Lectio Divina Domingo XVII del Tiempo Ordinario A.Bendice, alma mía, al Señor, y no te olvides de sus beneficios (Sal 102, 2).
Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has
revelado los misterios del Reino a la gente sencilla.
I Reyes 3, 5-13 Salmo 118 Romanos
8,28-30 Mateo 13,44-52
LECTIO
PRIMERA LECTURA
Del primer libro de los Reyes 3, 5-13
En aquellos días, el Señor se le apareció
al rey Salomón en sueños y le dijo; “Salomón, pídeme lo que quieras, y yo te lo
daré”. Salomón le respondió: “Señor, tú trataste con misericordia a tu siervo
David, mi padre, porque se portó contigo con lealtad, con justicia y rectitud
de corazón. Más aún, también ahora lo sigues tratando con misericordia, porque
has hecho que un hijo suyo lo suceda en el trono. Sí, tú quisiste, Señor y Dios
mío, que yo, tu siervo, sucediera en el trono a mi padre, David. Pero yo no soy
más que un muchacho y no sé cómo actuar. Soy tu siervo y me encuentro perdido
en medio de este pueblo tuyo, tan numeroso, que es imposible contarlo. Por eso
te pido que me concedas sabiduría de corazón para que sepa gobernar a tu pueblo
y discernir entre el bien y el mal. Pues sin ella, ¿quién será capaz de
gobernar a este pueblo tuyo tan grande?”. Al Señor le agradó que Salomón le
hubiera pedido sabiduría y le dijo: “Por haberme pedido esto, y no una larga
vida, ni riquezas, ni la muerte de tus enemigos, sino sabiduría para gobernar,
yo te concedo lo que me has pedido. Te doy un corazón sabio y prudente, como no
lo ha habido antes ni lo habrá después de ti. Te voy a conceder, además, lo que
no me has pedido: tanta gloria y riqueza, que no habrá rey que se pueda
comparar contigo”.
Palabra de Dios.
R./ Te alabamos, Señor.
Un joven y un pueblo numeroso, imposible de contar. Una vez más,
la Escritura nos presenta la paradoja de Dios, tanto en su intervención
soberana en la historia del hombre como en su imprevisible juicio. Dios confía
el pueblo a un joven monarca que reinará como sucesor del gran rey David,
depositario de promesas divinas y esperanzas mesiánicas. Hay una realidad
superior que destaca como garantía: entre el «joven» y el pueblo, ambos
elegidos, el único Señor es Dios. Salomón es consciente de ello, sabe que ha
sido elevado al rango de «siervo» de Dios al servicio del pueblo y que éste no es
de su propiedad: «Tu siervo está en medio del pueblo que te has elegido» (v.
8). El pueblo es como un «primogénito» entre los demás pueblos, y el joven rey
un monarca estremecido ante la admirable grandeza del encargo. La confianza y
la responsabilidad del que es investido de poder le hacen tomar conciencia de
su propia inadecuación para el cargo. Es en este paso, de humildad, cuando nace
como rey.
Y real es su ruego frente a la ayuda que el propio Dios le ofrece,
acudiendo abiertamente a su oculto azoramiento: «Pídeme lo que quieras, que yo
te lo daré» (v. 5).
La súplica no versa sobre bienestar, poder o glorias terrenas:
larga vida, riquezas y muerte de los enemigos. Todo se concentra en aquello que
el hombre de por sí no puede conseguir si Dios no se lo concede: un corazón sabio
e inteligente, capaz de discernir con equidad y veracidad. Reinar, como aquí se
reconoce, es servir según estas altas prerrogativas: «La humildad precede a la
gloria» (Prov 15,33).
SALMO RESPONSORIAL (SAL118)
R./Yo amo, Señor, tus mandamientos.
L. A mí, Señor, lo que me toca es cumplir tus preceptos. Para mí
valen más tus enseñanzas que miles de monedas de oro y plata.
R./Yo amo, Señor, tus mandamientos.
L. Señor, que tu amor me consuele, conforme a las promesas que me
has hecho. Muéstrame tu ternura y viviré, porque en tu ley he puesto mi
contento.
R./Yo amo, Señor, tus mandamientos.
L. Amo, Señor, tus mandamientos más que el oro purísimo; por eso
tus preceptos son mi guía y odio toda mentira.
R./Yo amo, Señor, tus mandamientos.
L.Tus preceptos, Señor, son admirables, por eso yo los sigo. La
explicación de tu palabra da luz y entendimiento a los sencillos.
R./Yo amo, Señor, tus mandamientos.
SEGUNDA LECTURA
De la carta del apóstol san Pablo Ha los romanos 8, 28-30
Hermanos: Ya sabemos que todo contribuye para bien de los que aman
a Dios, de aquellos que han sido llamados por él, según su designio salvador. En
efecto, a quienes conoce de antemano, los predestina para que reproduzcan en sí
mismos la imagen de su propio Hijo, a fin de que él sea el primogénito entre
muchos hermanos. A quienes predestina, los llama; a quienes llama, los
justifica; y a quienes justifica, los glorifica.
Palabra de Dios.
R./ Te alabamos, Señor.
En el ser humano hay una existencia escondida: el designio divino
de su deificación en Cristo. Cinco verbos recalcan el admirable proyecto del
Altísimo: conocer, predestinar, llamar, justificar y glorificar. El primero
expresa una relación de tipo existencial: ¿qué vínculo media entre el Creador y
la criatura? Se trata de un «conocimiento» fundado en una predilección de amor.
El segundo le asigna a Dios la primacía en la iniciativa de esta elección
y apunta al objetivo final, correlativo con el origen por su aprobación. Este
«destino» manifestado a priori no reduce la libertad humana, ya que conserva
totalmente la facultad de adherirse o no al
proyecto divino.
El tercer verbo implica la vocación que se manifiesta en el
corazón del hombre. Dios se dirige directamente al interior del ser humano. La
libertad de la persona, desde dentro, agita el proceso de deificación en
colaboración con la gracia divina.
El cuarto verbo formula con un término jurídico el concepto de
recibir cuanto es debido pero con creces, más allá del derecho. Un Dios que es
amor ejerce un dominio único sobre la creación: la vida. Referido al hombre, esto
se traduce en benevolencia profunda: misericordia.
Se entra así en el sentido pleno del quinto verbo: glorificar. Más
que un deber del hombre, reconocer y proponer la gloria de Dios forma parte de
su llamada. La alabanza de su gloria es que el hombre viva para siempre como
imagen de la santidad que adquirió desde el principio.
ACLAMACIÓN antes del Evangelio (Cfr. Mt 11, 25)
R./ Aleluya,aleluya.
Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has
revelado los misterios del Reino a la gente sencilla.
R./ Aleluya,aleluya.
+ EVANGELIO según san Mateo 13, 44-52
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “El Reino de los cielos
se parece a un tesoro escondido en un campo. El que lo encuentra lo vuelve a
esconder, y lleno de alegría, va y vende cuanto tiene y compra aquel campo.
El Reino de los cielos se parece también a un comerciante en
perlas finas que, al encontrar una perla muy valiosa, va y vende cuanto tiene y
la compra.
También se parece el Reino de los cielos a la red que los
pescadores echan en el mar y recoge toda clase de peces.
Cuando se llena la red, los pescadores la sacan a la playa y se
sientan a escoger los pescados; ponen los buenos en canastos y tiran los malos.
Lo mismo sucederá al final de los tiempos: vendrán los ángeles,
separarán a los malos de los buenos y los arrojarán al horno encendido.
Allí será el llanto y la desesperación. ¿Han entendido todo
esto?”. Ellos le contestaron: “Sí”. Entonces él les dijo: “Por eso, todo
escriba instruido en las cosas del Reino de los cielos es semejante al padre de
familia, que va sacando de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas”.
Palabra del Señor.
R./ Gloria a ti, Señor Jesús.
El Reino de Israel se basaba en estructuras terrenales y remitía a
la señoría última de Dios, tres veces santo, inefable e invisible. El Reino de
Dios, en cambio,
radica en un misterio totalmente espiritual, se revela
con la llegada del Verbo encarnado, que declara estar
dentro de nosotros (cf. Lc 17,21). Las parábolas de Mateo sobre el
Reino se entienden desde esta clave de lectura, donde símbolo y analogía hacen
referencia a una verdad siempre más elocuente que la intuición inmediata.
Ante todo, es como «un tesoro escondido» (v. 44), pues no
es una realidad visible, ni perceptible para todos.
El término tesoro, emparejado con escondido, ofrece
la idea de un valor inapreciable. La segunda parábola presenta el Reino de los
Cielos como «un mercader que busca ricas perlas» (v. 45). Es interesante
advertir que aquí la comparación análoga no es con la perla, sino con el
mercader: la perla verdadera es este hombre. La tercera parábola pasa de la
imagen de un sujeto singular a la de una pluralidad de individuos: el Reino de los
Cielos es como «una red que echan al mar y recoge toda clase de peces...
seleccionan los buenos y tiran los malos» (cf. v. 47ss). La visión tiene una
fuerte marca escatológica, y no por esto deja de ser actual. La red simboliza
una realidad inmaterial mediante la cual pasa al cedazo desde el mar de la
historia la carga de la humanidad. El Reino se manifiesta en esta realidad, perceptible
y recondita, preciada y buscada, que se realiza en el hombre, capaz de
adueñarse de ella, una vez encontrada, y que impregna de salvación a toda la humanidad.
MEDITATIO
Estamos delante de la máxima lección de antropología teológica:
hijo de Dios convertido en imagen, hombre divinizado al emprender su historia,
alabanza de quien es su origen y que trasciende su naturaleza. Por eso tiene
una única «pre-destinación»: el Reino de los Cielos, es decir, participar
plenamente de la visión y de la naturaleza del mismo Dios. Inculcada desde el
principio, toda esta realidad está crucificada con el pecado y resucitada en la
redención por Cristo, con Cristo y en Cristo. «Pre-destinar» no significa estar
obligados a recorrer una vía preestablecida con una meta ya fijada, sino,
sencillamente, estar ordenados u orientados a ella con el ajuar de todas las
potencialidades y gracias necesarias para conseguirla. Quien rechaza el
proyecto
misericordioso del designio divino -y puede hacerlo- se malogra a
sí mismo saliéndose fuera de la meta, se descarrila. El secreto del éxito es la
humildad, e igual de oculta es la dimensión divina sembrada en el hombre. Con
insistencia, la Escritura recuerda la lección del temor de Dios como escuela de
sabiduría (cf. Prov 15,33), por el que únicamente al hombre «le ha sido dado
conocer los misterios del Reino de los Cielos» (cf. Mt 13,11).
ORATIO
Dios mío, envuelve y traspasa mi alma con el fulgor de tu santidad
y, como el sol con sus rayos ilumina, purifica у fecunda la tierra, así tú
ilumina, purifica y santifica mi ser.
Enséñame a contemplarme en ti, a conocerme en ti,
a considerar mis miserias a la luz de tu perfección infinita, a
abrir mi alma a la irrupción de tu luz purificadora y santificadora (G. R., una
consagrada de nuestro tiempo).
CONTEMPLATIO
Cada uno de nosotros puede resplandecer con resplandores que
deslumbren al mismo sol, levantarse sobre las nubes, contemplar el cuerpo de
Dios, ascender hacia él, unírsele en supremo vuelo y mirarle por fin en el más
dulce reposo. El coro de los buenos servidores circundará a su Señor cuando
aparezca en el cielo. Y resplandeciendo él, les comunicará sus mismos resplandores.
¡Qué espectáculo ver una admirable mu chedumbre de antorchas resplandecientes
sobre las nubes, hombres que se entregan a una fiesta sin ejemplo, un pueblo de
dioses alrededor de Dios, hermosos en presencia, servidores en torno a su
Señor, que no envidia a los siervos la participación de sus esplendores ni estima
disminución de su gloria la asociación de muchos al trono de su realeza, como
sucede en los hombres, que, aunque entreguen a los súbditos cuanto poseen, no sufren
ni por ensueño que participen del cetro!
Y es que él no los considera siervos, ni los honra con honores de
siervos; los estima como amigos y observa con ellos las leyes de la amistad que
él mismo estableció desde el principio: la comunidad absoluta. En consecuencia,
no les da esto o aquello, sino que los hace partícipes de la realeza y les ciñe
su misma corona.
¿No es esto lo que dice el bienaventurado san Pablo cuando escribe
que somos herederos de Dios y coherederos de Cristo (Rom 8,17) y que reinarán
con Cristo los que participaron de sus penas? (1 Tim 2,12).
¿Qué hay tan agradable que pueda rivalizar con esta visión? ¡Coro
de bienaventurados, pueblo de los que se alegran!
Él bajó resplandeciente de los cielos a la tierra. Y la tierra
hace levantar otros soles que suben hacia el Sol de justicia, invadiéndolo todo
con su luz (N. Cabasilas, La vida en Cristo, Madrid 1999, 282-284;
traducción, Luis Gutiérrez Vega y Buenaventura García Rodríguez).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Se puede definir al hombre como el que busca la verdad»
(Juan Pablo II).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
La vida que Dios da al hombre es original y diferente de la de las
demás criaturas vivientes, ya que el hombre, aunque proveniente del polvo de la
tierra (cf. Gn 2,7; 3,19; Job 34,15; Sal 103,14; 104,29), es manifestación de
Dios en el mundo, signo de su presencia, resplandor de su gloria (cf. Gn
1,26-27; Sal 8,6).
Al hombre se le ha dado una altísima dignidad, que tiene sus raíces
en el vínculo íntimo que lo une a su Creador: en el hombre se refleja la
realidad misma de Dios.
En la vida del hombre, la imagen de Dios vuelve a resplandecer y
se manifiesta en toda su plenitud con la venida del Hijo de Dios en carne humana:
«Él es imagen de Dios invisible» (Col 1,15), «resplandor de su gloria e
impronta de su sustancia» (Heb 1,3). Él es la imagen perfecta del Padre... La
plenitud de la vida se da a cuantos aceptan seguir a Cristo. En ellos, la
imagen divina es restaurada, renovada y llevada a perfección. Éste es el designio
de Dios sobre los seres humanos: que «reproduzcan la imagen de su Hijo» (Rom
8,29). Sólo así, con el esplendor de esta imagen, el hombre puede ser liberado
de la esclavitud de la idolatría, puede reconstruir la fraternidad rota y
reencontrar su propia identidad (Juan Pablo II, carta encíclica Evangelium vitae,
nn. 34.36).
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