Santa Verónica Giuliani CLARISA CAPUCHINA. UNA VIDA CONSAGRADA A LA EXPIACI´ON
Una vida consagrada a
la expiación
Mariano de Alatri
No es raro que los
místicos tengan la pluma fácil y Verónica Giulani no constituye una excepción,
ciertamente, con las 22.000 páginas manuscritas del Diario, en que narra
el dramático y exaltante acontecimiento de su camino hacia Dios. La santa lo
escribe «con mortificación y sonrojo... por pura obediencia»; pero, sin poner
en menos la verdad, podía haber añadido: con gran fatiga y sacrificio del
sueño, porque los recuerdos fueron ordinariamente anotados en el curso de la
noche, privando al cuerpo del debido descanso.
En la práctica, el Diario
cubre todo el arco de los sesenta y siete años de vida de la santa, desde los
primeros recuerdos de la infancia - de ellos se hace mención en cinco expresas
relaciones hasta el 25 de marzo de 1727, cuando, al decir de Verónica, la Virgen
le sugirió escribir: «Punto final», y su cansada mano dejó, para siempre, la
pluma.
En el costado de Cristo
Verónica nace en Mercatello sul Metauro el 27 de diciembre de
1660, y fue bautizada al día siguiente con el nombre de Ursula. Su padre,
Francisco, mandaba el regimiento local, con el grado de alférez. De su
matrimonio con Benedicta Mancini habían nacido siete niñas, dos de las cuales
murieron de tierna edad. Ursula fue la última y, como las demás, creció en un
ambiente imbuido de piedad, creado sobre todo por la madre, mujer profundamente
religiosa y de delicados sentimientos, que dejará a sus polluelos el 28 de
abril de 1667, con apenas 40 años.
Antes de morir,
llamando cerca de si a sus hijas, les enseñó el crucifijo, encomendando una
llaga a cada una de ellas. A Ursula, la más pequeña, le correspondió la del
costado. El acto dice mucho sobre la religiosidad de la familia Giuliani, donde
la oración en común, la armonía, el ejercicio de las obras de misericordia
alimentaban la vida diaria. En el proceso de canonización de Verónica, alguien
añadió: «En casa de los Giuliani todas las tardes se leia la vida de un santo».
Así sucedía en
Mercatello, y así siguió durante los años 1669-1672 en Piacenza, donde las
niñas se trasladaron con el padre que había conseguido el cargo de
sobreintendente de los impuestos al servicio del duque de Parma; por último,
así continuaba también en su nuevo retorno a Mercatello.
De este feliz período
de su vida, Verónica recordará las travesuras, la bondad de las personas que le
rodeaban, la tierna devoción de sus plegarias a la Virgen y al niño Jesús, las primeras
atracciones a la vida religiosa, la larga y debilitante resistencia que el
padre puso al cumplimiento de un ardiente voto.
Francisco Giuliani
había dejado que las otras cuatro hijas entraran libremente en el monasterio,
pero antes la instancia de Ursula -la más querida, la más inteligente y, en el
decir de la interesada, la más mimada y viciada de las hijas- no estaba
dispuesto a ceder. Quería que se quedase con él, que hiciese su familia. Pero
ya Ursula, desde los nueve años, había hecho su elección, y le tocó al viejo alférez
capitular ante su inamovible determinación. Fue así que, el 28 de octubre de
1677, todavía no cumplidos los 17 años, Ursula vistió el hábito religioso entre
las capuchinas de Città di Castello, tomando el nombre simbólico de Verónica.
La escalada hacia la
santidad
¿Pero de quién ella será la «verdadera imagen», la fiel copia? El
entusiasmo de Verónica, sostenido por su juventud (en el monasterio la llamarán
por largo tiempo «la niña»), no admite lugar a dudas: con todo, su voluntad
aspira a ser una verdadera imagen de Cristo crucificado.
Al ingresar entre las
capuchinas, ella lleva consigo inestimables riquezas espirituales: la
inocencia, el hábito a la oración, un entusiasmo sin límites, la firme voluntad
de trabajar en serio y una grande dosis de ingenuidad que no le deja imaginar
obstáculos especiales a su ardiente sed de perfección religiosa. Verónica está
pronta y decidida a dar la escalada a la santidad, heroicamente, como hicieron
sus modelos, los santos, de los que desde su más tierna edad había oído leyendo
sus hechos. El monasterio es la palestra que hace posible la emulación de su
generosidad. A su juicio, los rieles sobre los que deberá correr y recorrerlos,
están constituidos por la oración y la penitencia, por la contemplación y el
sufrimiento.
A grandes rasgos, sobre
estos rieles, Verónica trabaja por unos 20 años, entre obstáculos e
incomprensiones, decidida a conseguir la santidad a toda costa. En torno a
ella, en el monasterio, todo se desenvuelve en la más gris ordinariedad, pero
su itinerario hacia Dios registra numerosas fechas memorables: el 1 de
noviembre de 1678, la profesión religiosa; el 4 de abril de 1681, Jesús le pone
sobre la cabeza la corona de espinas; el 17 de septiembre de 1688, es elegida
maestra de novicias, cargo que ocupa hasta el 18 de septiembre de 1691; el 12
de diciembre de 1693 comienza a escribir el Diario; del 3 de octubre de 1694
hasta el 21 de marzo de 1698 es de nuevo maestra de novicias; el 5 de abril de
1697, viernes santo, recibe las llagas; en el curso del mismo año es denunciada
al Santo Oficio y, en el 1699, privada de la voz activa y pasiva.
Son fechas y hechos
que, por sí solos, dejan intuir que en Verónica se había verificado algo
oculto, al que el mismo mundo conventual al final había, de algún modo,
reaccionado: con la confianza, la admiración y, también, con la guerra
declarada. A pagar le tocó a la pobre «humanidad de Verónica, sometida a
privaciones, penas, humillaciones de todo género. La narración de los
sufrimientos buscados por ella, o bien, impuestos, tienen un sentido
horripilante. Ni el hagiógrafo ni el lector moderno consiguen justificar y ni
siquiera comprender tal comportamiento. En cierto sentido, renunció la misma
Verónica cuando, superada finalmente aquella etapa de su terrible ascesis,
habló de «locuras que me empujaban a hacer el amor>>
Desde el momento en que
recibió los estigmas (1697), esas «locuras» comenzaron a ser menos frecuentes,
para desaparecer completamente en el 1699. De ahora en adelante Verónica estará
satisfecha de «sufrir los males y tormentos que veía y sabía les venían dados
directamente de la mano de Dios para purificarla siempre más». Una
regla de oro ésta, que no dejará de inculcarla a las jóvenes religiosas, que
quería «moderasen su deseo de penitencias».
«No más amor en
palabras, sino obras, y hechos»
Por inclinación
natural, Verónica era llevada a hacer la partede María, no aquélla de Marta. En los primeros tiempos transcurridos
en el monasterio, creyó poder apagar su sed de perfección introduciéndose en la
meditación contemplativa. La empujaba en esta dirección también la repugnancia
que tenía por los trabajos domésticos humildes y por los servicios caritativos.
Después, para llenar el sentido de vacío y descontento que hay en ella, escoge
el servicio. Concibe, por otra parte, el trabajo manual como un ejercicio de ascesis,
como una penitencia. Esto desencadena en ella una invencible repugnancia,
porque hasta aquel momento jamás le había venido a la mente que realizar
aquellos actos fuese más útil y más altruístico que el retirarse a su celda
para la contemplación y mortificación. De cualquier modo, ella busca
preguntarse si la pura contemplación puede resolver el problema moral de la
vida; y esto la lleva a discutir entre sí, si tiene mayor valor espiritual la
vida activa o la contemplativa. He aquí una frase suya muy reveladora: «podrás
estar en el mundo y hacer el bien y ser asimismo útil a los demás».
Afortunadamente, pronto concluye que a los otros puede ser útil también
quedando dentro del monasterio. Así, hablando del vivir escondido en Dios, ella
escribe: «y esto yo lo he de hacer en la oración, en el obrar, por todas
partes; no con el retiro de la persona en la celda, sino en medio de toda la
comunidad he de practicar la soledad con Jesús... Me parece a mí que con las
obras mejor se verá cuanto Dios pide de mi».
Verónica ha conseguido
una certeza práctica, es decir, que el modo más eficaz para encontrar y adorar
a Dios consiste en buscarlo con sinceridad en medio de cientos de ocupaciones
diversas. Será la norma práctica que seguirá hasta el último día de su vida y
que con los modos más convincentes inculcará a sus religiosas.
Para vencer las
repugnancias de Verónica hacia el trabajo manual existieron tal vez
indicaciones y también algunas intervenciones de los confesores. El jesuita
Juan María Crivelli, en los procesos, atestigua haber impuesto a Verónica
«algunas penitencias muy particulares y extravagantes». Pero decir
«extravagantes» era solamente un eufemismo, del todo fuera de lugar, después de
que Verónica había muerto considerada santa. En efecto, en más de una ocasión, la
había obligado a limpiar con la lengua un cuartito oscuro y deshabitado del
monasterio, donde la pobre prisionera debió habitar por largo tiempo (en esta
ocasión la pobrecita engulló arañas y telarañas); otra vez para mortificar la
sensibilidad y esquivez hacia las cosas inmundas, «le impuse lamer con la
lengua los lugares comunes de la comunidad»; igualmente, la sometió a la
obediencia de una rústica conversa, sor Francisca, que entre otras cosas le
ordenó limpiar el gallinero. Un último toque de gracia: este confesor seguro de
sí e invasor, destinó a Verónica como la «última enfermera, cuyo oficio era
estar subordinada a las otras, llevar agua, leña, barrer y limpiar los vasos
incluso los más inmundos».
Una vida toda ella
para los demás
Volveremos a hablar de
la parte habida por los confesores en la atormentada vida de Verónica. Por
ahora nos basta haber anotado la diversa actitud de ella en relación con las
actividades domésticas y los servicios, en los que testigos del proceso, en
gran número, nos la presentan empeñadísima. Incluso de abadesa, aunque vieja y
enferma, «se maltrataba en todas las molestias de los trabajos del monasterio,
acudiendo a lavar, a la cocina, a la despensa, al refectorio, al huerto,
especialmente «en las horas más incómodas como es en lo avanzado del día», a
llevar agua a la enfermería.
Hay quien no sabe
callar su propia admiración al recordar cómo ella, enferma de hidropesía,
pudiese «gobernar con tantas molestias el monasterio, estando siempre en
movimiento para socorrer ahora a una, ahora a otra de las religiosas»
especialmente en hacer la colada, labor esta particularmente dura durante el
invierno, en que debía lavarse al aire libre, con el frío y la nieve. Por otra
parte, como lo pudiese gobernar con esos inconvenientes era un misterio incluso
para Verónica misma, que ya en el 1697 escribía no dejo nada, ni molestias, ni
trabajo. Pero... no sé como estoy en pie».
Constante empeño fue de
Verónica el ser toda y siempre para los otros, especialmente para las enfermas,
a las que vigilaba y servía noche y día; si el mal era grave, no se alejaba de
ellas ni siquiera para comer o para intervenir en la oración común. Sor
Ludovica Marsili, devorada por el cáncer y moribunda, la quería sentir hablar,
porque -le decía- «cuando oigo vuestra voz, no siento el mal». Las repugnancias
de antes no existían, y Verónica estaba dispuesta para hacer de enfermera aún
en los casos más penosos. Iba igualmente a la puerta del monasterio para curar
a la conversa externa sor Antonia, infectada de gangrena en el seno, un mal que
la llevó a la tumba.
Era todo ojo en
descubrir y proveer a las necesidades de las religiosas, en lo referente al
alimento y al vestido, estuviesen sanas o enfermas. Sus intuiciones, referentes
a esto, más de una vez fueron atribuidas a particular iluminación divina. Entre
otros muchos, recordamos el caso de la novicia María Rosa que, afligida por
constantes náuseas e inapetencias, disimula su mal para no ir a la enfermería.
De improviso, una noche, ya extenuada por el largo ayuno
se llega a ella Verónica, que ofreciéndole dulces, le dice:
«Hermana, tomad; me parece haber intuido que tenéis necesidad de algo para sosteneros...
otra vez no hagáis asi».
Los testigos, y en particular
las religiosas, reconocen como milagro de la divina providencia las limosnas
que llegaban al monasterio durante el tiempo en que estuvo de abadesa Verónica,
que fueron años de carestia. Ciertamente, todos saben que los santos, ya
peregrinos o ya reunidos en la patria, son los canales preferidos por la
providencia. Sin embargo, lo que más nos interesa es el uso que Verónica hizo
de aquellas limosnas. Sor Florinda Cevoli refirió que Verónica, elegida
abadesa, «encontró el convento ruinoso y con necesidad de construirlo y
repararlo», y a pesar de «grandes dificultades y obstáculos», llevó a feliz
término obras importantes, como el nuevo dormitorio, las fuentes y la
conducción del agua a la huerta y a la cocina, «y otras reparaciones en el
monasterio».
Entre las obras
señaladas sólo genéricamente, va indicada también la apertura de un pozo del
que se podía coger agua directamente desde la enfermería, evitando así tener
que recorrer medio monasterio para llevar a aquel lugar una jarra de agua.
Verónica se manifiesta mujer extremadamente práctica y solicita en hacer
racional la fatiga diaria para el buen funcionamiento del monasterio. Era
rapidísima en el trabajo: ¡realizaba en una hora lo que otras religiosas hacían
casi en una jornada! Explícitamente, nos referimos a los «detentes» por así
decirlo, pequeños objetos de devoción para tener en casa o llevarlos consigo.
Venían a ser como amuletos con los que se quería tener alejado al diablo.
En los procesos,
encontramos dos testimonios que hablan dela inteligencia de Verónica. El
primero el del padre Vicente Segapeli, filipense, quien afirma: «tenía un
entendimiento abierto y era de gran capacidad». El otro, atribuido al obispo
Lucas Antonio Eustachi, que mantenía no haber tenido inconveniente llevar a
Verónica por el camino del calvario, pues la consideraba «capaz de ordenar un
mundo». Dos juicios tal vez un tanto enfáticos, pero ciertamente no privados de
fundamento, y que es necesario tenerlos en cuenta
si se quiere comprender a Verónica, mujer de temperamento
artístico (además de místico) y de un excepcional sentido práctico.
En fin, la mente
constantemente elevada en Dios y la observación tan minuciosa y atormentada,
del propio espíritu, no le hacía perder de vista la humilde realidad diaria, no
la enajenaba del pequeño mundo conventual, en que vivía encerrada. Por el
contrario, precisamente aquella elevación y aquella observación daban un
sentido a su vida y a sus acciones, ayudándola a ser toda para los demás. Ella
es del número de las grandes almas místicas —como Catalina de Siena, Teresa de
Avila, Margarita de Alacoque- extremadamente prácticas, aunque la clausura le
impida irradiar la propia acción en la medida de sus hermanas mayores.
El inicial conflicto
entre contemplación y acción era ya un lejano recuerdo. Y Verónica, en los
treinta años que fue la guía del noviciado, tuvo cuidado de adiestrar a sus
novicias también en los trabajos manuales. Un testigo refirió que era constante
empeño suyo «habituarlas en los ejercicios y oficios del monasterio»; sor María
Costanza Spanaciani novicia suya, testimonió que «Nos introducía... a nosotros
sus novicias... en los trabajos manuales, y nos encaminaba en el camino de la
perfección, al mismo tiempo que nos preparaba
para ser capaces de cumplir los compromisos de la comunidad».
De esta mística de los
pies firmemente posados en la tierra, un buen día, sor María Teresa Vallemanni
pudo tranquilizarse con las palabras que compendian el pensamiento y la vida de
Verónica frente al binomio contemplación-acción. Sor María Teresa confesó a la
abadesa haber, en el curso de la semana, exagerado en el trabajo manual, con
perjuicio del espíritu. E inmediatamente le dijo: «No pensad que el trabajo sea
impedimento al espíritu, sino más bien
de gran utilidad para el alma».
Sano realismo
Una gran cantidad de
hechos y episodios, en los procesos recordados sólo incidentalmente en el
intento de dar realce a las virtudes de Verónica, nos manifiestan cómo ella
tuvo los ojos bien abiertos con respecto a los hombres, cosas y
acontecimientos. Exigia que los trabajadores y proveedores fuesen pagados
puntualmente y... bien. Así, pues, si el administrador del monasterio trataba
escatimar los precios, Verónica ordenaba a las conversas externas que
completasen convenientemente los pagos; procuraba personalmente la formación de
las llamadas conversas, encargadas de ir por la limosna, y se preocupaba de que
nada les faltase; una vez, por haber recordado a una cocinera un poco
caprichosa si había dado la acostumbrada comida a un vejete que venía a traer
la leña, recibió un solemne empujón; semanalmente, «mandaba una talega con
diversas provisiones» a una pobre vieja a quien llamaba su hermana, y,
moribunda, recomendó a las religiosas que continuaran haciéndolo para que la
pobrecilla viviese; tanto ella como las otras religiosas llevaban hábitos
deteriorados y remendados (más de un testigo anota, puntillosamente, que en los
últimos años Verónica llevó un hábito confeccionado con noventa y nueve piezas
viejas), pero «tenía mucho cuidado e insistia –anota la religiosa, que nosotros
vistiésemos, sí, como pobres capuchinas, pero queria que estuviésemos limpias».
Se había dicho que
tenía el capricho de la propiedad y del decoro, especialmente en lo que se
refería a los paños sagrados, que no cesaba de hacerlos lavar, cambiar,
limpiar. Las religiosas se maravillaban del tacto y discrección con que
confiaba oficios e imponía penitencias: tenía siempre en cuenta la capacidad y
la disposición de cada una, que ellas atribuían a una superior iluminación divina,
pero que, tal vez, simplemente era fruto de observación e intuición.
En algunos episodios
está la primaveral fragancia de una «florecilla». Un año hubo escasez de
frutas, y las religiosas, al principio de la cuaresma, estaban contrariadas,
porque sus cenas, en ese tiempo, consistía ordinariamente en tomar algunas de
ellas. Verónica entonces recomienda orar, y he aquí que un borrico, cargado de
manzanas, se para delante del monasterio, y, confirmando su fama, se obstina a
no querer seguir adelante. Verónica compra toda la carga. ¡Así la paz volvió al
monasterio, donde se pudo ayunar según la tradición!
Al final de la vida,
Verónica tiene compasión de las hermanas que, cansadas y abatidas, no se alejan
de ellas ni siquiera para tomar un bocado. Para aliviarlas, con la mano no
paralítica, lleva a sus bocas los dulces que la piedad de los devotos le han
mandado en regalo. Sor María Magdalena Boscaini contó que, para procurar un
poco de distracción a las novicias, se mezclaba con ellas persiguiendo a los
grillos por la huerta, a pesar de estar «hinchada y tumefacta como un balón»
debido a la hidropesía.
Son simples hechos, a
lo más episodios algo marginales en el conjunto de su vida. Pero a ellos se
podían añadir otros para no acabar nunca. Todos demuestran la humanísima
condición y la viva participación de Verónica en la vida de cada día. Son
hechos, y por esto prueban, más que cualquier argumento, que el misticismo de
Verónica es auténtico, porque ella no está cerrada y replegada a sí mismo, como
sucede en los falsos místicos, monstruosamente egoístas.
Hermanas, confesores y
lecturas
La vida religiosa en el
monasterio, en la segunda mitad del siglo XVII, no parece estuviese sin
sombras. Algunas fugaces referencias de los procesos hacen reflexionar.
Menciono los envidiosos arrebatos de la abadesa, públicamente en el coro; las
«gravísimas
y punzantísimas persecuciones» que Verónica hubo de sufrir «por muchos
años» por parte de algunas religiosas, siempre dispuestas a tratarla de bruja,
o endemoniada, o hipócrita, y que la pobre perseguida las llamaba sus
«benefactoras», en cuanto le daban ocasión de ejercer en grado heróico la
paciencia. También de abadesa encontró amarguras y contrariedades por parte de
algunas religiosas, debió hacer uso de toda la firmeza de que era capaz (en el
año
1695 escribía al padre Julián Brunori, jesuita: «yo soy por
naturaleza de cabeza dura») para conducir el monasterio a la observancia y a la
perfecta vida común. Algunas alabanzas tributadas a Verónica como abadesa hacen
vislumbrar la sospecha que su modo de actuar era desacostumbrado, capaz por
tanto de despertar admiración.
Por ejemplo, viene señalado que, durante su gobierno, en el
monasterio reinó la paz, que la sabía imponer sin recurrir a la autoridad externa;
que del dinero recibido o gastado «daba cuenta e informe en público a nosotras
las demás religiosas»; que no tenía curiosidad de aquello que sucedía fuera del
monasterio y que se preocupó de modo casi obsesivo por tener cerradas las
puertas externas del monasterio. Siendo maestra había conseguido desterrar
instrumentos musicales y pajarillos encerrados en jaulas. Merecen atención
también algunas de sus constantes preocupaciones en la educación de las
novicias; quería que no se permitiesen nada que favoreciera el abandoho y,
sobre todo, tuviesen «cuenta de las cosas del monasterio»: ¡res communes,
res nullius!». Tal vez no es exagerado reconocer se diesen penosas escenas
en la vida cotidiana por su preocupación de tener que dar cuenta a Dios de la
«costumbre» que sus novicias hubieran cogido.
En los cerca de treinta
años que dirigió el noviciado, Veronica tuvo ocasión de formar una entera
generación de religiosas. La cosa no fue fácil, porque debió tener en cuenta
las costumbres del tiempo (que eran por desgracia malas). Ordinariamente, las
candi datas eran presentadas (eufemismo para indicar que eran impuestas) por
los diversos grupos eclesiásticos o laicales. No raramente, por este motivo, se
trataban de jóvenes «parqueadas» en el monasterio, pobres encarceladas en vida
para desesperación propia y de las hermanas. En los procesos se recuerda el
caso de una novicia de alto abolengo admitida, no obstante el parecer contrario
de Verónica, de la que debió sufrir infinidad de ultrajes. Pero la testigo
menciona con gran consuelo que al final la santa consiguió saliera de buenas
maneras, o sea, sin que el monasterio sufriera de las iras de los familiares y
de los presentadores.
En la vida de la santa,
los confesores tuvieron una parte preponderante. A través de las páginas de los
procesos desfila una procesión que no acaba, casi unos cuarenta: jesuitas,
servitas, franciscanos, filipenses, sacerdotes del clero diocesano. Pues bien,
no todos hacen un buen papel. Con sus métodos frecuentemente ocasionan, en
quien los lee, una profunda pena. Son groseros, invasores, holgazanes,
habladores. Soy consciente de escribir palabras duras, pero no con
precipitación: queda probado por diversos episodios, que clarifican más que una
docena de silogismos «en bárbara». Así, el canónigo Carsidoni manda airadamente
a Verónica salir del confesonario y arrojarse en el fuego de la cocina; el
filipense Vicente
Segapeli, mientras asiste a Verónica en su agonía, la amonesta
«con maneras ásperas y aire de reproche», diciéndole: «¿Para qué tener vendadas
las manos, si no hay nada? Todo es hipocresía para engañar». Se podría decir
que la raza de los Tomás está indefectible en la Iglesia; ¡pero aquí
encontramos a uno de aquellos que insultaban debajo de la cruz! El jesuita Juan
María Crivelli, refirió: «llegué muchas veces a culparla de bruja, y amenazarla
de tal manera para hacerle verdaderamente creer que sería públicamente burlada y
quemada viva, como hipócrita y bruja». ¡Bruja! Hoy es poco más que un término
pleonástico, usado como chiste o, en el peor de los casos, para lanzar una
ofensa gratuita. Pero, en el tiempo de Verónica, en las brujas creían un poco
todos -pueblos, magistrados, hombres de cultura y eclesiásticos—, y aquí y allá
venían tratadas con la misma mente que el erudito padre Crivelli insinuaba a la
aterrorizada religiosa. Hay algo de congelante en sus palabras: «¡llegué muchas
veces a... amenazarla de tal manera hastahacerle verdaderamente creer... que
sería quemada viva!». Pues bien, todos estos confesores para Verónica tenían un
sólo nombre: «la obediencia»; una capuchina, en el curso de los procesos,
explicará que para Verónica el confesor era aquél que revelaba, siempre, de modo
definitivo e incontrovertible, la voluntad de Dios, que era obligatorio
ejecutar con ciega obediencia. Ellos usaron esta arma terrible para ordenarle
las cosas más penosas, extrañas, gratuitas, absurdas. Que Verónica obedeciese
siempre, se consideró como virtud heroica; pero el hecho de que no se volviese
loca, más aún, que jamás perdiese su calma ni tuviese una sola palabra de
lamento, revela el inalterable equilibrio de su sistema nervioso. No era pues
histérica, ya que era capaz -aunque sea con el corazón sangrante- de mantener
un tal dominio de sí.
Sea como fuese, para
comprender y, tal vez, al menos en parte, explicar el doloroso calvario de la
vida de Verónica, es necesario un profundo estudio sobre sus confesores,
personas ciertamente animadas de la mejor buena voluntad, pero también
envueltas en los
esquemas conceptuales de su tiempo.
Otro punto sobre el que
será necesario indagar son los libros a disposición de las religiosas, las
devociones que se acostumbraban a practicar en el monasterio, las imágenes
constantemente expuestas a su mirada. En aquel ambiente cerrado y lejano de los
rumores del mundo, lecturas, devociones e imágenes pueden ser más profundamente
receptibles y por ello hacerse obsesionantes. Cito cualquier ejemplo. En el
tiempo de Verónica, circulaban imágenes del corazón de la beata Clara de
Montefalco, en el que se había impresos los instrumentos de la pasión de
Cristo. Un colega del Instituto, Servo Gieben, no ha encontrado casi nada de
franciscanismo en el viejo fondo de la biblioteca del monasterio, ciertamente
no actualizado. Esto puede corroborar a una impresión mía, que es ésta: que la
santa no haya tocado ni siquiera de resfilón la espiritualidad
franciscana. Ponemos aquí un ejemplo. Verónica está toda concentrada sobre sí
misma, analizando, no digo las propias acciones, sino incluso los propios
sentimientos. Pues bien, si alguna vez mira a su alrededor y ve «el cielo tan
bello y estrellado», ¿qué cosa hace? Lo considera parte de su «humanidad» (su
creación artística, una personificación que ella pone en escena mil veces en
sus escritos) y dice: «¿No ves, oh loca, que todas aquellas estrellas te
invitan a padecer?». Como se ve, estamos en los antípodas del Cántico del
hermano sol, en el que todas las criaturas son invitadas a alabar al Señor.
Es también necesario
hacer un examen crítico de sus escritos, buscando sobre todo establecer en qué
condiciones de tiempo y de lugar fueron dictados (de noche, a la luz
parpadeante de una vela, en una celda frecuentemente fría); en qué condiciones
psico-somáticas (obligada, deprimida o exaltada, tal vez cegada por el sueño, debilitada
por los prolongados ayunos, o calenturienta); qué idea tenía ella de esto que
estaba escribiendo, qué valor le atribuía, si era cierto o dudoso (me refiero
en especial a las apariciones y a los diálogos). Otra cosa absolutamente
necesaria es la de estudiar diligentemente la terminología usada por ella. Cito
un ejemplo: el término «humanidad» es una feliz creación literaria, una
personificación que de vez en cuando sirve para indicar la razón, es decir, su
sentir personal, natural, o mejor el cuerpo con sus exigencias primordiales;
otro término que lleva definido el significado es aquel de demonio. Será
necesario, además, buscar identificar las «fuentes» de los escritos de
Verónica, la cual como es resabido, no había estudiado teologia: en qué medida
sus escritos dependen de lecturas de escritos ascético-místicos, de las largas
conferencias o coloquios tenidos con sus directores de espíritu, de su
capacidad de reflexión, de eventuales visiones o iluminaciones interiores, del
temperamento artístico de la santa que encuentra medios de expresión que se
congenian con ella y, en muchos casos, innegablemente hermosos.
«Intermediaria» entre
Dios y los pecadores
El término
«intermediaria» aparece numerosas veces en las páginas del Diario, en la boca
de Verónica, en la boca de Cristo, en la boca de la Virgen. Indica la misión
mediadora que la santa está llamada a desarrollar, por la salvación de las
almas, con el ofrecimiento expiatorio de su vida, la oración, los sacrificios.
E indica asimismo el ansia profunda de salvación que atormentó a Verónica
durante toda la vida. De modo particular, su expiación «vicaria», es por la
Iglesia en general, los infieles, el monasterio, la Città di Castello, las
almas purgantes a las que quiere que pronto se le abran las puertas eternas.
Desde niña había
deseado ardientemente que «todas las criaturas» conociesen y amasen a Dios.
Este amor crece y se agiganta según va comprendiendo mejor la bondad infinita
de Dios y la malicia del pecado. De su corazón salen, por eso, invocaciones que
conmueven profundamente, y al mismo tiempo nos da la medida de su amor a Dios y
a las almas. He aquí algunas.
«Oh, Señor mío..., me
pongo de intermediaria entre vos y los pecadores. Enviadme a mí todas las
penas, los tormentos, los dolores y cuanto sea de vuestro gusto; pero os pido
una gracia, por los méritos de vuestra preciosa sangre, concedédmela. Os
solicito la salud de aquellas pobres almas, las cuales viven entre miles de culpas
y pecados. Dadle luz, Dios mío; tocad de verdad sus corazones, para que todas
se conviertan a vos».
«Dios mío, aquí me
tienes dispuesta a cualquier sufrimiento para que se conviertan a vos todos
aquellos que os ofenden».
«¡Dios mío, más pena!
Aquí me tienes de medianera entre vos y el pecador. Para que no seais más
ofendido, haced de mí aquello que os plazca. Atormentadme, enviadme más
cruces».
«Señor mío, me ofrezco
para sufrir todos los tormentos... SObre mí, para que no seais ofendido más por
nadie».
«Dios mío, bien sabéis
que yo estoy puesta de intercesora entre vos y los pecadores. Por tanto aquí me
tenéis pronta a soportar cualquier sufrimiento, para aplacaros».
«Señor mío, si es
vuestro querer, dadme más sufrimientos; cargad la mano sobre mí... Sí, Dios
mío; vos me habéis elegido intercesora entre vos y los pecadores; por tanto,
esto os pido, almas, almas».
Esto es sólo una pequeña muestra de los deseos y de la atmósfera
espiritual que sustancian las 22.000 páginas del Diario.
Hacia la gloria
Han estado señalados
algunos hechos que materializan, caracterizándola, la vida de Verónica en los
últimos treinta años de su existencia. Desde un punto de vista humano, está
anotado todo cuanto sucede en el 1716: el 7 de marzo el Santo Oficio, deja sin
efecto una disposición disciplinar, permitiendo que Verónica pueda concurrir
con pleno derecho a las elecciones para los cargos del monasterio; y de hecho,
el 5 de abril siguiente, es elegida abadesa, cargo que ejercerá hasta la
muerte, que le llega el 9 de julio de 1727.
Siendo tanta la fama de
su santidad, el obispo diocesano Alejandro Francisco Codebò provee
inmediatamente para que se recojan testimonios acerca de su vida y virtudes,
abriendo a tal efecto, el 6 diciembre del mismo año, el proces ordinario
informativo, cerrado el 13 de enero de 1735. A éste siguieron el proceso
ordinario y el apostólico, sucedidos respectivamente en el 1735 y en el 1746.
Verónica fue beatificada el 17 de junio de 1804 y canonizada el 26 de mayo de
1839.
NOTA BIBLIOGRAFICA
Un catálogo completo de los escritos de y sobre santa Verónica fue
hecho por: Félix a Mareto, Bibliographia vitae et operum sanctae Veronicae
Giuliani monialis capuccinae (1727-1961), en Sancta Veronica Giuliani
(cf. abajo), Romae 1961, 215-307; Angelo Ascani, Biografie e diario di S.
Veronica, en Santa Veronica Giuliani (cf. abajo), Città di Castello 1979, 21-35.
Para el Diario existen las ediciones: Un tesoro
nascosto, ossia Diario... Preparado por P. Pizzicaria - U. Brucchioni, 10
vol., Prato - Città di Castello 1895-1928; nueva edición preparada por O.
Fiorucci, 5 vol., Città dei Castello 1969-1974. Para un primer contacto con el
Diario muy útil el florilegio: S. Verónica Guliani, Esperienza e dottrina
mistica. Páginas elegidas por Lázaro Iriarte, Roma 1981.
Los volúmenes de los procesos ordinario y apostólico están en el
Archivo Vaticano, fondo de la congregación de Ritos, n. 3163-3171. Para el iter
de los mismos procesos véase: Acta et decreta causarum beatificationis et
canonizationis OFMCap... dirigidos y estudiados por Silvio de Nadro, Roma -
Mediolani 1964, 1292-1335.
PRINCIPALES BIOGRAFIAS:
G. Giacomo Romano, Vita della venerabile serva di Dios suor
Veronica Giuliani, Roma 1807; Maria Capozzi, S. Veronica Guliani,
abbadessa cappuccina, Milán 1939; Icenses, S. Veronica Giuliani, Bari
(1960); Rafaello Cioni, S. Veronica Giuliani, Città di Castello 1964;
Francesco M. de San Marino, Santa Veronica Giuliani delle monache clarisse
capuccine, Mercatello 1793.
ESTUDIOS:
Clara Gatti, Gli scritti di Veronica Giuliani, en Giornale storico
della letteratura italiana, Milán 1962. Metodio da Membro, Misticismo e
missione di S. Veronica Giuliani, Milano 1962.
Merecen una particular atención los ensayos recogidos en los dos
volúmenes: Sancta Veronica Giuliani vitae spiritualis magistra et exemplar
tertio ab eius nativitate exeunte saeculo (1660-1960), Romae 1961; Santa
Veronica Giuliani dottore della Chiesa?... Actas de la convención de
estudios (29-30 abril - 1 mayo 1978), Città di Castello (1979).
S. S. Benedicto XVI
SANTA VERÓNICA GIULIANI
«¡El amor se ha dejado ver»
(Catequesis en la audiencia general
del miércoles 15 de diciembre de 2010)[2]
SANTA VERÓNICA GIULIANI
«¡El amor se ha dejado ver»
(Catequesis en la audiencia general
del miércoles 15 de diciembre de 2010)[2]
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quiero presentar a una mística que no es de la época medieval;
se trata de santa Verónica Giuliani, monja clarisa capuchina. El motivo es que
el próximo 27 de diciembre se celebra el 350° aniversario de su nacimiento.
Città di Castello, el lugar donde vivió durante más tiempo y donde murió, así
como Mercatello -su pueblo natal- y la diócesis de Urbino, viven con alegría
este acontecimiento.
Verónica nace, como decía, el 27 de diciembre de 1660 en
Mercatello, en el valle de Metauro, de Francesco Giuliani y Benedetta Mancini;
es la última de siete hermanas, otras tres de las cuales abrazarán la vida
monástica; le dan el nombre de Úrsula. A la edad de siete años pierde a su
madre, y su padre se traslada a Piacenza como superintendente de aduanas del
ducado de Parma. En esta ciudad Úrsula siente que crece en ella el deseo de
dedicar la vida a Cristo. La llamada se hace cada vez más apremiante, hasta el
punto de que a los 17 años entra en la estricta clausura del monasterio de las
Clarisas Capuchinas de Città di Castello, donde permanecerá toda su vida. Allí
recibe el nombre de Verónica, que significa «verdadera imagen» y, en efecto,
llegará a ser una verdadera imagen de Cristo crucificado.
Un año después emite la profesión religiosa solemne: inicia para
ella el camino de configuración con Cristo a través de muchas penitencias,
grandes sufrimientos y algunas experiencias místicas vinculadas a la Pasión de
Jesús: la coronación de espinas, las nupcias místicas, la herida en el corazón
y los estigmas. En 1716, a los 56 años, se convierte en abadesa del monasterio
y se verá confirmada en ese cargo hasta su muerte, acontecida en 1727, después
de una dolorosísima agonía de 33 días que culmina en una alegría tan profunda
que sus últimas palabras fueron: «¡He encontrado el Amor, el Amor se ha dejado
ver! Esta es la causa de mi sufrimiento. ¡Decídselo a todas, decídselo a
todas!» (Summarium Beatificationis, 115-120). El 9 de julio deja la morada
terrena para el encuentro con Dios. Tiene 67 años, cincuenta de los cuales
pasados en el monasterio de Città di Castello. El Papa Gregorio XVI la proclama
santa el 26 de mayo de 1839.
Verónica Giuliani escribió mucho: cartas, textos autobiográficos,
poesías. Sin embargo, la fuente principal para reconstruir su pensamiento es su
Diario, iniciado en 1693: nada menos que veintidós mil páginas manuscritas, que
abarcan treinta y cuatro años de vida claustral. La escritura fluye espontánea
y continua, sin tachones ni correcciones, sin signos de puntuación o
distribución de la materia en capítulos o partes según un proyecto
preestablecido. Verónica no quería componer una obra literaria; es más, el
padre Girolamo Bastianelli, religioso de los Filipinos, de acuerdo con el
obispo diocesano Antonio Eustachi, la obligó a poner por escrito sus
experiencias.
Santa Verónica tiene una espiritualidad marcadamente
cristológico-esponsal: es la experiencia de que Cristo, Esposo fiel y sincero,
la ama y de querer corresponder con un amor cada vez más comprometido y
apasionado. En ella todo se interpreta en clave de amor, y esto le infunde una
profunda serenidad. Vive cada cosa en unión con Cristo, por amor a él y con la
alegría de poder demostrarle todo el amor de que es capaz una criatura.
El Cristo al cual Verónica está profundamente unida es el Cristo
que sufre de la pasión, muerte y resurrección; es Jesús en el acto de ofrecerse
al Padre para salvarnos. De esta experiencia deriva también el amor intenso y
doloroso por la Iglesia, en la doble forma de la oración y la ofrenda. La santa
vive con esta perspectiva: reza, sufre, busca la «santa pobreza», como
«expropiación», pérdida de sí misma (cf. ib., III, 523), precisamente para ser
como Cristo, que se entregó totalmente.
En cada página de sus escritos Verónica encomienda a alguien al
Señor, avalorando sus oraciones de intercesión con la ofrenda de sí misma en
todo sufrimiento. Su corazón se dilata a todas «las necesidades de la santa
Iglesia», anhelando la salvación de «todo el mundo» (ib., III-IV, pássim).
Verónica grita: «Oh pecadores, oh pecadoras…, todos y todas venid al corazón de
Jesús; venid al lavatorio de su preciosísima sangre… Él os espera con los
brazos abiertos para abrazaros» (ib., II, 16-17).
Animada por una ardiente caridad, da a las hermanas del monasterio
atención, comprensión, perdón; ofrece sus oraciones y sus sacrificios por el
Papa, por su obispo, por los sacerdotes y por todas las personas necesitadas,
incluidas las almas del purgatorio. Resume su misión contemplativa en estas
palabras: «Nosotras no podemos ir predicando por el mundo para convertir almas,
pero estamos obligadas a rezar continuamente por todas las almas que se
encuentran en estado de ofensa a Dios… especialmente con nuestros sufrimientos,
es decir, con un principio de vida crucificada» (ib., IV, 877). Nuestra santa
concibe esta misión como «estar en medio», entre los hombres y Dios, entre los
pecadores y Cristo crucificado.
Verónica vive profundamente la participación en el amor de Jesús
que sufre, segura de que «sufrir con alegría» es la «clave del amor» (cf. ib.,
I, 299.417; III, 330.303.871; IV, 192). Pone de relieve que Jesús sufre por los
pecados de los hombres, pero también por los sufrimientos que sus siervos
fieles soportaron a lo largo de los siglos, en el tiempo de la Iglesia,
precisamente por su fe sólida y coherente. Escribe: «Su eterno Padre le hizo
ver y sentir en ese punto todos los sufrimientos que iban a padecer sus
elegidos, sus almas más queridas, es decir, las que iban a sacar provecho de su
sangre y de todos sus sufrimientos» (ib., II, 170). Como dice de sí mismo el
apóstol san Pablo: «Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por
vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en
favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24). Verónica llega a pedir a
Jesús ser crucificada con él: «En un instante -escribe-, vi salir de sus
santísimas llagas cinco rayos resplandecientes; y todos vinieron hacia mí. Y yo
veía cómo esos rayos se convertían en pequeñas llamas. En cuatro estaban los
clavos; y en una vi que estaba la lanza, como de oro, al rojo vivo: y me
traspasó el corazón, de lado a lado... y los clavos me traspasaron las manos y
los pies. Sentí un gran dolor; pero, incluso en el dolor, me veía, me sentía
completamente transformada en Dios» (Diario, I, 897).
La santa está convencida de que ya participa en el reino de Dios,
pero al mismo tiempo invoca a todos los santos de la patria celestial para que
acudan en su ayuda en el camino terreno de su entrega, en espera de la
felicidad eterna; esta es la constante aspiración de su vida (cf. ib., II, 909;
V, 246). Respecto a la predicación de la época, a menudo centrada en «salvar la
propia alma» individualmente, Verónica muestra un fuerte sentido «solidario»,
de comunión con todos los hermanos y hermanas en camino hacia el cielo, y vive,
reza, sufre por todos. Las cosas penúltimas, terrenas, en cambio, aun
apreciadas en sentido franciscano como don del creador, resultan siempre
relativas, del todo subordinadas al «gusto» de Dios y bajo el signo de una
pobreza radical. En la communio sanctorum, la comunión de los santos, aclara su
entrega eclesial, así como la relación entre la Iglesia peregrina y la Iglesia
celestial. «Los santos -escribe- están allá arriba mediante los méritos y la
pasión de Jesús; pero cooperaron en todo lo que hizo nuestro Señor, de modo que
toda su vida se ordenaba y se regulaba por sus mismas obras» (ib., III, 203).
En los escritos de Verónica encontramos muchas citas bíblicas, a
veces de modo indirecto, pero siempre puntual: revela familiaridad con el Texto
sagrado, del cual se alimenta su experiencia espiritual. Asimismo, es preciso
señalar que los momentos fuertes de la experiencia mística de Verónica nunca
van separados de los acontecimientos salvíficos celebrados en la liturgia,
donde ocupa un lugar especial la proclamación y la escucha de la Palabra de
Dios. La Sagrada Escritura, por tanto, ilumina, purifica, confirma la
experiencia de Verónica, haciéndola eclesial. Pero, por otra parte,
precisamente su experiencia, anclada en la Sagrada Escritura con una intensidad
nada común, guía a una lectura más profunda y «espiritual» del mismo Texto,
entra en la profundidad escondida del texto. Ella no sólo se expresa con las
palabras de la Sagrada Escritura, sino que realmente vive de estas palabras, se
hacen vida en ella.
Por ejemplo, nuestra santa cita a menudo la expresión del apóstol san
Pablo: «Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rom 8,31; cf.
Diario, I, 714; II, 116.1021; III, 48). En ella la asimilación de este texto
paulino, su gran confianza y su profunda alegría, se convierte en un hecho que
se realiza en su propia persona: «Mi alma -escribe- se ha unido a la voluntad
divina y yo realmente me he establecido y detenido para siempre en la voluntad
de Dios. Me parecía que ya no me iba a apartar jamás de este querer de Dios y
volví en mí con estas palabras exactas: nada me podrá separar de la voluntad de
Dios, ni angustias ni penas ni afanes ni desprecios ni tentaciones ni criaturas
ni demonios ni oscuridad, ni siquiera la misma muerte, porque en la vida y en
la muerte quiero totalmente y en todo la voluntad de Dios» (Diario, IV, 272).
Así tenemos también la certeza de que la muerte no es la última palabra,
estamos cimentados en la voluntad de Dios y así, realmente, en la vida para
siempre.
Verónica es, especialmente, un testigo valiente de la belleza y
del poder del Amor divino, que la atrae, se apodera de ella, la enardece. Es el
Amor crucificado que se ha impreso en su carne, al igual que en la de san
Francisco de Asís, con los estigmas de Jesús. «Esposa mía -me susurra Cristo
crucificado-, me complacen las penitencias que haces por aquellos que están en
desgracia ante mí… Luego, desclavando un brazo de la cruz, me hizo señas de que
me acercara a su costado... Y me encontré entre los brazos de Cristo
crucificado. Lo que sentí entonces no puedo contarlo: habría querido estar
siempre en su santísimo costado» (ib., I, 37). También es una imagen de su
camino espiritual, de su vida interior: estar en el abrazo del Señor
crucificado y así estar en el amor de Cristo por los demás. Verónica vive
asimismo una relación de profunda intimidad con la Virgen María, testimoniada
en las palabras que ella le dice un día y que refiere en su Diario: «Yo te hice
descansar en mi regazo, se te concedió la unión con mi alma, y desde ella
fuiste llevada volando delante de Dios» (IV, 901).
Santa Verónica Giuliani nos invita a hacer crecer, en nuestra vida
cristiana, la unión con el Señor viviendo para los demás, abandonándonos a su
voluntad con confianza completa y total, y la unión con la Iglesia, Esposa de
Cristo; nos invita a participar en el amor lleno de sufrimiento de Jesús
crucificado para la salvación de todos los pecadores; nos invita a tener la
mirada fija en el Paraíso, meta de nuestro camino terreno, donde viviremos
junto a tantos hermanos y hermanas la alegría de la comunión plena con Dios;
nos invita a alimentarnos a diario de la Palabra de Dios para calentar nuestro
corazón y orientar nuestra vida. Las últimas palabras de la santa pueden
considerarse la síntesis de su apasionada experiencia mística: «¡He encontrado
el Amor, el Amor se ha dejado ver!».
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del
19-XII-2010]
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