige la vida
del que pertenece a Cristo: el mismo Espíritu de Jesús, garantía de la
resurrección de los creyentes (vv. 9.11). Y donde está el Espíritu de Dios hay
libertad (2 Cor 3,17). La nueva, la espléndida condición del cristiano, que
Pablo anuncia con orgullo (Rom 8,1 4), es tanto don irrevocable de Dios (cf.
11,29) como empeño cotidiano del hombre. La libertad verdadera es continuamente
elección y se concreta en la renuncia de sí mismo, condición imprescindible para seguir a Cristo
(Lc 9,23-25). El Espíritu concede la luz y la fuerza para que cada uno vea y dé
los pasos correspondientes por el camino de la libertad, un camino que a través
de la mortificación conduce a la vida plena (v. 13).
ACLAMACIÓN
antes del Evangelio (Cfr. Mt 11, 25)
R./Aleluya, aleluya.
Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado los misterios del Reino a la gente sencilla. R./Aleluya, aleluya.
Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado los misterios del Reino a la gente sencilla. R./Aleluya, aleluya.
+
EVANGELIO según san Mateo 11, 25-30
En aquel tiempo, Jesús exclamó: “¡Yo te alabo,
Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los
sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! Gracias, Padre,
porque así te ha parecido bien.
El Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados por la carga y yo les daré alivio. Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso, porque mi yugo es suave y mi carga ligera”.
El Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados por la carga y yo les daré alivio. Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso, porque mi yugo es suave y mi carga ligera”.
Palabra del Señor.
R./
Gloria
a ti, Señor Jesús.
Esta perícopa,
casi idéntica a Lc 10,21-22, ha sido definida como «el Magnificat de Jesús».
Los sinópticos dan testimonio de que Jesús tenía conciencia de ser el Hijo de
Dios de forma única e inefable. Unos pocos versículos bastan para mostrar el
corazón de este Hijo e invitarnos a poner en él nuestro cobijo.
El contexto, ligeramente diferente en Mateo y Lucas por motivos
redaccionales, destaca en ambos el marcado contraste entre la mentalidad común
y los pensamientos de Dios (cf. Is 55,8ss). Jesús bendice al Señor del cielo y de
la tierra llamándolo familiarmente «Padre» y alaba el conocimiento que,
insondable en su sencillez, no se puede adquirir mediante el esfuerzo o trabajo
humano. Este conocimiento es puro don de Dios, revelación de Dios a los
sencillos (nepíoi: v. 25). Sólo los «pequeños» son capaces de acoger,
con naturalidad, los misterios del Reino de los Cielos anunciados por Jesús. Él
lo subraya con claridad: tal es el plan del Padre.
En esta afirmación, Jesús nos revela su rostro interior, perfilado
por una adhesión inquebrantable a la voluntad de Dios, de quien recibe todo y
al que le devuelve todo con obediencia amorosa (v. 26-27a). Esta obediencia inaugura
una comunión perfecta con Dios, que en el lenguaje bíblico se expresa con el
término conocimiento: no un conocer nocional, sino una relación vital, en la que
el Hijo puede introducirnos (v. 27b).
Retomando la antigua invitación de la Sabiduría (Prov 8,5; 9,5),
llama a los oprimidos por el peso de las tribulaciones de la vida y les ofrece
un yugo diferente al de la Ley. Acoger las enseñanzas de Jesús no significa, en
efecto, cargar con un cúmulo de normas a observar, sino aprender de él la
sencillez y humildad de corazón, que hacen más llevadera la prueba y más leve
la tribulación (vv. 28-30). Quien concuerda su corazón con el del Hijo encuentra
descanso y sosiego (v. 29b): el peso del Amor alza a quien lo lleva.
MEDITATIO
La liturgia de la Palabra de hoy, como un sorbo de agua de
manantial, reconforta nuestra sed de caminantes. Todo lo sencillo e intacto
conserva el poder de en candilarnos y renovarnos internamente si por un
instante nos detenemos y disfrutamos de ello. Con la sencillez de los pequeños,
Jesús desenmascara los propósitos que nos formamos, quizá de buena fe, pero que
no se corresponden con los planes de Dios. Con frecuencia, nos empeñamos en
trabajar por el Reino de los Cielos con materiales y utensilios equivocados:
nos hacemos una idea del «éxito» que sólo encaja en un horizonte estrecho, «bajo
el dominio de la carne». La Palabra nos llama a la humildad de Dios y de Cristo,
nos conduce a la rectitud que triunfará el día del Señor, nos invita a edificar
la paz en nuestro alrededor apaciguando el corazón.
Admitamos que aún no nos hemos aprendido esta lección;
verdaderamente, no conocemos ni al Padre ni al Hijo. Ser conscientes de ello es
el primer fruto de escuchar la Palabra. Seamos sus discípulos: «Vengan a mi», nos
dice la Sabiduría. Despójense de los sofisticados andamios de su pretendida
inteligencia y eficiencia, que terminan aprisionándolos. Desciendan a las
extremas profundidades de mi muerte, y mi Espíritu los resucitará internamente
para una vida nueva y libre. Si la libertad y la paz son valores todavía
estimados, su nombre secreto no está de moda: humildad y sencillez de corazón. Miremos
al Dios hecho hombre: contemplémosle y quedaremos radiantes.
ORATIO
Te ruego, Señor, que derribes los andamios de mi ciencia humana;
líbrame de la lógica enmarañada de mis razonamientos, de mi orgullosa
autosuficiencia, y concédeme la sencillez del niño, que descubra cada mañana la
novedad de todo cuanto sucede, cuando siempre parece igual. Hazme pequeño y libre, Señor, que me encuentre
entre los dichosos que tienen ojos para ver y oídos para oír las grandes cosas
que has revelado. Y en tonces comprendere que el nuevo orden del mundo, el orden
de la justicia y de la paz, lo has depositado en mis manos. Amén.
CONTEMPLATIO
«Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados y yo os
aliviaré» (Mt 11,28). No éste o aquél, sino todos los que tengan
preocupaciones, sientan tristeza o están en pecado. Vengan no porque yo les
quiera pedir cuentas, sino para perdonarles sus pecados. Vengan no porque yo
necesite su gloria, sino porque anhelo su salvación. Porque yo -dice- los
aliviaré. No dijo solamente: «los salvaré», sino lo que es mucho más: «los
pondré en seguridad absoluta».
No se espanten -parece decirnos el Señor- al oír hablar de yugo,
pues es suave; no tengan miedo de que les hable de carga, pues es ligera.-Pues
¿cómo nos habló anteriormente de la puerta estrecha y del camino angosto? -Eso
es cuando somos tibios, cuando andamos espiritualmente decaídos, porque, si
cumplimos sus palabras, su carga es realmente ligera. -¿Y cómo se cumplen sus
palabras? - Siendo humildes, mansos y modestos. Esta virtud de la humildad es,
en efecto, madre de toda filosofía. Por eso, cuando el Señor promulgó aquellas
sus divinas leyes al comienzo de su misión, por la humildad empezó (cf. 7,14).
Y lo mismo hace aquí, ahora, al par que señala para ella el más alto premio.
Porque no sólo -dice- serás útil a los otros, sino que tú mismo, antes que
nadie, encontrarás descanso para tu alma. Encontrarán -dice el Señor- descanso
para sus almas. Ya antes de la vida venidera te da el Señor el galardón, ya
aquí te ofrece la corona del combate y, de este modo, al par que poniéndote Él
mismo por dechado, te hace más fácil de aceptar su doctrina.
Porque ¿qué es lo que tú temes? ¿parece decirte el Señor? ¿Quedar
rebajado por la humildad? Mírame a mí, considera los ejemplos que yo les he
dado y entonces verás con evidencia la grandeza de esta virtud (Juan Crisóstomo,
«Homilías sobre el evangelio de san Mateo», 38,2-3, en Obras de san Juan
Crisóstomo, I, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1955, 759-760).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Aprended de mí, que soy sencillo y humilde de corazón» (Mt
11,29).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Éste es el más bello canto de amor filial que jamás se haya entonado
en la tierra. El Hijo de Dios lo ha cantado, lejos de la casa paterna, lejos de
la patria celestial, como los devotos israelitas durante el destierro elevaban
a Dios salmos de conmovedora nostalgia. Desde su corazón de pobre e Hijo
cariñoso, Jesús, exultando en el Espíritu, eleva al Padre este himno de júbilo que
revela el sentimiento de extrema pequeñez y confianza con el que, en cuanto
hombre, se dirige a Dios, el Omnipotente, el Creador del cielo y de la tierra.
Jesús es el «pequeño» por antonomasia al que le han sido revelados los
misterios del Reino de los cielos. Para hacerse «pequeño», Jesús se ha
despojado de su gloria divina, y nosotros, para llegar a ser pequeños, en el sentido
evangélico, tenemos que despojarnos del hombre viejo, del pecado. Jesús se ha despojado de la gloria divina y ha asumido
nuestra condición humana; nosotros tenemos que despojarnos de nuestra falsa
grandeza, de nuestro orgullo, y seguirlo. El Espíritu Santo, cuando toca las
cuerdas del corazón, las hace sensibles a las vibraciones de la gracia y
suscita en ellas un canto divino, la música del amor. Sin embargo, Jesús no
canturrea solo ni para sí; quiere atraer con su cántico a todos los hombres dispersos
y reunirlos y restituirlos; para eso ha venido, junto a Dios, como hijo. Su
canción se convierte en una inmensa sinfonía cósmica (A. M. Cànopi, Il
vangelo della vita nuova, Milán 2000, 35).
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